XXXV
El centinela de la puerta Norte de la ciudad observaba pensativamente la llegada de los beduinos por el llano, su larga caravana serpenteando bajo el sol de aquel día casi invernal. Principescos mercadantes la abrían sobre caballos tordos enjaezados, con sus curvas cimitarras adamascadas al cinto, sus flotantes ropajes azules y cubierta la cabeza por el humo turquesa de velos que ceñían cintas de oro; los camellos detrás, cargados de bienes y vanidades, de arena y de sol lejanos; después los carros chirriantes y, a pie, rodeándolos, sirvientes y pequeños comerciantes y perros sueltos y algunas cabras y ovejas, y caballos para la venta y, al fondo, soberbios, jactanciosos, los trescientos guerreros que el sheik de Mankan enviaba al visir de Eben, legítimo representante de la monarquía ebénida, para la defensa de la capital contra los revoltosos. Habían logrado evitar el ataque de las tropas levantadas del Cinturón Fértil, habrían cruzado el río más al Norte, por los vados de Eteria, bajo las ruinas de la Ciudad Sacrificada, y ahora, tras orillar el bosque de Koria y cruzar los llanos de Sus, se preparaban para coronar su marcha con una entrada gloriosa en la ciudad. Oficiales los esperaban a caballo tras las puertas; delegados del visir los aguardaban en la plaza que Chur de Olpán asignara a los príncipes caravaneros para su posada y sus mercaderías; y en la ciudadela, nuevos jefes del ejército capitalino se alegraban del refuerzo y se disputaban el mando de los trescientos centauros de Mankan.
El centinela, un hombre joven y hermoso de la guardia real destinado a la custodia de las Puertas, los observó cruzar el gran arco del portalón septentrional con prescindible fanfarria. Tenía órdenes de celar el paso y, si hallaba hombre o mujer sospechosos en la abigarrada tropa, no detenerlos, sino asignarles espías de la guardia de la ciudadela que los siguiesen y vigilasen. Sin embargo, se encontraba ahora más propenso a sentir y a cavilar que a inspeccionar, y el mundo de las formas fluía ante él como un río distante y fantasma. Tenía fláccido el cuerpo, torpe la mente, confuso el sentido, y la idea de la guerra era en él como la fiebre; no porque temiese el dolor o la muerte, sino porque percibía en toda su crudeza la desproporción ilimitada entre las Fuerzas que determinan los eventos y la voluntad o inteligencia del individuo arrastrado por los vendavales de la historia. Allí delante, al otro lado del río, una mujer se había hecho con el Cinturón Fértil, arrasado tierras, usurpado posesiones, expulsado a familias y decía ser la reina. Aquí en Eben, el visir lo negaba, la reina, aun enferma y quebrantada, se asomaba por uno o dos segundos al balcón de palacio para mostrar con su presencia allí que en la orilla oriental del Deva reinaba una impostora. Unos y otros reclamaban la legitimidad. Ejércitos extranjeros rodeaban la ciudad y el Cinturón Fértil: la primera y segunda columnas de Akis asentadas en Amhor, pesando sobre las aldeas de los llanos como plaga de langostas; en las fronteras orientales del Cinturón, hueste frente a hueste en hostilidad quieta y creciente, los beduinos aliados de la capital y las tribus amigas de los rebeldes; en la orilla de Koria, hombres salvajes que se nombraban amigos del príncipe; y para colmo, bajando los montes, las tropas de las fortalezas occidentales, a las que cada uno de los dos bandos llamaba aliadas. En algo estaban todos de acuerdo: no había quien no declarase servir a los Tauris. Pero para unos la reina estaba allí, en palacio, enferma, y muerto el príncipe; para los otros, la reina era la incendiaria del Cinturón Fértil y el príncipe quien descendía del Swar al frente de los montañeses como mito renacido del pasado o alucinación rescatada a la muerte.
Una mano se apoyó de pronto en el hombro del centinela.
—¿Aún dudas?
Estuvo a punto de abofetear a aquel hombre emergido del río irreal de formas fluyentes, individualizado de pronto, recortado contra la masa informe y para el cual sus pensamientos eran transparentes. Pero aquellos ojos verdemar bajo el arco de la puerta, aquel rostro profundo y sabio… le eran conocidos, le eran familiares y queridos, a pesar de las ropas bastas de siervo y el aspecto mendicante del peregrino.
—¡Maestro! Pero ¿qué hacéis aquí? Vuestra cabeza tiene precio.
—No será mucho.
El centinela miró alrededor: la entrada Norte bullía con militares y espías.
—Empújame —le dijo Leb.
—¿Qué?
—Trátame como a un esclavo. Van a sospechar.
El joven soldado dio tal empellón al hombre que lo hizo trastabillar y caer. Al tocarlo notó la jacerina bajo las ropas anchas y, sujeta a la espalda, la vaina curva de un acero. Fue hacia él, lo alzó violentamente y tornó a empujarlo.
—¡Apártate perro, pordiosero! —gritó, y en voz más baja, junto al oído maltratado—: Por Dios, maestro, ¿qué está pasando aquí?, ¿dónde está la reina?
Leb miraba ahora a su antiguo discípulo como un mendigo aperrado, asustados los ojos pero ecuánimes, con esa sabia resignación del adiestrado a ofrecer su espalda infinita al látigo; pero bajo esta pátina enmascarante, el centinela veía aquellos ojos rientes, rebosantes de antigua y ambigua ironía.
—¿Dónde está la reina? —repitió mientras lo empujaba una última vez—. ¿Quién está diciendo aquí la verdad?
—¿No sabes tú, Manzúr, cuánto tarda en arder una varilla de incienso?
El joven se detuvo, dejó que Leb se arrastrase de nuevo hasta el flujo de hombres y bestias y se perdiese en él. Una emoción nueva lo paralizaba y lo iluminaba por dentro. La frase de incienso decía simplemente: busca en ti. Busca en ti. Mientras se consume a tu alrededor el humo azul fragante, pídele la respuesta a tus honduras. Y Manzúr se sentía ahora preñado de la respuesta justa. Buscó a Leb con los ojos entre la turba para sugerirle con un guiño que comprendía sus palabras, pero el viejo maestro se había fundido ya con el tumulto impersonal de la caravana serpenteante.
Dirigida por oficiales montados de la guardia del visir, la caravana viboreó por calles anchas y angostas hacia una plaza no lejos de la ciudadela. Pasaban junto a antiguas casas blasonadas de una calle amplia paralela a la Avenida Principal, cuando Leb se apartó del barullo e, invisible para todos, penetró en un portal obscuro. La cancela se cerró tras él.
—Por aquí, maestro —le guio una muchacha.
Cruzaron un patio interior, descendieron por una escalera estrecha hasta un subterráneo y corrieron por un pasadizo hasta un lugar que, calculó Leb, debía de estar al otro lado de la gran avenida.
—Subid ahora esta escalera —le dijo la muchacha—. Os hallaréis en un patio similar al anterior. Veréis cuatro puertas, pero sólo una tiene forma de arco. Entrad por ella. Allí os espera Ébenim. Si por alguna razón no lo encontraseis, partid enseguida sin aguardarle: él sabrá dónde buscaros después.
Leb estrechó con la mano el hombro de la muchacha y se alejó veloz y en silencio. Alcanzó el patio, evitó que lo percibiesen las mujeres que lavaban ropa en una fontana central y se deslizó hasta la puerta en forma de arco. No estaba cerrada y le bastó empujarla para entrar; se halló de pronto en una habitación que carecía de luz natural e inundaba la penumbra. Sentado al otro lado de una mesa redonda sobre la que ardían dos velas, escribía un hombre que alzó hacia él el rostro.
—¡Leb, por fin!
—¡Ébenim!
Ébenim se apresuró a correr el cerrojo de la puerta y a abrazar al recién llegado. Bajo las anchas ropas burdas palpó la cota de malla.
—¿El banco de Belinor? —preguntó Leb.
—Antiguas dependencias. Clausuradas de momento, como puedes imaginar. ¿Por qué te has obstinado en venir?
—No me gusta dejar cosas a medias, Ébenim.
—¿Por ejemplo?
—Un poema —respondió Leb con sonrisa traviesa.
—No me hagas reír. ¿No podía esperar el fin de esta historia?
—Ah, Ébenim, hay poemas que deben marchar al paso de la historia e historias que no avanzan sin el poema secreto que las mueve.
—Bien —repuso Ébenim aceptando las palabras de su amigo como una forma lírica de sugerirle que no fuese inoportuno—, tus motivos tendrás y los respeto. Siéntate. Puedo ofrecerte pocas cosas. ¿Cerveza? ¿Carne de cordero seca? ¿Hogazas de pan?
—Serán bien venidas.
Ébenim obró con destreza y rapidez para servir al recién llegado.
—¿Registros? —inquirió mientras colocaba las viandas en la mesa.
—¿En la caravana? No. Sólo una vigilante cortesía.
—Ha habido rumores —dijo Ébenim sentándose por fin a la mesa e invitando a Leb a empezar—. Se aconsejó a Chur que no permitiese entrar a los beduinos, que los hiciese acampar extramuros de Eben.
—Habría sido una descortesía imperdonable hacia un supuesto aliado como el sheik.
—Desde luego habría decenas de soldados y de espías en la puerta Norte.
—A eso mismo me refería antes.
—Supongo que la vigilancia continuará. Habrá un cerco permanente de centinelas alrededor de la plaza, pero también espías repartidos por toda la ciudad. Ten cuidado, Leb.
—¿Qué actitud tiene el ejército?
—Confusa.
—¿No les extraña la defección de las tropas del Cinturón Fértil?
—Por eso están confusos —respondió Ébenim—. Pero todos los jefes son nuevos. Chur y Abdalsâr son maestros de la mentira y la tergiversación, y se considera traición el mínimo asomo de duda respecto de sus palabras. Las mazmorras están llenas de civiles y militares, y una reina improvisada se asoma cada tarde unos segundos al balcón para agradecer al pueblo su fidelidad a la corona.
—¿Elva?
Ébenim sonrió.
—Elva está demasiado gorda para representar ese papel. No, no me imagino quién es.
—Del príncipe… ¿hay noticias?
—El ejército del Swar está a un día de camino de Amhor. Suponemos que es él quien lo manda, pero confirmación no la tenemos.
—¿Qué otras noticias puedes darme, Ébenim? ¿Las excavaciones en la cripta de la Torre…?
—La ciudadela es infranqueable, pero por todos los indicios prosiguen. Abdalsâr está continuamente allí. Es imposible saber hasta qué punto tiene esclavizados al visir y al nuevo gobierno o sigue haciéndose pasar por un adelantado de los Olpán y permitiendo que la farsa del partido oligárquico continúe. Pero los cambios se precipitan, Leb, como si alguien quisiera transformar esta ciudad antes de que llegue Brahmo a reclamarla. El gobierno es muy activo, no queda más remedio que reconocérselo. La última semana, tres decretos: nuevos términos para el concordato con la iglesia, publicación de una carta de privilegios de los nobles y una ley cultural que, prácticamente, obliga a la Academia a reconocer el mâurya como una de las sagradas raíces del ordumia… dicho con menos descaro, por supuesto.
—¿La iglesia…?
—Intumescente. Está por todas partes. El nuevo concordato declara obligatoria la fe para todos los súbditos del reino y da derecho a los esbirros del pontífice para actuar contra los incrédulos. La iglesia acaba de declarar dogma de fe la separación absoluta del Espíritu.
Leb meditó un instante.
—Pero eso es tanto como…
—Sí. Los Reyes Antiguos bajan de los altares. Ya no fuentes de sabiduría y divinidades, sino impostores.
—Entonces los Rishis, el Don…
—He ahí el linaje de la mentira.
—Y Maurehed…
—El mártir. El único que se opuso en cuerpo y alma a la impostura. Y al fin y al cabo, ¿cuál era el axioma sagrado de Maurehed sino que el Altísimo no alcanza las profundidades de la Materia? Ahí tienes, maestro, otra forma de expresar el mismo dogma: la existencia de un Espíritu demasiado puro para mezclarse con los procesos del Mundo y de la Vida.
—No pierden el tiempo —comentó Leb acariciándose la barba.
—Por supuesto, todo esto no son más que consecuencias aún lejanas de su doctrina. El pueblo todavía no está preparado para aceptarlas en toda su crudeza, a pesar de que los quince años de reinado de Sarkón le ofrecen buenos precedentes históricos de estas ideas; pero su revolución metafísica apunta sin duda hacia ahí.
—Apunta más lejos aún, Ébenim. En última instancia, significa extirpar de la vida la raíz metafísica: si el Espíritu abandona la Materia, la Materia abandonará al Espíritu y la raza humana aprenderá a vivir sin él. Los sacerdotes no lo entienden, quizás son incapaces de ver más allá de un horizonte de cien o doscientos años, pero con ese dogma no hacen sino decretar su desaparición final.
—La metafísica no tiene ya arraigo en la vida, Leb. El dogma no hace más que responder a este hecho.
—Te equivocas. Aún hoy, es precisamente en la vida de las masas donde tiene arraigo la metafísica. No filosofan sobre el Qué del Universo, es cierto, no filosofan en absoluto… pero porque sienten en su propio ser, de forma nebulosa e instintiva, las verdades quintaesenciales que nuestros iniciados hallan en la deificación de sus espíritus. Se sigue viviendo con la esperanza puesta en el Don, en la transformación final de la Tierra, y eso supone, se quiera o no se quiera admitirlo, aceptar los principios metafísicos de los que brota esa magnífica posibilidad futura. Elimina esto y habrás destruido la idea de crecimiento, de evolución; haz esto y habrás condenado la vida humana a la más brillantemente trivial de las existencias sobre el planeta.
—Quizás por eso les baste con cien o doscientos años. Puede que esta tarea no exija más.
—Quizás —concluyó Leb, y apuró el vaso de cerveza—. ¿Qué piensan hacer las Órdenes?
—Evitar la confrontación militar mientras sea posible. Por supuesto, si Abdalsâr lanza a sus nurtan (y, como sin duda sabrás, hay casi mil de ellos bien camuflados frente al cuerno Sur del Cinturón Fértil), la Segunda Orden atacará. Pero eso sería casi el inicio de una nueva Conflagración. Todos tenemos interés en evitarla.
Siguieron a las palabras de Ébenim instantes de denso silencio.
Una de las velas se había apagado. Las penumbras eran mayores. En el patio, la calma completa. Daba la impresión de que fuese ya de noche, aunque apenas podía ser más tarde del mediodía.
—Es tiempo de separarnos, Leb. Una última advertencia. Pesan sobre ti tres sentencias. Podrás comprender que, con tus ideas, la iglesia considere sacrílegos la mayor parte de tus libros; la Academia ha condenado tu Tratado de Alquimiología; y el Estado no perdona tu participación en el rescate de Dama Esha y en la rebelión del Cinturón Fértil.
—Mi casa… ¿está vigilada?
—¿Piensas volver allí?
—Aunque sólo sea para recoger mi poema —sonrió Leb.
—Ten mucho cuidado, compañero, te lo repito. Tal y como están las cosas, si te cogieran, sería muy difícil hacer algo por ti.
—Nunca te reprocharía que no lo hicieras, amigo mío —respondió Leb abrazando a Ébenim y encaminándose a la puerta.
—No, pero las Órdenes te necesitan.
—Es a ellas a quienes trato de servir. Adiós por ahora, Ébenim.
—Adiós, amigo.
Leb vagó por las calles evitando las patrullas y con la cabeza cubierta por el manto. En dos o tres ocasiones se acercó a la plaza ocupada por los caravaneros y espió a los espiones, que mezclados entre el gentío de curiosos y compradores, impersonales en el barullo multitudinario del mercanceo, ambulaban de puesto a puesto fingiéndose distraídos, más pendientes de personas y actitudes que de los codiciables géneros. A media tarde dejó las zonas más transitadas y se encaminó al barrio de pescadores. Un guardia lo detuvo en la puerta Este, pero Leb le chilló en un dialecto del desierto que aquel no podía comprender, agitando los brazos y señalando sucesiva y reiteradamente el río, el cielo y la dirección en que se hallaba la plaza de los mercaderes, como si estas tres realidades estuviesen conectadas de un modo harto evidente para el beduino, inasequible para el guardia, y al hombre gesticulante le fuese del todo imprescindible cruzar el umbral… por alguna inescrutable razón. El centinela no tardó en rendirse al vocinglero y lo dejó partir con un gesto de cansado desprecio. Leb recorrió su barrio. Pasó varias veces por delante de su casa como si fuera la de otro; observó y no descubrió nada fuera de lo común. Descendió al río, paseó por la orilla, contempló desde allí los numerosos vigías sobre la muralla, precavidos frente a una incursión desde la otra margen del Deva, y evitó mezclarse con los pescadores que lo conocían. Al crepúsculo, se deslizó al interior de su morada, cerró los postigos de la ventana, encendió una vela y halló todo tal como lo había dejado antes de partir… más frío el aire y más húmedo.
Escribir no era un capricho, era una necesidad del momento. Prescindió de la tablilla de cera, en la que garabateaba sus borradores, y acudió al papel definitivo: el poema estaba completo y descendía ya hacia él con majestad de nube arrebolada. Su interior hervía de Presencia y de pasión; se abría y alzaba como un loto para recibir el agua poética y su cauda de luz inspirada. Cerró un instante los ojos y, en el vértice de su cabeza, notó el primer roce de su materia épica: un rayo pulsátil llenando la copa núbil de un lirio blanco. Resudó y rezumó la copa en torrentes de inspiración, se despeñaron versos por su brazo, se aplayaron en su mano danzante y en la punta de su péñola formaron estuarios de emoción destilados en surcos negros de lúcidas letras. El raro misterio de la palabra se materializaba. Ritmo y verbo descerraban para el vate un mundo más intenso y ardoroso que el físico; y ambos, mundo externo y mundo anímico, compitieron al principio en el ojo de Leb como las imágenes intrapuestas de un diorama. Pero luz fulgurante caía sobre el poeta en cubos de oro fundido, inundándolo de consciencia y enardeciéndolo. Vio abrirse los poros del mundo circundante, con guiños de bronce cintilar el Enigma que ocultan las cortinas de los átomos, y por ríos estelares persiguió los versos con los que Dios labra la Historia en el titánico monolito del Tiempo…
Pasó mucho rato con la pluma fija en el punto final de su obra, temblorosa como un estambre; la mano quieta, el brazo inmóvil, el ojo de la imaginación deleitándose aún en los detalles mínimos, lúcidamente percibidos, del mundo concebido. Un sutil desplegarse de velos descorridos aproximó el horizonte a la mirada del hombre, y ocultos quedaron los campos etéreos del arte que saqueara el almogávar de las musas. Y, sin embargo, la intensidad de Visión no había menguado; la luz era en Leb una nube preñada y pulsante, y desbordándose por los ojos hacía divino el mundo inmediato. Sillas, mesa, suelo, papel y tintero, las paredes austeras y el frío sueño del lecho, el brasero ahíto de ceniza vieja, polvo, borra, penumbra, desparramados objetos… todo palpitaba con entidad infinita y amable, todo era signo esplendoroso de una presencia trascendente. Sintió Leb deseos de postrarse ante la Mesa Divina, la Silla Santa, adorar el Suelo Sustentante que el misterio guarda de la huella material del Supremo. Y, cuando fue a levantarse presa de arrobo y exaltación… se halló de pronto muy lejos.
Aquella gloria de percepción quedó interrumpida abruptamente y Leb se descubrió fuera del cuerpo, inmerso en penumbras violentas, transfijo por gritos flechantes. Tardó unos momentos en organizar sus sentidos, como quien lucha contra el caos de un sueño que acaba en aluviones, y se halló entonces en el vientre ocupado de la tierra: tenía ante él el pasadizo que moría en la cripta de la Torre, y los nurtan de Abdalsâr arrojaban a sus profundidades las últimas paladas de arena que impedía abrir la anciana puerta. En el extremo del túnel, junto a las jambas doradas, el titán vibraba de negra emoción.
Cuando quedó limpio el mármol del suelo, Abdalsâr alzó una mano sólida y trémula, y despidió a sus esbirros con recia orden gutural. Como un presagio, pasaron los nurtan a través del fantasma de Leb.
El Rishi Negro permaneció un rato inmóvil ante la puerta grandiosa de bronce, que brillaba con luz propia en el extremo del túnel de sombras. Una mística escritura aparecía y desaparecía en los visos de la superficie pulida como trazos iridiscentes de un sortilegio. Figuras en movimiento creaban las ondas de los reflejos: cuando quería fijarlas el ojo se rompía el espejismo. La puerta era alta, cuadrada, con jambas de oro nielado; parecía de una sola hoja, pero podían ser dos, fundidas en la mirada; la puerta era lisa como la faz de un lago, luminosa como ámbar preñado de sol, regular y perfecta: no había en toda ella aldaba o cerradura, no había boca donde encajar una llave.
Abdalsâr observaba concentrado la magnitud del misterio. Era como si el viejo mundo se hubiese diluido a sus espaldas y un mundo nuevo le aguardase tras la puerta, ahíto de tesoros profanables: sentía frente a ella, frente a su arrogante impenetrabilidad, su lisura enigmática, su desafío hermético, el placer y el terror de lo Inefable.
Desnudó su mano derecha del guante negro y acarició la superficie brillante con gesto de admiración y dolor. Movía la palma por ella a momentos con suavidad, como por la tersura del vientre de una doncella; pero a momentos también, crispaba los dedos, contraía el brazo, lo embrutecía una gesticulación estentórea, como si quisiera atrapar las figuras evanescentes o la escritura espectral de la superficie espejeante. Otras veces, acercaba la mejilla a la puerta y, oyendo el silencio arcano de la cripta, torcía el rostro en un rictus de odio que recordaba el lejano preludio del llanto rabioso de un niño.
De una bolsa sujeta al cinto tomó Abdalsâr las Llaves de la Torre. Las paseó, una tras otra, cercanas a la faz uniforme de la puerta, como si ellas mismas pudiesen revelarle el secreto de la cerradura… Pero nada cambiaba en los visos del bronce más que la sucesión visionaria de frases y figuras, mesmerizante y hechicera. Una y otra vez lo intentó con paciencia de ladrón artesano; una y otra vez la puerta se mantuvo inviolable. Finalmente, con un gesto vasto y el manteo de su capa negra, se apartó unos pasos, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, dejó frente a él las Llaves inútiles, y se sumió en los abismos de sus opacas meditaciones.
Inmóvil pasó Abdalsâr un tiempo incalculable, largo y fugaz como un sueño. De pronto, inesperadamente, ahogó su contemplación en un grito, se levantó huracanado y antuvió con una pala la puerta, descargando en el Misterio su furia titánica. Dos, tres, seis, diez golpes soberbios, como los de un dios forjando las montañas… y el grito del metal entorchado a su propio grito se propagó en el eco retumbante de los foscos corredores.
Entonces, la pala escapó de sus manos, rebotó en el bronce impasible y se estrelló en la pared del túnel. Una brecha se abrió allí donde hirió la herramienta revelando una oquedad, oculta tras un tabique fino y vulnerable. Como si hubiera esperado esto precisamente de su ataque a la puerta, y fuera esto y sólo esto la respuesta del Azar a su meditación nigromante, Abdalsâr permaneció un momento inmóvil mientras cesaba el eco en las profundidades; luego caminó hasta la brecha abierta y, con un golpe del puño, dejó al desnudo una hornacina secreta.
Leb alcanzó a ver todavía un destello de marfil allí donde la mano negra del titán apuntaba. Pero si el eco de los golpes había muerto ya en lo hondo del túnel, repicaba aún en él con acento de esquilón grave. Por el hilo del sonido, Leb se vio arrastrado nuevamente a su cuerpo de carne, y halló en su oído externo el mismo proseo de golpes que reverberase en su oído de ensueño.
Tardó unos instantes aún en comprender que alguien llamaba, urgente, a su puerta.