XXVII
Pero aquella palabra de despedida no pudo abandonar el cerco de sus labios: la espada de Leb era por el momento muy necesaria en el Cinturón Fértil y su retorno a Eben, demasiado peligroso. Elthen de Thúbal le pidió que se quedase cuando uno y otro grupo hubieron intercambiado noticias, el que llegaba de librar una batalla por la reina y el que descendía del señorío tras expulsar a la primera oleada de atacantes, mercenarios todos ellos de los nobles sarkónidas. Elthen conocía a Leb sólo de oídas, había leído algunos de sus trabajos y admiraba su intelecto; pero le sorprendió hallarlo a caballo y armado, protector de la reina, guía de aquella veintena de hombres y, según afirmaban estos, hábil y bravo guerrero. Unidos los dos grupos, sintiéndose fuertes en número y espíritu, galoparon hasta la cima donde habían quedado tantos muertos, pensando en destruir o en capturar la nave enemiga que bregara en pos de Dama Esha; pero aquella retornaba ya hacia Eben, rápida con la ayuda del aire y el río, cortando las aguas frustrada y enfurecida. Hubo entonces tiempo para alzar una pira, y los caídos de uno y otro bando ardieron. Leb rindió un homenaje silencioso a Altán, el piloto, pero también al nurtan que su propia mano venciera. Y el lugar fue llamado Monte de la Esperanza.
Ahora, sentado junto al fuego en el campamento alzado alrededor de la mansión de los Thúbal, frente al livor del crepúsculo, ahora que lo habían dejado solo un instante con sus pensamientos, Leb se sentía como un personaje de su propio poema épico perdido en el río turbulento de la acción. Sí, eso era en realidad: el creador había sido absorbido por su obra; el poeta había caído en la materialidad de su poema por la brecha entre dos versos, por ese abismo de silencio que se abre a veces entre dos líneas, dos momentos creativos, dos eclosiones narrativas, y desde cuya hondura misteriosa nos llama con susurro irresistible la voz de lo inesperado… A ella respondemos entonces con hálito contenido, con latido de expectación; pero en ocasiones también, creadores o espectadores del mundo que se desenvuelve ante nuestros ojos, somos succionados por la belleza y el elán de su torbellino revelador hasta no ser ya sino una mera partícula de nuestra propia imaginación seducida. Así se sentía Leb ahora. Y porque añoró dulcemente el trabajo en su estudio frente al Deva, la serena preparación intelectual y espiritual que precedía al descenso de la inspiración, la Visión reveladora, el minucioso tallar y cincelar sus estrofas, tomó del suelo una ramita seca, delgada como un estilo, y escarabajeó en la tierra unas palabras potentes como embriones de verso. Sonrió para sí mismo, y sólo entonces volvió a recordar dónde estaba; sólo entonces comprendió que los ojos azules que lo observaban fijamente ahora estaban en el mismo mundo que él respiraba.
—Majestad, perdón —balbuceó.
Dama Esha le regaló con una sonrisa.
—Parecías en otro universo, Lébari —le dijo—. Sólo la mirada de un niño perdido en sus sueños podría compararse con la que tenías hace un instante.
—Vos lo habéis dicho, Señora, un niño…
—Estamos distribuyendo este caldo de carne, Lébari, y me hacía dichosa traerte este cuenco.
—Oh majestad, no…
—Por favor, por favor, Lébari… No digas nada. Tómalo de mis manos. ¿Puedo sentarme aquí y compartir este momento contigo?
—Me colmaría de gozo.
Dama Esha se acomodó frente al fuego y sorbió el caldo de su propio bol. Se tornó hacia la puerta de la noche e inspiró profundamente el aire que llegaba del desierto, su antigua, vasta patria.
—Un niño, sí —repitió—. Todos los inspirados tenéis algo de niño. Al igual que ellos, sois como unos recién llegados a este mundo, lo contempláis con el mismo pasmo y os desenvolvéis en muchos casos con igual torpeza, siempre a caballo de la realidad palpable y de la realidad soñada. Por eso, Lébari, amigo, lo que no esperaba encontrar en ti era un guerrero… y un estratega.
—Tengo cincuenta y cinco años, majestad, y he vivido muchas vidas.
—Pero qué poco se sabe de ellas —repuso la reina.
—¿Acaso es necesario saber más, mi señora? Lo que justifica a un estudioso es el conocimiento que alcanza y que plasma en su obra; en cuanto a su biografía…
—Eso no es del todo cierto, Lébari. Y, además, tú no eres sólo un intelectual.
—Tenéis razón, mi Señora. Pero en ese caso debo deciros que ya es bastante que uno mismo deba cargar el peso de sus recuerdos: este es un fardo que se transporta mejor en soledad, más llevadero es cuanto mayor el silencio que lo acompaña.
Los ojos verdes de Leb y los ojos azules de Dama Esha se entrelazaron en una mirada de profunda amistad, envueltos por el aura entrañable del ocaso. Y al penetrar en ellos, al revelársele espontáneamente los secretos de aquellas gemas vivas, Leb comprendió el motivo inexpresado de las palabras de la reina.
—Veo en vos, majestad, como el rastro lejano de un veneno. La de Olpán… os habló de mí, ¿no es cierto?
—Oh sí, Lébari, trataron de envenenarme de muchos modos, y uno de ellos fue instigarme al odio contra las personas que estimo y amo y admiro. Mis oídos los llenaron de rumores y mentiras; tanto cieno vertieron en ellos que no tardaron en hacerlos sordos.
Leb miró al cielo, la última luz desjugada, la noche naciente, los astros repujando el sereno horizonte.
—Y sin embargo, mi reina, muchas de las cosas que os habrán dicho sobre mí son verdad. No les hace falta mentir para que ante los ojos de la multitud Leb Imôl-Merkhu aparezca como un traidor a sí mismo, a los ideales que tan calurosamente ha defendido en sus libros, al reino. Les basta con callar una pequeña parte de la historia.
—Como tú mismo has dicho, Lébari, en medio centenar de años hay tiempo para vivir muchas vidas. Cada vida nueva puede redimir la anterior, cada minuto puede ser el origen de un pleno renacimiento. Nada de lo que me dijesen sobre ti lograría ensombrecer la admiración que te profeso. Huí de la ciudadela para ir a ti, llena de una confianza espontánea, de una instintiva esperanza, en que tras la puerta de tu morada estaba mi salvación. Los hechos me demuestran que no me equivocaba. No necesito que destejas la trama de murmuraciones que urdieron en mis oídos contra ti, pues todas ellas fueron en su momento reducidas a la impotencia, el silencio, incluso el olvido. Pero creo sinceramente, en contra de lo que tú has dicho antes, que los recuerdos compartidos ayudan a hacer más ligero el fardo del pasado.
—Nada semejante podría hacer más ligero ese fardo, majestad. Al fin y al cabo, ¿no es un símbolo de otro mayor, el propio destino del hombre, que arrastra el carro viejo de los frutos de su ignorancia? Pero, pensándolo mejor y teniendo en cuenta las cosas que están aún por llegar, sí creo que la historia de Leb debería abandonar la protección de las sombras que la han envuelto hasta ahora y quedar al alcance de aquellos que han sido sus compatriotas durante todos estos años. Y no porque él merezca de ningún modo que se cuente su vida, ni para bien ni para mal, sino porque no dejo de pensar que quizás haya en ella alguna enseñanza útil para los días futuros.
Leb había hablado con los ojos entrecerrados, mirando muy atrás, al horizonte del tiempo. Cuando tornó a abrirlos y a aceptar en ellos las formas inmediatas de este mundo, vio que la reina y él se habían convertido en el centro de atención de un círculo silencioso cuyo centro físico era la hoguera: hombres y mujeres enhechizados por sus palabras se sentaban alrededor de las altas llamas, escuchándolos, atraídos a su historia como al fuego las volvoretas. Más allá, en otra parte del campamento, un pequeño grupo se había reunido a rasguear instrumentos melancólicos semejantes a laúdes y, sin saberlo, a vestir con música la historia del hombre de las dunas.
Leb paseó sus ojos por el círculo que atendía sus palabras; distinguió a Elthen, hermoso entre sus hombres, inconfundible aun en su deseo de pasar desapercibido, fuente de la que Mírthen y Bâldor bebían su inspiración; vio a Bâlmar, de rostro franco y corazón rebosante de lealtad; vio los ojos hondos, los rostros bellos, los brazos fuertes de los hombres y mujeres del señorío…
—Sí, ¿por qué no…? —dijo.
Y apenas realizado el gesto interior de consentimiento que desellaba su memoria, sintió como si la noche fuese una puerta abierta, y una dulce brisa soplase a su través, sobre todos ellos, aunándolos en las ondas de una emoción entrañable. Como si les hablase de cosas que no le atañesen directamente, cosas de personajes muy lejanos, Leb les contó la historia de la ciudad perdida de Merkhubâl, que muy pocos conocían; les habló del sheik que la alzó como un desafío a los vivos y a los muertos, su padre, de quien Leb era el primogénito; les habló de la locura de aquel hombre extraño, de cómo puede construirse una vida de mentira en mentira, destinada desde el principio a su inevitable, miserable final…
—Prudente y sabio se soñaba el sheik, fuerte y libre —comentó Leb mientras unos albogones se unían a la música de los laúdes—. Pero toda su prudencia consistía en su temor a hablar en presencia de inteligencias superiores a la suya; su pretendida sabiduría, en no seguir más consejo que el de su apetito; su fuerza era en realidad los aspavientos escandalosos de una debilidad temerosa u ofendida; su supuesta libertad tenía como alcahueta a la mentira. Y, sin embargo, ejercía una rara fascinación sobre las gentes: los hombres resaltaban en él su porte marcial; los siervos veían en él un dueño temible; las mujeres, un infante siempre perdido y de cariño hambriento.
Hablaba con la calma de un maestro, con la distancia de un físico que disecciona un cadáver desconocido. Describió los caracteres principales de esta primera parte de su historia, demostró cómo las últimas consecuencias, la guerra y la ruina y la esclavitud de los hombres y mujeres sobrevivientes de la tribu, devenían forzosamente de aquellas configuraciones primeras. Hizo notar cómo, mientras recorrían la larga cadena de causas y efectos, los trágicos resultados últimos habían avanzado dando señales inconfundibles de su arribar. Puso en evidencia los pequeños y los grandes engaños con los que un corazón débil se hurta al pequeño dolor inmediato para caer inexorablemente en un dolor mucho mayor y más desastroso, aunque al principio parezca lejano.
—Hay en esto, creo —dijo con distancia y neutralidad—, una interesante enseñanza: si la Verdad no fuese más que una noción ética, no habría gran dificultad en huir de ella: costaría el mismo esfuerzo que escapar de los alguaciles del rey. Pero es más, la Verdad es lo que ES, la realidad esencial de las cosas, el alma del mundo, lo que este mundo se esfuerza en manifestar, sin saberlo y errando mientras intenta emerger del torpor de su inconsciencia. Pero ha de llegar a ella como el niño llega a su madurez. Y cada una de sus aproximaciones es como el soplar de los vientos del Espíritu arrasando las edificaciones de la mentira, consentidas temporalmente como refugio contra los rayos irresistibles del Sol Supremo, pero abocadas a su inevitable derrota final.
Leb evocó las columnas de humo y de fuego que se alzaron en la ciudad del sheik, sitiada por las tropas de sus acreedores; pintó con rasgos vivos, descarnados, las lluvias de ceniza y los torbellinos de arena que la recorrieron, las cimitarras que surgían de pronto de la tormenta para descabezar, apenas destellos en el aire gris y canela, denso e irrespirable, despertando las alfaguaras de la sangre; o los rostros endiablados que con un rugido se arrojaban de un caballo oído mas no visto en la roja niebla, en la niebla ocre, para caer sobre hembra, adolescente o niño y descargar en ellos la lava sucia de su deseo bestial… Y tan vivos, tan descarnados eran estos rasgos, que su audiencia comprendía a Leb aun cuando este, sin percatarse siquiera, se deslizaba hacia su lengua madre como si sólo con esta herramienta pudiese dar cuerpo a aquel viejo horror; y las imágenes conjuradas eran tan poderosas que trascendían las palabras.
—Y, de pronto —dijo—, aquel muchacho de once años que era Leb dejó de ver todas estas figuras fragmentadas del espanto, toda la multiplicidad de estos fenómenos brutales, para contemplar la unidad original que los hacía emerger, su fuente monstruosa y fascinante. Y vio danzar a la Muerte, bella en su brutal desnudez, una novia negra del Espíritu. No hubo ya más que el movimiento musical de sus innumerables brazos, la armonía cintilante de sus sables girando en círculos de aniquilación, su canto único y revelador que en el prisma del oído humano se partía en haces sonoros de estruendo y de clangor y de alaridos horrísonos; sus labios encarminados mosteando sangre sobre su larga lengua golosa; el baile de sus pies veloces, feroces, sobre alcatifas de cuerpos eviscerados; sus ojos grandes de ineluctable seducción, su melena de híspido fuego, sus altos pechos firmes que amamantan leviatanes…
Entre este instante teofánico y su marcha a través de las sedientas arenas con el cuello borneado por la cadena de la esclavitud, había una grieta de obscuridad insalvable para su memoria. De su padre no supo nada más, ni del resto de su familia; sólo a su hermana reencontraría años más tarde convertida, de antigua esclava de un general de Sarkón, en la ennoblecida y adinerada Elva de Olpán.
Incomprensiblemente, el niño llegó vivo al otro extremo del desierto, paso a paso con las plantas de sus pies quemadas tras las patas perezosas de un dromedario. Allí fue vendido a Krissa, la reina-maga, que entre humeantes dunas tenía su negra pirámide y fortaleza, bastión de un reino domado con cetro terrible. Allí vivió un año, instruido por el látigo. Y pasado este formó parte del cortejo que Krissa se llevó a Mâurwanna, y vio a la reina-maga morir por la espada de Alayr y contempló con mudo asombro incrédulo la revuelta de las gentes de la capital. Si entonces hubiera comprendido quién luchaba contra quién y por qué se luchaba, acaso habría podido huir de sus negros amos, pero la confusión lo atenazaba. Acabada la rebelión fue devuelto a las profundidades del desierto, y sirvió a un nuevo dueño que en dureza y crueldad no se dejaba superar por la anterior. Con quince años, lo acompañó como escudero en las guerras imperiales, que vieron la caída de tantos pueblos. Y después, tras él, formando parte de una columna de titanes derrotados, llegó al volcán que sería su morada durante nueve años, hasta que huyó y fue maldecido.
Leb describió la vida en el volcán, pero ahorró muchos terrores, y de los misterios iniciáticos habló sólo superficialmente. Mostró su cicatriz nurtan y explicó el matrimonio con la Muerte que esta significaba, y que culminaba el largo noviazgo inaugurado con la visión reveladora en el día de la caída de Merkhubâl. Reveló la identidad del amo de la montaña de fuego, el maestro de los Misterios del Escorpión, y su aparición en Eben como Abdalsâr, pero calló los objetivos últimos del Rishi Negro.
—Quizás os preguntéis —concluyó el hombre del desierto— qué incitó a aquel Leb de veinticuatro años, ya un caballero nurtan, a huir del volcán y nacer a ideales nuevos. Sólo puedo responderos y responderme esto: aun sin saberlo yo mismo, en mi interior fui siempre libre de los vínculos que me habían sido impuestos. Y poco a poco, despertó en mí la consciencia de que mi tránsito por la obscuridad había sido un camino deliberadamente escogido por mi alma para servir mejor a su tarea divina: la niebla cayó entonces de mis ojos de golpe, y mi honda noche miserable fue barrida por el viento de una aurora boreal.
Y Leb cesó, y un profundo silencio recibió sus últimas palabras.
Dos horas de la noche habían pasado. Hacía rato ya que callaran los laúdes. De la tierra ascendía un olor de frescura, como el lento cuajar del rocío, y los dioses movían las bielas del tiempo haciendo rotar las esferas, alhajando los cielos. Poco a poco todas aquellas almas que habían escuchado al narrador migraron de la historia de un solo hombre para retornar a cada historia individual. Y cuando cada corazón se halló nuevamente en sí mismo, comprendió que algo, aún indefinido, había cambiado en su interior: a través de las palabras y las escenas evocadas, algo inmaterial les había alcanzado y afectado a todos, a cada uno de distinto modo, pero siempre transmutándolos.
La alborada llegó suavemente después de sueños preñados de misterio.
Pero la armonía con la que habían transcurrido las últimas horas no podía durar mucho tiempo. Apenas fue visible el disco anaranjado del sol sobre la línea lejana del desierto, llegaron los exploradores y mensajeros que Elthen había enviado a distintos rincones del Cinturón Fértil.
—La agencia del banco en Naor ha sido atacada y destruida —comunicó uno de ellos al consejo de guerra formado por los Thúbal, la reina, Bâlmar y Leb.
—¿Se sabe algo de Ébenim el-Naorí? —preguntó Elthen.
—Nada —respondió su explorador—. Pero algo es seguro: no fue hallado ni un solo hombre en el edificio cuando las tropas de la fortaleza lo asaltaron.
—Y tú, ¿qué puedes decirme? —interrogó Elthen a otro de sus hombres, llegado de la mitad Sur del Cinturón.
—Los Samïr y los Shweta no se nos unirán. Dicen que todo esto pasará, que la violencia puede ser evitada, que no se trata más que de intrigas palaciegas, que si aguardamos lo suficiente nada de esto llegará a afectarnos.
—Ya —respondió el Thúbal con cierto despecho—. ¿Y el resto?
—Ahora que el desastre está encima —contestó el hombre—, reina la indecisión.
—Está bien, amigos —concluyó Elthen—, podéis retiraros. Pedid de comer en la mansión. Las cocinas están abiertas para todo el que lo necesite.
Se tornó entonces hacia sus compañeros y los contempló uno a uno en silencio.
—Bien, ¿cuál es el siguiente paso? —pregunto Mírthen. Elthen tardó unos instantes en contestar.
—Os diré lo que pienso —comentó al fin—, doscientos hombres no son una fuerza que pueda enfrentarse en campo abierto a las tropas de Naor. Nos doblan en número y están mucho mejor armados. Lo mismo ocurre con las de Assur. Si las sumamos, nuestra situación no parece muy airosa… a menos que unas cuantas familias comprendan a tiempo lo grave de la situación. No podemos atacar el grueso de sus tropas, pero tampoco podemos esperar inactivos a que se cierre sobre nosotros la tenaza. Propongo por ahora asaltos puntuales y muy bien calculados. Y más tarde, quizás, cuando el ejército se cierna sobre nuestras tierras, una defensa desesperada del señorío.
—Desesperada no —repuso Leb—. Por el contrario, llena de esperanza.
—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en atacar nuestras tierras? —inquirió Bâldor—. Al fin y al cabo, las tropas de Naor no necesitan más de medio día para llegar hasta aquí.
—Es cierto —respondió Elthen—. Debemos confiar en la suerte… o en la Gracia. Pero yo creo que después de lo de ayer cuidarán mucho sus pasos y, si pueden atacarnos con mil hombres, no lo harán con cuatrocientos. Estas tierras no son inexpugnables, desde luego, pero para ellos suponen una desventaja. Los Olpán perdieron aquí doscientos mercenarios ayer por la mañana; quizás deberíamos aprovechar esta debilidad suya momentánea y correr sus dominios.
—Una victoria en tierras de Olpán animaría a los indecisos —añadió Mírthen. La reina, Bâlmar y Leb asintieron.
—Entonces no esperemos más —terminó Elthen.
Elthen tomó setenta hombres y dejó el resto en sus tierras, a las órdenes de Bâldor. También la reina habría de permanecer en el señorío de Thúbal, protegida por la veintena de soldados leales que se habían convertido en su guardia personal. Pero Leb se unió a la partida guerrera y su presencia colmó de alegría a los bravos que marchaban hacia el Sur.
La mesnada del Thúbal no tomó el camino real que cruzaba de extremo a extremo el Cinturón Fértil, sino que avanzó campo a través, desplegada en un abanico de varios grupos pequeños. Unos cuantos exploradores los precedían estudiando el terreno y averiguando hasta qué punto hallarían resistencia al cruzar tierras ajenas. Pero la marcha fue discreta, nadie les salió al encuentro y, si sus movimientos fueron observados desde lejos, no supieron que se diera ninguna alarma. Caía la tarde cuando los hombres de Elthen alcanzaron el ancho canal que marcaba el límite Norte de las tierras de Olpán. El abanico se cerró, los grupos fueron convergiendo y la mesnada recuperó su forma original. El flujo de las aguas no era demasiado alto y pudieron cruzarlo a caballo, sin necesidad de buscar uno de los puentes que lo salvaban en aquella parte del territorio. Una vez al otro lado del canal, pudieron lanzar la vista por la amplia planicie desnuda, por los dominios que tan vulnerables parecían al anhelante palpitar de sus espadas. El sol flechaba la tierra pajiza con sus últimos rayos cárdenos y, más allá de unos cerros lejanos, ascendían los humos lareros de una aldea en cimbreantes columnas; aun algo más al Sur, estaba la mansión de Olpán, sus cuadras bien abastecidas, su armería y los poblados barracones de sus mercenarios.
—¡Mirad! —exclamó el menor de los Thúbal—. ¡Allá en los cerros! Nos han visto; vienen hacia aquí.
Sendas partidas de hombres a caballo descendían por las laderas septentrionales de dos cerros separados para galopar al encuentro de la tropa invasora. Sumados, serían cerca de cien jinetes. Pero algo en su actitud llamó la atención de Elthen.
—Quietos —ordenó a sus guerreros cortando todo movimiento—. No os mováis. Creo que nos han confundido.
—Quizás esperan a otro contingente de mercenarios —supuso Mírthen.
—¿Desde el Norte? —dudó Leb—. ¡Extraño! Estas gentes tienen su cantera en el desierto y en Eben, no en el Norte.
—Una familia, quizás —tornó Mírthen—. Deben de estar esperando aliados.
—¿Familia? ¿Qué familia? —repuso Leb con un presentimiento repentinamente sombrío—. ¿Qué familia del Cinturón se aliaría a los Olpán?
—¡Esa! —respondió un hombre de la mesnada señalando atrás, por encima de la grupa de su caballo.
Todos se volvieron hacia el Norte, hacia los caminos por los que ellos mismos habían avanzado. A unas dos millas del canal avistaron una partida de jinetes semejante en número a la suya. Comprendían ahora que aquellos habían marchado pisándoles los talones, silenciosos, inesperados, aguardando este momento en que los Thúbal se hallarían atrapados entre las dos huestes. Aquellos hicieron sonar entonces estridentes caracolas y un himno fatal inflamó el aire doloroso.
—¡Es el toque de los Shweta! —protestó Mírthen.
—Traidores —dijo Elthen casi en un susurro y con una media sonrisa pintándole de maliciosa ironía el rostro.
Los mercenarios de Olpán se detuvieron en seco, ominosos. Por fin, entrechocaron blocas y aceros en señal de que habían comprendido.
Más allá del Cinturón Fértil, del ancho Deva, de la capital doliente, el sol se desjugaba sobre las cumbres heladas del Swar. Y el crepúsculo era ferozmente hermoso.