XXX
El gôrgon estaba inquieto, terriblemente; venteaba el aire gélido como si llegase este cargado de ominosos indicios para su olfato y mugía como un toro. Los guerreros se esforzaban en ver, en oír algo distinto del eco del bramido del simio rebotando salvaje en los desgalgaderos, pero la ventisca que los azotaba era densa, ensordecedor su silbido entre los fieros montes. Ulán guiaba la partida por los riscos, forzando su paso contra el empuje de los elementos.
—¡Ulán, Ulán…! —gritó tras él Brahmo luchando a voces con el viento—. ¡No podemos seguir así! ¡Las muchachas no pueden más, el gôrgon está frenético, hay que encontrar refugio como sea!
—¡Es el peor sitio para quedarse, Brahmo! —forzó Ulán sus palabras, costándole mover los músculos del rostro aterido—. ¡Y, además, la fortaleza no puede estar lejos de aquí!
—¡¿Estamos ya en Ôrkan?!
—¡En los arrabales, príncipe!
—¡¿Y por qué dices que es el peor sitio?!
—¡Si no te importa, te lo explicaré cuando estemos en la fortaleza!
En realidad, no había habido ninguna razón particular para que Ulán ocultase a sus camaradas los peligros del camino. En todo momento había creído poder evitar la senda que ahora recorrían, más arriscada y tortuosa pero más corta. Sin embargo, la incesante nevasca de los dos últimos días y el ritmo agotador del viaje lo habían despistado. No comprendió que marchaban de bruces hacia las Raposeras de Ôrkan hasta que fue imposible evitarlas y, entonces, prefirió no alarmar al grupo. Si tenían suerte y la nieve, la niebla y las sombras seguían ocultándolos, antes de dos horas habrían atravesado aquel dominio inadvertidos. Ulán cometió el error de no recordar que esta no era una compañía como las que él estaba acostumbrado a mandar.
«¡Agáchate!» —impuso la Voz interior que Brahmo no había escuchado desde una de sus últimas meditaciones en el Ish, y ahora hablaba con un imperativo insoslayable.
Brahmo obedeció como un muñeco, al instante, con la palabra enzarzada en sus nervios y ejecutando por él la orden. Una flecha voló sobre él surgida del viento y perdiéndose en la niebla, con un silbido igual al de todas aquellas agujas níveas.
«¡Cerraos en círculo, espalda contra espalda, las muchachas en medio!» —oyó ahora, y repitió:
—¡Cerraos en círculo, espalda contra espalda, las muchachas en medio!
Nadie, ni el mismo Brahmo, comprendía todavía lo que pasaba, pero todos obedecieron el grito del príncipe, desnudaron las armas, se prepararon para combatir. El gôrgon aullaba. Durante unos instantes nada ocurrió, permanecieron quietos, despestañándose contra la niebla ciega.
«¡Ahora!».
—¡Ahora! —clamó Brahmo alzando su espada contra el espacio vacío.
Pero el espacio se llenó de pronto. Un alarido unánime, circular, se abatía sobre el grupo y rostros salvajes de montañeses como fieras lo proseguían. Chocaron corazones y metales, y por un rato la lucha fue una danza extraña, envuelta en la magia espectral de las montañas. Sudaron los combatientes en medio del coraje. Ni para la partida del príncipe ni para los atacantes era la lucha fácil. Apenas se veían propios y ajenos, apenas se oían, se sentían; el instinto y la intuición señoreaban. Sólo el gôrgon estaba en su elemento, golpeaba con brazo tumultuoso y resultaba invulnerable. Sin embargo, más y más bárbaros surgían de la nada tras la niebla y parecía que la misma torva de nieve crease uno tras otro aquellos torvos rostros de ojos de fuego, rasgos desorbitados, barbas como zarzales, cicatrices indiferentes, largas colas negras o rojizas y bocas gesticulantes malignas. Era imposible saber cuántos habían caído de cada bando, pero Brahmo pisaba fríos cuerpos.
De pronto, un nuevo alarido se impuso al primero, rodeándolo y ofendiéndolo. La escena se hizo aun más incomprensible. Ahora, la matriz de la niebla ciega reabsorbía sus diablos y los hombres del príncipe los oían quejarse y caer. El frenesí de la lucha amainaba, como una tormenta, dejando en el grupo atacado el sabor de una alucinación brujesca o de un sueño. Hubo otro lapso de espera e indecisión. Entonces el viento cambió de sentido y, como si el soplo de un dios dispersase de golpe todos los velos blancos del aire, la ventisca pasó y un mundo de roca, albura y cielo quedó desnudo ante los ojos de los hombres de las tierras bajas.
A los pies del príncipe, desvencijados, yacían los bárbaros muertos. Su gente había recibido, todo lo más, alguna herida leve; estaban exhaustos y sanos. Pero en la otra orilla del río circular de palor y sangre se alzaba arrogante una treintena de guerreros. El que los mandaba, con la espada roja aún en la mano, se acercó al príncipe.
—Soy Arjun —dijo—, comandante de la fortaleza de Ôrkan. Si sois hombres de bien, ¿qué hacíais en medio de las Raposeras?
—¿Las… Raposeras…? —preguntó el príncipe mirando de reojo a Ulán.
—No es esta una región para recorrerla sin guías —retornó Arjun—. ¿Quiénes sois?
—Mi nombre es Melk —improvisó Brahmo—. Ebénida. Somos cazadores. Koria ha sido nuestra casa por muchos meses y ahora queríamos probar suerte en las montañas.
—¿Buscáis acaso gôrgons hembras que emparejar a la fiera que os acompaña, señor Melk? —le tentó Arjun.
—No comandante —respondió Brahmo con un brillo sagaz en la mirada—. Esta es la época en que los gôrgons descienden al bosque… como bien sabréis. Es más fácil atraparlos allí. Y aunque no habéis podido verlo, con paciencia se puede llegar a convertirlos en una ayuda inapreciable. No… Vamos en busca… —añadió el príncipe sin otra intención que la de provocar la incertidumbre de Arjun—. En fin, hemos oído hablar de una especie interesante.
El comandante torció el gesto y cambió de conversación bruscamente.
—Pues bien, mi señor Melk, os habéis metido de cabeza en las Raposeras de Ôrkan. Morada de bandidos desde hace décadas. Hijos de montañeses que atacaron las tierras bajas hace cuarenta años. Acechan en los pasos del Swar y atacan las aldeas de los valles fértiles. A veces llegan hasta las puertas de Loth, que preside, como debéis de saber, una región mucho más rica que este mundo agreste.
—Os debemos la vida, comandante —repuso Brahmo—. Os estamos muy reconocidos.
—Pues si queréis seguir conservándola, acompañadnos a la fortaleza. Curaréis allí las heridas y me explicaréis con calma el propósito de vuestra expedición y lo que habéis oído de esa nueva especie. No creáis, sin embargo, que vuestra historia goza de todo mi crédito.
Brahmo inclinó la cabeza con gracia en señal de asentimiento y un grupo siguió al otro, sin mezclarse, atentos por los caminos viboreantes de aquellos montes que cimeaban cerca del cielo. Al príncipe le había gustado el comandante. No había querido engañarlo ni pretendía hacer durar mucho la farsa, sólo ganar un pequeño espacio de tiempo para tantear a aquel montañés desconocido y a su tropa. Durante lustros enteros la fortaleza de Ôrkan había sido la hija olvidada del rey Vântar, que no la visitó en todos los años de su gobierno. Su origen fue un fuerte ebénida erigido en el año dieciocho, durante las invasiones de las tribus bárbaras del Oeste, para vigilar los puertos de las montañas. Lo dotaron voluntarios audaces y bravos, cuyas hazañas aún se recuerdan en las crónicas del reino. Sin embargo, ni uno solo de aquel millar habría podido volver a Eben como héroe, si no hubiera sido por Krato, jefe de uno de los clanes montañeses que asediaban el fuerte con hierro, fuego y sangre bajo la caída alucinante de la nieve. Krato, que había masacrado cientos de ebénidas en una garganta difícil próxima al fuerte dando lugar a la mayor derrota de la historia del reino, tuvo un sueño que jamás confesó y que siempre recordó con miedo sagrado; despertó dispuesto a luchar por Eben y trabó irrompible alianza con el reino cuya lengua nunca sería capaz de aprender. La garganta, donde himpaba el viento con la voz atroz y lastimera de los muertos, fue llamada el Quejigal de Ôrkan.
Acabada la guerra, Vântar le hizo dueño del fuerte, le otorgó rango noble y dio permiso al Señor de Ôrkan para hacer de aquel nido de águilas vulnerable una guarida de leones. Krato, caudillo capaz, hizo de su feudo morada de dragones. El fuerte de madera fue demolido, y su gente durmió en las fieras peñas bajo los astros fríos, asordados por los lamentos del Quejigal, hasta que en la cabeza del monte portentoso se alzó la fortaleza de piedra. No había sabios ingenieros ni arquitectos elegantes entre los hombres del clan de Krato, montañeses nómadas de la vertiente occidental del Swar, pero el espíritu de su raza les inspiró en aquella hora trascendente. Un monumento monstruoso de hermosura hermética se convirtió en el bastión de Eben en el Oeste, vigilante de sus lejanas puertas. Durante años, nuevas tribus bárbaras chocaron contra el baluarte rompiéndose en él con furor de olas bravas. Krato jamás pidió ayuda, ni a la capital ni a su rey; le bastaron sus dragones y los no escasos enemigos que besando la punta de su espada se sometieron al líder converso. Eben pudo olvidarse de la amenaza del Oeste. Y la fortaleza de Loth, algo más al Sur y al Este, vigilante de valles fértiles y de los tramos bajos de los pasos de los mercaderes, gozó de una vida fácil que no había conocido jamás, desde que la erigiera Sarkón contra los rebeldes de las Órdenes.
Y de Krato, Arjun, que contaba ahora cuarenta y dos fornidos años y que seis atrás encendió silencioso la pira de su padre. Arjun fue el único varón de los siete vástagos de Krato. Muy joven, el Señor de Ôrkan lo envió a educarse en las tierras bajas y Arjun pasó una década allí, repartida entre Eben e Ishkáin, donde selló firme amistad con Kïchu Dárdan, algo más joven que el montañés. Retornó a Ôrkan con veintidós años y no añoró la vida fácil del llano. En la fragosidad de los montes, en la lucha contra los bárbaros que, rotos sus primitivos clanes, habían permanecido en el Swar creando germanías de ladrones y ocupando las cuevas que la fama llamaría Raposeras de Ôrkan, en el mordiente frío, Arjun forjó aquel cuerpo y persona duros que eran suyos. Cargado de trapecios, fuerte de espaldas, rápido de brazos, de resistentes piernas y nariz grande y cuello ancho, Arjun era el arquetipo del rudo montañés bárbaro. Sin embargo, sus ojos claros eran de una inteligencia sorprendente, sus manos pequeñas de una ternura inigualable, y las largas líneas de su mandíbula, la barba como el brezo y su leonina guedeja castaña daban a su figura la belleza intemporal de un dolmen. Su risa era cálida y franca, y Arjun no la cicateaba aunque tampoco la derrochaba. Y su corazón grande llenaba a veces su rostro de lágrimas ante un abrazo de amistad, o el vuelo solitario de un águila en el crepúsculo, o una palabra casual que de pronto y sin saber por qué dejaba en su alma sabor de verso. Decían algunos que Anandi la Roja había humanado al Lobo de Ôrkan.
Anandi era hija de un noble de Ishkáin pariente del Dárdan; dejó su casa para siempre y siguió a Arjun, inmune a las protestas y vaticinios del padre. Tenía trece años entonces; era precoz, más que rebelde indómita, intuitiva y con una voluntad de hierro. Su melena roja era una llama en su cuerpo delgado de garza y, una vez en los montes, vistió como los héroes de Ôrkan y manejó el arco mejor que cualquiera de ellos. Tal como Madhya había sido compañera única de Krato, hecho insólito en aquel pueblo promiscuo, Anandi fue siempre la mitad de Arjun y Arjun se habría sentido sin ella partido en dos. Burlonamente, hablaban algunos de la «Diarquía de Ôrkan», desde que Krato siguió el camino de los ancestros. Era un error, Anandi y Arjun estaban fundidos en lo más hondo: eran un solo rey.
Brahmo tenía sólo una idea ligera de todas estas cosas porque Ôrkan no había constituido nunca una preocupación del Estado. Lo que sí le sorprendió en su momento fue que Arjun no pidiera al rey la revalidación en el hijo del título del padre muerto. El deceso del Señor de Ôrkan fue notificado a Vântar de forma oficial, pero no en epístola extraordinaria medio endecha, medio panegírico del fallecido, invitando ritual e inútilmente al monarca a las exequias, sino con mes y medio de retraso en uno de los informes militares rutinarios que Ôrkan enviaba trimestralmente a la capital. La noticia era breve y fría, y su última frase anunciaba con carácter definitivo la asunción por Arjun del puesto de comandante en jefe de la fortaleza. Nada más opuesto a las normas del reino; sin embargo, Vântar, conciliador, transigió y respondió personal y ceremoniosamente confirmando a Arjun en su cargo y lamentando la desaparición del líder que tan bien había servido al reino y a la dinastía. Sí, Vântar hizo incapié en lo de la dinastía, aunque esta no era más que un sueño futuro que no llegaría a cumplirse jamás, para recordar al nuevo dueño de Ôrkan que el viejo no había sido, al fin y al cabo, sino feudatario suyo. Sutileza que Arjun ignoró olímpicamente. Los informes militares se hicieron cuatrimestrales desde entonces, semestrales después e irregulares por último. En la corte, alguien sugirió que lo que el Lobo de Ôrkan quería era crear un Estado independiente, que haría crecer con nuevos contingentes bárbaros. Vântar, que jamás dudó de su vasallo, envió por fin un legado a Ôrkan, cuya misión nadie llegaría a conocer, ni siquiera el príncipe.
—Vengo… —comenzó el legado cuando estuvo finalmente ante el comandante.
Habría querido decir que llegaba con el mandato de hacer una inspección general de la región y volver con una idea clara y precisa de cuál era la situación en el Swar, pero Arjun le interrumpió:
—Ya, a conocer mis intenciones.
—Yo… —balbuceó el legado.
—Pues decidle al rey esto, señor legado, y no os comáis una sola palabra: decidle que le soy leal y lo seré mientras viva y mande; pero que con el camino que lleva el reino, antes de tres años lo tenemos en manos de los nobles. Que no sueñe entonces que Ôrkan siga siendo el escudo de Eben. No somos sólo una guarnición; somos una familia, un clan, un pueblo, y decidiremos nuestro destino según nos lo aconseje el fuego del alma. ¿Repetiréis fielmente estas palabras?
—Por supuesto que lo haré, comandante —respondió el legado—. Decidme sólo una cosa más: ¿seguiréis en su momento al príncipe?
Arjun dudó un instante.
—Señor legado —respondió al fin—, ¿y el príncipe, seguirá el Ideal al que se sometió mi padre?
Cuando todo esto fue transmitido a Vântar, el rey sólo sonrió y selló la boca del legado. Era ya de noche. Y la luna, delgada, se paseaba nefelibata tras el velo tenue del celaje, cuando la fortaleza de Ôrkan apareció ante los guerreros, como una inmensa sombra. Habrían descendido más de trescientos pies desde la lucha en el ventisquero por caminos escabrosos entre reventaderos, pasando de monte a monte, dejando la nieve atrás. Ahora, mientras ascendían el sendero ondulante hacia las puertas inmensas, el gigante de piedra los contemplaba con una arrogancia sobrenatural. Al Oeste, a sus pies, había un hondo valle verde con aldeas fortificadas donde gentes de Ôrkan criaban y cuidaban caballos de montaña; al Sur, el paso más importante del Swar del que Loth era la última puerta, el único por el que carros y ganado podían atravesar de Poniente a Levante y de Levante a Poniente la cordillera, quedaba a tiro de sus catapultas; al Este, una visión del infinito; y al Norte, la amenaza y el estímulo permanente de las Raposeras. Los portales se abrieron por la llamada del cuerno de Arjun, al que imitó el bramido gozoso del gôrgon. Dos murallas cruzaron los caminantes y, cuando hubieron pasado la segunda de las puertas, algo más al Sur que la primera, se hallaron en una gran plaza de armas, pavimentada con losas enormes, regulares, grises. Docenas de antorchas y fogariles la iluminaban a aquella hora y figuras colosales, de dioses bárbaros, la estatuaban circunferiéndola. La presidía la torre escalonada que servía de mansión al comandante y, alrededor, en apartamentos de piedra de diverso tamaño, vivían doscientos guerreros con sus familias. Había algunos caballos allí, bajos, fuertes y peludos, y Vrik añoró a Salman, que hubo de dejar con el resto de los caballos en un asentamiento tholo del linde sudoccidental de Koria.
—¡Surya, loco! —saludó Arjun al perro color del sol que llegó corriendo desde el otro extremo de la plaza, moviendo el rabo, para tumbarse de espaldas a sus pies, ofreciéndole un pecho mimoso.
Tras el perro, llegó aquilatando sus pasos Anandi la Roja.
—Has tardado hoy, compañero —le dijo a Arjun—. Estaba preocupada de verdad.
—¿Por qué?
—No sé, un presentimiento.
—Hubo lucha.
—Lo sabía, Lobo. ¿En las Raposeras?
—Sí.
—Te odio —dijo Anandi besándolo con calor en la mejilla y mordiéndole los labios—. No tendría celos de otra mujer, pero los tengo de que pelees sin mí.
Arjun rio con ganas y sus hombres fueron dispersándose con la misma risa distendida y relajante del jefe.
—Mira, leona, estos son los culpables de que nos batiéramos en las Raposeras. Pero antes que nosotros se batieron ellos y a fe que lo hicieron bien.
—¿Quiénes son? —preguntó Anandi acercándose al grupo extraño.
—Cazadores de las tierras bajas, dicen —respondió Arjun—. Este es el señor Melk, de Eben, que dirige la partida; ¿no es así, señor?
El príncipe inclinó respetuoso la cabeza, en señal de saludo y asentimiento. Anandi los contempló uno a uno, curiosa, suspicaz.
—Dicen —añadió Arjun— que andan tras una especie rara.
—¿Qué especie? —inquirió Anandi.
—Eso nos lo explicará durante la cena el señor Melk. La Roja continuaba observándolos.
—Ese es montañés —dijo de pronto señalando a Ulán.
—Lo soy, señora —respondió Ulán con voz grave—. He servido durante mucho tiempo en la fortaleza de Naor. Ahora me dedico a la caza… con mi patrono, el señor Melk.
—¿Cuál es tu nombre, cuál es tu clan? —preguntó Arjun.
—Mi nombre es… Vrik —improvisó Ulán temiendo que el nombre del comandante de Naor no fuera desconocido para el comandante de Ôrkan—. Soy del clan de Draj…
—Entonces somos parientes —repuso Arjun—. ¿No había un Draj al mando de Naor? En fin, dejemos esta cháchara al frío de la noche. Sed bienvenidos a Ôrkan, sed bienvenidos a mi morada.
La cena les fue servida en la gran sala del tercer piso de la torre. Era el piso cimero. Sobre él había sólo un mirador de estrellas, que era como el puente de una inmensa nave perdida en el cielo; y lo rodeaba una amplia terraza poblada de hermosas flores de altura, parecidas a hibiscus pero blancas. La mesa fue puesta de una forma sencilla pero cálida, y en el centro del hambre de los comensales hubo carne de cabra abundante, patatas hervidas en tomillo, yogur agrio, pan negro, vino y manzanas asadas. Todos los miembros de la partida del príncipe, incluso el gôrgon, se sentaron a cenar con la pareja.
La conversación fue un poco confusa al principio. Como Ulán había dicho llamarse Vrik, Vrik dijo llamarse Álmor al presentarse, Álmor fue entonces Bárak y Bárak se quedó con Ulán. Yrna y Arolán, las sobrinas huérfanas del señor Melk, para no ser menos, intercambiaron también sus nombres. Con los tholos, cierto, no hubo problemas, sus nombres eran del todo impronunciables; y el gôrgon, por otra parte, se llamaba simplemente el gôrgon. Así que, durante un rato y hasta que el nuevo hábito prendió en ellos, o dos personas respondían a un solo nombre o lo hacía el individuo equivocado. Pero la charla se hizo más y más amistosa, y el príncipe, lejos de preocuparse, sonreía interiormente. Le gustaban, y mucho, aquella Anandi y aquel Arjun. Lo que sí le aturdía era que Arjun volviese una y otra vez sobre el tema de la especie rara en cuya búsqueda había dicho marchar el cazador Melk y para evitarla, y para sondear al comandante, dio un giro brusco a la conversación y sin más rodeos exploró el ánimo de los anfitriones directamente.
—Hemos hablado mucho ya de la triste vida de los cazadores, Arjun; pero ahora dime, dime tú, siento curiosidad: ¿qué harás… que hará el comandante de la fortaleza de Ôrkan ahora que no existe el rey Vântar?
La pregunta fue tan inesperada que a Ulán (el verdadero Ulán) se le atragantó el vino. Arjun permaneció impasible.
—Mira, Melk —respondió después de un instante de contemplar fijamente los ojos del príncipe—, hace tres años vino aquí un legado del rey con una pregunta semejante a la que tú me has hecho ahora, y que no le hizo falta pronunciar porque se la adiviné pintada en el rostro. Le dije que, si las cosas seguían como hasta entonces, en tres años no teníamos reino. Yo serví a Vântar pero no serviré a los nobles. Serví a Vântar porque, al fin y al cabo, era la sombra del Ideal que mi padre había entrevisto en el sueño que le cambió… Un ideal que él, que miró al rey de Eben con ojos de salvaje ingenuo, imaginó en Vântar, pero que no estaba en Vântar: sólo empezaba en él… o pasaba a través de él.
—¿Y el príncipe? —preguntó Vrik (el verdadero Vrik).
—Eso os pregunto yo a vosotros, Álmor. Decís venir de Koria, ¿no se afirma que Brahmo se perdió allí?
—Koria es grande —repuso Álmor (el verdadero Álmor).
—Así… no habéis tenido noticias de él —inquirió Anandi.
—No —aseguró el príncipe—. Pero decidme, ambos, ¿qué debería hacer Brahmo para ganarse vuestra amistad?
Hubo unos instantes de silencio tan profundo que hasta el gôrgon, ocupado ahora en una patata cocida, se sintió sobrecogido. Por fin, Arjun habló:
—Me llamo Arjun. Y mi padre Krato. Y mi madre se llamó Madhya —dijo con una seriedad nueva que ungió su voz de majestuosa gravedad—. Cualquiera podría pensar que cambiamos nuestros nombres primeros por estas formas dévicas. Nada sería más falso. Estos nombres son originarios de nuestro pueblo. ¿Cómo puede ser que en una tribu montañesa que desconoce la lengua de los dioses haya habido una línea ininterrumpida de nombres dévicos? Yo no puedo contestar a esto, Melk, pero creo que algo de la sangre de los días dorados del hombre ha corrido por nuestro pueblo; y que fue eso mismo, convertido en sueño, lo que despertó el alma de Krato y le hizo ponerse del lado de Eben contra sus antiguos aliados. ¿Qué quiero decirte con todo esto, cazador? ¡Muy fácil! Que si el príncipe quiere mi amistad y la lealtad de mi espada, debe hacer de Eben el reino que aquellos príncipes de los días dorados harían, si retornasen. Y si tienes una lejana idea de dónde está Brahmo —le dijo mirándolo extrañamente—, harías muy bien en ir a decírselo.
Después de este momento de intensidad y del callar sagrado que lo coronó, en el que las palabras de Arjun resonaron con el eco persistente de las llamadas del alma, prosiguió la charla por vericuetos casuales… o aparentemente casuales. Anandi habló de su infancia y adolescencia en Ishkáin, Bárak de su amor a Koria; Ulán, cautelosamente, compartió con el Lobo episodios de su vida militar. Los tholos, en corro aparte y sentados ya en el suelo, hablaban en su lengua como murmurio de agua, y el gôrgon comía con gusto insaciable y reía como un niño perdido en la nube de su imaginación. Brahmo, silencioso, introvertido ahora, buscaba la mejor ocasión para revelar la verdad al comandante.
—El cielo es un milagro a esta hora —dijo de pronto Arjun—. ¿Quieres acompañarme, Melk? Hay algo que quiero que veas.
Brahmo emergió aturdido de su introversión. Había estado vagando por las márgenes de las corrientes de su razón, ajeno a todo lo que no fuese la prisa fluida de sus pensamientos, y no sabía qué motivara las palabras del comandante. Alzó los ojos para ver un brillo raro en los del anfitrión, que tenía el rostro serio.
—Por supuesto, Arjun —respondió el príncipe levantándose.
Ambos salieron a la terraza y una nube de preocupación quedó flotando sobre los amigos de Brahmo, transfija por las palabras alegres de Anandi la Roja.
Una pequeña escalera de doce peldaños de piedra ascendía al mirador. La noche era fría, el frío cortante y purificador; el viento volaba suave, sabedor de que portaba cuchillos en las alas. La luna sumergía en los montes su albeante soflama y en los cielos astrologaban, inerrantes, las estrellas.
—Esta es la magia de Ôrkan —dijo Arjun a sovoz, como si las palabras pudiesen romper el embrujo de la noche.
—Ordum es un milagro —respondió Brahmo—. He visto el día y la noche de Koria desde la cima del Ish; he dormido en el desierto aullante; he oído el arrullo del mar del Sur; he galopado enloquecido a través de Amhor; he batido las aguas del Deva y las he bebido en éxtasis bajo un chorro de sol, como icor de dioses. Ordum, aun caído y roto, es un milagro, Arjun.
—Sí —respondió el Lobo volviéndose hacia su colocutor y mirándolo fijamente—. ¿Qué quieres de mí, príncipe?
Brahmo no esperaba la pregunta, pero extrañarse por ella habría sido de necios.
—He prolongado esta farsa… —empezó.
—Comprendo tus razones y no me importan —le cortó Arjun—. ¿Qué quieres de mí?
—¿Sabes quién soy y he de decirte lo que quiero?
—No porque no lo sepa ya, Brahmo de Tauris. Pero quiero que lo digas, ¿oyes?, quiero que lo digas. Mira a tus pies. Todo Ordum presta ahora oídos, insomne en la noche. Koria y Amhor y Eben y el Deva, Ishkáin a lo lejos y, mirándote, Ôrkan y Loth. Di lo que quieres, príncipe, que ellos, no yo, serán tus jueces más tarde.
—Pues bien, Lobo de Ôrkan —respondió Brahmo sin arredrarse, con la voz profunda y esplendorosa de un trueno—, quiero tu ayuda y tu lealtad y tu espada y tus huestes, quiero hacer con ellos un reino en el que la Belleza de Koria y Amhor y Eben y el Deva, de Ishkáin a lo lejos, y de Ôrkan y Loth que nos miran, sean adoradas y cantadas por una sociedad fraterna de poetas y guerreros; quiero que emerja su alma de las honduras en las que duerme aletargada; quiero para mis gentes la intuición del águila, una mente como un sol, un corazón como el océano y un cuerpo igual a un templo. Quiero para mi reino coraje, igualdad, hermandad y diversidad; quiero Sabiduría, Arte, Dicha y Espíritu; quiero Crecimiento y Libertad.
—El sueño de Ban.
—Sí, el sueño de Ban que fue realidad durante un milenio. Yo quiero preparar el camino al Don.
—¿Saben los de tu partida quién eres? Pero, por supuesto que lo saben, todos han mentido con sus nombres. Diré mejor: ¿Saben lo que costará ese sueño? ¿Saben, príncipe, que está condenado al fracaso?
—No se conoce impunemente —respondió Brahmo en un murmurio, mirando la profundidad lejana de los montes.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que ahora hay que luchar. Más tarde llegará el tiempo de comprender que este sueño no nos sobrevivirá muchos años.
—¿No queda otra vía, príncipe?
—¿Qué otra vía, Arjun? Dímelo tú. Dyesäar y el reino renacido de Eben se hundirán en el abismo del tiempo. Vendrán edades bárbaras y las Órdenes serán barridas por fuerzas que ni siquiera imaginamos. Pero a nosotros se nos ha dado este tiempo, Lobo, no otro. ¿Qué vamos a hacer, cruzarnos de brazos? ¿Es que la semilla que plantemos no habrá de resistir enquistada el Invierno y florecer dentro de mil años, cuando una Primavera infigurable traiga al Don? Es hora de luchar convencidos del triunfo, Lobo; tiempo de mamar de las ubres del fracaso ya llegará. Y quién sabe, acaso tú y yo no veamos siquiera cómo se desgarra nuestro sueño.
—Es más que un sueño, al fin y al cabo.
—Sí —añadió Brahmo alzando los ojos al cielo próximo e inmenso—, es una Promesa que llega en forma de Visión.
Pasó un instante, pasó un hálito del silencio, pasó un soplo del viento frío moviendo sus alas cortantes.
—Tienes la amistad del comandante de Ôrkan —dijo entonces Arjun tendiendo una mano al príncipe.
—Señor de Ôrkan —corrigió el príncipe aferrando su antebrazo.
—Siempre he odiado esos títulos, Brahmo.
—La tuya es nobleza de alma, Lobo. Yo no reconozco otra.
—Pero escucha aún una cosa.
—Dime, Arjun.
—Yo tengo también un sueño dentro de ese sueño que tú tienes.
—Dímelo.
—Eben y Dyesäar y la Pentápolis, aun siendo grandes y complejos, son un intento a escala de lo que fue Ordum. Ordum cayó. Y en los tres reinos, el Ideal que soñamos aparecerá y desaparecerá de la superficie de las cosas durante un milenio, como las aguas de un río por sus ojos. Yo pienso en una ciudad, una ciudad alzada desde, por y para el Ideal; donde todas las complejidades de la vida humana estén representadas, pero a una escala lo bastante pequeña como para que el Ideal y su Vivencia puedan ser participados por todos, y por ello mismo permanentes. He pensado incluso en un nombre: Úshpuri, la ciudad de la Aurora. Y en un lugar: la meseta junto al Deva en que reposa el recuerdo de Eteria. Úshpuri sería la llama en la noche.
—Si el príncipe de los eterios nos da su permiso, Úshpuri existirá, Arjun, libre y reverenciada en el seno de Eben. Y ahora aconséjame, comandante: ¿qué paso darías tu ahora?
—No sé cuáles has dado ya.
—Reino en Koria —dijo Brahmo con una sonrisa hermosa—; he enviado la mayor parte de mis hombres al Cinturón Fértil, donde se baten algunas familias por mí contra los soldados de Asur y de Naor. Eben es de ellos. No sé de quién es Ishkáin, o Loth. Ôrkan es tuya y mía.
—Mientras el Dárdan sea gobernador de Ishkáin, Ishkáin será del príncipe. Enviaremos mensajeros cuanto antes allí. El siguiente paso es Loth, Brahmo. Si tomas Loth, el reino es tuyo. Pero Ruther está con ellos; es fuerte, astuto, tiene más guerreros de los que imaginas y muchos de ellos desertores de las Raposeras, bárbaros que ni conocen el ordumia ni quieren conocerlo. Loth es muy poderosa… y disuelvo en mi boca el adjetivo «inexpugnable», que es el que me sugiere mi razón. Ruther ya nos ha amenazado.
—¿Sabía, pues, que no estás con los nobles? Arjun calló un instante.
—Dime antes una cosa, príncipe. Hablaste de una especie desconocida…
—¿Todavía estás con eso? —respondió Brahmo asombrado—. ¿Qué tiene que ver con Loth y con Ruther? ¿Por qué te preocupa?
El Lobo lo miraba a los ojos y le temblaba la mandíbula.
—Acompáñame, Brahmo.