XXIX
Tenía la sensación de haberlo vivido ya otras veces, cientos, miles, millones de veces…, una escena obsesiva fija en la memoria de la Tierra, clavada en el corazón de la Tierra, clavada con abismales de dolor. Sabía al detalle lo que vendría ahora y nada podía hacer para evitar el golpe que lo acabaría. La gran hacha de Wunda, el capitán de los guardianes del castillo de Maurehed, el primero de los guardias gigantes, golpeó de costado a su cabalgadura y Mándos y el corcel rodaron. Al jinete caído lo atrapó entonces un lazo diestro, que cruzó el aire con vuelo veloz, elegante y certero para cerrarse sobre él con encono de cadena, sujetando inflexible los brazos al tronco. El caballero negro que lanzara el lazo espoleó a su montura y arrastró a Mándos por el vasto campo de batalla, con galope ostentoso, una fiera orgullosa del grito de horror que despierta a su paso. Y los gigantes cubrían su retaguardia. A un extremo del campo se llevó el jinete su presa, mientras soldados de a pie a sus órdenes alanceaban, adardeaban y lapidaban el cuerpo arrastrado. Allí se detuvo, en el triángulo que formaban un árbol, una piedra y la curva de un río; desenvainó su hoja negra, fijó sus ojos en los de su víctima, maldijo, escupió y tajó la cabeza. Una última mirada de Mándos a aquel mundo doliente y sublime del crepúsculo del Primer Día, mientras rueda la cabeza por el aire azul-zafiro y la verde-hollada tierra, libre y lúcida en su último instante como un cometa, con su triste cola de sangre… Rodó la cabeza. Cientos, miles, millones de veces rodó la cabeza de ¿Mándos? Mándos soñándose Ari, el Rishi, soñó el rodar de la cabeza de Mándos…
Mándos despertó en la cubierta del barco eterio aferrando la lanza.
—Esta es Márut, la Señora —le había dicho Kadír, al borde del lago en el que Mándos luchó por su vida—. Márut, la lanza de Ari, Electo de Sabathio y compañero de armas de Ban, que sirvió al mismo Gran Señor. Ari cayó en la Batalla de las Espadas de Hielo, por la hoja de Dhanda, mientras Ban, Kundalón y yo contemplábamos impotentes al verdugo tras un muro de músculos descomunales y un turbión de golpes salvajes: Wunda y sus hijos nos acosaban.
Mándos despertó no agitado, sino invadido por una extraña dulzura. Por un instante, al abrir los ojos, captó una luz más honda y veraz, y las Formas que habitan las formas. Miró en derredor; aún navegaban la vida oculta del Deva, bajo cielos de roca y cuarcíferos. Aún navegaban el Secreto del Deva, portando en la memoria y los ojos lo sublime y lo profundo.
Mándos se alzó y sopesó en sus manos la lanza que deslizara en los sueños de su nuevo amo las vivencias y recuerdos y sueños del primero. Era ligera, aunque larga y maciza; la punta brillaba como el platino y visos rojos la encendían con fulgor de crepúsculo. El cuerpo era de una madera rara y antigua, acaso de un árbol extinguido ya para el mundo, como caoba rojiza, irisada a ratos, y un regatón de oro rojo mostraba el sello del Señor Sabathio: el halcón místico. Una espontánea alegría manó del corazón de Mándos mientras contemplaba la Señora, una alegría sin objeto, sin motivo, creciendo por momentos en oleadas de delirio. Siete soles se formaron entonces en el tronco de la lanza, como girándulas de luz y color, en respuesta a la intensidad del sentimiento del hombre. No había nadie más en aquel instante en la cubierta del bajel, en el radio de la vista de Mándos, y por un segundo, por un segundo solamente, el Señor del Mar habría querido cantar y bailar, romper con fragor de dicha el embrujo de silencio de la ingrávida derrota de la nave solitaria. Pero no era para derrocharlo aquel gozo en el eco de la gruta. Mándos se arrodilló ante la lanza, ante sí mismo, y, desdando los remolinos de la dicha, los concentró en su núcleo íntimo, más y más, más y más, una masa compacta y vibrante de Ananda que dejó estallar hacia dentro, alcanzar con sus ondas ígneas por los espacios sutiles del sentimiento a los seres que amaba y a los seres que ignoraba y todos los rincones del orbe.
Un rayo de sol ungió la lanza dándole un resplandor de llama. ¿Sol?
«¡El Portal…!» —tuvo tiempo de decirse Mándos mientras levantaba la cabeza.
Habían salido a la luz del día. Un arco iris los cubría como una cúpula. Más allá de la popa de la nave no había sino niebla… difuminándose.
La primera etapa de su viaje estaba acabando. Pronto atracarían en un pueblo al Sur de Ishkáin; allí los esperaban caballos y un escuadrón no muy numeroso de eterios. Desde allí marcharían hasta el Swar por caminos silenciosos. Otros lugares como altares de Misterio y Hermosura quería mostrarle Dión en las montañas, fascinación secreta de la tierra de Ordum, que aunque caída guardaba los gérmenes de la Promesa y la eternidad.
«Qué extraño —se decía Mándos— que este viaje hacia la Muerte sea una nueva iniciación en la Vida. Pero no, no hay paradoja. La Muerte a la que marcho es Vida verdadera».
—Huele a batalla. ¿No lo notas?
Mándos se volvió. Dión junto a él, mirando hacia el Norte, le hablaba. Escuchó: un fragor lejano y confuso alcanzaba su oído; no a través del aire, comprendió, sino del éter secreto. Si concentraba en él su sentido interior, podía distinguir voces y aullidos y relinchos y truenos y chacoloteos.
—¡Ishkáin! —dijo entonces dando voz a una intuición.
—Ishkáin —respondió Dión.
E hizo una señal a sus hombres, que apresuraron el avance de la nave cortando las aguas hacia la aldea que los esperaba. No tardaron una hora en llegar y faltaban entonces aún dos para el mediodía. El bajel se acercó al embarcadero y un guerrero eterio agitó el brazo en señal de bienvenida. La gente menuda se agolpaba junto a la orilla para ver al rey del Sur y al príncipe legendario, bajo los altos chopos vestidos del último amarillor del Otoño.
—Salve, padre de mi raza; salve, mi Señor Mándos —saludó el guerrero cuando ambos príncipes saltaron a tierra.
—Salud a ti, Ámal —respondió Dión—. ¿Todo dispuesto para la partida?
—Todo, mi Señor.
—Ámal, hay un eco doliente en el aire. ¿Ishkáin?
—Ishkáin, príncipe. Siguiendo tus instrucciones hemos evitado las partidas armadas de la región. Sólo la gente de la aldea sabe que estamos aquí y se han mostrado fieles al silencio. Hasta hoy hemos vestido como sencillos labriegos del lugar, confundidos con ellos. La noticia de nuestra llegada no ha trascendido, ni tampoco la de la vuestra; sin embargo, nosotros sí hemos recibido informes de todo lo que ocurre alrededor.
—Has obrado bien. ¿Conoces entonces la situación en Ishkáin?
—El gobernador de la ciudad no se ha unido al partido sarkónida. Proclama su fidelidad sin condiciones a la casa de Tauris. Se niega a aceptar las órdenes del visir y de sus cubicularios, y dice que no abrirá las puertas de Ishkáin más que a la reina o el príncipe, cuando vengan a pedírselo en persona. Los sarkónidas han enviado contra él a sus mercenarios; se lucha en los campos y a los pies de los muros. El gobernador ha debido, además, sofocar una conspiración dentro de la ciudad; no eran pocos los partidarios de los nobles y ahora se defiende con escasas fuerzas.
—¿Cuándo empezó el ataque? —quiso saber Mándos.
—Ayer al alba —respondió el eterio.
Un soplo de agitación voló sobre el rostro de Mándos, una llamada de la vida, un anhelo repentino de acción. Y Dión lo observaba.
—Está en tus manos —dijo—. Yo sólo soy ahora el amigo que acompaña al peregrino.
—Vamos entonces —decidió el Señor del Sur con la lanza fuerte y antigua prieta en su mano. No habían pasado dos horas cuando el escuadrón de quince caballeros eterios a las órdenes de Dión y de Mándos tuvo su primera visión de la batalla de Ishkáin. Dos catapultas situadas al Oeste de la ciudad trataban de descortinar la muralla y torres de asalto avanzaban quejumbrosas hacia las almenas. Una partida de caballeros del gobernador había salido a batirse en el campo y el ariete negro de los enemigos estaba quebrado a los pies de las puertas, rodeado de los hombres exangües que dieran piernas y brazos al cuerpo tenaz del carnero. El choque con la caballería enemiga fue grande y sangriento. Los jinetes de Ishkáin luchaban bravos y diestros, pero los otros eran tres veces su número y la contienda se inclinaba a su favor.
Mándos conoció entonces su primer objetivo y, hallando en la mirada del príncipe su aprobación, lanzó su caballo al galope con alarido de triunfo, reviviendo aquellas batallas de antaño en las que luchó junto a la indomable caballería eteria. Por un instante, los combatientes de uno y otro lado pausaron, admirando el galope de la cuña que atravesaba el campo y preguntándose por quién lidiarían los guerreros que avanzaban sin insignias visibles ni estandarte. Los gritos de «¡por Ishkáin!», «¡por los Tauris!», «¡Brahmo rey!», alarmaron a unos y exaltaron a otros, y el campo se recompuso para recibir en su seno al cuerpo extraño. La caballería enemiga sufrió el embate más poderoso y la cuña eteria penetró hondo en ella tras dos nubes de flechas arrojadas por los arcos cortos de los hombres del príncipe. Las espadas mordieron, mientras Márut en el vértice de la formación desarzonaba un caballero tras otro.
Fueron momentos de excitación grande para las gentes de Ishkáin, que lucharan por lealtad pero casi sin esperanza. El dinasta Kïchu III Dárdan, gobernador hereditario de la ciudad desde hacía quince años, observó la cabalgada desde el flanco de muralla que defendía con su gente y con su acero. Percibió la confusión momentánea del enemigo y su instinto militar le aconsejó aprovechar el evento.
—Sólo son diecisiete hombres, mi señor —le dijo Archo, capitán de la guardia e íntimo consejero del gobernador al ver el rostro concentrado del dinasta y adivinar en sus ojos de fuego, fijos en las catapultas, las intenciones del líder.
—Diecisiete sí, Archo, pero ¿hombres? Combaten como diecisiete ejércitos.
—Combaten como eterios, señor, si recordáis las crónicas de las guerras imperiales.
—Sí, como eterios, pero ¿qué harían eterios aquí? Vamos, Archo, no perdamos un segundo más. Reúne al resto. Esas catapultas han de arder.
Los hombres de la muralla corrieron hacia la poterna que les daría paso al exterior de la ciudad mientras la caballería eteria seguía haciendo estragos. Sin embargo, observó Mándos, los jinetes enemigos que enfrentaban ahora no eran en absoluto inexpertos, mercenarios reclutados a última hora en el desierto y entrenados a combatir juntos según los usos de las tierras cultas. Estos habían caído ya; ahora quedaba el hueso del fruto y este era ciertamente duro. No eran ordumios, eso podía Mándos asegurarlo, y en sus rostros adustos y miradas tremendas, en su fuerza y evoluciones tácticas, veía el caballero del Sur la sombra de los Electos de Maurehed.
Uno de ellos había perdido la lanza en el duelo con Mándos y ahora huía, vueltas las espaldas, perseguido por Márut. Remolinos de polvo dorado se alzaban arropándolo en velos de niebla y su montura finteaba esquivando infantes rivales, mientras la espada caía hiriéndolos y rompiéndolos. Mándos lo persiguió hasta un extremo del campo. Empezaba su caballo a acusar cansancio cuando el jinete enemigo se detuvo y se volvió, relinchando su animal con insólito brío. Mándos contuvo el suyo, resollante, apoyó el cuento de la lanza en la cuja del estribo, desenvainó y se dispuso a digladiar el asalto final. La nube de polvo que envolvía al contrario fue sumergiéndose en el aire, dejando una atmósfera transparente, y tras la espada en alto del guerrero que lo amenazaba vio Mándos emerger a cinco caballeros sobre monturas frescas, poderosas, atramento. Dos de ellos se arrojaron sobre él como rayos y en un instante estuvo en el suelo, sin espada pero aferrando a Márut todavía. Ahora un lazo voló eslabonando el aire con sus rizos y apresándolo, y el caballero enemigo lo arrastró como en el sueño de Mándos soñándose Ari. ¿También en esta ocasión rodaría su cabeza? O acaso no había dejado de rodar nunca la cabeza y, en esta nueva órbita fatal, Ari se soñaba Mándos.
Guerreros de todas partes acudieron en ayuda de Mándos, pero como entonces los gigantes, en aquel crepúsculo del Primer Día del Hombre cuando el clangor de las Espadas de Hielo se elevó como un himno espantoso para despedir una era, los caballeros de negra armadura contenían ahora a los héroes dando espacio al verdugo.
De pronto, una flecha anidó en la garganta del que tiraba del lazo. Al grito de «¡por Dyesäar!», y «¡por el Señor Mándos!», un grupo de jinetes cayó desde un flanco inesperado sobre el matador del caballero del Sur. Prono como estaba en el suelo, Mándos no podía ver cuántos eran ni quiénes, pero sintió allí junto a él una atmósfera entrañable, una vibración profundamente conocida que en aquel instante era incapaz de definir. Intentó darse la vuelta, ponerse en pie, pero los caballos batallantes caracoleaban y se arbolaban próximos a su cuerpo caído y temió, si se movía, un golpe fatal.
El fragor no tardó en cesar. Lo siguió un extraño silencio. La lucha había acabado y ni un indicio revelaba al caído el resultado del lance. Su intuición enmudecía. Mándos esperó con corazón ecuánime la muerte o la vida.
La hoja de un puñal cortó el lazo. Unos brazos suaves y generosos le ayudaron a levantarse. Una amazona pelirroja que no conocía le devolvió espada y lanza. Un guerrero cubierto con el yelmo le ofrecía las riendas de su corcel blanco. Y este relinchaba de gozo al reconocer a su antiguo dueño.
—¡Pradib, Usha! —exclamó de pronto como si por fin su mente fuese capaz de hilar y dar sentido a todos aquellos fragmentos caóticos de la realidad.
Pradib se quitó el yelmo, lo dejó caer al suelo y se arrojó al abrazo de su señor. Lágrimas corrían las mejillas del gobernador de Astryantar. Mándos besó luego a Usha y vio la victoria en sus ojos y su nuevo poder. Y saludó a la amazona desconocida que le fue presentada como Thâre del Sart. Mas la batalla seguía.
—Tomad vuestro corcel, Señor —rogó Pradib—. ¿No lo veis ansioso de esta última algara con vos?
Mándos aceptó agradecido y cuando se halló sobre el alto caballo blanco y este curvó la cabeza agitando el oro de sus crines y resollando fuego, cuando alzó la lanza por encima de sí y dio voz a su grito de guerra, todos los Mándos que Mándos había sido, el joven guerrero bravo y el astuto guerrero maduro, el capitán y el sabio y el rey y el místico, se fundieron en una sola estampa épica y toda la hueste enemiga tremoló. Y el caballero corrió el campo una vez más.
Las catapultas ardían ahora rodeadas de artilleros muertos. La caballería sarkónida estaba destrozada y los infantes huían despavoridos hacia el cerro tras el que la retaguardia esperaba la orden de atacar. Los ejércitos se separaban. Los de Ishkáin estaban agotados, pero formaron ante el lado Oeste de la muralla dispuestos a frenar también el avance de los nuevos contingentes, un número de tropas semejante al que el jefe enemigo había gastado ya. Cielo y Tierra contuvieron la respiración, y en el silencio expectante de la Naturaleza se oía sólo el runflar estrepitoso de los hombres.
Avanzaba la tarde. El sol alhajaba un cielo desnudo, navegándolo, y sus rayos rusentaban las armas de los guerreros esperantes. Durante mucho rato, las tropas enemigas no se movieron. Sólo se divisaban tres o cuatro figuras fieras en la cabeza del cerro, avizorando la arrogante Ishkáin y discutiendo, probablemente, la estrategia. Después desaparecieron y pasó otra larga hora. Los leales aguardaron en el campo, próximos a los muros pero reacios a afortalarse en ellos una vez más. Dión y sus eterios vibraban en el flanco izquierdo; Mándos, Pradib, Usha, Thâre y la caballería de Ishkáin flameaban en el flanco opuesto; y el centro lo ocupaba KÏchu III Dárdan y su gente y su guardia. Apoyado en su gran hacha de guerra, el gobernador contemplaba fijamente la colina lejana, concentrado como si en cualquier instante fuese a partirla con golpe de hierro.
Pero ataque no lo hubo. Al cabo se hizo evidente que aquellos miles se movían sólo para marcharse. En perfecta formación y dispuesta a repeler cualquier golpe furtivo, la columna reptó hacia el Oeste y luego el Norte, como una gran serpiente. Sin duda alguna Eben era su meta.
Y era triste dejar que estos contingentes aumentasen los de la capital, pero Ishkáin no podía derramar impunemente una gota más de sangre.