XXXII

Del mirador de estrellas descendía una escalera larga y antigua hasta muy por debajo del nivel del suelo, donde se comunicaba con varios estratos de túneles y pasadizos, útiles para el ocultamiento y la huida, que a través de la roca y la masa del monte llegaban hasta el profundo valle. Se accedía a ella por una trampilla en el mirador y se podía llegar lejos de la fortaleza sin ser visto por los ocupantes de la torre, la muralla, la plaza o cualquiera de las casas y dependencias del recinto de Ôrkan: miles de peldaños caracoleaban enfondándose en la noche obscura de la piedra. No tenía aquel laberinto secreto la virtud luminosa de las grutas sumânoï; pero repartidas a tramos regulares, en fogariles sujetos a la pared, altos sobre el suelo, había piedras abnur encendidas de un permanente azul irradiante, o dorado, o plata, o rojas como el místico carbunclo, talladas en forma de herméticas cabezas inhumanas. Había cientos de ellas aluzando la escalera y los túneles, y su origen era un secreto muy bien guardado. El destello y el color de cada una era cambiante con las horas, un lenguaje del Tiempo; y en aquel mundo subterráneo y silencioso, las cabezas en constante mutación cromática mantenían indescifrables faramallas de luz.

Brahmo se dejó guiar sin pronunciar palabra, bebiendo el misterio tal como se le ofrecía, sin preguntas ni conjeturas, con la sensación de andar envuelto en el humo inebriante de un sueño.

Alcanzaron el segundo nivel de pasadizos bajo el suelo y el príncipe descubrió allí todo un universo de cámaras y celdas y despensas y depósitos y armerías ocultas. Arjun, callado también desde que penetraron en aquellas catacumbas, abrió el paso hasta una estancia recóndita. Empujó entonces la puerta vieja de madera labrada. Olía a incienso. Había en el aire una luz de cielo, como flotando en volutas de azul. Un jergón, dos o tres taburetes esparcidos, un desorden de figuras antiguas, armas, redomas, minerales, pergaminos, trastos… Sentado en una silla de tijera, acodado a una mesa baja, un mono leía un libro.

Al ver entrar a los dos hombres, el simio levantó la cabeza con cansancio erudito, se frotó los ojos, se desperezó con familiar gruñido y se levantó de la mesa para saludar a los recién llegados.

—¿Habéis decidido ya qué vais a hacer conmigo, comandante Arjun? —dijo con toda cortesía y en perfecto ordumia, aunque con la voz algo pastosa del borracho o soñoliento.

Arjun, sin contestar al mono, se volvió hacia el príncipe.

—¿Es esta la especie que buscabas, cazador?

Una sombra de miedo cruzó el rostro del mono al oír al comandante y hundió sus ojos en los del desconocido, obscuros como pozos e incrédulos, fijos en él. Brahmo callaba, aturdido, incapaz todavía de abrir su sentido de la realidad a aquella criatura. Era mucho más bajo que el gôrgon aquel simio; erecto, llegaría a la altura del pecho del príncipe, pero se sentía más cómodo en una postura ligeramente corcovada. Estaba todo él cubierto de un pelaje negro, con visos azulados y rojizos; y era de hermosa figura, estilizada y fuerte, con una cabeza grande y triste, más humana que la del chimpancé, y unos ojos cintilantes, sorprendentemente intuitivos.

En el baño de sus ojos en la luz de los ojos de Brahmo, el mono había perdido todo temor.

—No —dijo el príncipe al fin—. Hablé por hablar. Ni imaginaba…

El mono sonreía ahora con condescendencia, y con un gesto cálido de su mano peluda acarició el brazo del príncipe.

—Comprendo que me tengáis aquí encerrado, comandante —dijo de pronto—, si he de causar este efecto a los hombres de estas tierras.

—Peor, amigo mío, te matarían —se espontaneó Arjun; y dirigiéndose de nuevo al príncipe—: He aquí lo que ha encendido la disputa con Ruther y con Loth.

—Explícate —pidió Brahmo.

—Amigo —se volvió Arjun a su vez al mono—, cuenta tu historia.

—Por favor, por favor —respondió la criatura indicando a los dos hombres con gesto cortés que se sentasen.

No cedió en sus ruegos hasta que los tuvo lo mejor acomodados que era posible en aquella estanza y actuó en todo momento como un sabio que, aun habiendo sido pertubado en lo más profundo de sus meditaciones, acoge amable y hasta cálidamente a los intrusos para compartir con ellos el mosto de su saber, instilado en las palabras hondas, graves, densas, luminosas, del que ha antiguado su vida con poderosa experiencia.

—Encontrar la primera palabra para devanar mi testimonio me resulta siempre muy difícil —dijo al fin cuando Brahmo y Arjun estuvieron sentados en sendas sillas bajas, y él frente a los dos guerreros, con las piernas cruzadas sobre una alfombra pequeña y raída de crines de caballo—. ¿Recordáis, comandante, cómo empecé la otra vez?

—Dijiste: allá en lo alto de las montañas, donde la Tierra se hace Cielo

—Sí… —repuso el mono pensativo y con gesto melancólico—. Son palabras que oí en boca de Libna la Blanca…

—¿La Dama del Arco —interrumpió Brahmo—, jefe supremo de las Órdenes?

—Sí, así la llaman también —contestó el simio—. Para nosotros era la Dama de las Nieves. Llegó con la luz. Ambas tan inesperadas… cuando nuestros sueños empezaron a cambiar y, tras una puerta en la bruma de nuestras dormiciones, encontramos el sol de medianoche. Hay en los techos del Swar —prosiguió—, lugares que os parecerían misteriosos. Allí, entre espesas murallas de niebla, existen valles amables, benditos como vergeles, nacidos del calor interno de la tierra. Hay ríos y lagos calientes, y cascadas de humeante agua espumosa. Y el cielo es allí un domo de oro y azul. Nosotros vivíamos en uno de esos valles, a los que más tarde llamamos oasis del frío. Vivíamos no lejos de Kamalám.

El mono les hablaba con los ojos cerrados y como en un ensueño, cruzados sobre el pecho los brazos peludos y endrinos, erecto el tronco, y los dedos de los pies moviéndose de cuando en cuando, como si marcasen el compás de un ritmo interno sólo perceptible para el narrador.

—Vivíamos la vida simple y divina del animal: comer, jugar, copular festivamente, nomadear de oasis a oasis a través del desierto de blancura y repetir en sueños los actos de la vigilia; bañarnos a veces en las aguas calientes, maternas, donde un goce casi místico nos invadía, aquietándonos y silenciándonos… Y, a veces también, como penetrados de pronto por una especial densidad de ser, horas y horas de vida y de sentir se condesaban en una imagen enardecida que gritábamos y era como un embrión de palabra. Esto eran las cimas, extraordinarias cimas, de nuestro pensar.

»Una noche, en el sueño de uno que era el sueño de todos, descubrimos unos altos portales de la materia del sol. Nunca habían estado allí, nunca… y ahora nos llamaban con un poder de atracción invencible. Acercarse a ellos era ya trascenderse, y nos daba miedo… miedo. Alguien los cruzó al fin y nos requirió desde el ámbito invisible con voz nueva, ahíta de palabras, vacía de gritos. Acabamos por seguirle y hallamos, más allá de las doradas puertas, un valle semejante al de nuestros sueños, que a su vez reproducía con otros tintes y otras luces y otras leyes el valle de nuestra vigilia. Pero había algo más aquí: mirábamos a nuestro alrededor y para cada cosa que veíamos teníamos en la boca una palabra dulce que nos gustaba paladear. Veíamos correr el agua humeante por el prado y uno vertía una lágrima y decía a continuación: Río. Y paladeaba: río, río, río…, y los demás paladeábamos la palabra con él moviendo la cabeza con gulusmera aprobación, como si esta y no otra fuese el sonido inevitable en el que se corporizaba el agua corredora y murmullante. Seguíamos, y topábamos con un cuerpo gris de quietud, sumido en la contemplación del Tiempo, tornado hacia su propio, lento corazón el resplandor de su eónico pensar; y alguien decía: Piedra. Y paladeaba: piedra, piedra, piedra… Y los demás paladeábamos con él. Y el camino era ascendente y luminoso.

»El despertar nos traía siempre una sensación de limitación, de pérdida, echábamos de menos algo y no sabíamos qué: una luz, un sonido, un modo de ser… ¿o era un juego que nos había enseñado nuevas dimensiones de entrañable gozo y que acabábamos de olvidar: el juego de nombrar la realidad? Aprendimos a esperar el retorno de aquellos sueños más despiertos que el mismo estar despiertos calcando en la vigilia los actos oníricos que nuestra memoria guardaba. Aprendimos a cruzar el portal más y más conscientes, a rehacer cada vez más ligeros el camino luminoso… hasta que comprendimos que ascendíamos hacia un mundo que descendía hacia nosotros. Entonces la vimos.

»Mirad, nos dijo. Y de pronto era de noche en el sueño con el que navegábamos la noche. Y había un lago obscuro. Y vimos un caballo blanco emerger de sus profundidades, como si galopase por una escalera invisible apezuñando primero peldaños de agua y luego escalones de aire. Y lo montaba un mono de oro. Venid, nos dijo. Y nos llevó a una cima de nieve cálida y flores de nieve, y, cubierta la cabeza con un velo blanco que la consagraba, la Dama de las Nieves, Libna la Blanca, se sentó en medio de nuestra fascinación y nos habló de la Mente de Luz. Era el descenso de la Mente de Luz, de su mundo esplendoroso, lejano y vibrante como una cometa enamorada de las sendas del viento, pero obligada por la mano que sostiene el cabo a descender a nuestro suelo y arraigar en él. Y este descenso rozaba los techos del Swar y era inesperadamente transformador. Era este descenso lo que aplastaba nuestra animalidad y nos transformaba. Hace de ello ahora veinte años.

»Dejamos nuestro valle y fuimos a Kamalám, el lugar que llaman Oasis de las Nieves. El mundo oía ya nuestra palabra fluida y nuestra intuición corría más que el Tiempo; y aunque entrábamos y salíamos libremente por el portal más allá de nuestros sueños, Libna nos había llamado ahora a su mansión terrestre y nosotros la buscamos. Nos recibieron allí seres que nos parecieron ángeles, y nos dieron morada en pradales inefables. Nos llamaron manu y Libna venía a menudo a sentarse entre nosotros como había hecho en la cima de nieve cálida, y nos contaba la historia y la razón del mundo. Y cuando nos habló de los Reyes Antiguos y de la tribu de hombres que llegó hasta ellos para vivir a su sombra fascinada, pensé en nosotros, los manu, a los pies de la Dama, reencarnando la magia del mito de los Días Primeros.

»¿Qué más puedo decir? Allí nos instruyeron en muchas habilidades y nuestra pequeña colonia era amada por los hombres, aunque nuestras vidas discurrían en lo esencial separadas. Un día, un grupo de jóvenes pedimos permiso para partir; nos azuzaba el deseo de conocer la Tierra más allá de las alturas del Swar. La Dama de las Nieves nos previno y nos bendijo, y una veintena iniciamos nuestra peregrinación. Llegamos a esta región en poco más de un mes, vestidos con pieles y armados. Un amanecer me aparté yo del grupo durmiente para descender a bañarme en el golpeadero de un río. Me alejé mucho, jugando inocente con el agua fría borbollante. Me descubrió entonces un hombre y quiso darme caza de bestia. Después del tiro fallido de su arco, se arrojó sobre mí con una cuerda y una daga; hubo lucha y el hombre, tristemente, murió en mis brazos…

—Era un hombre de Loth —intervino Arjun—. Otros llegaron enseguida con redes para atraparlo. Yo lo había visto todo y, movido por una intuición, lo rescaté poniéndolo fuera del alcance de sus captores con mi caballo. No fue hasta mucho más tarde, cuando casi alcanzábamos las puertas de Ôrkan, que el manu habló. Se había dejado traer hasta aquí fláccido y tembloroso, y ahora me hablaba como un sabio y como un campeón arrepentido de la muerte que aún lleva en sus manos.

—No había matado nunca —glosó el simio—, aunque nosotros los manu recibimos instrucción bélica en Kamalám de los guerreros de las Órdenes, y el mismo Hurel, Caballero del Primer Anillo, supervisaba nuestro progreso. Somos aliados formales de las Órdenes y, como tales, aceptamos en su momento libremente los peligros y trabajos que el pacto lleva consigo. Pero… Yo no había sentido nunca ese apagón de la vida en mis brazos. Pensad —dijo mirando a cada uno de los dos hombres— que los manu estamos mucho más cerca de la Vida que vosotros, sus fuerzas, corrientes, flujos, movimientos nos tocan directamente y como parte de nosotros mismos, no a través de una mente observadora y sancionadora. Y no podéis ni imaginar lo que es sentir ese colapso de la pujanza tormentosa de la vida en la quietud fría del morir. Desde hacía veinte años no me había sentido tan odiosamente animal y quise gritar, gritar… gritar como lo hacía entonces… para llenar de trueno el silencio de mi enemigo.

Calló el manu dejando en Arjun y el príncipe una rara sensación, mezcla de admiración y amargura, como la del que ve hundirse el rojo sol en el monte del crepúsculo. ¿Era posible lo que estaban oyendo? Arjun había tenido tres días para aceptarlo y Brahmo, pasado el primer impacto de la sorpresa, ¿qué derecho tenía a dudar de lo maravilloso después de las fieras de humanas madres, después de las brujas kuria, después de Mayúr, de Melk, del Naga, de la revelación de su propio e inconcebible nacimiento? Durante meses, lo maravilloso había golpeado la dura roca de sus concepciones con el poder de la marejada, irresistible marejada, reduciéndola a fina arena esparcida. Era el signo indudable de un progreso, comprendía ahora, frente al mono parlante y pensador; eran las leyes caídas que sirvieron para construir y cercar provisionalmente un mundo, cerrándolo al circundante Infinito. Pero el mundo interior crecía, crecía, crecía descubriendo que la realidad era mucho más vasta y desconocida de lo que su mente y sus sentidos pudieron nunca imaginar. Y Brahmo comprendía también ahora que ese gesto interior de desapego respecto del mundo empequeñecido y de aceptación del riesgo y la locura de lo ignoto era el mismo que había abierto a los manu la puerta áurea de la transformación.

—¿Qué debemos hacer de ti, manu? —preguntó al fin, confuso, el príncipe.

—Yo también tengo un nombre, cazador —respondió el simio con una sonrisa fina de ironía audaz y sutil.

—¿Cómo, pues, hemos de llamarte?

—Libna la Blanca me dio un nombre.

—Dínoslo para que nos honremos con él.

—En sus labios yo era Brahmo —dijo el mono por fin abriendo mucho los ojos y agravando la voz como si la palabra fuese una invocación teúrgica.

—Así lo serás pues en los nuestros, amigo Brahmo —confirmó Brahmo—. Pero cuida de que no te confundan con el príncipe de los ebénidas.

Y Arjun y el príncipe estallaron en una gozosa carcajada que el manu no podía entender aún.