XXXIII

Kïchu Dárdan era definitivamente un hombre extraño y esa extrañeza se manifestaba de un modo muy especial en su cuerpo físico. Medía poco más de cinco pies y tenía una constitución sólida, de músculos largos, como toscamente labrados en piedra y creando una figura bella no por lo armónica sino por lo hermética. Tenía la piel muy blanca, la cabeza ancha, cubierta por una larga cabellera, ardaleante a los lados y espesa hacia el centro como crin de corcel dorada. Las orejas eran las de un gnomo, suavemente puntiagudas y ávidas; los ojos, claros, de un azul-franqueza irresistible; los labios, finos e incoloros. Lucía además el rostro hermoso una perilla rala y lacia, como de filamentos de sol, y pestañas largas del brillo del ámbar. Las manos eran grandes, conscientes, de artesano, y su voz trémula y cálida. No era propenso a razonamientos intrincados; carecía de ideas fijas, pero también de dudas; las visiones globales de la realidad no le interesaban y, por ello mismo, tampoco la ciencia o la filosofía. Su contacto con las cosas era directo y mutante; un corazón sensible y espontáneamente sabio le acercaba de forma natural a todo aquello que lo hacía mejorar y lo apartaba de errores innecesarios. Por herencia de un linaje, por respeto a un padre y por lealtad a un reino era gobernador de Ishkáin y cumplía bien sus funciones, pero su amor era el arte. Y únicamente a solas en su estudio, en lo más alto de su palacio, entregado a colores y a volúmenes, sentía la plenitud del contacto con su Habitante Oculto. En pintura, evitaba las figuras conocidas, naturales, y plasmaba sólo fuerzas y movimientos: torbellinos de azules arrastrando los fragmentos de un rayo de sol o turbiones cárdenos heridos por la blancura flechante de los ástiles de las plumas de un ave, géisers negros en una noche verde de astros como frutos o esferas albinas que en mares rojos luciferales trataban de ocultar su semejanza con la luna. Llamaba escultura a algo incomprensible para todos, incluso para él mismo, pero no exento de magia y de una monstruosa hermosura. Hierro, madera, mármol, cerámica, arcilla, eran sus materiales clásicos y rara vez alguna de sus obras no se corporaba a partir de todos ellos. Volúmenes geométricos de una regularidad fría se superponían unos a otros o se unían por medio de cimbreantes varillas de hierro en la búsqueda de un equilibrio imposible, creando inquietantes y deshumanizadas entidades dendroides; en otros casos, como anhelante de romper el fatal sortilegio de ángulos y aristas regulares, tallaba su materia en figuras amorfas, ebrias, bulbosas, desvaídas, como las montañas derretidas de un sueño.

Sólo con Yôland, su mujer, y con Archo Sárkkoç, primer capitán de Ishkáin, compartía el Dárdan las inquietudes de su arte. Yôland era sostén y estímulo; Archo, llamado también el Negro por el color de su piel, era un compañero en aquella alquimia de la forma y el color a la vez dichosa y doliente.

—¿Qué buscamos en realidad con todo esto, Kïchu? —le había preguntado una vez al dinasta aquel hijo del gran Bindu Sárrkoç, héroe de las guerras imperiales que se distinguió en los Campos de Amhor al frente de la caballería azul de Krôm—. ¿Qué buscamos? ¿Belleza? ¿Misterio?

¿Qué…?

Y Kïchu Dárdan, poco afecto a especulaciones, y menos sobre algo que para él era tan inevitable, irreprimible y necesario como respirar o comer, respondió con una sola palabra brotada del ansia de su corazón, presuroso en el pecho:

—¡Transformación!

—Sí —respondió Archo pensativo, dando cuerda a una mente que para él, al contrario que para su amigo, era un entramado de paseos gratos, disipados, entrañables—. Transformación es la clave, nuestra clave artística… Pero ¿tenemos siquiera derecho a llamar arte a lo que hacemos? Explorar nuevos horizontes del Dios hecho forma, luz, color, sombra, ahí es adonde nos lleva nuestra voluntad transformadora. No somos artistas, Kïchu, somos a la vez pioneros y colonos de lo inconceptuable.

El gobernador se encogió de hombros.

En una de las grandes salas del palacio del dinasta cenaban ahora Kïchu, Yôland y Archo con sus invitados del Sur: Mándos y Usha, Pradib, Thâre y Dión, que saludó a la pelirroja del Sart con una mezcla de familiaridad y reverencia para todos asombrosa. Antes de sentarse a la mesa, el grupo había pasado por la alcoba donde mamaba, gemiqueaba, dormía y soñaba Kïchu IV Ízan, llegado al mundo apenas dos lunas atrás; y uno tras otro habían pronunciado esas palabras que inevitablemente todo padre y toda madre espera oír, aunque dichas en esta ocasión con calor y sinceridad y llenas de una voluntad benefactora.

Había pasado un día entero desde el fin de la batalla de Ishkáin y era el segundo del último mes del año. En estas veinticuatro horas apenas había habido tiempo para hablar. Kïchu y el Sárrkoç estaban exhaustos después del combate, y el cansancio alcanzaba también a Mándos, Pradib y Thâre. Dión y Usha, en cambio, dedicaron inmediatamente sus energías a la curación de los heridos, que fue rápida y admirable, aunque el poder regenerador de la princesa ebénida daba ya muestras de refluir cuanto más se alejaba en el tiempo de la intensidad de su pasada experiencia. Al día siguiente, el gobernador debió resolver diversas exigencias administrativas y, al mediodía, en compañía de Dión y de Mándos, asistió en el campo de batalla y de la muerte al adiós de los caídos, que ascendieron en el carro de fuego de las piras a mundos menos violentos. La tarde fue febril también para casi todos, excepto para el Señor de Dyesäar, que paseó por la ancha y encespada plataforma de la muralla. Usha y Dión, ayudados por Thâre, prosiguieron su labor de médicos; y Kïchu, que soñó con unas horas de soledad y arte, fue requerido por su primer capitán para supervisar la reorganización de las tropas y de la defensa de la plaza. Sólo al crepúsculo llegó la calma, y unos y otros pudieron compartir tiempo y palabra en el curso de una cena amistosa, que, por necesidad de solaz y reposo, empezó ignorando los acontecimientos más inmediatos y las decisiones más apremiantes.

Habló Yôland de lo único que podía hablar una madre reciente, y los demás la escucharon con condescendencia, reforzando con la sinceridad de sus deseos las esperanzas maternas. Habló el Sárkkoç de su arte y el gobernador atendió con tanta delectación a la música de las palabras de su capitán como interés pusieron los demás en escuchar sus conceptos. Philo, quieto a los pies del amo o caricioso entre las piernas de los comensales, reclamaba de tanto en tanto la atención con un maído, resuelto a que su presencia allí no se olvidase. Mándos y Dión contaron poco de su viaje, aparte del encuentro con Kadír y el hallazgo de Márut, de la que todos habían visto hazañas y esperaban oír relatos. Usha, por el contrario, que sentía la oportunidad de su narración sancionada por la presencia del maestro eterio, expuso hasta pormenores de su experiencia cuya importancia descubría entonces, al desovillar su historia frente a aquel asombrado y mudo auditorio.

—Âsdre sanó —dijo al fin—, incluso los ojos fue recuperándolos. Y como si ella misma hubiese sido el cuerpo-símbolo de todas las gentes del Sart, a partir de su curación los enfermos empezaron a restablecerse y la muerte roja cesó. Seguimos enseguida nuestro viaje hacia Eben y Thâre quiso unirse a nosotros, conquistada por mi idea de crear allí una escuela de sanadores cuando acabe la guerra. El hambre de noticias nos arrastró hacia aquí… y el resto no se os oculta.

—¿Una escuela de sanadores? —preguntó Yôland—. ¿Puede, pues, enseñarse tu experiencia? Disculpa, Usha, pero yo diría que ha sido una gracia de la Madre, de Dama Alayr… un milagro. Y un milagro no puede enseñarse, no puede aprenderse. Desafortunadamente.

Usha permaneció un instante callada, introvertida, como buscando no la palabra adecuada, sino en el interior de su cuerpo una voz. A la luz de los candelabros, que regaban la estancia con luz de alámbar y olor de miel, Usha era una divinidad dorada en lenta emersión a través de un cuerpo de carne; los ojos, más grandes y linceos, brillaban con azul negreante desde una hondura de calma sabia; la crencha, sedeña y azabache, tenía el resplandor difuso del astro en la negrura del cielo; su piel, morena, mostraba un barniz de místico oro, y su rostro se había afilado, reflejando una voluntad inflexible maridada a un corazón vasto y suave.

—¿Un milagro, dices? —respondió finalmente—. No, y esto es lo extraordinario. Lo que os he contado no es la imposición caprichosa de un más allá inefable que atropella y cancela, por un instante fugaz, las leyes de hierro de nuestro mundo. No. Al contrario. Es la misma esencia de las Leyes del mundo, las verdaderas, que trascienden las normas rígidas y fatales impuestas por el hábito.

—Aun así —intervino Archo—, hace falta una capacidad innata para evocar, para imponer… para percibir siquiera esas Leyes. Hay que ser una Alayr, un Dión… una Usha.

La princesa sonrió, inscritos sus labios en una curva de benévola belleza y timidez.

—¿Hay que ser entonces un Kïchu, un Archo, para rozar siquiera el arte?

—¿Puede el arte enseñarse? —repuso el Sárkkoç.

—Puede enseñarse la técnica, capitán, y puede enseñarse la forma de mirar al mundo para hallar en él la hermosura oculta, la emoción reveladora…

—Sí —interrumpió Archo—, pero aún no hemos llegado al arte.

—Cierto, pero puede enseñarse algo más: la actitud interior que exige la creatividad, el estado de consciencia que nos hace receptivos a la inspiración, el modo de evocarla o hallarla. Puedes decirme que todavía no tenemos arte. Quizás. Pero tenemos al artista y el artista precede inevitablemente a la obra.

—O la obra hace al artista.

—Estupideces, Archo —sancionó el dinasta, terciando con una voz llena de calma y convencimiento—. La princesa tiene toda la razón. Déjala que continúe.

Archo alzó las cejas y se encogió de hombros.

—Es lo mismo con mi arte —prosiguió Usha—. Hay actitudes que pueden enseñarse, estados de apertura y receptividad que pueden enseñarse y hasta cierto punto transmitirse… Pero, sobre todo, puede enseñarse a desaprender todo lo que justifica y sostiene las leyes del hábito… las leyes inconscientes… las tablas del pasado. ¿Cuál es el resultado de todo esto? Terapeutas para los cuales la salud no es un mero concepto con el que comercian, mientras ellos mismos atentan contra su propio cuerpo, sino una experiencia divina y una religión de vida.

—Salud —intervino Dión—, salud suprema… No es un estado casual entre dos momentos de desequilibrio: es la forma que toma en el cuerpo la plena posesión de sí. No es un estado inmutable sino, por el contrario, cambiante, creciente, dinámico.

—Sí —confirmó Usha—. El estancamiento es la enfermedad. Lo que hoy sostiene y estimula la salud se convierte en veneno mañana, cuando el cuerpo debe remontarse a un nivel de organización más complejo, a una experiencia más vasta, a una plenitud de vida mayor. La Ley suprema del cuerpo es crecer, madurar, mejorar… sin edad, sin cesar. La vejez es una superstición sancionada por la inercia para proseguir el cambio. La muerte es un accidente transformado en hábito.

—¡Transformación! —exclamó el Dárdan—. Transformación, Archo, ya te lo he dicho.

Y Archo el Negro comprendió entonces en un instante, no tanto por la clave que le ofrecía el gobernador como por la certeza diamantina que galopaba en sus palabras, que, como él mismo a través de la luz y el color y la forma y la sombra, Usha no hacía sino buscar en su cuerpo la materia, inconceptuable aún, de Dios hecho hombre. Y que esa salud suprema, pujante, de la que hablaba Dión, era el primer hálito de la presencia del Divino en el cuerpo.

En silencio contempló largamente a Usha y a Pradib, sentados uno al lado del otro, distintos pero iguales, compartiendo el fondo oculto de una misma identidad, siameses en el alma, dos facetas terrestres de un único ser trascendente.

—No es pues casual esta confluencia —dijo pensativo—, la Dama de la Regeneración y el Comendador de la Orden de los Atletas. Si lo he acabado de entender, la enfermedad, más que un mal, sería… una maestra del cuerpo, el enemigo capaz de mostrarle sus debilidades, las grietas de la armadura, y de enseñarle formas más y más plenas de salud. Pero algo semejante hace el atleta lanzando al cuerpo contra los límites de su fuerza y resistencia. Sí, hay un símbolo en vuestra unión. Y el germen de un logro grande.

Sólo silencio siguió a las palabras del Sárkkoç. Su última frase sonó como con ictus final y flotó entre las volutas de una conversación apagada, derivando con lentitud hacia el horizonte de la memoria. Ni intencionada ni premeditadamente, el mundo del evento llegaba a sobrepujar al de la emoción y el de la idea. Y antes de que entrase un soldado de la guardia en busca del dinasta y del primer capitán, el grupo de amigos se sentía de nuevo reclamado por la historia.

—Señor —dijo con voz de apremio y de disculpa un oficial al irrumpir en la sala—, acaban de arribar los espías que enviasteis al desierto. Ha llegado también una barca del Cinturón Fértil con dos hombres que dicen ser soldados de la reina y traer un mensaje para vos.

—Hazlos venir aquí —respondió el Dárdan—. Lo que tengan que decir será de interés para todos.

—Sí, gobernador.

—Y, soldado…

—¿Sí?

—Que sirvan comida y bebida para ellos también.

Los hombres que el dinasta había enviado al desierto apenas acabada la batalla de Ishkáin eran tres. Kïchu Dárdan quería saber de dónde habían venido aquellas tropas sombrías que, en su mayor parte, se mantuvieron frescas y en la retaguardia hasta el final y que, evitando el último lance, partieron casi indemnes hacia Eben. Se las había visto cruzar el Deva en barcazas y lanchas ligeras a unas millas al Norte de la ciudad, y conocer su origen podía dar cierta idea de las dimensiones que iba adquiriendo la guerra. Los tres espías, cubiertos aún por el polvo del camino, llegaron seguidos de dos hombres agotados por la larga travesía en las aguas y por días de lucha fiera. Uno de ellos, que no reconoció a la princesa Usha hasta que esta lo saludó por su nombre, se presentó como Bâlmar.

—¿Qué noticias nos traes entonces, Bâlmar, del Cinturón Fértil? —preguntó el gobernador después de que los recién llegados se hubiesen repuesto de su hambre y de su sed durante unos minutos ávidos que le parecieron eternos.

—Las traigo, señor, y vengo en su busca.

—Las tendrás, guerrero. Empieza.

Bâlmar habló con todo detalle del secuestro de la reina y de su liberación, de la guerra en la orilla oriental del río, de la muerte de los Thúbal y de tantos otros, de la rendición final de todas las tropas regulares al coraje de Dama Esha y de la llegada de las huestes del príncipe.

—¿Sin el príncipe? —se extrañó el Sárkkoç.

—El príncipe está en el Swar, capitán —respondió Bâlmar.

—Por supuesto —sentenció el dinasta—. Necesita Ôrkan y Loth. ¿Entonces, el Cinturón Fértil está en manos de la reina?

—Sí, señor. El ejército se ha puesto en sus manos, los mercenarios han huido, los Shweta han implorado su perdón y las tierras de Olpán han sido ocupadas y confiscadas. Con Ishkáin en vuestras manos, si el príncipe tiene éxito, la capital está cercada.

—Sin embargo, no cantes victoria todavía, Bâlmar —repuso el Dárdan con rostro grave—. También nosotros hemos sido atacados y, aunque rechazamos la incursión, la mitad de las tropas enemigas, entre dos y tres mil buenos soldados extranjeros, siguieron intactas su camino al Norte. Escucha las nuevas que mis espías traen del desierto.

—No nos ha hecho falta penetrar mucho en las arenas para encontrar noticias, señor —comenzó el hombre que capitaneara el grupo.

Era el más joven, pero el que mejor conocía a las tribus nómadas, hablaba su lengua y se desenvolvía en las sendas del laberinto de viento y dunas. Su mirada era inquieta y franca, aguileño su rostro y noble. Las tribus lo llamaban Maáti, el Portador de Verdad, y este nombre había prevalecido hasta tal punto sobre el original ordumia que tras la muerte de su madre nadie recordaba ya cuál era.

—Habla.

—Un temor precede a esas huestes y una estela de sangre ofende el camino pisado por ellas. Los nómadas aseguran que son servidores de Sôlon, que desde hace poco más de dos meses gobierna en Akis… tras usurpar el trono del gran Kundalón.

Pradib y Mándos cruzaron una mirada silenciosa y doliente. El espía, al percibirlo, interrumpió su relato.

—Continúa, por favor —pidió Kïchu.

—Se dice que han entrado en Ordum por el Sur, violando las defensas de Dyesäar. Su avance ha sido rápido y fulminante. Según los nómadas, Bran de Dyesäar, virrey del Bajo Sur, cayó hace doce días en una emboscada tendida por ellos.

—¡¿Bran?! —exclamó Mándos—. ¿Estás seguro de lo que dices, soldado?

—Señor, sólo estoy seguro de lo que he oído. Nuestros nómadas no mienten, pero no siempre han visto con sus propios ojos lo que cuentan. A veces, ellos mismos no son más que el eco de rumores que propaga el desierto.

—Bran… Doce días… ¿Cómo es posible? —murmuró Mándos.

—Sin embargo, es posible, Señor —intervino Pradib—. La misma noche de vuestra partida, mi padre se despidió de nosotros y aproó su nave hacia Cabo Azul. Arabínder debía reunirse con él una semana y media más tarde.

—Bran… —retornó Mándos—. Bien dijiste, Dión, que los misterios que suenan en la hora del adiós acompañan todo el viaje.

—Y sin embargo, hermano, lo nuestro es el Viaje.

—Entiendo ahora el ataque corsario al Bajo Sur, que les sirvió de diversión —dijo Pradib—. Pero ¿cómo pudieron desviar tantos barcos hacia Cabo Azul sin que nuestros guardacostas los percibiesen?

La pregunta quedó sin responder. La caída de Kundalón y la muerte del virrey dejaban en la sala una atmósfera densa y dolorida; costaba respirar aquel aire acre y sombrío colmado de tristes augurios.

—¿Qué más puedes decirnos, Maáti? —preguntó Kïchu.

—Son cerca de cinco mil hombres entre infantes y caballeros. A su paso por el desierto, han aniquilado a cualquiera que se les haya enfrentado y han esclavizado a los que simplemente hallaban a su paso. Avanzan ahora divididos en dos columnas, una a cada lado del Deva.

—Una tenaza sobre la capital —concluyó Bâlmar.

Durante unos instantes nadie habló. El mundo era otro de pronto. Akis, el único imperio sobreviviente a los cuarenta años de la Segunda Conflagración, en manos de un Electo de Maurehed; Ordum, invadido; el reino de Eben reducido a fragmentos. Bajo la presión de esta atmósfera obscura, nada parecía lo mismo: el arte de Kïchu y el Sarkkoç era una vanidad; la ciencia de Usha, una herramienta brillante e inútil; el viaje de Mándos y Dión, una huida egoísta; el nacimiento del Ízan, una burla y una condena. Y el semblante ominoso de Maáti hacía presentir que este aún no había dicho todo.

—¡Las Órdenes no permitirán esta invasión! —exclamó Yôland.

—Señora, las Órdenes no se han preocupado nunca por el reino —se lamentó Bâlmar.

—Mucho más de lo que podrías imaginar, Bâlmar —contradijo Dión. Bâlmar alzó los ojos con sorpresa.

—Esperad —rogó Kïchu—. Aún queda algo, ¿verdad, Maáti?

—Sí, mi Señor. Corre el rumor de otro avance de tropas. Este desde las profundidades del desierto. Se habla de unos mil jinetes que son como demonios y que adoran el escorpión inscrito en sus estandartes naranja.

—¿Son estas todas las piezas en el tablero, mi buen amigo?

—Todas las que conocemos sí, Señor.

—Está bien, podéis retiraros. Bâlmar, a ti te pido que permanezcas unos instantes más con nosotros. Tú deberás transmitir a la reina lo que se hable aquí.

Maáti y sus hombres se despidieron, y el compañero de Bâlmar, agotado por el viaje y por la hora, pidió permiso para retirarse también. El cenáculo quedó convertido en consejo de guerra.

—¿Quién ha llamado a esas tropas? ¿Abdalsâr? —empezó Archo—. Y ¿qué interés tiene ese Sôlon en los asuntos de Ordum, si es verdad que acaba de arrebatar el trono a Kundalón? Pero ¿cómo ha podido hacerlo, cómo ha podido desposeer al Rishi? ¿No es Kundalón el custodio de Yug, la espada del Don? ¿Y no era Sôlon uno de sus consejeros?

—Abdalsâr, sí —respondió Dión—. Se cumplen los temores de Kadír y la guerra civil de Eben crece hacia nuevas proporciones. Ahora empieza a verse con claridad que todos sus actos responden a un plan bien calculado: Sôlon en Akis, el robo de las Llaves de la Torre del Rey… me atrevería incluso a decir que Sôlon y Abdalsâr esperaban a Sarpa, y que las fieras de Koria eran una trampa tendida por ellos a Mayúr. Sin duda creen llegado su tiempo.

—¿Puedes explicarte, príncipe? —pidió el Sárkkoç.

—Al hablaros de nuestro encuentro con Kadír, ya os dijimos quién se oculta tras el nombre de Abdalsâr y qué aventuras corrieron Brahmo y Mayúr en Koria. Sabéis que Dhanda y Sarpa son dos de los tres Rishis Negros, pero quizás ignoréis que Sôlon es otro de los nombres de Khripán y que Khripán es el tercero. ¿Consejero de Kundalón, dices? No, Archo. Sôlon era mentor de Puna, una de las dos princesas imperiales de Akis, de las dos hermanas casadas con Kundalón. Y ¿cómo ha podido desposeer al Rishi? Pregúntate más bien, capitán, qué ha incitado al Rishi a dejar el trono en manos de Khripán o admitirlo en la corte, simulando no reconocerlo, estos últimos tiempos. Pregúntate esto mejor y estarás más cerca de la verdad.

—¿No dio Kundalón la independencia a la marca Kouran hace escasamente un año? —intervino Pradib—. Quizás anticipaba este momento.

—¿Qué duda cabe? —meditó Mándos—. Kundalón quiso sustraer el feudo de los Señores del Mar a las garras de Puna y Sôlon, al tiempo que creaba un refugio en el Sur del imperio para los mejores de Akis.

—Esperad —pidió Yôland—. Tampoco yo comprendo el plan de que hablas, Dión.

—Si Mayúr hubiese fracasado en Koria, Ordum estaría acosado ahora por los tres Rishis Negros y sus fuerzas: Sarpa en Koria, con el naga y sus fieras; Dhanda en Eben, con las Llaves de la Torre en sus manos y la amenaza lejana de sus nurtan; y en Akis, Khripán. Con Akis y Ordum en sus manos, y sin otro gran imperio que oponérseles, la Guerra Delegada daría la vuelta y el color del día sería el del ocaso.

—Pero, aunque cayese Eben… —se inquietó el Sarkkoç—. ¿Qué de Dyesäar, qué de la Pentápolis?

—De una cosa puedes estar seguro, capitán —respondió el eterio—: creen que ha llegado el momento de volver a golpear y, si lo hacen aun en ausencia de Sarpa, es porque están convencidos de que hallarán en las cámaras ocultas de la Torre del Rey un poder mayor que el que les daría su antiguo camarada y Koria a sus pies.

—¡¿Qué?! —casi gritó el Sárkkoç.

—Sí —acudió Yôland—, ¿qué hay en esa cripta que pudiese darles la fuerza para vencer?

¿Qué tesoro de Ban les serviría a ellos?

—Algo que si fuese destruido, significaría el fin de la Esperanza.

Todos los ojos se volvieron ahora hacia Thâre, aturdidos por aquellas palabras grises dichas con lentitud y certeza, asombrados porque hasta ahora la mujer de la crencha de fuego había permanecido callada, sellada la lengua y los labios, tímida e invisible entre aquellos príncipes y dinastas y princesas. Sólo Dión recibió la voz de Thâre como si hubiera estado rato y rato esperándola.

—El Kiran —concluyó la mujer con los ojos bajos, velados por sus largas pestañas de bronce, y las mejillas arrebolándose a la luz de ámbar al sentir sobre ella el peso de todas las miradas.

La palabra propagó un aroma de misterio y el lapso que la siguió se cerró sobre sí en un anillo macizo de silencio. Sólo Dión y Mándos conocían el secreto del Kiran, pero la palabra repicaba en todos ellos como el nombre de algo familiar, aun esencial, algo poseído en un pliegue íntimo del propio ser, pero olvidado durante largo tiempo. No se apartaban las miradas de Thâre, ardorosas e interrogantes, pero la joven mujer del Sart estaba muda por el temblor de sus labios y la voz que la huía como un ave. Dión podría haber hablado entonces, pero respetó el tiempo de Thâre.

—Nosotros las gentes de los valles —dijo al fin la mujer— descendemos de antiguas tribus montañesas, pero durante muchas generaciones vivimos en Eteria, metecos y discípulos. De allí trajimos viejas tradiciones cuando los eterios nos hicieron partir, asegurándonos que los años de la Ciudad Sagrada estaban contados y pidiéndonos silencio. Volvimos entonces a las montañas y sólo acabadas las guerras imperiales nos aventuramos a descender al Sart y a los valles que lo flanquean. Por miedo a todos los males que cayeron sobre los eterios, callamos nuestra historia y nos mantuvimos apartados del resto de Ordum, satisfechos de nuestra vida independiente y de sus raíces hondas. Como otros secretos eterios, la historia del Kiran se ha transmitido entre nosotros de generación en generación.

Y Thâre, con voz trémula y vacilante a la que le costaba desellar aquel secreto ancestral de su pueblo, con la mirada baja y el rubor del que, transfijo por ojos ávidos, quisiera ser invisible, con el corazón anhelante por la magnitud de las cosas que mentaba, habló del pergamino de Ban en el que la aurora de la transformación humana se corporaba en palabras como truenos poderosas.

Cuando calló, los circunstantes absorbieron mudos el eco sutil de sus palabras. Muchas velas se habían apagado ya y las sombras danzaban con la luz de miel, arracimándose a ella y elevándose como incienso, musicando el aire con ritmo de claroscuros. El relato de Thâre había sido como un licor que espiritase corazones y cuerpos, y nadie podía sustraerse a la sensación de hacerse más y más liviano, etérico, de estirarse como imantado por el cielo, una sombra danzante, o un resplandor más.

—El Kiran… —dijo al fin Archo el Negro—. Bien, pero no deja de ser un pergamino. Aunque lo robaran, aunque lo destruyesen, ¿qué fuerza les daría eso?

Thâre alzó por primera vez sus ojos para buscar seguridad en los del príncipe eterio; luego miró hita e intensamente al Sárkkoç.

—No lo habéis entendido, capitán. Las palabras del Don son fuerza viva, experiencia encarnada en lengua, ancla del Rey en nuestro mundo, puente entre sus días y el futuro que anhelamos. Se dice que el Kiran amanecerá preludiando el renacimiento de Eben… el único entre todos los tesoros de Ban ocultos en la cripta de la Torre que verá la luz antes del retorno del Don. Destruirlo sería acabar con todo eso.