XXXVI

Una treintena de jinetes alcanzaron la cima del otero desde el que se divisaban diecisiete millas de campo llano de las tierras de Amhor. Eben coruscaba a lo lejos, blanca junto al vasto río; y al Norte, el tapiz verde de Koria, grande como el mar. Era el tiempo de la alborada; una fina escarcha acristalaba la superficie de las cosas y el sol se presentía, pujante, bajo el rojor enardecido que avivaba el Oriente. Apenas habían llegado a la cumbre del cerro y se habían desplegado en un arco amplio, cuando oyeron el galope bravo de un caballo que ascendía por la ladera opuesta, apezuñando con fuerza los empinados caminos. Con gesto unánime, los quince eterios flecharon sus arcos y aguardaron precavidos al desconocido jinete.

—¡Príncipe! —gritó el caballero en cuanto emergió a la cabeza del altozano.

—¡Aquí, Vrik! —llamó Brahmo surgiendo desde detrás de los arqueros eterios—. No te esperábamos tan pronto.

Vrik no montaba ya su caballo alpino, sino un corcel alto y tordo, de crines como flecos de plata y musculatura fuerte.

—Salman… —dijo, y el nombre era en sus labios tañido de gozo de una antigua amistad—. Me encontró no lejos de aquí. En sus alas son más veloces los caminos del mundo.

—Y parece que los hayas recorrido todos, Vrik, ángel de barro, de polvo y sudor. Temí por ti cuando tu caballo volvió solo al campamento.

Vrik y el príncipe se apartaron del resto de los jinetes y se asomaron a la terraza del cerro sobre Amhor.

—Tenías razón, Brahmo, hay centenares de silvanos en el Sur de Koria dispuestos a combatir en cuanto se lo ordenes. Nadie los ha avisado, nadie los ha convocado, pero saben que los necesitas.

Vrik dejó su frase colgada en el aire, pendiente del hilo de un interrogante mudo.

—Poseen una sutil percepción de las cosas, no te extrañes —respondió Brahmo restando importancia a la cuestión—. ¿El Cinturón Fértil…?

—Por ahora es tuyo. Ednok ha dicho la verdad. Hay un ejército enemigo amenazándolo por el Sur y tribus aliadas reclutadas por Leb Imôl-Merkhu preparadas para defenderlo. Dama Esha te envía sus bendiciones; dice que con sólo oír tu nombre recobra la vida, y es verdad. He hablado con Elthen de Thúbal; ha perdido a sus dos hermanos.

—Honrarán las legiones de los dioses; eran hombres espléndidos. Álmor y Elthen, que honran las mías, los añorarán.

—Otro de los logros de Leb: ha introducido en la capital trescientos guerreros de Mankan, supuestamente aliados de tus enemigos. En cuanto reciban la orden, atacarán la ciudadela.

El rostro de Brahmo era sombrío.

—¿Qué más? —inquirió.

—Mira allí, aquel grupo de aldeas… Ahí está el grueso de las tropas de Akis. No verás tiendas ni nada que las delate. Ocupan las casas y los graneros e intentarán atenazarnos entre sus filas y la capital en cuanto nos acerquemos a los muros de Eben. Pero más al Sur… mira, a unas veinte millas de allí, está el Dárdan con más de un millar de hombres.

—El tablero está dispuesto —sonrió Brahmo con amargura—. Basta alzar la mano para llamar a la Muerte y arrojar a la pira el reino.

—¿Hay otra vía, príncipe? —repuso Vrik con franca exaltación—. ¿Quién, en el camino de perfección, puede evitar la llama purificadora?

—Ni hombre, ni pueblo, ni imperio, Vrik. Pero ¿puede decirse aún que Eben no se haya bañado en el fuego? Sólo me pregunto si este tramo final del camino sería posible sin el holocausto de tantas vidas.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé, Vrik, pero pesa sobre mí un presentimiento.

El sol llenaba poco a poco la mañana turquesa del nuevo día, lanzando el oro de su luz hasta los curvos confines del orbe. El aire parecía ausente en la transparencia prístina del aire y las aves, lentas, calmas, etéreas, libres, sublimes, volitaban con majestad de ángeles, como si al separarse de la tierra hubieran dejado el instinto muerto en ella y extinguidas sus ansias animales.

—Vamos —ordenó Brahmo haciendo dar media vuelta a su caballo de montaña.

El grupo descendió del otero por la ladera Oeste, avanzó por caminos que dos días de fuertes lluvias habían embarrado, borrado casi, y tras dos horas de marcha hacia el Sur y el Poniente alcanzó la herradura de colinas donde el príncipe había fijado su campamento. Allí la Naturaleza los afortalaba, los vigías dominaban el territorio desde las cimas más altas y arroyos bajaban de las coronas de los tesos tributándose a una pequeña laguna azul, orillada por esbeltos cedros blancos. Había allí verde para los animales, y era lugar de pastoreo, y Brahmo hizo llamar a los cabreros de la cabaña real.

Brahmo pasó el día apartado de sus compañeros. Mientras Arjun, Ulán y Pradib dirigían ejercicios bélicos haciendo esfuerzos por integrar en un único organismo, lúcido y fulminante, cuerpos tan diversos como los tholos de los bosques, los jinetes eterios, las tropas de montaña y los impredecibles manus; mientras Vrik y Bárak dirigían partidas de exploradores; mientras Álmor diluía su dolor en recios deberes militares, y Usha y Thâre cabalgaban en busca de los hatos caprinos, Brahmo permaneció retirado, intentando penetrar con sus luces la niebla pesante de su amorfo presentir. Ni dentro ni fuera de sí hallaba respuesta, pero la batalla que podía devolverle Eben, sin comprender por qué él mismo, se le antojaba el camino erróneo. Miraba hacia el futuro que contenía esta posibilidad y lo veía en sombras, hueco, sin alma, un callejón sin salida del Tiempo. Y un viento de irrealidad soplaba entonces desde ese posible futuro por la rendija de su contemplación trayéndole la inercia y el helor de los espacios del Vacío.

Aferraba entonces el asta de Márut como si fuera el eje del mundo y cesaba la distancia que lo separaba de la realidad ahuecando los cuerpos de las cosas.

Al crepúsculo llegaron Usha y Thâre con el rabadán y sus cabreros y los hatos reales, y Brahmo vio la tropa animal desde la cima solitaria de sus meditaciones. Cesaban en ese instante los ejercicios bélicos y se dispersaban los guerreros entre hogueras nacientes. También las partidas de exploradores retornaron y Brahmo las vio cruzar aunadas por un collado entre dos suaves colinas meridionales. Se resistía aún a bajar al campamento; nunca como ahora había dudado.

—No es miedo, no es compasión, no es amor ni desamor. ¿Qué es, pastor de hombres?

—Brahmo el manu se llegó al príncipe Brahmo.

—Si lo supiera, héroe y amigo, conocería la legitimidad de mis vacilaciones.

El manu se sentó junto al príncipe con sus híbridos movimientos de ancestro humano y se arrebujó en su capa azul. Una inmensa luna llena emergía de la vastedad del desierto; el simio la contempló con admiración sagrada y los ojos grandes, brillantes de un niño.

—Chasquea los dedos —dijo— y millares arderán como hojas secas de Otoño tocadas por el viento del infierno. No, tampoco yo siento que sea este el camino.

—No. La historia no puede ser tan idéntica a sí misma. Hace cuarenta años, aunque con otros extremos de luz y de sombra, y con otras magnitudes humanas, la situación en torno a la capital era pareja. Las gestas del pasado quieren ser emuladas, pero quieren también ser trascendidas.

El manu fijó sus grandes ojos en Brahmo. El intenso lunor daba a su rostro un relumbre plata y sabio, y su estampa era la de una divinidad zoomorfa.

—No lo pienses más, príncipe. La solución está justo en tu mano.

Y con sus dedos largos, rugosos, diestros, acarició de arriba abajo el cuerpo tieso de Márut, cuerpo de árbol y rayo, hasta que rozó los dedos del otro Brahmo. Entonces su mano se cerró sobre la del príncipe, repentina y fuerte como un estertor del Destino.