XXVI

Las dos sombras se deslizaron por la calleja estrecha, bajo la lluvia fina, muy juntas, pegadas a las paredes, disueltas en la noche sin luna, evitando el resplandor difuso de algún fanal aislado. Aun así, el oficial responsable de la vigilancia nocturna en aquel sector de la ciudad las vio, impartió órdenes a los cuatro hombres de su patrulla y corrió tras ellas. Los guardias se dispersaron. Las sombras comprendieron que enseguida estarían cercadas y que no podían escapar; si aún tenían una posibilidad de salvación, esta era otra. Se dejaron alcanzar por el joven oficial y este se extrañó. No les gritó que se entregaran ni que arrojaran sus espadas, evidentes bajo las capas de los desconocidos, pero se acercó a ellos con cuidado sumo y con su acero desnudo en la mano.

Pero aquellos ojos, los ojos azules de la figura embozada que le miraron… a la vez implorantes y serenos, delicados y regios, maternales y profundos. El extraño mostró de pronto su rostro.

—¡Señor de los cielos! —exclamó el oficial.

La otra figura, más alta y corpulenta que la primera, también dejó caer el embozo.

—¿Nos ayudaréis entonces, oficial? —interrogó con premura. El oficial miró inquieto alrededor, sin saber qué hacer.

—Estarán aquí en un instante —dijo temblándole el labio.

Oyeron las carreras de los guardias, ruido de metales y botas sobre la tierra mojada de la calle llegando desde cuatro puntos distintos. Pronto estuvieron allí, las dos figuras rodeadas por cinco hombres diestros y bien armados.

—¿Es ella? —preguntó desde detrás de los detenidos alguien que llevaba la ofensa en el tono de su voz.

Se adelantó para comprobarlo por él mismo. Pero el oficial, como en un arranque de locura, alzó su espada rabiosa amenazando traspasar con ella a la más débil de las dos figuras en sombras.

—¡No! —gritó el que acababa de preguntar y se arrojó al loco para detenerlo.

La espada le atravesó el cuello de parte a parte. Ahogado en acero y sangre, recibió mudo la muerte, con los ojos muy abiertos pero ciegos, sorprendido más que solemne. El oficial le ayudó a caer al suelo sin ruido. El resto de sus hombres contempló el acto sin demasiada extrañeza, como si se tratase del sacrificio de un carnero largo tiempo esperado.

—Majestad —dijo entonces el oficial—, hemos tenido mucha suerte de que en esta patrulla hubiese sólo uno de los hombres de Ranza. No es lo más común. Están por todas partes. Yo… Apenas puedo creer…

—Gracias, Bâlmar —respondió Dama Esha—. Sí, puedes creer y debes creer. Es a mí a quien buscan. Yo soy esa espía peligrosa del desierto que ha llegado en las alas de sus rumores… Y necesito tu ayuda, oficial; necesito vuestra ayuda, soldados.

—¿Qué debemos hacer, Señora?

—Tengo que salir de Eben —dijo la reina—, hallar refugio con gente amiga y dirigir la recuperación del reino. Nuestra esperanza era llegar al puerto y apoderarnos de uno de los bajeles reales.

—Tenéis más amigos de los que imagináis aquí en Eben, mi Señora —repuso el oficial—. La mayor parte de las tropas ignora que estéis oculta, que os quieran secuestrar. Si…

—Ya he estado secuestrada, Bâlmar, y casi dejo en ello la vida. No todos los oficiales me conocen como tú ni yo los conozco. Muchos piensan que soy la responsable de los cambios y eso les duele… y empiezan a odiarme. Levantar a los fieles en la ciudad no sería tan fácil como imaginas. Pero es necesario que la tropa sepa, que todo el ejército capitalino lo sepa y que cada uno se sitúe en el lado que le dicte su egoísmo o su conciencia. Tú puedes hacer esa labor, Bâlmar. Pero ahora, ayúdanos a salir de aquí.

El oficial contempló el muerto a sus pies. Limpió en las ropas del caído la hoja de su espada. Desprendió del cinturón del hombre el frasco de batl, la fuerte bebida fermentada y enebriante en una pequeña redoma de vidrio recubierta de cuero, y derramó todo el contenido por su boca abierta en un grito mudo, por su rostro yerto. Buscó su bolsa entre los pliegues del ropaje, la vació de monedas y arrojó lejos la funda de vitela. Se miró por fin las manos y las halló libres de sangre, habitadas por una muerte callada e invisible.

—Vamos.

El grupo descendió la calle con la reina y Leb en el centro, como si los llevasen presos. El orvallo continuaba, pero Dama Esha gozaba de él, del aire de la noche, de la proximidad del río y la música calma de sus aguas. Desde que huyó de la ciudadela habían pasado siete días; siete días de reclusión absoluta, de ocultamiento en el depósito subterráneo de la casa de Leb, cuya humedad y cuyo olor, a pesar de los esfuerzos inefables de su amigo, nadie podría describir porque no existían en ordumia adjetivos adecuados para ello. Cada uno de esos siete días había ahogado en lluvias desbocadas la esperanza de partir; el Deva había descendido crecido y turbulento y tramposo; y la vigilancia de las calles se había hecho más descarada y rigurosa. La ciudad cambiaba rápidamente, le había dicho Leb, que dejó en tres o cuatro ocasiones su morada por breve rato y caminó y observó. Las calles habían perdido su vida natural; aumentaban en ellas los mendigos, vagos y arrimones. Los ebénidas estaban confundidos; se hablaba de desapariciones, muertes, registros, destituciones en la guardia real y el ejército, cambios en la cúpula del reino. Se temía por la reina o se la odiaba, según se la creyese o no responsable de lo que estaba ocurriendo. Hablara de lo que hablara, la gente bajaba la voz cuando veía acercarse a alguno de los innumerables grupos de soldados o de hombres armados que transitaban las calles. La Academia de la Lengua había extremado la censura, aunque cada vez mostraba mayor lenidad con la contaminación mâurya del ordumia vulgar y literario; su intransigencia y su política de castigos pecuniarios y corporales crecían, es cierto, pero dirigidas ahora contra el contenido del lenguaje y no contra sus formas; en las últimas semanas, su mayor logro lingüístico había sido incorporar al dialecto ebénida el concepto subversivo. El templo ganaba fuerza cada día; la jerarquía eclesiástica también había sufrido cambios, pero pocos e intrascendentes, lo que demostraba su versatilidad para adecuarse a casi todo tipo de política, mientras no lesionase sus intereses inmediatos; a la nueva la bendecía con loas jamás oídas aún en boca de los clérigos, y el nuevo visir del reino respondía a los cumplidos asistiendo cada día al culto rodeado de su familia grande y santa, y de los nobles de su partido. Algunos ancianos, al ver pasar al visir por la Avenida Principal, con su tripa pesada sobre piernas enclenques de flamenco y su rostro de mono viejo bajo la calva, murmuraban que habían vuelto los tiempos de Sarkón. Chur de Olpán era repugnante y tiránico, pero en su carroza y rodeado de su guardia se sentía sobrehumano. Si no hubiera nacido en una familia rica y no se hubiese casado con una mujer implacable, habría sido bufón. Elva lo sabía y lo trataba como si en realidad se hubiese cumplido en él ese destino; él lo sabía y trataba al mundo con desprecio arrogante, y un corazón alacranado por las vivencias de un destino azarosamente esquivado. Sólo con sus niños el endriago se volvía hombre y entrañable; verlo entonces era creer en los milagros, con su sonrisa plácida en su boca enorme humanizando su faz de simio. Su nombre verdadero era Eukón, que en dialecto de Zuria, por una de esas paradojas de la vida, significaba «bien formado»; pero Elva lo llamaba Chur, que en dévico es «ladrón» y en ordumia «pizca». Nadie sabía de qué era la «pizca», aunque ciertamente de nada bueno. A pesar de ello, el grotesco nombre había trascendido.

Llegaron al puerto. La lluvia arreció un instante para volver a perder fuerza y en el Oriente viborearon esplendorosos fucilazos seguidos de truenos inmensos. Leb y Dama Esha cambiaron miradas evocadoras: fueran las que fueran las protestas de los cielos, había que dejar Eben aquella misma noche. Apenas alcanzaron los muelles y empezaron a caminar por ellos, vestidos con la luz mortecina de fanales en los que aún ardía un corazón de luz tras la frágil coraza de cristal, golpeada por el viento y por la lluvia, un grupo de hombres fue emergiendo de diferentes barcas amarradas al sólido cai de piedra que penetraba en el río. Aburrimiento, hosquedad y arrogancia pintaban sus rostros.

—Son los nuevos centinelas —susurró Bâlmar—. No habrá truco que nos valga. Me temo, Señora, que sólo hay una forma de que consigáis ese bajel: acabando con ellos y yéndonos todos juntos. Preparaos —dijo a continuación a sus hombres.

—¿Dónde están la guardia del puerto y los bateleros de la reina? —murmuró Leb.

Pero los hombres estaban cerca ya y Bâlmar no respondió. Eran ocho, con largos cuchillos al cinto, en la mano espadas y aspecto ceñudo de bandidos.

—¿Qué traéis ahí? —preguntó con sorna el que lideraba el grupo.

—Un regalo para Ranza —respondió el oficial clavando sus ojos en los ojos de tigre que le traía la noche y acelerando el paso hacia el hombre que iba a matar.

—Señor Ranza —corrigió el centinela.

—Sí, señor… ¡del muladar! —gruñó Bâlmar, y desenvainando rápidamente la espada tendió la punta del acero hacia el cuello enemigo.

Pero el mercenario fue más veloz. Había percibido la actitud anormal del militar y, aun antes de eso, había olisqueado rareza en la compañía que venía a su encuentro. Manejó con prontitud y destreza su cuchillo para bloquear el ataque del arma rival al tiempo que desnudaba su espada para romper el vientre desprotegido de Bâlmar. Sólo el alfanje negro de Leb salvó al oficial. Dejó su funda con un grito de pájaro y cruzó invisible el aire de la noche; cortó el ataque enemigo, desarmó la mano derecha del hombre y abrió una puerta para que la hoja de Bâlmar entrase en la carne tensa.

—¡Aquí los leales de la reina! —gritó este entonces.

Las espadas chirriaron bajo los truenos. Un grupo de guardias reales y remeros surgieron de los barcos amarrados en el extremo del cai; al principio no comprendían qué ocurría ni quién luchaba contra quién.

—¡Por la reina! —volvió a gritar Bâlmar.

—¡Eh! Ese es Bâlmar —exclamó uno de los remeros.

—Pero ¿qué hace? —musitó otro.

—¿No lo ves? —repuso uno de los guardias reales—. ¡Darles fuerte a los perros de Ranza! —y corrió hacia el lugar del combate.

Los mercenarios no tardaron en verse rodeados por una fuerza que los doblaba. Una y otra vez trataron de alcanzar con sus estocadas a la desconocida que tan bien protegían la guardia y el misterioso guerrero de la espada curva, pero no lo lograron: los ataques del alfanje negro eran mortíferos, e impenetrable su defensa. Fueron cayendo uno tras otro, salvo uno, que luchaba con rara maestría. Pronto fue evidente que el ruido de la contienda en el puerto había alcanzado la ciudad. Una fila de antorchas descendía desde la puerta oriental, visible a través de la neblina aún rala que ascendía del Deva. Al ver las luces aproximarse, el hombre de Ranza cobró ánimos, abatió a uno de los guardias de Bâlmar, rompió el cerco y huyó hacia las calles por las que se apresuraba la nueva compañía. Bâlmar se volvió hacia él. Soltó de su cinto una pequeña daga y entrecerró los ojos. El hombre alcanzaba ya el límite del puerto, un tiro de arco lo separaba del cuchillo del oficial, apenas un contorno humano en las sombras más allá del espasmo lumínico de los fanales, envuelto en serpentinas de niebla y orvallo. Durante unos instantes, Bâlmar pareció ausente, como pesando en su mano derecha la muerte que habitaba la hoja del puñal. De pronto lo lanzó. El arma voló, cruzó la obscuridad con remolinos de hélice, portadora del hado. El otro extremo de la noche devolvió un chasquido, la caída atropellada de un cuerpo, su silencio. Pero más allá de él avanzaba temible la algazara enemiga.

Bâlmar contempló fijamente a los hombres de la reina y el río. No había tiempo que perder.

—Dama Esha os necesita —les dijo mostrando a la mujer que había permanecido hasta ese momento arrebozada tras las espadas protectoras de su guardia.

Las sombras y el aspecto de la reina, tan distinto de como lo recordaban algunos de ellos, no les facilitó el reconocerla. Pero querían hacerlo. La reina era su esperanza.

—Dama Esha nos tiene a sus órdenes —dijo enseguida uno de los oficiales del puerto.

—Entonces al río. ¡Vamos! —gritó Dama Esha viendo que las luces llegaban ya al muelle. Todos corrieron hacia uno de los barcos reales, una nave afilada de quince remos por lado y un palo, que acostumbraba a hacer de correo entre Naor, Eben e Ishkáin. Las espadas cortaron las amarras, los remeros saltaron a sus bancadas y batieron las aguas, el bajel hizo una rápida maniobra y aproó el centro del Deva, pujando con una corriente intranquila. Saetas lo buscaron, ciegas en la calina creciente y arrojadas por ballestas nerviosas; algunas picaron el casco, agotando en él su letal gemido cimbreante.

—¡Al Norte, bogad al Norte! —gritó Leb.

Y la nave se deslizó trazando un arco hacia las lejanas fuentes del río, ágil y hermosa como un salmón salvaje. Los remeros batallaron, eran ocho por lado, pero no tardaron en unírseles el resto de los hombres, salvo el piloto. Los soldados de la guardia, los oficiales y Leb no dudaron en participar en la lucha contra el agua fiera y crecida. Era imposible saber si les seguía otro barco, la niebla se cerraba tras ellos y no había más sonido que el del agua batida y la turbulencia. Pero el piloto los guiaba bien, conocía todas las voces, las astucias, los peligros, los humores, las mañas del río, y aun ciego habría podido gobernar el timón. Durante media hora lo demostró sin lugar a dudas; después la niebla raleó, la espesura del cielo escampó y emergieron a una noche más clara, con estrellas límpidas y un rastro de luna en el finísimo retajo blanco de la uña de un dios, caído en el humeral del cielo.

Aliviados, los fugitivos comprobaron que no les perseguían y hubo un instante entonces para que Leb explicase la situación a los hombres de la reina. Amargamente, aquellos comprendieron todas sus implicaciones: la inevitabilidad de la guerra civil, el peligro de represalias que corrían ahora sus familias en Eben y la dureza de los tiempos por venir. Pero en sus corazones se sentían dichosos por el privilegio de servir a su Señora en esta aventura.

—Tenéis toda nuestra lealtad, majestad, hasta el último momento, hasta la última gota de nuestra vida —dijo Bâlmar en nombre de toda la tripulación, tendiendo hacia la reina la empuñadura de su espada.

—¡Y yo la tomo! —respondió la reina con una voz potente sobrepujando la fragilidad de su figura—. ¡De vosotros la tomo hasta el final, los mejores y más fieles de mis gentes!

Pero de pronto uno de los nautas interrumpió la solemnidad del instante.

—¿Qué es eso? —exclamó, y a sus palabras siguió un silencio quieto de expectación, molestado sólo por la voz del río y el ruido cortante de naves sobre las aguas.

—¡Lanchas! —gritó otro de los navegantes—. ¡Una desde cada orilla del río!

Sigilosas como caimanes y veloces, apenas perfiles extraños en la noche azul, avanzaban hacia el centro del Deva. El bajel real retomó toda la velocidad que podían darle sus remos contrincando con las aguas, y las lanchas, entonces, viraron ligeramente, formando una cuña para interceptar la derrota enemiga. Una flecha prendida voló desde una de las naves rapaces, aún muy lejana para dañar a su presa pero inquietándola con el paseo jactancioso de las llamas por la opacidad del aire. Cuando el ave de fuego y hierro se perdió en el agua, la reina sintió un estremecimiento de temor, no por sí misma sino por sus hombres; pero el voto de lealtad que acababa de recibir implicaba este y otros peligros: habían puesto la vida a sus pies y… por primera vez ella se preguntaba si era digna.

Otras dos flechas volaron. Esta vez, el fuego cayó más cerca y se apagó quejicoso en el río. Mientras, la cuña se cerraba y se hacía evidente que el bajel real quedaría atrapado en ella. Era necesaria una estrapada más intensa, poderosa, veloz, constante… pero Leb, que a pesar de su edad había bogado hasta ese instante con una fuerza ejemplar, despertando el amor propio y la sana competencia del resto de los hombres, parecía exhausto más allá de sus fuerzas, cabeceando en su banco, con el tronco encorvado sobre su fláccido remo. La reina lo contempló desde su lugar en la popa con preocupación y también con extrañeza.

Gritos de triunfo se alzaron en las lanchas, cuando ya nadie dudaba de la inminente captura; gritos que multiplicaban el poder y la cifra de las voces, y que arrastraban los leales al desánimo. Otras flechas en llamas llovieron, esta vez junto al casco, alardeando de poder alcanzarlo. Sin embargo, la consigna no era destruir sino amedrentar; querían viva la presa.

De pronto, en la lancha de babor se oyó un crujido, un hombre gritó de dolor, una de las flechas encendidas se clavó en la proa misma de la nave y el fuego se expandió con rapidez. El piloto del bajel real no comprendió al instante lo que ocurría, pero sintió como si una voz le susurrase directamente a su oído interior, en pocas palabras claras, todo lo que necesitaba saber. Movió rápidamente el timón y gritó la maniobra, viró a babor y, pasando a medio tiro de arco por delante de la nave herida, atravesó la línea libre de la cuña aún abierta. La otra lancha quedó pronto a popa. Las flechas volaron de nuevo, sin vanos alardes ahora, vengativas; pero, mientras el bajel siguió a tiro de la segunda lancha, dio la impresión de que una mano invisible las apartaba. Leb se movió como borracho sobre su remo, poco a poco enderezó el tronco, abrió los ojos y se puso a bregar como los demás… con más fuerza incluso. La distancia entre la nave real y la lancha creció, y la noche la encortinaba. Luego, cuando los hombres de la reina se sintieron seguros, retornaron a un ritmo más calmo. Aunque el aire era frío, sudaban profusamente. Poco a poco fueron calmando sus resuellos.

La reina caminó entre las bancadas de los remeros y se sentó junto a Leb.

—¿Me dirás cómo lo has hecho, Lébari?

—¿Qué, mi Señora? —respondió aquel como surgiendo de un sueño.

—No disimules conmigo, Lébari. No había forma humana de salir de la trampa, pero tú hallaste el medio. Me fijé en ti. Parecías exhausto, pero no era eso… ¿Me equivoco?

—No os equivocáis —le confirmó Leb en un murmullo—. Pero en el fondo esos medios son también muy humanos. No hay ninguna magia en ellos cuando se conocen. El aspecto exterior de las cosas no es el único, sino el más vulnerable, el que acostumbra a sufrir las consecuencias de los cambios en las dimensiones interiores de la realidad. Es lo que he hecho, mi Señora, observar interioridades, descubrir posibilidades, atar hechos y crear resultados. Una madera débil en el fondo de una lancha y el mal paso de un hombre pueden convertirse en un accidente grave, cuando el hombre es un arquero y tiene una flecha prendida tensa en el arco. No hay misterio en ello, mi reina; la intuición halla las posibilidades ocultas y el camino hacia ellas, la voluntad las mueve, las concatena, igual que en cualquier tarea humana… sólo que en este caso es necesario ser consciente también de las formas y vidas secretas de las cosas.

La reina no comprendió a Leb, pero le creyó y agradeció aquellas palabras, que aumentaban la confianza en su salvador y en su propio destino.

No descansaron los hombres aquella noche, pero su navegación se hizo más tranquila a medida que avanzaban las horas. El Deva se serenó y de sus perseguidores no hubo más señales. Al amanecer, con una aurora rosa y gris extendiéndose sobre el desierto lejano, se acercaron a una pequeña playa en la margen oriental del río. Un muro de vegetación alta y tupida la separaba de los caminos del Cinturón Fértil y a unas pocas millas hacia el interior comenzaba el señorío de Thúbal. La nave ancoró a distancia prudente de la orilla y, cuando reposó balanceándose suavemente en el agua undosa, entre jirones de tenue bruma matinal, la reina, Bâlmar, Leb, dos oficiales y el piloto, se reunieron en la popa.

—Deberíamos enviar un grupo al interior, avisar al señor de Thúbal, pedirle escolta para la reina —dijo uno de los oficiales—. No sabemos cuál es la situación aquí.

—Cuatro hombres —respondió Bâlmar—. No hacen falta más. Yo conduciré el grupo.

—Eso exigirá todo un día en el mejor de los casos —repuso Leb—. No me gusta la idea de permanecer un día entero en este lugar. Podéis estar seguros de que hoy habrá por lo menos media docena de barcos registrando todas las calas, fondeaderos y embarcaderos del Deva.

—Quizás no lleve tanto tiempo conseguir transporte y hombres del Thúbal —volvió Bâlmar—. Las primeras aldeas del señorío están a diez o quince millas de aquí. Tendrán caballos y tendrán noticias de su señor. A media tarde podríamos estar de vuelta con refuerzos. El barco se ocultaría allí, ¿veis?, un poco más al Norte. Allí el agua es profunda junto a la orilla y los árboles descuelgan su ramaje hasta el río. La compañía podría refugiarse ahí al lado, en aquella loma arbolada. Somos veintitrés hombres, me llevaré uno solo, quedáis veintiuno para proteger a la reina.

Durante un instante, los seis valoraron el plan de Bâlmar en silencio. No hubo voces en contra. El oficial halló en las miradas de sus compañeros el consentimiento tácito y llamó a su hombre.

—Bâlmar —le detuvo Dama Esha—, llévate al menos dos soldados contigo… Al menos dos.

Los tres hombres saltaron al agua de inmediato y bracearon hasta la orilla, se ataron el cinturón en bandolera y fijaron sus espadas a la espalda para poder correr sin estorbos. Rápidamente se perdieron más allá de la espesura. El ancla fue alzada y el barco se deslizó hacia su refugio. Cerca de una milla más adelante empezó a aproximarse a la margen del Deva, con lentitud y cuidado; introdujo su proa entre la cortina vegetal y el lomo de tierra desde el que se inclinaban los árboles sobre el río, y los remeros lo palmearon hasta que quedó cubierto por el verde sudario.

—Si yo fuera uno de los mercenarios de Ranza y pasase por ahí delante buscando este barco —dijo el piloto—, no descuidaría este lugar.

—Tienes razón —admitió Leb—, pero piensa que hay muchos sitios como este a lo largo del Deva. No pueden registrarlos todos. Y por otra parte, un mercenario es un mercenario; sólo pone todo su espíritu en el trabajo cuando espera una buena recompensa.

—Recemos pues para que Ranza sea un poco tacaño —intervino Dama Esha.

Los hombres se repartieron entonces las armas que había a bordo. Cuchillos largos tenían todos, a los oficiales no les faltaban sus espadas y Dama Esha contaba con la que Leb le sujetara al cinto al dejar su casa, la compañera del negro alfanje. El piloto no se desprendía nunca de su hacha de combate, que colgaba junto al timón, y había además dos largas picas en el barco, una ballesta con media docena de dardos, algunas adargas y dos o tres rodelas. De lo que carecían totalmente era de alimentos y no podían conseguirlos sin moverse por aquellos parajes, que era lo que querían evitar. Pero Dama Esha, que constituía la principal preocupación de los hombres tanto en este como en los demás aspectos, pidió que no se inquietasen por ella; un día entero de ayuno, incluso dos si fuera necesario, no la perturbarían en absoluto. El barco fue abandonado y el grupo ocupó una loma desde la que podían atalayarse el río y el camino de Naor sin dejar la protección de los árboles. Se establecieron turnos de vigilancia y la mayoría de los hombres aprovechó para dormir las horas de sueño nocturno perdidas.

Pasó en calma el rato. El turno de guardia cambió. El frío del día anterior remitió y el sol paseó sus triunfos por el cielo azur de la mañana. Dama Esha reposó tendida en tierra, sobre el humus muelle del suelo y cubierta por su capa y la de Leb, con la que este la arropó en cuanto estuvo dormida.

—¡Jinetes a galope! —llamó de pronto uno de los atalayas desde la copa de un árbol cuando se acercaba el mediodía.

Todo la compañía se incorporó como un solo hombre, prepararon sus armas, se ocultaron tras peñas, matas y árboles. Enseguida oyeron el tronar de los cascos por el camino de Naor, que pasaba algo más al Este de la loma. Marchaban hacia el Norte; el ruido del galope y el polvo que alzaban sugerían, cuando menos, medio centenar de caballos. No se detuvieron. El huracán fue decreciendo a medida que se alejaban.

—Eran mercenarios —dijo el vigía descendiendo ágilmente de su puesto de observación—. Probablemente de los Olpán. Iban muy bien armados.

—Temo por Bâlmar y los suyos —intervino la reina—. Es posible que ya haya lucha en todo el Cinturón Fértil.

—¡Humo en el Este —exclamó otro de los vigías como confirmando los temores de la reina—, una gran columna a unas veinte millas de aquí, en pleno señorío de Thúbal!

Dama Esha dirigió a Leb una mirada de preocupación, un intenso palor pintándole el rostro.

—Quizá no ha sido la mejor de las ideas, Señora, traeros aquí —dijo Leb—. Mejor Ishkáin, acaso… Aún estamos a tiempo.

—No —lo tranquilizó Dama Esha posando su mano en el hombro del amigo—. Has hecho todo lo que has podido, mi guerrero fiel. Este es el lugar, sean los que sean los obstáculos.

—¡Barco al Sur, remontando el río! —llamó ahora el atalaya.

—No parece que vayan a ser pocos, mi Señora, esos obstáculos —sonrió Leb.

Se soltó el cinturón del que pendía el alfanje y trepó a uno de los árboles con inesperada soltura. Desde una rama alta, aconchado por el verde de la copa, Leb amaitinó la corriente. La nave estaba lejos aún y tardaría no menos de una hora en alcanzar esta altura del río. Portaba peligro, de eso estaba seguro el hombre del desierto: no era un correo ni un transporte ordinario de los que hacían la travesía Zuria-Ishkáin, caleteando en todos los puertos y embarcaderos; pero quizás tuviesen suerte y la nave encontrase otros recovecos del Deva que explorar antes de llegar allí.

—No lo pierdas de vista —le dijo al centinela en la copa de un árbol cercano, y descendió nuevamente por el tronco con elegancia felina.

Los soldados que rodeaban a la reina lo miraban con tácita interrogación en sus ojos.

—Tenemos tiempo… —comentó Leb, y dejó colgada la última palabra como si él mismo se preguntase para qué tenían tiempo—. Pero hay que estar preparados.

—Aun si encuentran el barco —intervino el piloto—, podríamos emboscarlos.

—Sí —respondió Leb—, pero sería mejor no tener que luchar, al menos por ahora, mientras la reina corra peligro.

—¿Podrás hacer algo? —le preguntó Dama Esha fijando en él unos ojos azul-hondura que penetraban hasta el alma.

Y, aunque los hombres que les acompañaban no comprendieron la trascendencia de este «algo», Leb supo lo que la reina le pedía.

—Podré intentarlo, majestad, eso es todo. Si las posibilidades están y la voluntad es lo bastante fuerte, la cosa se hará —miró al cielo—. Pasa del mediodía. Si Bâlmar no se equivocaba, los refuerzos no pueden tardar. Todo el mundo a sus puestos.

Al decir la última frase, Leb percibió con cierta incomodidad que, sin proponérselo, había tomado el mando de aquella compañía. Los hombres que le rodeaban tenían allí a sus superiores; estaba con ellos uno de los oficiales de mando de los bajeles reales a quien obedecían los soldados remeros, había un oficial del puerto a quien debía obediencia el anterior, estaban Bâlmar y el piloto, cada uno con su cátedra en la jerarquía… Y, sin embargo, desde el principio todos habían esperado las órdenes de Leb, sus iniciativas. Sentían que la reina había puesto su confianza en él, pero sentían aun más la intensidad callada de su carisma. Contempló su alfanje al pie del árbol que le había servido de minarete, su curva cercando el tronco como guadaña que amenaza una vida, y atropellados invadieron su memoria recuerdos de batalla, mando y muerte.

¿Durante cuánto tiempo había servido al bando que ahora combatía? Se miró el antebrazo derecho, la cicatriz que jamás desaparecería, el beso avelenado del nurtan… Forzó la calma a descender a sus miembros, un bloque blanco y denso de pesada ligereza. Arrutó las negras aves de sus recuerdos y trepó de nuevo a la rama de su árbol, envuelto en verde y con el cielo aturquesado sobre la cabeza.

La paz le vestía, poderosa como una armadura, pero ¿por qué seguían volando a su alrededor aquella melancolía, aquella inhóspita desconfianza, aquella rara inseguridad, buitres acechantes trazando en torno a él anillos de inquietud? El barco distante seguía su ruta por el centro del río, determinado a devorar distancia. Leb halló una postura entre dos ramas ahorquilladas en la que podía relajarse sin peligro inmediato de que su cuerpo cayese del árbol; entrecerró los ojos, intentó proyectarse a lo lejos como había hecho en el barco la noche anterior, realizando por primera vez en medio de furibunda actividad lo que exigía tanta tranquilidad alrededor para llevarse a cabo sin riesgos. Pero ahora nada le permitía cruzar ese puente sutil entre las muchas dimensiones de las cosas, estirar su brazo interior, volitar con su ojo oculto como halcón por cielos inmortales. Estaba atado a su cárcel de carne por nudos intrincados, minúsculos, innumerables; su corazón era una puerta cerrada y el aire externo pesaba sobre sus hombros. Inexorable, la nave avanzaba, rápida, segura de su objetivo.

Leb bajó del árbol, evitó mirar a la reina para no quebrar su confianza y descendió por la ladera de la loma hacia el barco para estudiar la estrategia de una emboscada, si llegaba el caso. Saltó al interior de la nave y contempló desde cubierta la orilla. Era cierto que cuanto más se acercaba el bajel enemigo más grande resultaba. Sin duda traería en su vientre cóncavo cuarenta o cincuenta hombres, pero no era el número lo que le preocupaba; había algo más y no sabía qué era… o no quería saber aún lo que era. Para consolarse, pensó que, si parte de aquella tripulación eran soldados del ejército capitalino o de la guardia, acaso encontrasen en ellos aliados más que enemigos cuando les contasen la verdad de lo que ocurría, tal como sucediera con los que ahora formaban la escolta de Dama Esha. De pronto, Leb se sintió profundamente cansado y soñoliento, se apoyó en el mástil y, como si un sueño se lo bebiese de un solo trago, se vio proyectado de golpe al barco enemigo y descubrió allí lo que tanto temía: Abdalsâr, armipotente en la popa de la nave cazadora y su verdadera fuerza, oculta.

Retornó con lentitud y pesadez a la vigilia, como en un dolorido despertar. Supo que Abdalsâr lo había llamado, que Abdalsâr sabía quién conducía a Dama Esha, que Abdalsâr había querido mostrarle la traílla de tiburones sujeta a su muñeca, signo de imposible salvación, de inútil huida. Abdalsâr no jugaría ahora, la reina era una posesión demasiado valiosa para dejarla partir. Leb contempló la cima de la loma. Y aquellos hombres valían su peso en oro, pero no sabían quién era el enemigo.

Dejó el barco y volvió a ascender por la ladera. ¿Lo sabía él mismo, sabía él verdaderamente quién era Abdalsâr? ¿Hasta dónde podía conocerse a un Rishi Negro? Y aquel aura de invencibilidad… No era invencible, se dijo; no podía ser invencible, iba contra la lógica de este mundo y del Espíritu, contra la realidad de la historia, pero… ¿Dónde estaba la falla en aquella estructura imponente, inmortal, dónde el agujero en la armadura?

—¿Ocurre algo malo, Lébari? —le preguntó la reina al verlo pasar.

Parecía que aquella mole de calma que lo entunicara poco antes estuviese deshaciéndose en jirones de bruma, arremolinados en torno a él aún, pero ya sólo un esbozo de quietud entre anillos de angustia.

—No, majestad, no ocurre nada malo… o, por lo menos, nada peor —sonrió sin poder evitar un leve rictus de amargura.

—¿El barco…?

—Sigue acercándose, Señora. Es muy posible que haya que luchar, pero acaso…

—¿No has podido hacer nada, Lébari?

—No, majestad. Pero acaso… acaso sería mejor que no os encontraran aquí al llegar. Una parte de la compañía podría batirse aquí, emboscarlos, defender vuestra huida hacia el interior.

—¿Tan seguro estás de que nos descubrirán, Lébari? ¿Tan peligrosos son? Dime lo que has visto.

Leb se sentó junto a la reina, apoyando su espalda en el tronco de un árbol.

—No os ocultaré nada, mi Señora. Ese Abdalsâr… Viene hacia aquí con cerca de cincuenta mercenarios de los nobles. Han comprendido muy bien que esta tarea no podía dejarse en manos de vuestros soldados. Que, si lo hacían así, la mentira no duraría mucho tiempo. Pero no es esto lo grave. Abdalsâr… Ese Abdalsâr es lo peligroso. No es lo que simula, es un titán, un Rishi Negro. No sé cómo enfrentarlo.

Los ojos de la reina eran sumamente dulces y graves cuando miró a Leb después de sus palabras. Había en ellos una perfecta comprensión de las implicaciones de la amenaza, pero también una brava aceptación de las mismas. ¿No era el peligro la propia substancia de la vida? Permaneció en silencio, pero apretó cariciosamente el brazo de su amigo.

—Si estáis de acuerdo, Señora, no hay tiempo que perder. Reuniré a los hombres…

—No, Lébari, no estoy de acuerdo. Dejar aquí una partida de hombres, con la que tú mismo querrías quedarte, de eso no me cabe ninguna duda, sería sencillamente sacrificarla…

—Pero ganaríais tiempo, mi reina —interrumpió Leb sin poder ocultar cierta ansiedad.

—¿Tiempo a cambio de hombres, Lébari? ¿Soy yo digna siquiera de aceptar este canje?

—Tiempo a cambio de vida, Dama Esha. Vuestra vida. La vida que el reino necesita ahora para no perder su esperanza de salvación y precipitarse en la inercia, en la indiferente sumisión a esa bandada de aves de rapiña.

—Pero si lo que dices de Abdalsâr es cierto, ¿qué esperanza queda?

—La esperanza está en todos los que deben incorporarse aún a esta aventura. Y entre ellos el príncipe.

—El príncipe, Lébari…

—¡La nave a media hora! —llamó el vigía.

—Vamos, mi reina, decidíos.

—Está bien, Lébari, está bien —condescendió Dama Esha aunque todavía vacilante.

Pero cuando Leb se ponía en pie para convocar a aquel improvisado consejo de oficiales, se dejó oír otra vez la voz de uno de los centinelas:

—¡Jinetes desde el Sur por el camino de Naor, a todo galope! ¡Vienen directos hacia aquí!

—¿Los ves bien? ¿Sabes quiénes son? —preguntó Leb.

—¡Enemigos!

—¡La nave ha doblado su velocidad! —clamó el otro vigía—. ¡Si logra mantener este ritmo diabólico estará aquí en quince minutos!

—¡Demonios, saben que estamos aquí! —protestó Leb—. ¡Abdalsâr sabe que estamos aquí! —y pensó—: «Por eso me ha llamado».

Durante unos instantes la confusión de Leb fue completa: sabía que todas las opciones eran malas, pero desconocía cuál era la peor. Todos le miraban esperando órdenes. Sin embargo, sólo había una posible ahora, sólo una inevitable.

—¡Preparaos para combatir!

Ocultó a la reina en una espesura de la vegetación cerca del barco, cerca del agua. Mientras no llegase Abdalsâr estaría más segura aquí que en la cima de la loma. Aquella improvisada madriguera distaba mucho de ser el lugar ideal, pero no había tiempo para nada mejor. Cuando Leb llegó corriendo adonde había dejado apostados sus hombres, ya se luchaba. Los jinetes habían subido al galope la pendiente opuesta del alto, esquivando los árboles, arrasando las ramas más débiles, pisoteando matas y arbustos. Eran cerca de una treintena y portaban sus espadas, mazas y hachas de combate palpitando de odio en sus manos. El primer choque, sin embargo, les resultó desfavorable. Ascendieron con tanta precipitación que, cuando quisieron darse cuenta, ya estaban rodeados por los leales de la reina, que surgían de sus escondites para hostigarlos. La ballesta silbó tres, cuatro, cinco veces, rápida y eficaz, buscando las partes desprotegidas de los cuerpos de los jinetes; las picas emergieron inesperadas desmontando a dos hombres e hiriéndolos gravemente; Altán, el piloto, armado de rodela y hacha, tajó de un solo golpe la pierna de un caballero.

Pero no eran inexpertos aquellos hombres de guerra ni sería fácil amedrentarlos. Se rehicieron rápidamente, cerraron filas, comprendieron enseguida el tipo de fuerza que enfrentaban y las posibilidades que les ofrecía el lugar. Tenían además la ventaja del tiempo, les bastaba con obligar a luchar a aquellos soldados fogosos pero mal armados hasta que arribase la nave que veloz remontaba el Deva.

Leb descubrió de pronto, en lo más denso del combate, a un guerrero nurtan; el rostro muy moreno emergiendo del almete, los ojos pequeños bajo finas cejas negras, alfanjadas, grandes arcos en su frente, un bigote espeso, obscuro, una perilla azabachada, triangular, y, en su aura fiera, el fulgor del que goza portando en su brazo la muerte. El nurtan volvió hacia Leb sus ojos en cuanto percibió la mirada de aquel hombre ardiéndole en la mejilla. Vio en Leb lo que Leb veía en él, pero traicionado. Y con un alarido de odio desgarrado que por un instante ahogó todo el fragor de la batalla, blandiendo su hacha herventada en sangre, espoleó su caballo gris y se lanzó contra el desconocido. Todo desapareció para Leb, menos el jinete. Cruzaba la densidad material de la luz del día como la figura de un sueño, con la vertiginosidad de un meteorito, pero también con la lentitud que infunde en las cosas la percepción acrecentada. El galope del animal era tremendo, su pecho un alud de músculos violentos, pero la distancia parecía invencible, como la que separa del rostro su imagen en el espejo. Eso era, pensó Leb, el guerrero que se le venía encima, su propia imagen en el espejo invertido del destino. El brazo enemigo se alzó para descargar el golpe del hacha y, a través de la malla deshecha, de las mangas desgarradas, fue visible la cicatriz brutal de su iniciación. Leb se limitó a esquivar el ataque. Hipnotizado, sentía como si el caballero nurtan fuese una encarnación de su memoria y el hacha tajase con el filo de los recuerdos. Le hizo falta toda su disciplina para retornar a aquella región angosta de la realidad en la que él era la esperanza de la reina y el líder de los diecinueve hombres que se batían.

Esperó el nuevo ataque del nurtan. Otra vez el hacha se alzó, alta como un pájaro sobre su cabeza. Cayó con todo el poder de su odio. Pero el alfanje trepaba ligero y sabio la escalera del aire, dibujó una espiral cariciosa en la muñeca enemiga, una pulsera de sangre… y el hacha de guerra se desprendió del brazo arrastrando la mano brava aferrada al mango. Luego, con un gesto casi acrobático, Leb giró sobre sí mismo para evitar que lo atropellase el caracoleo del caballo; movió su arma con habilidad y la hizo penetrar por la ingle del caballero hacia las ocultas entrañas, desgarrando al nurtan por dentro. Cuando extrajo de la carne el arma, el enemigo cayo exangüe de su montura y Leb tomó el animal. Vio que algunos de sus hombres habían hecho lo mismo y arremetió contra los mercenarios que aún no habían sido desmontados. Pronto los hubieron empujado hasta la cuesta oriental de la loma y los tuvieron en desventaja, pero la decena que quedaba se obstinaba en combatirles, en recuperar terreno, sabiendo que la llegada de refuerzos era ya sólo cuestión de minutos. Este pensamiento enfureció a Leb, que atacó con más brío, arrasando con la hoja negra de su alfanje. Yaël, el oficial del puerto, que disparara la ballesta al principio del combate, había recuperado ahora las pocas saetas lanzadas y volvía a dispararlas con la misma destreza puntual de entonces. La lucha estaba ganada; si todavía quedase tiempo para sacar de allí a la reina ahora que disponían de caballos…

Leb dejó a sus jinetes justando con los restos de la partida enemiga y galopó hasta la cima del alto. Pasó sobre el horror de la carnaje, entre cuerpos de leales caídos. Media docena yacía allí, inertes, y entre ellos Altán, el piloto, con la cabeza hendida por el hacha del nurtan. No se detuvo a mirarlos, pero al alzar los ojos vio de pronto a Abdalsâr en el otro extremo de la cima. Alto y portentoso, el pelo largo y negro y gris, los ojos grandes y hundidos, afilado el rostro, irrepetible, obscura la tez, titánico el gesto. Las ropas eran del tejido de la noche; las armas y armadura, del metal de los abismos. Atacarlo sería inútil; no hacerlo, cobarde. Leb espoleó su corcel y se arrojó sobre el Rishi Negro con un grito que le recordó el alarido del nurtan. Así pues ¿él mismo era ahora el retruécano de su enemigo? Abdalsâr no se movió. El alfanje negro pasó al través, tajando sólo la materia de un sueño; y Leb comprendió, avergonzado casi, que lo había engañado una visión, un espejismo de su miedo.

Buscó rápidamente ahora el árbol que ofrecía mejor vista sobre el río, saltó directamente de su caballo al tronco y trepó como un gato hasta la rama más elevada. En un primer momento no halló la nave. Luego comprendió que estaba tan cerca ya de aquella orilla que la habían tapado los altos árboles inclinados sobre la corriente, entre la playa a poco más de una milla y el escondrijo del bajel real. No quiso perder más tiempo. Se dejó caer sobre su montura, bajó la loma al galope hacia el Deva, llamó a la reina y la ayudó a subir a la grupa de su bruto. Volvió en busca de sus hombres. Ahora que no quedaba ni uno solo de los atacantes había caballos para todos ellos, incluso para Dama Esha. Ni un instante les sobraba para los muertos, pero Leb se agachó junto a Altán, le cerró los ojos ciegos y tomó de su mano crispada el hacha de guerra. Usarla sería el mejor homenaje que podía rendir a aquel guerrero.

Siete, no, ocho caídos contó la reina mientras la compañía atravesaba presurosa el lugar de la batalla. Los llevaría en el alma. Llevaría en el alma estas ocho muertes y viviría para ser digna de esta terrible ofrenda.

Los doce jinetes descendieron al camino de Naor, galoparon hacia el Norte, ganando espacio, llenando con distancia el vacío que en ellos dejara la pérdida de los ocho compañeros. Pero apenas llevaban diez minutos de carrera cuando vieron un centenar de hombres fieros a caballo descender por las verdes laderas que se extendían a su derecha, clamando. Yaël gritó al resto del grupo para que avisparan sus monturas y extremasen el galope, pero no había escapatoria posible. Aquellos hombres, fuesen quienes fuesen, arribaban desplegados en un inmenso abanico que sólo les permitía la huida directa al río. Leb frenó su caballo al tiempo que alzaba la mano para detener al grupo. Con el alfanje enhiesto volvió su animal hacia el clamor del ataque y en un gesto de imposible bravura esperó su destino. Divisó entonces a uno de los que cabalgaban a la cabeza de la hueste y que venía enarbolando la espada. No, comprendió que sus ojos no le engañaban, aquel era Bâlmar. Buscó enseguida el estandarte de la tropa y encontró allí, en el centro de la marea humana sobre el verde esmeralda de los prados, el verdemar de los Thúbal tremolando al viento. La reina estaba salvada.

Él se dispuso a saludar con una palabra de despedida, a volver de inmediato a su otra batalla, a su propia batalla solitaria.