XXXIV

Rompía el alba de un día helado cuando los atalayas de la fortaleza de Loth divisaron una compañía extraña faldeando el monte inmenso a cuyos pies corría el Gran Paso y se extendía el valle fértil que llamaban la Puerta del Swar. Antes de dar aviso aguardaron; tan inesperada les resultaba aquella visión que era como si el sueño no atendido por la noche se vengase de ellos arrojando a la vigilia por sus ojos las imágenes engañosas de sus encantamientos. Pronto desaparecieron, sumergidas en la niebla que cubría el valle dándole la apariencia de un gran lago prehistórico a los pies de Loth, lamiendo el vaho frío sus herméticos portales. Pasó una hora, quizás más, y los vigías habían ya olvidado los espejismos de su sueño en el monte, cuando alguien gritó frente a las puertas, con la boira a sus pies reptante.

—¡Abrid los portales de Loth, en nombre del príncipe Brahmo!

Los guardias miraron hacia abajo desde la muralla coronada de almenas. Cinco hombres y dos mujeres jóvenes vestidos todos con vulgares ropas de viaje se atrevían a perturbar el titánico amanecer de la fortaleza.

Ulán repitió su llamada con grito más grande y urgente.

¡Príncipe…! La palabra, aun sin llegar a darle crédito, les amedrentaba y confundía. Uno de los centinelas corrió a avisar al comandante; el otro clamó:

—¡Esperad!

Y era extraño: parecía que el valle estuviese inmóvil bajo el lagunar undoso de niebla, inmóvil aún la vida madrugadora de las aldeas.

No tardó en aparecer una cabeza blanca y calveante, un rostro de obscura barba rala y ojos pequeños pero pícaros y hermosos. Ruther de Loth se arrebujaba en una capa de invierno color sangre. Brahmo reconoció enseguida al oficial; lo había visto decenas de veces en Eben: aquel hombre originario del Cinturón Fértil, hijo de una de las familias terratenientes, asistía siempre que podía a las grandes fiestas de los nobles y, con la excusa de escoltar caravanas de mercancías, descendía cuatro o cinco veces al año a la capital.

—¡Abre la fortaleza, Ruther! —gritó Ulán, que conocía también al comandante—. ¡El príncipe Brahmo viene a tomar posesión de Loth!

Silencio frío recibió las palabras de Ulán. Las tres cabezas desaparecieron por unos momentos; después retornó la de Ruther.

—¿Príncipe, decís? No os reconozco, señor. No ofrecemos posada aquí a los viajeros, buscad en las aldeas del valle y despejad cuanto antes las puertas.

Desapareció el comandante de la muralla pero se oyeron marchas apresuradas de soldados por el adarve y, tras las puertas, en el patio de armas. Ulán miró interrogativamente a Brahmo, que en silencio asintió.

—¡Ruther! —llamó Ulán una vez más—. ¡El príncipe te ordena abrir, por última vez! Hubo ahora ruido de metal y madera en las aspilleras de los bastiones.

—Está situando a sus arqueros —dijo Brahmo—. Vámonos.

Las siete figuras se sumergieron en la niebla. Pasó el tiempo y la fortaleza de Loth sobre la mota que dominaba el valle permaneció vigilante y en armas en el centro del mar de plata silencioso. Fue levantándose el sol, flechando los rotundos montes y las cimas nevadas. Fue la niebla ajironándose. De pronto, en el mismo instante en que acababa de escampar el gris cendal y se hacía visible toda la extensión del valle, un grito turbulento ascendió hasta las puertas de la muralla portando un puño potente: los doce tholos herían con el bronce y fresno del ariete el bronce antiguo y la madera de los portales. Nubes de dardos acosaron a los soldados en las almenas impidiéndoles asomarse, mientras zapadores de Ôrkan construían un escudo protector para los portadores del carnero. Sonaba el bronce contra el bronce como un gong inmenso que convocase las moles de piedra y nieve a titánica asamblea.

Desde su aspillera en uno de los bastiones veía ahora Ruther las tropas de Ôrkan desplegadas alrededor de la fortaleza. Con una maniobra nocturna que no podía dejar de admirar, se habían asegurado todas las aldeas y habían tomado el paso. Loth estaba cercada. Calculó cuatrocientos hombres con sus caballos de montaña, máquinas e impedimenta: Arjun había desguarnecido su feudo, no sólo el baluarte sino también su valle… Si al menos pudiera dar aviso a las Raposeras. Mientras proseguía el castigo retumbante del ariete y el temblor y confianza de las puertas, Ruther estudió la situación, que le pareció cada vez menos desesperada. Loth era inexpugnable. Tenían abundancia de provisiones y, aunque la cisterna estaba a medias, un túnel secreto llevaba hasta una fuente en la gruta al pie de una montaña. El número de sitiados igualaba al de los sitiadores, y los atacarían en cuanto estos hubiesen agotado sus fuerzas contra la muralla indeclinable. Podría enviar de noche aviso a los bandidos, que apuñalarían Ôrkan por la espalda. Podía enviar mensajes a las tropas de Akis, que andarían no lejos de las estribaciones del Swar, corriendo los campos y saqueando las aldeas desprotegidas de Amhor. En el peor de los casos, podía incluso enviar recado al ejército capitalino a través de uno de los criados del señor Ednok, que llegara al baluarte aquella misma mañana. Había tiempo. Había tiempo para cualquier cosa, para cualquier decisión. Ruther se permitió bostezar; lo habían sacado de la cama tan temprano… Cerró durante un rato los ojos y gozó del tambor de bronce que venía a romper la inercia de los días opacos de Loth.

‡ ‡ ‡

Encontrar a Brahmo y poner en sus manos la lanza del Rishi, esta era toda la misión que le quedaba por cumplir en Ordum. Era una certeza viva en la profundidad de su corazón, incontestable y diamantina. Sin embargo, una inquietud abejoneaba alrededor de él, nimbándole de tristeza. Dejaba la patria, dejaba la tierra y dejaba la vida, cuando más necesidad tenían todas estas de la fuerza y la sabiduría a las que se había consagrado en cuerpo y alma durante toda su existencia, durante los setenta y siete años que estaba a punto de cumplir. Bran muerto, Dyesäar violado, Eben resquebrajado. Y él partía, sin volver la vista atrás por un momento y con los picos del Swar creciendo paso a paso por encima de las orejas de su corcel. Bran muerto; Kundalón derrocado; la Guerra Delegada acercándose a un meandro peligroso. Y él partía. Podía imaginar la frustración y el dolor de Arabínder en estos momentos, en el mismo comienzo de su reinado… ese gran muchacho y germen de un inconmensurable rey. Pero él partía. Dejaba una historia inacabada. ¿Dejaba una historia inacabada? Este momento ya no le pertenecía: un único Actor tiene la Historia, que escoge a sus instrumentos: a Mándos, héroe de las guerras imperiales, Señor del Mar, tercer rey de Dyesäar, lo apartaba ahora del escenario reservándolo para un tiempo desconocido. En la plenitud de sus fuerzas, Mándos rendiría su cuerpo para irrumpir en una plenitud mayor por la puerta de una muerte generosa. ¿Cómo sería el morir y cómo sería el jardín de la muerte? Este solo pensamiento hizo en su mente la noche, sin luna, sin estrellas, y su imaginación ciega se vio presa en el dédalo de un cielo obscuro. Como buceador que emerge oprimido por su demora bajo del agua, Mándos jadeó a punto de ahogarse. Fijó la mirada en la cima blanca y afilada de un monte y retornó a él la paz. Lentos, lentamente destilados, acudieron los recuerdos de la gruta del Portal, su elevación en la cámara de la Madre frente al diamante hecho Madre, el suspenso de sus contemplaciones o, mucho más atrás en el tiempo, en el último año de la guerra contra Sarkón, su experiencia del Ser Puro en plena batalla de los Campos de Dyesäar. Herventó la noche de su mente con resplandores de aurora boreal y el pensamiento de la muerte le colmó de aire y de luz. En cada una de esas experiencias inefables, que hacían parecer sombras los acontecimientos de la vida común, había visto los portales del morir y morado por instantes en los jardines de la muerte… y siempre con sensación de patria vera. El Más Allá del cuerpo era el Más Acá del alma. Del mar a la montaña Mándos peregrinaba, en realidad, de la carne al espíritu. No partía: retornaba… Al igual que un día aún ignorado retornaría de la patria mística, dueño de una luz más poderosa, con la que saciar el ansia divina de un cuerpo-materia.

Deportando en la esfera iridiscente de sus pensamientos, Mándos se había quedado unos pasos rezagado. Veía ahora las espaldas de Dión y de Pradib, de Usha y de la tímida Thâre, y la guardia eteria alrededor. Una ola de amor le invadía, una ola de amor refluía abrazando a sus compañeros, a la tierra que pisaba, a los montes grises y blancos y arrogantes que veía, a los soldados de Akis que asolaban Ordum y habían sellado el destino de Bran…; una ola de amor alcanzaba Ishkáin, bendecía al Dárdan, entunicaba al Sárkkoç, se arracimaba en torno a Yôland que contra su pecho hinchado sostenía al Ízan, ebrio de leche y llanto…; una ola saltaba el Deva y lo remontaba y descendía con él, aplayándose en el reino del que Mándos fue rey, alagando el desierto, sembrando de porvenir el Norte de Ordum…; una ola llegaba a los confines del mundo declarando su amor a todos los enemigos de Mándos, a los Rishis Negros y al resto de los Electos de Maurehed, agradeciéndoles la cruz de tiniebla que arrastraban para que la Luz del fin del mundo pudiese brillar con fuerza reveladora de Apocalipsis Absoluto. Y de pronto supo que, cuando dejase el cuerpo, él estaría inmerso más que nunca en los montes y en el río y en la tierra hollada y redimida, en amigos y enemigos y en todos los fragmentos del hombre que el hombre llama hombres y pueblos: su morir sería su acto de Amor y de fusión supremos.

El caballo blanco se había detenido, testa alzada y orejas tiesas. Mándos, con su capa azul de invierno y la melena castaña derramada sobre los hombros, con sus ojos grandes fijos en las montañas y Márut enhiesta sobre la cuja del estribo, parecía la estatua ecuestre de un dios o la eternidad de su arquetipo. Sintió la Vida descender del Swar hacia él en la forma de un mar azur rielado y la respiró hondamente con el puño esponjoso del centro de su corazón. Purpuraba el crepúsculo las cimas nivosas. La noche se levantaba del suelo obscuro. Levantaban los eterios un campamento bajo el palio de noche negra. A poca distancia, meditaban los montes la intemporalidad del Misterio. Empezaría mañana el ascenso, última etapa de un viaje. Mañana llamarían a las puertas de Loth… y más tarde el camino a las cumbres últimas.

‡ ‡ ‡

El primer día de ataque acababa sin que la fortaleza altiva se resintiese: bien habían aguantado las piedras y las puertas de Loth. Y a medida que se extendía la obscuridad desde el Este y que los montes acostaban sus sombras en el valle, más sólido y poderoso parecía el baluarte, como si la penumbra lo alimentase. Un águila volaba sobre él, ligadas sus alas inmensas al último rayo de sol y coronando al edificio de grandeza. Los hombres del príncipe dejaron morir sus últimos gritos de batalla y fueron retirándose como hormigas de los pies del gigante.

Aullaba el gôrgon aún, no lejos de la tienda del príncipe. Allí lo había sujetado su dueño tholo con cadena, para librarlo de los peligros del combate. Y ahora, al oír al gran mono fiero, Brahmo recordó con cariño al pequeño mono sabio, el manu, cuya historia inconcebible escuchara seis días atrás.

—Ve en busca de los tuyos, Brahmo —le había dicho el príncipe al dejarlo partir—. Y cuando haya paz y yo sea rey, ven a mi tierra y déjame gozar de tu amistad.

Dio al manu una espada curva de Ôrkan y un escudo y un yelmo, ropas de viaje y botas. Arjun y él lo despidieron en la entrada del pasadizo que lo llevaría lejos y lo vieron partir ligero hacia las entrañas del monte, un genio de híbridos gestos inhumanos afantasmado por el resplandor de las cabezas luminiscentes de los subterráneos. ¿Qué sería ahora de aquel pequeño dios?

Desde distintos ángulos del campo de batalla llegaban los compañeros del príncipe.

—Loth no caerá de esta forma, Brahmo, puedes estar seguro —comentó Arjun pasándose el antebrazo por la frente sudada a pesar del frío.

—Tampoco lo esperábamos —respondió Brahmo—. ¿Verdad, Anandi?

Todos habían confluido alrededor del príncipe y lo rodeaban en espera de rendirle informes, recibir órdenes. Anandi no contestó; abstraída, fijaba su mirada en las próximas horas.

—¿Verdad, Leona? —repitió Brahmo.

—¡Verdad! —decretó Anandi retornando abruptamente de las estradas solitarias de su pensar. Brahmo la contempló con una sonrisa apenas emergida a su rostro. Admiraba a aquella hembra. No podía recordar sin cierto humor la disputa que le había decidido a poner bajo el mando de la mujer el asalto a Loth en el que más confiaban, el más peligroso. Estaban ya de camino hacia la Puerta del Swar; hablaban todos ellos una noche de las reformas que se harían en Eben, del alto papel que debía jugar la mujer al lado del hombre como compañera de armas y de camino, su gran función transformante y transformadora.

—Bellas palabras, príncipe —saltó Anandi—. Dime ahora, ¿pondrías tú una de tus fortalezas en manos de una mujer?

Arjun y Ulán desgranaron una risa honda al pensar qué habría sido de ellos, si mujeres hubiesen sido, en manos de sus soldados. Brahmo, sin embargo, permaneció serio y meditó.

—Hemos armado a las mujeres de Ôrkan y las hemos dejado como custodias de la fortaleza —respondió al fin.

—¡Bah! Necesidades de la guerra. ¿Me harías tú a mí comandante de Loth?

Se hizo el silencio en la tienda en penumbras, donde humeaban los tazones de un caldo que les hacía más soportable el frío. Yrna y Arolán, Vrik y Bárak, Álmor y Arjun y Ulán, cada uno por un motivo, esperaban ansiosos la respuesta del príncipe. La cuestión, aparentemente banal, aquilataba en el silencio su trascendencia.

—¿La Leona de Loth y el Lobo de Ôrkan? ¿Cómo podría separaros de este modo?

—Olvídate de eso ahora —cortó Anandi—. ¿Lo harías?

—¿Cómo puedo probártelo?

—Sabes que treinta días o treinta años de asedio, con los hombres y las máquinas que llevamos, no abrirían ni una rendija en los portales de Loth. Sólo hay un modo de entrar, por el túnel que une fuente y fortaleza. Dame el mando de esa misión, Toro, y sabré que tus palabras son sinceras.

Sí, admiraba a aquella hembra. No arredraba el rango de su interlocutor a sus palabras claras, secas, decididas como hachas, no apocaba a su voluntad la magnitud de ningún obstáculo, y su pasión era una llama. Su pasión… Brahmo no se rendiría a la pasión de aquellas palabras ni aunque su sinceridad estuviese a prueba. Creía en un principio más alto de acción. Volvió su corazón profundo hacia lo Inefable, planeó sobre un mar de calma ilimitado, incubó una aspiración ardiente y silenciosa… hasta que la Voz llegó, desde un horizonte que para la mente era humo y enmudecimiento:

«Suyo».

—Tuyo, Anandi —concluyó Brahmo.

‡ ‡ ‡

—¿Estáis seguro de lo que decís, Ruther? ¿Completamente?

—Más seguro que el comandante lo están las murallas de Loth… como habéis podido comprobar, señora.

La voz de la mujer era un cachón de deseo en los oídos de Ruther, más inebriante que el vino que esponjaba su boca sin cesar. Era un honor tener en su mesa a aquellos dos nobles invitados, Ednok y la concubina con la que este acostumbraba a viajar. Y ambos lo agasajaban. Haciéndole objeto de un privilegio que los nobles y ricos hombres de Eben sólo otorgaban a sus parientes y amigos íntimos, Ednok compartía con él la compañía de la hembra, le había permitido alhajarse, mostrar el cabello suelto y descubierto, desnudos los brazos, maquillado el rostro, agrandados los ojos por diestras líneas negras y exageradas las curvas abéñulas, doradas como estambres al sol. Ruther era lo bastante inteligente como para comprender que los cumplidos de Ednok y la dama, cuyo nombre le había sonado a carillón para deshacerse después en olvido, eran meras zalamas y lagoterías. Pero era también lo bastante vanidoso para dejarse querer, aunque fuera por interés. El partido nobiliario lo necesitaba, necesitaba Loth, necesitaba a Ruther, necesitaba las montañas; necesitaban las caravanas y los mercaderes y el caravasar del Gran Paso. Y él tenía la llave. Y el vino lo hacía héroe aquella noche, aunque le aterraban los ojos de la mujer que lo exaltaban. Y para colmo de fortuna, allí a sus pies, ávido a los pies de piedras inexpugnables, esclavo de su avidez como de la carroña las moscas, estaba Brahmo, a quien no tardaría en apresar y vender a los nobles por el precio infinito del beso de aquella mujer. Pero algo en el fondo de su inteligencia grande y perezosa le repetía con abejoneo insobornable que esta última parte de sus imaginaciones jamás se cumpliría: Brahmo podría caer en sus manos o por ellas, pero el deseo de aquella forma de mujer era el infierno con el que los dioses le habían condenado en esta vida a mirar un fantasma que siempre se desvanecería antes de que pudiesen rozarlo sus besos o sus brazos.

—¿Cuándo? —preguntó Ednok llevándose la copa de plata a sus labios finos y acariciando con su otra mano el hombro de la mujer.

«¿Cuándo qué?» —pensó Ruther notando ya en la boca la amargura futura del vino—. «¿Cuándo partirán los mensajeros?, ¿cuándo le entregaré a Brahmo?, ¿cuándo Ôrkan?, ¿cuándo el Paso…?».

Y sin poder responder otra cosa más que aquello que siempre se decía a sí mismo ante cualquier deber, por trivial o importante, dilatable o urgente que fuese, Ruther contestó con la lengua cargada de vino y de pereza:

—Mañana.

Ednok rio satisfecho.

‡ ‡ ‡

Mándos no dormía aquella noche. En el umbral de la tienda que compartía con sus compañeros de viaje, junto a otra algo mayor de la guardia eteria, contemplaba el mundo, nuevo a sus ojos. Rescoldos como carbunclos quedaban aún de la hoguera, excitados por el viento frío. La tierra estaba húmeda y gélida; en silencio los picos azules del fondo montuoso, que la luz marmórea de la luna transfiguraba en monumentos.

De pronto oye combatir aceros. Gritos en la lengua bruta de las montañas. Los cinco centinelas eterios, que rodean a cierta distancia el pequeño campamento, son empujados hacia las tiendas por cincuenta figuras vestidas de sombra bárbara. Dión y Pradib, Usha y Thâre, se arman y salen. No hay lucha ya ni posibilidad de combatir sin sufrir daños graves. Treinta arqueros les apuntan al menos desde sus caballos bajos y peludos de montaña.

En lengua ordumia ahora, un hombre bravo y joven les grita desde el círculo de asaltantes:

—¡En nombre del príncipe Brahmo, vuestros nombres!

—Vrik de Belinor —dice la mujer morena de ojos como astros.

Y el joven guerrero que dirige la partida de exploradores de su príncipe tarda un instante en comprender que el nombre pronunciado ha sido el suyo y que la mujer en el centro del círculo de sus prisioneros es la hermana de su amigo y Señor.

‡ ‡ ‡

Con sus doce tholos, el príncipe Brahmo aguarda, pegado el cuerpo a la tierra fría, al pie de la poterna de la cortina Este de la muralla, ocultos en el bosquecillo de pinos blancos del Swar. Cuando Anandi haya penetrado en la fortaleza con su medio centenar de hombres, el escuadrón se dividirá en dos grupos: uno abrirá la poterna, el otro los grandes portales que miran al Oeste y al Paso, a cuyos pies aguarda Arjun con el grueso de las tropas de Ôrkan. En ese mismo instante, Álmor cubre el arco Norte del cerco para impedir que mensajeros de Loth burlen las filas; Bárak vigila con sus hombres el arco Sur; y Vrik dirige una partida de exploradores con la misión de averiguar si, como han revelado dos secuaces de Ruther capturados al comienzo de la noche, hay un ejército enemigo de tres mil hombres no lejos de las estribaciones del Swar. En ese mismo instante, Yrna y Arolán organizan en la aldea más cercana el avituallamiento de las tropas, que se hará necesario en cuanto rompa el alba; el gôrgon aúlla, insomne y desesperado en su cadena; Ulán prepara las tres balistas y sus artilleros para descabezar con piedras cuidadosamente escogidas la torre maestra cuando se invada la fortaleza. Y allí, en la torre maestra, en su aislada alcoba, en su lecho solitario, en un sueño que es como un pozo de vino y de deseo, Ruther aúlla también y llora como un niño.

—¿Lo oyes, tú? —pregunta un centinela a otro en uno de los bastiones de la muralla.

—¿A quién, al de la torre o a la bestia?

—¡Tal para cual! No sé cómo lo aguantamos.

—¿Y si ese de ahí fuese de verdad el príncipe?

—¡Bah! Maniobra de Arjun.

—¿Y con Arjun nos iría peor?

En ese mismo instante, Anandi encuentra el túnel cuyo secreto guardan bien los comandantes de Loth; pero el túnel por el que un día huyó Krato de su prisión, cuando Krato, padre de Arjun, era aún un salvaje y odiaba a Eben. Y Arjun, silencioso en su puesto de combate, transforma en rabia un mal presentimiento que le llena de temor.

—Deben de estar llegando ya al interior —le susurra al más próximo de sus hombres en esa lengua montañesa poco dócil a la tenuidad del bisbiseo—. No pueden tardar ya en abrir las puertas.

Pero lo cierto es que el grupo de Anandi está a medio camino del túnel obscuro. Hombres de Loth que iban por él en busca de agua han descubierto la incursión, la alarma ha sonado, decenas de hombres armados han acudido al subterráneo, el pasadizo es tan estrecho que apenas pueden combatirse cinco de cada bando a un tiempo. Anandi lo hace desde el comienzo, con el hacha de guerra que años atrás le enseñó a manejar Krato.

—No entiendo que tarden tanto —dice Arjun en voz algo más fuerte.

—¿Oyes, comandante? —responde su guerrero.

—¡Hay movimiento ahí dentro! ¡Hay hombres armados que…!

—Corren, comandante.

—Oye, tú dirigirás el asalto a las puertas. Voy a ayudar en el túnel.

La lucha es fiera en el túnel, una lucha de resistencia y desesperación. Más y más hombres han bajado a defender la entrada de la fortaleza. Sangre pinta las paredes como abstractos frescos prehistóricos. Los combatientes pisan un colchón de cuerpos caídos vindicando su existencia en un campo de batalla angosto como un sepulcro. Los gritos y el clangor de filos y blocas conmueven las entrañas de la tierra. Arjun llega en el mismo momento en que acceden al subterráneo los ballesteros, que harán inútil por un rato todo esfuerzo de los de Ôrkan.

—¡Anandi! —grita, y atraviesa a empujones las filas de sus hombres para ocupar el centro del combate junto a su amada, Lobo y Leona.

Descarga su espada dos, tres veces certeras; entonces un dardo picotea su cota de malla, otro se despunta en la protección nasal del caso… y un tercero penetra en su costado cuando Arjun gira el cuerpo y, en un equilibrio extraño, inicia el gesto sacrificial de un mandoble. Arjun cae, luchando por sorber aire.

Las puertas se abren con la primera raya de amatista en el horizonte. Se combate en la muralla, en el patio de armas. Un grito se eleva de la ladera Oeste de la mota y dos centenares de guerreros emergen de la niebla matutina que cubre el valle para irrumpir en Loth. Ulán oye el aullido del gôrgon y se da cuenta, de pronto, de que había durado mucho tiempo el silencio del animal. Pero ¿es posible?: le parece ahora que el baladro truena en lo alto de la muralla de Loth. Olvida el enigma y se concentra en su tarea. Durante la noche de luna ha calculado el tiro necesario para herir la torre maestra, ahora hace disparar a ciegas, en medio de la bruma, una tras otra sus balistas. A los pocos instantes, suena a lo lejos el golpe de piedra contra la piedra.

Brahmo no entiende que nadie acuda aún a franquearle el paso, cuando hace rato ya que se combate en el interior del baluarte. Inesperado, llega de pronto uno de los soldados de Arjun con el rostro descompuesto.

—El comandante está en tu tienda —le dice con su acento bárbaro.

No le hace falta preguntar nada porque le alcanza el dolor del hombre. Sabe enseguida que Arjun yace allí, roto mientras le huye la vida; si hubiera muerto, piensa, no habrían enviado este guerrero a enterarle. Hace una señal a sus tholos y abandonan a toda prisa el puesto. Dios, cuánto ha llegado a amar a Arjun, ¡cuánto! Sólo Arjun conoce la magnitud de gloria y de tragedia de la empresa que han comenzado; sólo con él puede compartir los últimos recovecos de su corazón, donde moran sus aspiraciones más audaces e inconfesables. Y sólo Arjun le gana en la audacia de sus proyectos. En un instante de debilidad, Brahmo llega a sentir que, si faltara Arjun, todo o casi todo perdería su sentido y su sabor. Inmediatamente se repone.

—¿Y Anandi?

—Aún lucha bajo tierra —le responde el guerrero mientras corren hacia la tienda del príncipe.

—¿Cómo? ¿Y quién ha abierto las puertas?

—No lo sabemos todavía.

Brahmo gira por un segundo su cabeza hacia la cima de la muralla y, entre almena y almena, le parece ver el rastro fugaz de la figura de un mono batallando… pero sigue su carrera desesperada.

Sin embargo, una sorpresa le aguarda en el umbral de su tienda. Hay allí, al menos, tres decenas de guerreros y a la mayoría no los ha visto nunca. De pronto, entre todos ellos, se destaca un rostro venerable y conocido. Por momentos, es incapaz de atribuirle un nombre, un filamento de memoria… tan inconcebible es hallarlo aquí y ahora, en la hora triste del asedio de Loth. Luego, abruptamente:

—¡Rey Mándos!

Hace meses, en Dyesäar, habría querido abrazarlo como un muchacho a su padre; ahora chocan pecho mallado contra pecho mallado con ardor y fuerza de héroes.

—Brahmo… —murmura Mándos prolongando una cálida última sílaba—. He venido a traerte a Márut.

Y pone en manos del príncipe la lanza de larga sombra fría.

—Ve ya. No te demores. Es tuya la batalla.

—Arjun… —musita Brahmo.

—Confía. Tu hermana está con él. No hallarías en toda la tierra mejor médico. ¡Ve!

Y le tiende las riendas de su propio corcel blanco. Brahmo monta en él. Descubre de pronto a Pradib al frente de quince jinetes armados de espadas y arcos cortos. Y príncipe y príncipe cruzan una sonrisa que en una curva apenas trazada dice todo lo que no hay tiempo de decir.

Al cabo de unos instantes, irrumpe la caballería en la fortaleza de Loth seguida a distancia por la docena de fieros tholos. Anandi, enardecida por la caída de Arjun, ha logrado forzar al fin su camino hasta allí y arrasa con la rabia de su hacha roja. La torre maestra está descabezada y rodeada; los defensores de Loth lidian acorralados con la fuerza de la desesperación; no se combate ya en la muralla; y por paredes de edificios, hacia puestos de defensa inaccesibles, tras abrir las puertas y derrotar los muros, trepan manus desnudos con cimitarras mordidas entre las prietas mandíbulas. Libre en la cima de una torre albarrana, el gôrgon brama victoria.

Sólo un gesto queda por hacer para rendir a hombres y a piedras. Y cuando Brahmo alza por encima de su cabeza a Márut, los defensores del baluarte rebelde reconocen por fin a su Señor.

‡ ‡ ‡

A Ruther lo bajaron entre dos de sus hombres para arrojarlo a los pies del príncipe. Lo habían hallado aún dormido, entre las ruinas de su cámara, pero más golpeado por el vino de la velada anterior que por las piedras del chapitel de la torre. Barboteaba sonidos absurdos, como si su lengua cabriolase al desafiar palabras impronunciables. Brahmo se limitó con él a un gesto simbólico y, ante las filas de sus propios guerreros y de los hombres de Loth, le arrancó la insignia de comandante, un broche de plata con la figura de un águila prendido del tahalí negro. A Ednok y a su dama, bajados también a empujones de la torre por los mismos que les sirvieran anteriormente, los saludó con cortesía y distancia, y les dio entera libertad para quedarse o partir, o para aprovechar la escolta que el ejército del príncipe podía proporcionarles en su descenso a la capital. Uno y otra quedaron cautivados por la generosidad de Brahmo.

Hasta el mediodía no tuvieron tiempo los viejos amigos para reunirse, y entonces lo hicieron en una de las grandes salas de Loth, donde fue servido el ágape triunfal. Brahmo, en cuanto supo que Arjun estaba recuperándose, dichoso bajo los cuidados de Usha, Thâre, Anandi y Dión, se reunió con los oficiales y soldados de Loth y los ganó definitivamente para su causa. A pesar de la violencia de la lucha, las bajas no habían sido enormes, más que en el combate del subterráneo. Brahmo contaba ahora con setecientos hombres de las montañas, los doce tholos, la guardia eteria, mandada por Pradib, que ya no habría de seguir el viaje con Dión y Mándos, y los manu, que habían pedido permiso para incorporarse a las fuerzas del príncipe. Vrik, que había enviado cinco guías con los peregrinos del Sur, regresó con el resto de sus jinetes al término de la mañana, gozoso al saber que el baluarte era ya de Brahmo e informando que no había señales de la columna enemiga.

Se sentaron por fin a la mesa el grupo de Dión, el grupo del príncipe ebénida y Brahmo el manu, que impresionó a todos con la repetición de su historia. No recordaba Mándos una ocasión como esta desde el día aquel ya lejano, después de la batalla de los Campos de Amhor y antes del asedio a Mâurwanna, en que para el convite de victoria y esperanza se reunieron los héroes en la cima del Abnè-Dúath. Allí estaban los Rishis y los siete Caballeros de los Anillos, y los Guardianes de las Llaves de la Torre del Rey y la Dama del Arco, generalísima de las tropas rebeldes; allí estaba Dama Alayr y Yâra, y Mayúr, el Hijo Pródigo; allí Bran e Ïleh, sus hermanos, y su padre Ïlahur, y el príncipe Dión y el mismo Mándos. Ahora como entonces, él se sentía en el alba de un mundo; y ahora como entonces, aquellos que lo rodeaban eran las fuerzas vivas que estaban transformando la Historia. Por eso las palabras que aquel día distante se dijeron y que se decían ahora mismo estaban inscritas con encausto en el alma de la Tierra. Y precedían al Tiempo.

Mándos fue mucho más extrovertido este mediodía que el día de la cena con el gobernador de Ishkáin. En la asamblea lejana en el Hur Abnè-Dúath, había hablado con apasionamiento del Portal y ahora volvió a hacerlo, habló de Márut y del porqué y para qué la había encontrado, habló de los sueños en los que se soñaba Ari muriendo y habló de la muerte a la que su ser peregrinaba soñándose Mándos. Y su hablar elevó los espíritus. Arjun, asombrosamente restablecido, escuchó y calló toda la velada, como quien guarda entre dientes un secreto demasiado valioso y teme que huya al separar los labios. Miraba a los demás con profundidad, pero con el brillo en los ojos de quien acaba de adueñarse de una verdad nueva y poderosa. Ulán, Vrik, Álmor y Bárak fueron los más locuaces y entusiastas a la hora de explicar los planes de conquista y de reforma, y Dión les respondía a veces con intuiciones como rayos o verdades como auroras. Yrna y Arolán sintieron enseguida simpatía por Thâre y contemplaban a Usha como la meta lejana hacia la que ellas mismas habían empezado a caminar. También Brahmo observaba a Usha, y a pesar de saber ahora que no era su hermana de sangre sino su prima, la sentía más hermana y próxima que nunca. Y la amaba con amor grande. Con Pradib habló de los días de Dyesäar y de la peregrinación por la ciénaga, en un momento en que la conversación del grupo se fragmentó; le contó su aventura en Koria y la transformación de Inca en Mayúr. Y con Anandi, sentada a su derecha, entre él y Arjun, compartió las inquietudes del futuro inmediato.

—Os necesito demasiado en Eben ahora —le dijo a la Leona el príncipe— para dejaros aquí como jefes de fortalezas de montaña.

—¿Úshpuri? —preguntó Anandi en un susurro.

Brahmo hizo un gesto con la cabeza dándole a entender que esta cuestión le correspondía exponerla a Arjun. Él era quién debía obtener el permiso de Dión para alzar sobre las ruinas de Eteria la nueva Ciudad de la Aurora. Y Brahmo, hasta cierto punto, temía ese momento, temía verse obligado a explicar las razones, las únicas razones posibles, que justificaban la fundación de Úshpuri como reserva espiritual última del reino. Estaba seguro de que la comprensión de los límites de la empresa a la que se habían lanzado, de su derrota final y largo obscurecimiento, debía llegarles a sus camaradas de forma gradual, a medida que el madurar y el camino fuesen abriéndoles los ojos a una realidad más honda.

Pero Arjun no habló aquel mediodía, y dejaría que Mándos y Dión partiesen sin retornar a esta cuestión.

—¿Qué ocurre, Lobo? —le preguntó Brahmo cuando pudieron compartir un rato a solas—. ¿Qué ha sido del sueño de Úshpuri?

—Es una nave que trae la corriente del Tiempo, no hay duda, pero ni a ti ni a mí nos corresponde gobernar el timón. Algún día te hablaré de lo que viví en el umbral de la muerte, ahora es muy pronto. Pero comprendí esto. Comprendí que hay una verdad en la punta de mi intuición, pero una verdad buscada acaso con demasiado apasionamiento. No es tiempo de Úshpuri, hermano, sino de aunar todo nuestro esfuerzo en la capital, sin temor de que el tiempo deshilache y humille nuestras obras, convencidos de que las acciones realizadas hoy en el calor de nuestra entrega absoluta reverberarán dentro de mil años.

Con la aurora reverberando en las cimas el décimo día del último mes del año, Mándos y Dión se despidieron de sus amigos y dejaron atrás un mundo. Brahmo alzó la lanza al verlos partir y el corcel blanco de Mándos, de nuevo ahora sumiso a la rienda de Pradib, piafó y relinchó durante mucho rato. Por la estrecha senda que ascendía a la Miranda del Deva, la última aldea habitada que hallarían por mucho tiempo, avanzaron los dos peregrinos con sus caballos y sus mulas. No volvieron la vista atrás hasta que pisaron la primera capa de gélida blancura; entonces alzaron la mano y contemplaron las tierras bajas por última vez.