III

Le había traicionado. Algo así como una pulsión interior le había traicionado y el hombre había llegado aquí no en las alas de su inquisición, sino por el surco del hábito. Había habido un pequeño lapso de consciencia cuando se desprendió de su cuerpo físico; luego, un instante de incertidumbre antes de recuperar una posición en el espacio y el tiempo. Por fin, se había descubierto en las ruinas de Merkhubâl en la profundidad del desierto, donde un sentimiento extraño en el que se mezclaban la curiosidad y una inconfesada añoranza lo traían con frecuencia cuando desprendía su cuerpo sutil de su cárcel de carne. Añoranza… una añoranza ácida, una curiosidad insana: la estela de punzante confusión que dejan las ruinas de lo prematuramente acabado, de lo que murió incompleto, de aquello que mientras vivió nunca logró enmendar su naturaleza torcida y fracasó en la tarea para la que el Espíritu lo había concebido.

¿Por qué le seguían atrayendo aquellas ruinas, cuando al salir de su cuerpo permanecía lo bastante cerca de la atmósfera material, despierto en un vehículo sutil pero de una densidad próxima a la de la vida física? Quizás la respuesta se hallaba en ese lapso, en ese túnel de momentánea inconsciencia; quizás era en ese limbo de la extensión de un átomo, del diámetro de un instante, donde una voluntad inconfesada decidía el destino a través de las rutas interiores de la consciencia. Pero Merkhubâl era algo demasiado subjetivo, demasiado íntimo, para poder ofrecer la clave de una historia que trascendía su individualidad, ¿o…? ¿O debía hallar aquel ignorado filamento narrativo de su poema épico precisamente en las raíces de su vida personal, aquella infancia lejana sobre la que su alma alzó la última de sus máscaras?

Merkhubâl. Allí estaba aquella colonia de lagartos largos y repentinos; su mirada sutil los percibía como pequeños relámpagos violeta que hubiesen encarnado en flexible solidez su fugacidad luminosa. Demasiado bien sabía el hombre que aquellos míseros herederos de los grandes saurios no eran del color de las flores, sino de la arena, que eran como arena hecha anhelo animal, pulsión ciega, elemental divinidad. Los había por todas partes. Eran los auténticos señores de Merkhubâl, los últimos habitantes de la ciudad pétrea, y hasta los nómadas del desierto habían dejado morir sus intenciones de descubrir tesoros ocultos en las ruinas vencidos por la repugnancia hacia estos reptiles. Pero si algo no había en Merkhubâl, esto lo sabía también perfectamente el hombre, era tesoros: Merkhubâl nació, vivió y murió para la ruina, y el pequeño imperio comercial que en ella brilló durante un corto periodo fue el oropel de esos falsos sueños que, porque son multitudinariamente compartidos, parecen reales durante un tiempo fatal.

El hombre vinculó su propia luminosidad a la luminiscencia violeta de uno de los saurios. Hasta entonces había sido este un sinuoso letargo sobre la arena, indiferente a la noche fascinante y feroz del desierto; ahora brillaron sus ojos con extraña inteligencia y su movimiento cobró un sentido. Unido a la energía del animal, el hombre se sintió más denso, más cercano al mundo de la vigilia, y aunque sabía que no todos los detalles de lo que viera eran una exacta contraparte de las realidades físicas, tampoco este mundo carecía de un poderoso sortilegio.

Oyó voces en la noche azul. Alzó la mirada hacia un pequeño templo que emergía de una alta, compacta roca rojiza: ecos de su pasado.

Una estrella fugaz rayó de verde incandescente el cielo.

El eco persistía, un embrujo y un temor sin rostro. El hombre del desierto caminó hacia allí con pies que apenas rozaban la arena sabiendo lo que encontraría: el viejo altar caído, fragmentos de impotentes ídolos, la campana del silencio tocando ecos dolorosos al moverla los vientos de la memoria.

Emergió a la noche exterior a través de una de las paredes derruidas por las que entraba la luz anacarada de la luna y el lagarto se deslizó entre los mampuestos caídos, arruinados, ancianos, rojos. Movido por una intención tan excitante como misteriosa para su alma animal, hilaba en el mundo físico la simetría de los pasos del fantasma. Ascendió por el sendero arenoso entre rocas rojizas hacia el inestable esqueleto del palacio del sheik de Merkhubâl. Como el templo, también este edificio se había sostenido en la mole rocosa que emergía de la arena, tomándola como vasta y poderosa espalda. En un amplio territorio, aquella formaba, collados, suaves colinas unidas en una armonía de curvas serenas hasta que, una legua más al Este, se alzaba en una verdadera cadena montañosa, un imperio de arisca roca roja de formas desafiantes sobre el inconstante reino de las dunas. Esta monstruosa hermosura dio sentido a la idea de Merkhubâl, en la mente del sheik de la tribu de Bela-lochha. Entre Nurmia y Pindah, las dos grandes ciudades-reino de la mitad occidental del Gran Desierto, las importantes caravanas comerciales debían dar un gran rodeo por Oriente para evitar aquella Muralla Roja o, tomando la ruta de Poniente, permitir reposo a sus camellos en el territorio de menos fieros roquedales. Aquí, no faltaban pozos; y algunas cavernas profundas, grandes como catedrales, poseían el fértil tesoro de cisternas ocultas, llenas de un agua fría y misteriosa que el cielo había rendido a la alquimia de la roca. Las palmeras no abundaban, cierto, pero aquí y allá se percibía el trance de unas pocas, eremitas, inmóviles bajo una luz aplastante; y, cuando el viento ululaba galopando entre ellas como un toro invisible, sus copas despertaban a una mística danza de verdes, serpentinas, caprichosas cabezas de dragón. Había también, en las zonas donde la roca se cubría con tierra arcillosa, unos arbustos de hojas ásperas y amargas que eran la dicha terrenal de las cabras de los nómadas, y que estos usaban como panacea contra todo mal. Y había aves magníficas, siempre atentas a esta amargura vegetal, que desde sus nidos inconquistables de la sierra se dejaban caer en una fantasía silenciosa de gravedad para robar a los pastores sus gulusmeros animales. Con ellos ascendían después a las alturas como arcángeles en un grito de poder y de fiera libertad.

Ni siquiera el sheik de Bela-lochha, sensible sólo a la belleza del oro propio que su mano podía sostener o del oro ajeno que su mano podía capturar, fue indiferente a la agreste belleza del territorio. Y, cuando quiso saber por qué ninguna de las tribus de aquella parte del desierto lo había hecho suyo, comprendió que él tenía una inmensa ventaja sobre todos los jefes de hombres del desierto: no era supersticioso y, por tanto, no le importaban las leyendas inmemoriales que hablaban de un cementerio entrañado en la roca donde miembros de una raza antigua e inhumana habrían sepultado a sus ausentes.

El fantasma del hombre había llegado al emplazamiento del palacio. Su fachada desplomada se derretía con el tiempo en una masa amorfa de arenilla y polvo, y el interior era una cascada inmóvil de vigas, sillares, alfarjes, restos de borneadas columnas, peldaños quebrados de mármol, arruinadas escaleras, celosías como viejas telarañas de madera y trozos de aramboles que cuarenta años atrás brillaron con incrustaciones de esmeraldas. Miró hacia uno y otro lado y el eco volvió, más preciso ahora en sus voces: puertas cerradas por un golpe de aire, voluptuoso tintinear de ajorcas en los pasillos, suspiros, gimientes lágrimas… Miró y vio sombras cruzar el espacio con carreras fugaces, fantasmas de fantasmas, espectros de inconsciente tristura…

Algo le llamó la atención desde la piscina agrietada a sus espaldas y, al tornarse hacia ella, vio salir de su fondo herido y seco, como en la distorsión de un sueño, formas repulsivas de plasma tentacular. La textura de la atmósfera del viaje visionario se volvía poco a poco inhóspita, inquietante, simbólica, y le atrapaba más y más en una realidad agresiva y trepidante. Fijó la mirada en los reptantes diseños del miedo y, aunque un temor infantil quiso gemiquear en él, lo cansó con suave gesto.

Era extraño. Los viajes a Merkhubâl podían ser tristes, lánguidos a veces, arcanamente melancólicos, pero estos sentimientos se limitaban a tapizar el trasfondo de la experiencia, a dar su consistencia nebulosa al escenario del ensueño, sin llegar a tomar cuerpo individual en el mundo visionado. Ahora ocurría al contrario: sedimentaba la tristura en las pululantes figuras espectrales mientras un peligro creciente pintaba con irresistibles colores fosforescentes la pesante atmósfera de la visión.

De pronto, un resplandor le hizo tornarse de nuevo hacia el palacio y vio descender por el alud de escaleras destrozadas una procesión de hombres ensangrentados que no conocía. Poco más de una docena serían. Por sus rostros y atuendos se percibía que jamás habían pertenecido a Merkhubâl y que ni siquiera eran habitantes del desierto; por la fresca violencia de su dolor, que eran víctimas recientes. Uno de ellos miró al explorador de este mundo de muertos con grandes ojos conscientes y un porte que lo señalaba como un maestro de hombres.

—En el túnel de tu padre —dijo. Y la visión cesó.

Bien sabía el visitante de Merkhubâl que fuera de la cárcel protectora de su cuerpo físico el peor enemigo de su integridad era la inquietud. Por otra parte, para construir aquel cuerpo sutil y despierto, para darle individualidad y coherencia, había debido destejer, de la trama heteróclita de su consciencia, las hebras más torcidas y obscuras. Con paciencia heroica y minuciosa, había extraído los hilos del temor, la angustia, el deseo, el odio, purificando la urdimbre de su ser con los golpes y los desafíos de la vida. No serían ahora, pues, ni las ingenuas ni las dramáticas apariciones espectrales las que le robaran la calma. Al contrario, cuanto más inquietante se volvía el teatro de la visión, más sereno se sentía el personaje.

«El túnel…» —había dicho el espectro.

Y el túnel fue el sueño y la ruina del sheik de Merkhubâl. La ciudad de Merkhubâl se alzó para acometer la obra faraónica de aquel túnel imaginado que debería atravesar la Muralla Roja ofreciendo a las grandes caravanas una ruta directa entre Pindah y Nurmia. «¡Locura!», dijeron los beduinos y alzaron los brazos a Dios. Otros intentaron hacer comprender al sheik que, aunque semejante imposibilidad fuese realizada (no por mano de hombre sino de duende o titán), la reverencia y temor supersticiosos impedirían a los caravaneros tomar aquel camino bajo los estratos de la roca y de la historia. Pero el sheik, deslumbrado por los chorros de oro que le proporcionarían los derechos de portazgo, había caído en una extraña contradicción: por una parte, su imaginación desbocada creía hacedero lo imposible, es decir, horadar la montaña de parte a parte; por la otra, confiaba tan irreparablemente en el sentido práctico de las cosas que pensaba que este acabaría por ganar las mentes de los caravaneros para el camino más corto y más seguro.

«Si tan sólo ofrecieses Merkhubâl como un oasis a las caravanas… —le decían los otros príncipes del desierto— verías entonces tus cofres repletos de gemas como embrujos coruscantes y tus administradores deberían inventar nuevas cifras para transcribir la imponderable gloria de tus cuentas… ¡cifras bellas como flores y frondosas como yedra! Merkhubâl acabaría siendo, oh sheik, no una etapa, sino el destino de todas las caravanas y tú brillarías inigualable como el sol».

Pero, aunque estas palabras eran el tintineo del oro en sus oídos, Merkhubâl era suya y no estaba dispuesto ni siquiera a compartirla. Había convertido el terreno virgen en una urbe pequeña pero envidiable, con su palacio y sus templos y su mercado y sus muchas casas para todas las familias de su tribu. Había hecho albercas y piscinas, sobrios jardines de fuentes y palmeras, y un pequeño zoológico con terrarios misteriosos donde serpientes cornudas del desierto se movían entre paisajes de cuarzo con una inquietante música. ¡Merkhubâl era suya! Y la rodeó de un cinturón de mercenarios haciendo imposible sin lucha la ruta oriental de las caravanas. Sus capataces compraron e hicieron esclavos en muchas partes de la tierra, y recuas de hombres y mujeres de diferentes colores empezaron a morder la roca bajo los mordiscos del látigo. La excavación empezó por el lado Norte de las montañas, a ocho leguas de Merkhubâl, y una ciudad satélite creció allí con una obscura población de mercenarios, esclavos, prostitutas e ingenieros. El sheik visitaba cada mes las obras con sus mujeres y sus hijos y, cuando los capataces veían llegar el cortejo, disponían a los esclavos en filas humillantes de espectros famélicos que arrojaban dátiles sobre su amo, indiferente a la derrochada ofrenda de los hambrientos.

Diez años de trabajos no sirvieron para horadar la décima parte de la profundidad de la montaña, pero sí para enterrar diez veces más oro del que el sheik podría haber ganado nunca y que recibió de otros jefes tribales en concepto de préstamo o de interesadas inversiones. También miles de vidas quedaron sepultadas allí, pero esas no le importaban al sheik de Merkhubâl. Como a sus acreedores, le importaba sólo la suya. Aquellos la querían para exprimirla; el sheik, perdidas todas sus riquezas y convertido en un payaso a los ojos de todas las gentes, la quería por un absurdo hábito que ya no esperaba nada de sus días pero que era como un temor animal a la muerte. La guerra contra sus acreedores duró mientras pudo pagar a sus mercenarios con los últimos restos de sus tesoros ocultos, gemas que sólo él conocía y que en las cámaras más secretas de su palacio había sostenido en sus manos durante horas en éxtasis de contemplación voluptuosa. Pero cuando un jefe compra mercenarios sabe que con ellos sólo tiene tres opciones: pagarles regularmente, despedirlos con generosas recompensas o morir en sus manos vengadoras. El día en que las joyas dejaron de fluir, el sheik supo que sus soldados servían ahora por oro a quienes por oro habían combatido. El mensaje le llegó escrito en la frente del hijo que los comandara: la cabeza venía sola. El sheik huyó sin compañía. De lo que les pasó a su mujeres y al resto de sus hijos no supo ni le importó nada, y aquellos tampoco supieron más de él. Pero algo era de todos conocido: nadie se salvó en Merkhubâl.

Todos estos pensamientos danzaron en la mente del visitante de las ruinas y, a medida que se acercaban al desenlace de la historia, se desprendían de él y con vida independiente tomaban la forma de vertiginosos remolinos en el aire de la noche. Doce, quince, treinta de aquellos remolinos giraron a su alrededor en violentas espirales y después empezaron a fundirse unos con otros en algo que era a la vez un tornado y la boca del túnel de la Muralla Roja.

La calma no le abandonó al intruso de los mundos interiores, pero supo que ahora no estaba ante inicuas apariciones fantasmagóricas, sino ante un poder dañino evocado por la trama que hilaba todos aquellos recuerdos en una historia desgarrada. Permaneció quieto bajo una luna roja, aceptando el desafío del poder hostil. Espirales raudas de aire lo abrazaron en una danza frenética de brazos y piernas descabalados y el tornado, como un gran gusano, lo succionó en un vórtex de inconsciencia. Cayó a través de los estratos de la noche y tras un tiempo inmensurable se sintió despertar a muchas leguas de Merkhubâl, en la boca del túnel abortado.

Había allí un campamento de viajeros. Cerca de quince hombres rodeaban una hoguera amiga y bebían y se alimentaban en silencio. Detrás, sus caballos reposaban ensillados del viaje por la arena, pero allí no había agua ni pasto, por lo que aquel descanso debía de ser un breve alto en el camino. De los hombres, había dos especialmente venerables. Aparentaban entre cuarenta y cincuenta años, no más, pero parecían antiguos en sabiduría y majestad. El resto eran jóvenes de deliciosa hermosura y contenida fuerza; podían ser sus discípulos. La escena era tan próxima y vívida que el hombre pensó que se desarrollaba en su mismo plano de consciencia. Se acercó a ellos y saludó con mano alzada: nadie respondió. Los tocó: nadie dio señales de percibirlo. De pronto, uno de los venerables cesó de sorber la infusión del bol que sostenían sus manos y se detuvo un instante, como presintiendo algo. Con sorpresa y fascinación, el intruso descubrió que aquel rostro le era conocido y de golpe despertó en él la memoria de su experiencia reciente en Merkhubâl: aquel rostro era el del espectro que le había hablado en las ruinas del palacio.

«El túnel…» —había dicho incitando la corriente de recuerdos cuyos poderosos remolinos le habían llevado hasta allí.

Por fin surgía el hombre de su primer estupor tras el tornado y podía trazar toda la línea de acontecimientos y de niveles de consciencia que había atravesado hasta llegar allí desde su estudio en Eben frente al Deva. Sabía que lo que estaba viviendo ahora era un pasado, algo que había visto y olvidado en aquel lapso de obscuridad por el que debía pasar antes de tomar plena posesión de su cuerpo sutil y cuya memoria recuperaba ahora, mientras retornaba a la densidad de la vigilia física.

—Belias… —musitaba ahora el venerable y miraba a su compañero.

El que le igualaba en edad, respondiendo al conjuro de su nombre, también pausó.

—Sí, Lib-Yummum —susurró y dejó de beber sin apartar apenas el bol de sus labios, quieto y concentrado como una esfinge, escudriñando los sonidos de la noche.

De repente el intruso supo lo que había venido a ver aquí. La presciencia de aquella secuencia temporal cayó sobre él como una avalancha de cristales rotos. ¿Cómo podían no haberlo percibido hasta ahora aquellos quince hombres? ¿Cómo podían estar tan descuidados aquellos viajeros que, comprendía ahora, eran maestros en las artes bélicas y guerreros de las Órdenes?

El fantasma se movió entre ellos como si aún pudiera despertarlos de su torpor, cambiar el pasado. La noche se adensó a su alrededor. Su negrura se quitó el disfraz de serena profundidad y su cuerpo fue el de la Muerte desnuda.

Belias se puso en pie de un salto dejando caer de sus manos el bol y aferrando la empuñadura de su espada.

—¡Traición! —gritó vuelto hacia el descanso de sus caballos.

Todos los hombres se pusieron en pie y las espadas sisearon al abandonar sus vainas con amenaza de serpientes de acero. Misteriosamente, los caballos estaban tranquilos y la noche mortal respondió a su desafío con silencio. Pero ahora los brutos se apartaron, casuales, sin un susto, sin un respingo, y el fuego frío de la luna cayó sobre una legión extraña. Beduinos eran de las profundidades del desierto donde las dunas galopan legua tras legua como cometas de arena en remolinos de viento y el paisaje es una violenta metamorfosis. En sus escudos había un escorpión naranja y conjuros cuneiformes, pero su jefe era un coloso obscuro que Belias y Lib-Yummum no habían visto desde el final de las guerras imperiales.

En un instante estuvieron rodeados por arqueros silenciosos y las flechas llovieron con fatal precisión, preservando la vida de los dos venerables en un círculo de muerte y sangre. Se acercó a caballo entonces el guerrero poderoso, oculto el rostro por la máscara sardónica del yelmo y coruscando sus ojos como frías joyas engastadas en el hierro.

—¡Las llaves! —imperó su voz rauca.

Belias y Lib-Yummum se miraron. ¿Era este el fin, entonces? Acaso no podrían evitar la muerte, pero sí la humillación. En un reto ilimitado a la angustia y al dolor, se sentaron en la arena con las espadas desnudas acostadas en sus regazos y cerraron los ojos como dos pedestales de calma. Su plegaria silenciosa fue una flecha de fuego azul abriendo su senda al infinito, antes de la lluvia de acero empenachado que segó el lazo entre sus almas y sus vidas.

El testigo de la escena sintió náuseas cuando el jinete se acercó a ellos y arrancó de sus cintos dos llaves de oro, una con una gema roja y otra con un joyel azul. Intentó forzar su mirada a través del velo que difuminaba la imagen del guerrero en su visión, pero despertó en su cuerpo físico, tocado el rostro por los rayos imprecisos de la mañana.

Así, ¿era esta la clave que le faltaba a su historia?

Tardó en recuperar la movilidad del cuerpo, el dominio de sus miembros entumecidos, y sólo después de un vaso de leche hirviente y miel se atrevió a lanzar su intuición al laberinto de aquellos hechos tremendos.