XXXI
Leb no sintió placer alguno cuando su alfanje yuguló al primero de los mercenarios de Olpán que se arrojó sobre él como un ángel negro. Elthen había dado la orden de atacar al frente, al grupo más numeroso y potente, pensando que, si los Shweta habían traicionado una vez, podían volver a hacerlo al sentirse débiles. De hecho, los Shweta no les atacaron las espaldas; cubrieron una ancha franja del canal sin llegar a cruzarlo y aguardaron el desenlace de la batalla.
Las dos mesnadas galoparon enloquecidas una contra otra y chocaron brutalmente. El crepúsculo se llenó de un clangor unánime y de gritos y relinchos. Ni una ni otra caballería portaban armas de ofensa o defensa pesadas y las heridas eran tan fáciles como rápidos los aceros. Pronto se separaron, al gritar de los jefes. Tomaron distancia y aliento, y volvieron a la carga, y cada una era como un rastrillo para la otra, que dejaba surcos de ausencia. Leb, después de aquel día, no recordaría jamás un combate tan violento, ni justas tan encarnizadas. Una tormenta de pasión azuzaba a los batalladores y, ciegos, golpeaban con corazones en llamas, olvidados de toda estrategia. Más tarde, cuando en el acto creativo de su poema épico quisiera pintar un lance parejo, hallaría que a la expresión más descarnada siempre le faltaba ardor: exigirían sus versos pluma de hierro y agrias rimas de sangre.
La tercera espolonada acabó con los mercenarios de Olpán. Los hombres de Thúbal estaban mermados y exhaustos. Las heridas eran muchas y los caídos para no volver a montar sumaban casi dos docenas. Los Shweta seguían observándolos desde el otro lado del canal. Y la noche sin luna de aquel veintinueve de Noviembre se cerró entre las dos filas de jinetes.
—No les entiendo —exclamó Mírthen casi airado, colocando su caballo entre el de Elthen y el de Leb.
—Es sencillo, hermano —respondió el mayor—. Los Thúbal hemos acabado entre ayer y hoy con trescientos hombres de los Olpán. Los Shweta están pensando que en la balanza del poder cuenta no sólo el oro, sino también el número de fuerzas armadas que uno pueda arrojar a la arena en el momento oportuno. Creen que, permaneciendo intactos, nos han dejado inclinar los platillos de su lado.
—¿Y ahora?
—Ahora no se puede luchar, Mírthen. Todo lo más, enterrar o hacer arder a los muertos.
—¿Por qué no parlamentamos con ellos?
—¿Serviría de algo? —repuso Elthen—. ¿Qué opinas tú, Leb?
—Serviría sólo para perder el tiempo, que es exactamente lo que quieren los Shweta.
—Explícate, por favor —pidió Elthen.
—Tienes toda la razón en lo que has dicho, Elthen: los Shweta combaten por sí mismos solamente. Hemos debilitado a los Olpán y su intención es que sigamos haciéndolo, penetrando hacia el Sur como sus lobos carniceros, mientras otros arrasan el señorío de Thúbal. Una jugada doble. Están ahí y ahí se quedarán, cerrándonos el paso con todas sus fuerzas.
Como en respuesta a las palabras de Leb, al otro lado del canal se elevaron de pronto veinte altas hogueras y el tañido de una caracola llegó del Norte, anunciando la incorporación a las filas enemigas de nuevos contingentes.
—Hay que salir de aquí, Elthen —continuó Leb—. Olvídate de los muertos. La noche es nuestra aliada y nuestro manto.
—Pero sin el agua del canal… —repuso Elthen—. Los caballos están exhaustos, los hombres sedientos y heridos.
—Señor Elthen —intervino uno de los exploradores del Thúbal—, hay manantiales en aquellos cerros.
—¿Los conoces tú? ¿Puedes guiarnos? ¿Aun con esta obscuridad?
—Puedo.
—¿Y después?
—La franja del desierto, Señor.
—Eso nos dejaría a mil quinientos pies por debajo del señorío —repuso Elthen.
—Entraríamos por los campos de Naor —prosiguió el hombre—. Apuesto a que la fortaleza está vacía y las tropas esperando la orden de entrar en nuestras tierras. Daríamos un rodeo de cincuenta millas, es cierto, pero nos situaríamos a espaldas de nuestros enemigos. No se puede perder un instante.
Los ojos de Elthen brillaban, ígneos en las sombras.
‡ ‡ ‡
Se habían movido con tanta eficacia y sigilo que apenas podía creerse. Bâldor no pudo sino admirar al jefe que había llevado una fuerza de cuatrocientos hombres, de los que cien eran jinetes, hasta el pie de sus tierras sin que ninguno de los exploradores de Thúbal, repartidos en los caminos entre el señorío y Naor, llegase a informarle hasta el último momento. La mayoría habían sido eliminados, sin duda. Y ahora, lejos sus hermanos, lejos Elthen, que siempre tenía la palabra, el gesto, el acto, que rendía toda dificultad, a él solo le correspondía la defensa de las tierras ancestrales y de la reina. Recibió la noticia en las cocinas de la casa señorial, donde estaba organizando la intendencia, y durante unos instantes permaneció como estacado, abrumado por la responsabilidad, sujeto por presentimientos de muerte y desastre.
—¿Qué os pasa, Bâldor? —preguntó Dama Esha entrando en la cocina con Bâlmar y otros dos hombres de su guardia.
—Señora, quedáis a cargo de esta casa y Bâlmar queda a cargo vuestro. Las tropas de Naor están en el umbral del señorío. Intentaré detenerlos en los bosques.
—¿Estaba entonces Elthen equivocado? —inquirió la reina—. ¿No esperarán a los de Assur para atacarnos?
Bâldor se encogió de hombros y sólo fue capaz de responder:
—Sigue su avance.
Llegó en aquel momento un jinete a todo galope, traía el caballo bañado en sucio espumaje, resollante, cruzados los músculos por venas azules y tensas; saltó en el prado que rodeaba la casa y corrió preguntando por el señor Elthen. Bâldor lo llamó.
—Movimiento de tropas… señor —jadeó—. Los de Assur llegan rodeando las tierras de los Shweta… Más de trescientos. Vienen dispuestos a aplastarnos.
—¡Dios mío! —exclamó la reina—. Y aún no ha pasado medio día desde la partida de Elthen y Lébari. Ni siquiera habrán llegado todavía al dominio de Olpán.
—Quién sabe —repuso Bâlmar—, quizás se hayan dado cuenta a tiempo y vuelvan hacia aquí ya.
—Pero a nosotros nos toca pararlos —concluyó Bâldor—. No puedo hacer otra cosa que hostigarles en el paso entre los bosques. Me llevo cien hombres, Bâlmar, y te dejo cincuenta por si la lucha llegase hasta aquí. Escucha —dijo apartándolo del resto un instante—, en el peor de los casos… hay un camino oculto que desciende hasta el desierto. Bien sólo lo conoce mi hermano Álmor, pero la entrada no es un secreto para mis hombres y no ha de ser imposible orientarse en el laberinto de enfoscaderos. Si llega el caso… llévate la reina al desierto. Allí os encontrarán Leb y Elthen, y, más tarde, siempre podría hallarse un refugio para ella entre las tribus de las dunas… Hasta que todo esto pase.
Bâldor se despidió de la reina, y la reina le besó la frente fiera y turbada. Lo vio montar un caballo alto, castaño, de cabos como el ébano y ojos que vomitaban luz; ensanchando mucho los ollares, el corcel encapotó la cabeza con una hermosa curva del cuello y agitación de crines negras, lacias. Bâldor hizo una señal y partió al frente de una tropa heterogénea. El sol del mediodía crucificaba la brisa otoñal y el aire olía a Sol, desierto, verde, arena, bosque, río y muerte.
‡ ‡ ‡
El alba los halló galopando por la arena, exhaustos de dos combates y de una noche sin dormir a través de un desierto sin luna, aullador e inconstante como un espejismo. En las fuentes de los cerros de Olpán, aún debieron pelear para ganarse el agua; lo que la Naturaleza, derrochante, regalaba entre las piedras, ellos lo pagaron con sangre sacrificial. Reposaron menos de media hora en las fuentes, entre cadáveres de mercenarios que formaban la retaguardia de los vencidos en el campo: una treintena de parias del desierto. Partieron con más heridos y con heridas más graves, pues aquellos los habían sorprendido en la obscuridad y ya arrebujados en cansancio y torpeza y sueño. Por el camino murió uno de los tullidos pidiendo que dejasen a su cuerpo insepulto en la arena, en el camino de las dunas. El sol se alzó por fin, naranja en la profundidad canela, trayéndoles la sed y la desesperación. Cuando faltaba poco para alcanzar los campos de Naor, reventaron una tras otra tres monturas, y los jinetes descaballados subieron a la grupa de los corceles más resistentes. Y siguieron, aunque ya era imposible avanzar airosos.
—Mira, Elthen, el canal de Naor —exclamó Mírthen con labios secos desde la orilla de la arena.
—Sí. Pero ¿qué es aquella nube que viene por la margen izquierda? ¿Una patrulla?
La tolvanera se detuvo en cuanto avistó las formas que emergían espectrales del desierto.
Tras el polvo dorado se hizo visible una veintena de jinetes de Naor, patrullando los dominios de la lejana fortaleza. Al ver la fuerza que los doblaba y no percibir las grietas de su cansancio, los soldados volvieron grupas.
Ocurrió entonces algo raro y triste. Como si todo el abatimiento y agitación y furor y desespero de aquellos hombres tomase cuerpo y procrease voluntad independiente, y buscase luego alguien en quien entrar y poseer y lanzar a remolinos de locura, Mírthen descabalgó al compañero que portaba en la grupa de su corcel, espoleó con ira al animal y partió en persecución de los que huían. Sus ojos azules eran rojos. Voló con frenesí demoníaco, poseído el caballo por la misma insania de su jinete, gritando como el que teme llegar a la orilla de un espejismo para verlo desvanecerse en vacío y sarcasmo.
—¡Mírthennnn! —bramó con todas sus fuerzas Elthen, como si pudiera enlazarlo con la prolongación de su voz, conociendo con exactitud el instante siguiente como si él mismo llegase ahora de las brumas del futuro.
Leb y el Thúbal despegaron tras Mírthen.
Uno de los jinetes enemigos había contenido su montura al ver al loco. Flechó su arco, apuntó a la figura que llegaba nimbada de la inmensa esfera naranja del sol renaciente, y dejó partir la saeta, rehilando a través del aire dulce y plata.
—¡Mírthennnn! —gritó otra vez el hermano y líder.
La flecha voló a través de un tiempo quieto, venciendo implacable, una a una, las infinitas divisiones del espacio de Zenón, precisa como un ave.
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A aquella misma hora de gallos en quebranto, expiraba Bâldor. Durante toda la tarde del día anterior había contenido con su centenar de bravos el avance de las tropas, oculto en el boscaje y saliendo una y otra vez de la protección de los árboles para herir las rígidas y confusas formaciones de soldados, que vacilaban a la hora de entrar a sangre y fuego en un señorío como el de Thúbal, al que respetaban. Los de Naor luchaban al principio sin mucho entusiasmo y recibieron gozosos la noche sin luna y el plazo que les traía. Al final de aquella jornada las pérdidas eran importantes por los dos lados. Pero Bâldor sabía que el día siguiente entrarían en liza los hombres de Assur y dedicó cada uno de los minutos de las horas obscuras, artistando mil mañas, corriendo mil peligros, agotándose en mil trabajos, a hostigar a sus enemigos. Causó daño e impidió dormir a las dos columnas. Con menos de un centenar, obligó a seiscientos a mantenerse a la defensiva y esperar la luz. Lo que no habían conseguido los jefes y oficiales de Naor, lo consiguió Bâldor: prender en el pecho de los soldados el ardor del odio.
Amaneció un día hostil al Thúbal que le negó la neblina matutina protectora. El ejército avanzó arrasante, quemando el boscaje, con voluntad de piedra. Bâldor supo entonces que sólo podía hacer una cosa. Envió un mensajero a Bâlmar y veinte hombres de a pie, y con cuarenta jinetes se arrojó espada en alto sobre los seiscientos. Cuando poco después, y gracias al esfuerzo de dos valientes, pusieron a Bâldor moribundo a los pies de la reina, el pecho abierto y desgarrado el rostro, aún pudo balbucir entre borbotones de sangre:
—Siento con el fuego de mi pecho,
Ardiente en un brasero a los pies de mi Dios
Versos que en una noche no lejana había oído de los labios azules de Ulán.
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Elthen se inclinaba sobre el cuerpo caído de su hermano y una lágrima le arrasaba la mejilla. Lo que había sido Mírthen estaba en el suelo, encorujado en un dolor ya acabado, cubierto de sangre y polvo. Era absurdo. Era la muerte más absurda de aquella guerra que se torcía, aojada de repente por los astros. Era consciente de que, a sus espaldas, sus hombres le miraban con un daño que hasta ahora no había podido causar la suma de todas sus heridas y desvelos. Elthen se bebió su frustración y ahogó el temblor de sus párpados, y se alzó dispuesto a dejar a su hermano en el camino como había hecho con los otros.
Vio entonces que dos de sus jinetes llegaban al galope trayéndole entre ambos al arquero, cogido por los brazos y pataleando en una montura de viento entre ambos caballos. Lo dejaron caer ante el Thúbal y lo miraban furiosos.
Era un muchacho. En su rostro como la cera había una mezcla imposible de arrogancia, tristeza y miedo. Se levantó del suelo raudo, apretando los dientes para no mostrar el dolor del golpe en las posaderas y clavó sus ojos de niño en Elthen, que le pasaba una cabeza… sus ojos verdes. Elthen pensó que se parecía mucho a Mírthen. El muchacho vio la huella arrasante de la lágrima en la mejilla encendida del guerrero. En un instante comprendió todo lo absurdo de aquel ataque, de aquel disparo, de aquella muerte, un absurdo que los había poseído de pronto a Mírthen y a él mismo, que era, en el espejo de la guerra, la misma imagen dorada de Mírthen. Se mordió el labio, su costra de polvo… y lloró. Elthen apretó entonces la cabeza del niño contra su propio pecho, con ternura infinita, y pasado un momento lo soltó con gesto acariciante.
—Cava ahí mismo una tumba para este hermano tuyo y mío —le pidió. Y sin mirar atrás montó y volvió a las necesidades de la guerra.
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—Señora, por el reino, por el príncipe, escuchadme… —insistió Bâlmar.
—No, Bâlmar —respondió la reina—, no. Esta es mi última palabra. No huiré al desierto mientras otros se baten por mí, después de todos los que han muerto ya.
—No queda más remedio que batirse, Señora, pero la diferencia es que, si entre tanto vos os salváis al menos, nuestras muertes tendrán un sentido.
—¿Cuántos son, Bâlmar?
—Dicen que cerca de seiscientos. Seiscientos contra setenta, majestad. La resistencia no durará mucho. Si al menos…
—Ya me has oído, Bâlmar. Cumple con tu deber.
Bâlmar se alejó, obediente y enfurecido, doliéndole no su muerte cierta sino el sacrificio inútil de la Dama. El Cinturón Fértil estaba perdido, pero si al menos se hubiese salvado la reina…
En el portal de la mansión montó un caballo gris y se puso al frente de los últimos guerreros leales del Cinturón. Pensó en Leb y en Elthen, caídos seguramente en tierra hostil de Olpán. Preparó a sus decenas. En el inmenso prado le aguardaban torvos centenares.
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Dos hombres se acercaban ahora al grupo de Elthen galopando, cuando sólo debían vencer cinco millas ya y unos cerros para alcanzar el señorío.
—Los astros cambian, señor Elthen —gritó uno de ellos.
—¿Qué dices?
—La guerra se endereza —y una sonrisa enlucernaba su rostro exhausto—. Los Samïr acuden por fin a ayudaros. Están tras aquellas colinas y dicen que os comunique que las tropas del príncipe desembarcan ahora mismo en esta orilla del Deva, frente a vuestras tierras.
Elthen llevaba la muerte de Mírthen clavada en el pecho para poder alegrarse. Miró a Leb, golpeó la vaina con el puño y lanzó su corcel a una última carrera. Su corazón era en aquella hora un himno de triunfo y tristeza.
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Las densas filas y la fila gris de condenados se contemplaron de extremo a extremo del campo de la muerte, que brillaba esmeraldino a la luz del sol sesgada. Eran las primeras horas del día; y eran las últimas horas. Extrañamente, ni unos ni otros tenían ganas de combatir, ni los que carecían de esperanza ni los que creían en su mano el triunfo, como si el conocimiento anticipado de las cosas por venir colmase a unos y a otros de un hastío paralizador. La magia de un tiempo quieto los emperezaba. Y estuvieron estudiándose un rato tontamente largo. De pronto, inesperadas, dos huestes más se sumaron a aquel cuadro de batalla y los de Assur y Naor quedaron entre dos frentes. Aun así, su número era algo superior al de todos sus enemigos juntos; la victoria no era ya tan segura; una vez estallase en gritos y golpes y carreras y pasión la fuerza contenida ahora, el carnaje sería incalculable. Y faltaba poco ya. Era como si el vuelo repentino de un ave disolviendo en el aire su sombra o el gesto silencioso de un rayo de sol cambiando la luz del paisaje pudiesen despertar de pronto aquellas estatuas armipotentes que ajedrezaban los prados.
Sin embargo, un jinete entró galopando en aquel escenario sin romper el embrujo de quietud. Llegó hasta el centro de las filas rivales derrochando en la elegancia misteriosa de su carrera la estampa de un corcel castaño y nostálgico, de crines negras, lacias, agitadas. La reina montaba el caballo de Bâldor y portaba en la mano prieta la espada brillante de Leb.
—¡Basta! —gritó en el seno de una batalla aún no empezada—. ¡Basta!
Y toda la arenga que había estado hilando momentos antes, en el ardor inconcebible de una inspiración repentina y solitaria, se condensó en aquella sola palabra preñada de fuego y vida. A su alrededor se levantó el cortinaje de las formas y quedó al desnudo un carrusel de emociones, pasiones, fuerzas, pensamientos: el miedo de Bâlmar y sus hombres a perderla, ominoso y tórpido como un cuervo; la intención pasajera de un soldado de disparar contra ella su ballesta y el deseo luego, más firme aunque aún avergonzado, de arrojar el arma y correr a sus pies, a pedir la bendición y el perdón de Dama Esha; la incredulidad de un oficial, vacilando, irradiándose, difudiéndose, retrocediendo y muriendo; la cresta de un odio rompiendo contra el espigón del grito de reconciliación; la desesperanza unánime y el heroísmo, también común; la incertidumbre… Y más allá, fuerte, pulsante, creciente, la admiración de Elthen y de Leb, el amor de sus hombres, la veneración sagrada de unos gigantes extranjeros que no la conocen pero han visto en ella la sombra del poder de la Madre de todas las cosas, y una marea de lealtad, desbordándose… desbordándose…
Ahora también este cendal sutil se alzó y ante Dama Esha quedó sólo la Presencia firme de un algo inexpresable, efundiendo calma y certidumbre.
Era su figura leve como la de un pájaro sobre el caballo grande y triste. Tan frágil como la quietud que peligraba en el campo. Aquilatada sólo por el peso de la mano de Dios sobre ella en la hora maldita.
De pronto, de las filas espesas de Naor surgió un grito solitario, carente siquiera de la fuerza de la voz:
—¡Viva la reina!
Y bastó para encender un clamor infinito de vítores entusiasmados.