XXVIII
El hombre se quedó atónito cuando vio descender los dos jinetes por la senda del valle, hacia la aldea maldita. Renqueó por el breñal que separaba su angosta vereda del camino algo más ancho de los viajeros, nadando a ratos entre altos arbustos, apresurándose tanto como se lo permitía su pierna enferma. Lloviznaba, todavía suavemente, gotas finas, frías, lancinantes como agujas; pero algo más al Norte restallaban en lo alto latigazos de fuego y los truenos eran el rodar tremendo de aludes de granito, invisibles, presagiosos, longevos en el eco doloroso de su quebranto titánico.
—¡Eh, eh! —gritó el hombre cuando estuvo a poco menos de un tiro de piedra de los jinetes—. ¡Eh!
Pero el ruido de los cielos ahogaba su voz y las dos figuras a caballo proseguían en calma su descenso. El hombre se esforzó aún tras ellos, alcanzó el camino del valle, vio las grupas de los animales a medio centenar de pasos y despreció tanto como pudo su cojera. De pronto se detuvo en seco; sintió miedo de los desconocidos. Había querido avisarles a todo trance de que evitasen el lugar, que huyesen cuanto antes de aquel territorio maldito por el infierno, por los dioses abandonado, por nigromantes poblado con los espectros de la enfermedad y la muerte. Y ahora tenía miedo… Porque ¿quiénes eran al fin y al cabo aquellos, que se atrevían a visitar el valle del dolor humano? Aquellas formas envueltas en capas pardas, las cabezas cubiertas por los capuces, los ollares de sus brutos resoplando un aliento azul como la niebla de un sueño, su avance sereno e imperturbable como el del hado… aquellas formas, ¿serían humanas? ¿O serían, más bien, herautes de las Sombras que llegaban a proclamar el valle definitivamente suyo? Si no fuera así, ¿habrían podido superar el cordón de hombres armados que cerraba el valle?
«Desvarío —se dijo el hombre—. Hace tanto tiempo…».
Y el tiempo no era mucho, no, pero lo hacía largo el dolor; dos meses que se antojaban dos siglos. Dos meses que a nadie se le permitía salir o entrar al lugar, dos meses de encierro y condena, de lucha impotente contra lo inevitable: la muerte roja azotaba el valle.
No pertenecía al reino del Mar aquella región, que se extendía algo más al Norte y al Este del Jardín de los Lagos, algo más al Oeste y el Sur de las tierras de Ishkáin, pero aceptaba su influencia con preferencia a la del reino de Eben. Independiente y rica era, aunque no sabia; orgullosa de sus bosques y animales, de sus aguas hermosas y salutíferas, que brotaban de fuentes feraces y colmaban la tierra de vida y de un murmurio de cristal. Carpinteros y canteros y también herboristas daba esta región a los reinos de Ordum, y sus tallas en madera, aunque rústicas, eran muy apreciadas. Los cinco o seis valles sucesivos que la constituían vivían vidas próximas pero separadas, en gran parte ajenas unas a otras, y ajenas en parte también a la evolución de los dos reinos que limitaban con la región. En esta distancia de los asuntos comunes de Ordum habían hallado una cierta forma de felicidad, aunque también de estancamiento; y durante mucho tiempo pareció que nada en el mundo podría perturbar su pequeña dicha rutinaria, en la que destellaba un guiño de egoísmo, hasta que la enfermedad descendió como un gran pájaro obscuro sobre uno de los valles y se instaló en él como un ángel exterminador.
El hombre seguía quieto, observando las figuras alejarse por la senda del descenso mientras la tormenta en las alturas cobraba bríos apocalípticos. Sus contornos se disolvían ya en el aire obscuro del portal de la noche cuando uno de los jinetes se tornó hacia él y lo contempló con unos ojos brillantes como astros. Un escalofrío le recorrió la espalda y el temor lo paralizó. Ambos caballeros habían dado la vuelta y avanzaban hacia el hombre convertido en una imagen congelada del pavor, insensibles a la lluvia que ahora caía con mayor fuerza.
«Son ellos —se dijo—, los diablos, los nigromantes, los espectros…».
Pero a medida que se acercaban, su terror, extrañamente, se mitigó y recuperó el dominio de sí mismo. Una calma penetró en él haciendo más pausados sus latidos y espaciada su respiración y, tan incomprensible como esta, en el horizonte de su sensibilidad cintiló un átomo de esperanza.
—Buen hombre —comenzó uno de los jinetes—, se habla de un valle en esta región donde sufre una aldea maldita.
—Ulán hu-Sart era el nombre por el que se le conocía —respondió el lugareño en ordumia pero con fuerte acento extranjero—, el Valle de los Manatiales. Estáis en él, pisando el camino del dolor.
Los caballos se habían detenido a unos diez pasos de él. La obscuridad del aire no le permitía ver sino siluetas imprecisas, que resplandecían con mística fosforescencia cada vez que un relámpago asustaba la tierra. Liberado de su temor y atraído por el enigma que envolvía a los viajeros, el hombre se decidió a caminar hacia donde estos, quietos, lo aguardaban. Aquellos ojos fulgurantes lo enfocaron de nuevo y él se sintió andar por la vereda inmaterial de su mirada, ligero, cada vez más libre del peso entorpecedor de su pierna enferma. ¿Qué le estaba ocurriendo?
¿Soñaba, imaginaba? Lo cierto es que marchaba más tieso, con la confianza en su pierna doliente restablecida después de tantos años de humillante renquear, etéreo a través de las cortinas frías de lluvia.
—Amigo —le dijo la figura de los ojos de fuego con una voz dulce de ángel o de mujer—, ¿no nos acompañarías tú a esa aldea sufriente?
—Mirad —respondió el hombre— que en ella sólo os aguarda muerte y desolación.
—Así sea —repuso la figura y, tendiéndole un brazo, le ayudó a subir a la grupa de su corcel negro.
Los caballos caminaron uno junto a otro y los jinetes guardaron silencio. El hombre podía ver ahora que los desconocidos estaban bien armados y, por un instante, su aprensión hizo amago de retornar. Una larga vaina pendía sujeta de la silla del caballo que él montaba y en ella dormía una espada. El otro caballero portaba el acero al cinto y una daga visible en la bota y, en la ancha funda de la montura, se cimbreaba un arco de esbeltas curvas.
—Si estáis seguros de lo que queréis —dijo el hombre al llegar a un recodo del sendero—, seguid aquella trocha a la izquierda. Debemos atajar el camino, pronto dejaremos de ver hasta las orejas de los caballos.
El terreno se hizo abrupto, la senda angosta, los animales marcharon de uno en uno, calados como sus amos pero fieles a la rienda. La lluvia perdía intensidad y la tormenta, cruzado el valle, desplegaba hacia el Sur toda su parafernalia. Uno de los caballos relinchó de pronto como con temor.
—Debéis estar atentos —advirtió el hombre—, últimamente han descendido lobos al valle, y perros salvajes, y no hay quien los cace.
El viento era frío ahora, pero arrastraba las nubes y despejaba el cielo, un cielo de gemas esparcidas con un rastro blafardo de luna. Luces empezaron a dejarse ver en la distancia, en la profundidad del valle, no muchas, ni muy intensas, pero dando un color de vida humana al triste lugar. Y el hombre se estremecía.
—Debéis de estar helados también —comentó—. Si queréis, podéis ser mis huéspedes por esta noche. La chimenea es grande, la madera no falta y no falta la comida, aunque pronto tampoco sobrará. Tengo una enferma, eso sí. Pero en todas las casas hay enfermos, y lloran muertos, o no los lloran ya. Vosotros… ¿no tenéis miedo de la muerte roja?
El hombre había hallado en las palabras el modo de despistar el sentimiento que crecía en él a medida que se aproximaban a la aldea; ya no sentía temor ni desconfianza de los extraños, por el contrario, se encontraba bien con ellos, incluido en el aura de imperturbabilidad que los arropaba; pero lo hería un pudor repentino, le avergonzaba ser el anfitrión en aquella tierra desolada y baldía, y a pesar del frío habría querido seguir cabalgando toda la noche con aquel paso rítmico, seguro, tranquilizador. Dejó errar su memoria hacia tiempos más felices. ¡Oh, cómo habría deseado recibir a estos peregrinos cuando era dueño aún de aquellos tiempos! Las cascabeladas en la plaza de la aldea celebrando la vendimia, la música y el baile dando ritmo y forma a una alegría espontánea surgida de la tierra, el jugo de la uva exprimido por pies veloces, el sol cobreando los montes, el viento carmenando las nubes, caramilleando entre los juncos del riachuelo, el mosto enebriando y redimiendo la tierra… Redimiendo la tierra. Redimiéndola porque, al fin y al cabo, un hálito de tristeza la bañó siempre. Y el arado lo sabía, que cuando la abría y la recorría fecundante dejaba en ella como surcos de sangrantes recuerdos, y la oía exhalar ancianos suspiros.
Sufrió esta región más que ninguna otra parte de Ordum durante las guerras imperiales. Fue zona de confrontación entre un Sur leal y el Centro, corrompido. El fuego la corrió de Norte a Sur, de Sur a Norte, y el hierro belígero fue por años su infértil gobernante. La paz del dieciséis la halló exhausta, arrasada, poblada de cenizas, de cuerpos deshabitados y de bestias carroñeras que aceleraron la desaparición de la carne. Poblada de un mudo gemido. Un erial de fantasmales chamiceras humeantes, hileras de troncos asurados como horcas negras. Durante diez años nadie vino a ocuparla. Los viajeros que ocasionalmente se acercaban a ella o la atravesaban la hallaban introvertida, sumida en una meditación profunda y autista, doliente, mientras su faz y su pecho se asalvajaban. Más tarde, Vântar de Eben e Ïleh I de Dyesäar, entre cuyos reinos esta región se extendía, la ofrecieron siete mil montañeses sin patria, surgidos nadie sabía de dónde. La tristeza de la tierra y la de los refugiados se fundió entonces en una forma peculiar de dicha, asentada sobre un olvido voluntario y sin más exigencias a la vida que la suave monotonía cotidiana, aliñada, de cuando en cuando, por las fiestas y los ritos de la tradición.
No tardaron en emerger de nuevo al camino, que discurría recto ya hasta el umbral del pueblo. Sólo entonces se dio cuenta el hombre de que su pregunta había quedado sin contestación, acaso porque no había otra respuesta posible que aquella marcha sin vacilaciones hacia el vórtex del abismo.
Los recibió una alameda amiga que cruzaba un riachuelo que saltaba el arco de un puente de piedra. Los árboles, de un tronco grueso y desnudo hasta la altura de una lanza, se inclinaban ligeramente desde las orillas hacia el centro del camino y entrelazaban sus ramas formando una bóveda verde de la que pendían racimos de hojas desvaídas como lámparas apagadas.
—Es allí —indicó el hombre una vez cruzado el puente, señalando una casa espaciosa de mampuestos, paredes bajas y techo apizarrado a dos aguas.
Llegaron hasta ella a través de un terreno chapoteante cubierto de yerba baja, fina y rala. Desmontaron junto a la puerta y sólo entonces vio el hombre el gato negro que acompañaba a uno de los jinetes sobre su montura, cubierto hasta ese instante por la capa parda del viajero. El animal saltó a tierra y se desperezó arqueando su cuerpo flexible con un gemido de inefable gozo; parecía sentirse como en su propia casa. El hombre había descendido del caballo por el lado de su pierna sana e, instintivamente, apenas tocó el suelo, recayó en su hábito de cojear. Comprobó de pronto que ya no tenía ninguna necesidad de hacerlo y, casi sin acabar de creérselo, ensayó la compostura de un hombre entero.
—Seguidme, por favor —pidió a los desconocidos.
Les condujo a los establos tras la casa, frente a un pequeño huerto. Dejaron allí los caballos, libres de sus arreos, junto a montones de heno humeante, y en silencio rehicieron el camino hasta las puertas durmientes de la morada. Una atmósfera triste pesaba sobre el lugar y, antes de abrir, el hombre buscó confianza en los ojos de sus huéspedes. Parecía preguntarles con su mirada callada, implorante:
«¿Estáis seguros de lo que hacéis?».
Pero la respuesta era la luz destelleante de aquellas pupilas como gemas y el flujo envolvente de una calma suprema.
El ruido de la puerta sobresaltó a la mujer que dormitaba con parte del cuerpo recostado sobre la mesa. Ardían unas pocas velas de cera de abeja aromando la estancia y unas brasas rojas centelleaban como carbunclos en la chimenea. Alguien jadeaba en la parte trasera de la vivienda y el sonido áspero de su respiración forzada colmaba de angustia y de muerte las horas; pero como el paso del tiempo, se había hecho inaudible para los habitantes de la casa.
—Estaba preocupada por ti… —dijo aquella emergiendo de su duermevela con una voz preñada de cansancio, pero al descubrir a los desconocidos cesó desconcertada.
—Está bien, está bien —la tranquilizó el hombre acariciando a la perra lanuda que se había acercado a lambiscarle las manos, pasando del hondo sopor a una alegre agitación repentina—. Son amigos. Nos encontramos en el extremo del valle y me han traído hasta aquí.
—Pero… —comenzó la mujer, y descubrió entonces que el hombre caminaba sin cojear—. ¡Rêlio! —exclamó asombrada, casi temerosa, como si la supresión de aquel rasgo distintivo del amo del hogar, tan arraigado en su persona, hiciese peligrar la realidad toda, regida por el invencible hábito.
El hombre comprendió enseguida la turbación de la mujer. En sus labios prematuramente mustios, en su rostro exhausto, en sus ojos abiertos a la vigilia pero no cerrados aún al sueño del que acababa de emerger, la vio vacilar entre el equilibrio y la locura. Caminó hasta ella y le puso las manos sobre los hombros, tratando de incluirla en la atmósfera calmífera que traían los viajeros. Y ambos anfitriones entonces, él con sosiego confiado y con temor reprimido ella, miraron interrogativamente a los desconocidos.
—Soy Aurora —dijo el jinete en cuyo caballo había montado Rêlio respondiendo a la pregunta silenciosa— y este es mi compañero Pradib. Tengo algo que podría ayudaros. Por eso he venido. Pero quiero una discreción absoluta.
—¿Eres médico? —preguntó la mujer, más tranquila ahora por la caricia pacífica de Rêlio en sus hombros.
—En cierto modo, sí —respondió Usha.
—Médicos de las tierras bajas han venido al Sart y han sufrido derrota. Nada han podido contra la muerte roja —repuso la lugareña.
—Mi medicina es otra, buena mujer.
—Y ¿qué pides por ella? —receló la anfitriona.
—Ya os lo he dicho: silencio.
—¿Eres tú quien ha sanado la pierna de mi hermano?
—El médico no sana nada: se limita a recordarle al cuerpo la forma de la salud.
—Hay una enferma ahí —dijo la mujer con una amargura que entenebraba el tono de su voz—, ahí, en la parte de atrás, en un cuarto que es ya como una tumba…
—¡Thâre! —exclamó el hombre.
—Sí, Rêlio, ¿para qué ocultarlo ya? ¿Para qué ocultárnoslo ya? ¡Âsdre va a morir! A pesar de la resina de ilirco, a pesar de las friegas con los pétalos de olár, a pesar de todos los remedios inventados con la miel y la jalea y la cera de tus colmenas… ¡Âsdre va a morir! ¡Ve a verla! —gritó Thâre casi como enloquecida—. ¡Hoy se le han podrido los ojos!
Rêlio sintió su cuerpo frío, vacío, irreal, sin sangre, carne o alma que lo substanciase. Sintió el pavor y el absurdo de la nada; él era nada, una sombra entre tres sombras en un mundo soñado al que por una falta estaba sujeto, un pecado, el mayor pecado que pueda el hombre cometer: haberse creído, siquiera por un instante de espontánea dicha, la realidad del sueño. Incapaz de la pasión de Thâre, su hermana, de llanto o grito o desesperación, carecía de todo medio para escapar de aquella nada. Se dejó tragar por ella como por un tremedal. La urdimbre del mundo estaba rota, separadas las causas de los efectos, la identidad de su destino, la palabra de su sentido, el evento de la verdad. Y en esta ruptura del tiempo catenular, Rêlio descubrió que su pavor y su absurdo se transmutaban en una paz maciza.
Y la paz le devolvió a la realidad de las cosas, pero más profunda ahora, como si detrás de la máscara tenebrosa de la vida cintilasen las revelaciones más altas con luz secreta y única, y el infierno que llega con los días no fuese azar del Tiempo, castigo de Dios o de la Naturaleza capricho.
Alzó sus ojos grandes para mirar a Usha.
—Empieza por unos vértigos extraños —dijo—, sin otro aviso. Dos días después el cuerpo no puede sostenerse, no puede valerse, y las manos pierden la fuerza hasta para elevar un vaso de agua. Poco después llegan las fiebres, atroces. La piel enrojece, el rostro envejece, las pesadillas viven y el enfermo vive preso en ellas, muerto ya casi para nuestro mundo. Dura así entre tres y cinco días más. Al cabo, a veces, muy pocas veces, la fiebre remite y el apestado revive, pero casi nunca retorna de su delirio ni a sus primeras fuerzas: queda enteco y loco. Otras veces, se le pudren los ojos; el enfermo se calma entonces como si ese extremo de dolor dejase a sus nervios rezagados para sentir, y muere poco después, silenciosamente. La mayor parte de las veces, sin embargo, las fiebres dejan en la espalda como un gran verdugón viboreante que, cuando alcanza la nuca y rodea el cuello, trae la muerte. Cuatro mil habitantes tenía el Sart hace dos meses y queda menos de la mitad. Las lágrimas no apagan las piras: las encienden una y otra vez… en el campo, en los ojos.
—¡Y vosotros nos venís con remedios! —les increpó agriamente la mujer—. ¡Nadie puede curar este horror!
Usha y Pradib permanecieron silenciosos.
—Los médicos de Dyesäar —retornó el hombre—, llenos de bravura y misericordia, vinieron y nos hablaron de las causas físicas de la enfermedad, pero su ciencia se mostró estéril. Lucharon, fracasaron y los hombres que cierran el lugar, habitantes de los valles circundantes, los dejaron salir después de una cuarentena en un extremo solitario del Sart. Sacerdotes de Eben, llenos de inconsciencia y celo, vinieron y nos hablaron de las causas morales de la enfermedad, pero su palabra fue infecunda, sus obras tortuosas, y sucumbieron. Debéis perdonar que la gente del Sart no se fíe ya de remedios.
—No pido confianza, buen hombre —respondió Usha—, sino silencio. Nadie en el valle debe saber que me ocupo en esta cuestión. Cuando todo termine abandonaré el Sart.
La mujer iba a hablar, pero Rêlio apagó su voz con una mirada.
—Disculpadnos ahora, por favor —dijo—. Mi hermana y yo atenderemos a mi mujer enferma y os traeremos después algo que cenar. Sentaos ahí, junto a la chimenea, avivad el fuego y servíos de las mantas secas que hay en aquel rincón. Enseguida estaremos con vosotros.
Ambos hermanos dejaron la habitación mientras Usha y Pradib obedecían las instrucciones de Rêlio. Philo examinaba el espacio rincón a rincón, deslizándose queda, suave, imperceptiblemente, parándose a ratos con la mirada fija en la transparencia del aire como si descubriese en las sombras otras sombras, invisibles para el ojo humano mortal.
—¿Esperabas esto? —le preguntó a Usha Pradib cuando estuvieron frente al fuego resucitado del hogar dejando que el calor de las llamas les secase las ropas y encendiese los rostros.
—No esperaba nada, amor. Sólo sé que el poder que me curó tiene ahora la fuerza de las experiencias recientes, de las floraciones jóvenes, y acaso tarde mucho, mucho tiempo en volverla a tener. De dónde vino la sugerencia de descender al Sart en nuestro viaje hacia Eben es algo que no sé, pero había cuando lo decidí y hay ahora una urgencia para compartir, irradiar, esta fuerza salvadora.
Hacía cuatro días ya que Usha y Pradib dejaran atrás las fuentes del Omón. No lo hicieron sin cierta nostalgia, pues el lugar, el círculo de altas piedras en la explanada sobre la cabeza del río, se había convertido en símbolo de su reencuentro y en sello de la unidad de sus vidas. Usha se repuso rápidamente y su cuerpo se fortalecía de nuevo de un modo asombroso. Su piel morena resplandecía, sus grandes ojos de un azul casi negro miraban desde más allá de la vida y la muerte. Una calma la envolvía que invitaba al silencio y que durante los primeros tres días desde el final de su enfermedad la precipitaba una y otra vez en largas, hondas meditaciones que empezaban como el sueño visionario de un águila y acababan como el sueño intemporal de los montes. En ellas revivía momentos olvidados de su experiencia en el abismo y Pradib la veía a veces sonreír, mover quedamente los labios como si dialogase con alguien en otra dimensión de la realidad, mientras su rostro fulguraba y por sus párpados cerrados transparecía el poder inconcebible de sus ojos. Pradib se sentía ahora pequeño a su lado, apenas un niño, y veía a Usha entrar a pasos agigantados en el mundo de Mándos y Arabínder y Dión. ¿Se quedaría sólo al fin en este mundo denso y opaco? Pero a instantes se permitía a sí mismo comprender que Usha le abría la puerta, le llevaba sin esfuerzo consigo hacia ese mundo al que no pensó llegar en esta vida; le llevaba sin dejar este, sin renunciar a las emociones que le eran tan caras, a las cosas amadas (pequeñas, humildes, efímeras pero entrañables cosas) de la vida mortal, cuya ausencia en aquellos hombres que admiraba nunca había podido dejar de interpretar como una forma extraña de frialdad. Usha se le había hecho más cercana, más cálida, y el amor que los unía era ahora infinitamente más intenso, como un fuego, pero como el fuego sereno, apenas parpadeante, de los distantes y hieráticos astros. La pasión había dejado de ser una fuerza magnética de atracción para convertirse en un manantial inagotable de energía transformadora. Y por las noches, abrazados con el calor y la ingenuidad de dos hermanos, insensibles a la excitación de los meses pasados, Usha y Pradib navegaban hasta un sueño consciente y luminoso y, en el altar de lo inmanifestado, adoraban esa caricia y ese beso sublimes que el cuerpo humano ignora todavía.
Durante esos tres días de viaje lento, Usha quiso saber del mundo que abandonara, de Dyesäar y de Eben y de las intrigas que en el centro de Ordum se cuajaban cuando ella enfermó, de las que llegaban continuos informes al reino del Mar. Aprendió de Pradib la partida de Mándos y de Dión, la incursión de los piratas en el Bajo Sur; supo de las dificultades de Dama Esha, su madre, de su probable secuestro y de la imposibilidad de hallar noticias o huellas del desaparecido príncipe Brahmo. Su camino, comprendió, la llevaba ahora al reino patrio: en la senda de las dificultades probaría y afianzaría su nueva fuerza, que era para la vida. Dama Alayr la guiaba; su voz la alcanzaba tan clara a veces, tan definitiva, tan precisas eran sus palabras, que con ella podía conversar en el medio interior como con cualquier otro lo haría en el mundo de las cosas externas. Otras, la voz se hurtaba, pero la comunión no cesaba y Usha sentía que, de algún modo y por alguna razón que ni comprendía ni merecía, Dama Alayr la había reclutado para llevar a cabo en el mundo temporal la obra que aquella preparaba en su morada secreta.
La puerta de la habitación se abrió y entró Rêlio con expresión torturada, vacilaba al andar y su pierna parecía a punto de recaer en el hábito de la cojera.
—Mi hermana os traerá enseguida… —balbuceó—. Tenía la duda… ¡Âsdre, Dios mío! —exclamó por fin, y se derrumbó en una silla baja ocultando entre sus manos el rostro.
No lloraba, trataba desesperadamente de recuperar la serenidad que había sentido momentos antes de entrar a ver a la mujer que había sido su amiga, su amada, su compañera, durante quince sosegados años; la paz que quedaba al otro lado del rostro deshecho de Âsdre, de sus rotos ojos sangrantes, terribles, como si las pesadillas de su delirio, reventándolos, se hubiesen abierto camino al fin hacia el exterior. Esa imagen era un muro contra el que Rêlio se descabezaba; quería alcanzar el sentido profundo de su dolor, secreto tras la máscara, el sentido que presintiera antes de enfrentar el terror descarnado, nido de la paz del alma que ahora le burlaba, insobornable, inasequible. Bramaba la voz de sus entrañas, negaba, maldecía, mientras la imagen de los ojos deshechos de Âsdre se entrañaba en los ojos prietos de Rêlio, inundándolos. Dentro, Rêlio era la tumba de un grito. Dentro, Rêlio era un barranco de ilusiones y esperanzas despeñadas. Externamente, permanecía inmóvil, mudo, seco; sólo un ligero temblor de sus manos traducía la feroz convulsión interior y, contagiándose de él, el aire neutro se hacía sentimiento.
Una mano le acariciaba ahora su pelo castaño, mojado por la lluvia y el sudor. Por un instante la creyó la mano de Âsdre, tanto se parecía al suyo aquel roce suave y cálido. Había olvidado dónde estaba, con quién estaba, a qué pozo de dolor y sinsentido lo había empujado la corriente del Tiempo. Alzó los ojos para hallar los de la desconocida, los de Aurora, mirándole a través de los ojos rotos de Âsdre que anegaban los suyos.
—Ven —le dijo Usha tendiéndole la mano—, muéstrame a tu mujer. Y Rêlio obedeció como un autómata, mudo, seco, rígido.
En la alcoba de la enferma ardían varillas de incienso de ilirco y el aire olía como el claustro de un bosque. En una cama baja y ancha yacía el cuerpo inmóvil cubierto por mantas, visible sólo la faz demacrada, el cerco del cabello enmarañado y sucio, los labios obscuros, los pómulos encendidos aun contra la luz nácar de la luna, que a través de la ventana mitigaba y azulaba las sombras. La atmósfera era un temblor febril. Los párpados, bien abiertos, no ocultaban los globos estallados, vacíos de la luz del presente, de las imágenes atesoradas del pasado, llenos de aquella nada royente incrustada. Âsdre respiraba serena ahora, más allá del delirio y de todo.
Se insinuó nuevamente la paz sobre Rêlio y en un descuido de su desgarramiento interior penetró rauda en él. Rêlio veía ahora la escena con los ojos de Usha, la ritmaba con su corazón y volvía a ser capaz de separar la máscara de la verdad oculta. ¿Verdad? No le ofrecía su mente la clave, de ningún modo podía darle un cuerpo de palabras, pero la sentía como una gema ignorada, de un brillo hermético, entre las heces de la vida. La Verdad era la existencia de un sentido, que él no alcanzaba. Y este sentido, celoso de sí como la noche, nacía del poder transformante que el Divino infundió en las cosas y que de mutación en mutación, rompiendo formas, añicando estructuras, desjarretando la vida, las obliga hacia su ser perfecto y último. ¿El Divino…?
—Déjanos ahora, Rêlio —pidió Usha—. La noche será larga, pero mañana todo habrá acabado. Rêlio vaciló. ¿Qué habrá acabado, qué, mañana por la mañana? ¿El sufrimiento de Âsdre, su vida, todo…? Pero aquella paz instalada en él, para permanecer, para salvarle del abismo, exigía aceptación, y Rêlio abandonó la alcoba. Cuando alcanzó la estancia principal, donde le aguardaban Pradib y Thâre, quebrada, el olor del incienso y el rostro de su mujer eran un solo recuerdo consolador.
Usha tomó el paño húmedo y la palangana que había junto a la enferma y le lavó el rostro de la sangre sucia que destilaban las comisuras de los ojos. Lo hizo con movimientos serenos, calmíferos, haciendo más y más profunda la quietud de Âsdre. Luego, inmóvil a un lado de la cama, dirigió hacia Alayr su pensamiento y en la imagen evocada se fundieron la Dama Adamante y la Madre de los Mundos. Suavemente, con la ternura y humildad que el devoto imprime en el imperativo que dirige a Dios o a un ángel, Usha ordenó a la fuerza regeneradora viva en ella, con un susurro:
—Da.
Creyó dormir por un instante, pero era ese lapso extraño en que uno pasa del mundo externo circundante a ese mundo interno circunferente, ese lapso en que la consciencia, al refractarse, parece flexionarse, entrar a gatas en el dominio de las cosas ocultas; sólo que ahora el instante fue largo y obscuro como el túnel por el que se llega al sueño. La alcoba era vasta y sombría como un campo agostado, y la colmaba una multitud dolorosa. Hombres y mujeres y niños abrían la boca a una llamada silenciosa, en rostros roídos sin ojos, tristes como girasoles asolados, cimbreándose con un murmullo de cañas al viento. A cada instante, brotaban de la tierra más y más figuras dolientes, como emergiendo de la tumba de sus cuerpos. Usha caminó entre ellas, nadando en la luz gris espectral. Todo límite de espacio se desvanecía; quedaba sólo la consistencia térrea del suelo; el lugar era un campo absurdo en el vacío. Más allá de la multitud ciega, Usha vio una infinidad de surcos que convergían en la distancia y, en el ángulo lejano de la cuña, una figura negra marchaba tras un percherón atezado, gobernando la reja del arado. La Descarnada era, la Cierta. Y el Miedo la envolvía.
«La estela de la aniquilación» —oyó o se dijo Usha.
Y descubrió ahora otra figura. Caminaba esta por uno de los surcos tras la lejana forma negra y no era gris como las demás, sino roja; y en su rostro no había aún dos vacíos sino dos cerezas maduras despulpándose, desjugándose…
—¡Âsdre, Âsdre! —la llamó Usha—. ¡Mira!
Mira, le dijo, mira no esto, no aquello, sino ¡mira! ¡Mira!, no ve; sino mira con tu voluntad a través de tus ojos. Por un instante, Âsdre permaneció inmóvil, sensible a la llamada de Usha, pero incapaz de abandonar el surco inexorable. Por él han marchado mis padres, parecía decir su quieta indecisión, y los padres de mis padres, y es el camino inevitable de la raza; lo que ha sido debe siempre ser; lo que ha sido será hasta el fin de los tiempos: la ley de la muerte está escrita en tablas de piedra.
Y dio un paso más, por el surco inmemorial avanzando.
—¡Âsdre, Madre! —llamó Usha ahora con voz que era un dardo al centro inmortal de la figura caminante.
En la distancia, la tierra se quejó con un crujido cuando la reja del arado tropezó con una piedra y la partió como a una de las tablas del pasado. El cielo respondió tronando y el gris crepuscular fue hendido por un rayo. Âsdre alzó el rostro a una lluvia zafiro que le limpió las cuencas de los ojos y de su espalda cayó al suelo una serpiente roja.
«Será porque nunca ha sido» —oyó o clamó Usha.
Y como si la cola de un cometa, no visto mas sentido, pasase veloz barriendo la tierra, los surcos desaparecieron y el campo doliente fue de pronto un espejo del cielo. Más allá, la multitud de formas cimbreantes se movía en silencio buscando como tallos inconscientes su luz.
Una quietud de fondo marino pesaba en la alcoba y una luz mística había entrañada en las sombras que se revelaba sólo con fugaces y doradas cintilaciones. En la cama, el despojo recuperaba poco a poco forma humana mientras Usha velaba, la casa dormía, la aurora deípara llegaba al linde de la noche larga y un viento de curación se extendía salvífico por todo el Sart, silencioso y secreto, potente como un incendio.