XXV
La Puerta de los Sabios. Es curioso, no había vuelto a pensar en ella desde que entramos en Koria. Y ahora ha surgido con tanta fuerza… Una visión tan clara como si hubiese estado allí, a sus pies, atormentado por su belleza y su misterio.
Vrik dijo estas palabras lenta, honda, suavemente, sin abrir todavía unos ojos que no se resignaban a dejar partir la imagen vista en meditación, cautivados todavía por el resplandor místico de los fenómenos interiores. Estaba en la cima del Ish con Brahmo, el lugar favorito del príncipe para el silencio y la contemplación. Allí, grandes moles rojizas se espigaban hacia el cielo, se prodigaban en un anfiteatro de rocas desnudas que ensenaba una terraza cubierta de césped donde pacían vientos bramantes como toros. En los altos picos de aquellas rocas, águilas anidaban. A veces anclaban allí nubes que expandían su abrazo de amante por toda la cabeza y los hombros del Ish como la gasa de un sueño. Y, por las noches, si uno contemplaba aquellas almenas del mundo con la espalda recostada sobre la tierra encespada de la cima, parecía que todo el dosel del cielo se sostuviese sólo sobre las sombras de las misteriosas espigas. Pero Brahmo el Mayúrida y Vrik de Belinor habían llegado allí con la luz del amanecer, hurtados por un breve rato a los urgentes quehaceres de las tropas, que pronto estarían en marcha.
—¿Y sabes tú lo que es la Puerta de los Sabios, Vrik? —preguntó el príncipe emergiendo del mundo introvertido de su silencio.
Vrik tardó un instante en contestar. La pregunta de Brahmo no pedía evidencias, que cualquier persona culta podría responder; interrogaba al conocimiento interior del muchacho, a su experiencia espiritual del monumento, y él sólo podía contestar una cosa:
—No.
Brahmo sonrió.
—Pero hay en ti el anhelo, Belinor, como lo había en mí. Algún día iremos juntos. Cuando acabe todo esto. Te enseñaré lo que he aprendido, porque…
—¿Por qué? —inquirió Vrik, el viento azotándole el rostro y sus ojos encogidos por el cristal del frío.
—Porque quizás Ulán tenga razón.
—¿Ulán? ¿En qué?
Brahmo lo contempló pensativo.
—Crece invisible la corona en la cabeza de secretos reyes, flor cuya causa y arcano es el Rayo… —citó al fin—. ¿Recuerdas?
—Versos de Ulán —respondió Vrik—. Creo que con ellos esquivó revelarme el destino leído en la palma de mi mano… si es que realmente lo leyó.
—O acaso fue la forma de decírtelo.
—¿El destino? No te entiendo, ¿qué…?
—Vamos —dijo Brahmo incorporándose— es tarde y nos esperan.
Se detuvieron un instante a contemplar el gris amanecer, el sol pujando todavía con nubes avaras de lluvia acero y estallando en fulguraciones de ópalo y rosicler, rabioso en su imposibilidad de ganar el soberbio campo azur. Abajo el lago, reflejando el celaje, la batalla gris; y alrededor el mar esmeralda, la catedral del bosque alzada no con sillares, sino con arpegios de un himno de vida.
En el epílogo de esta visión, Brahmo dejó a Sarpa en el suelo verde afelpado y pasó su mano por el dorso dorado del cuerpo frío.
—Allá donde voy ahora, no puedes acompañarme, Sarpa. Eres un monarca y un dios en esta cima, pero no siempre los reyes son aceptados en las tierras bajas. Guarda aquí mi memoria y un pequeño rincón donde pueda volver a sentarme en silencio… algún día.
Y la cobra cornuda de Koria se alzó y se dilató, no irritada sino en ofrenda generosa de toda su hermosura. El príncipe partía pero tornaría, su instinto presciente se lo aseguraba y, por otra parte, ¿no es el tiempo una serpiente que se muerde la cola?
Brahmo y Vrik corrieron por el camino del descenso como dos niños, inflamados por la visión que se extendía a sus pies y colmados de la euforia del futuro. Alcanzaron el pie del monte con el rubor del vértigo en sus rostros y hallaron ya el campamento desmontado, las cavernas desalojadas y las tropas preparadas en grupos desiguales: Bárak, Álmor, Ulán, Arolán, Yrna, doce guerreros tholos y el gôrgon partirían con Vrik y con el príncipe hacia Ôrkan para asegurarse las fortalezas occidentales de las montañas; el resto de los compañeros, los cerca de doscientos soldados ebénidas y otros tantos tholos, tomarían el camino del Este, harían lanchas simples y rápidas en el linde de Koria con las que descender el Deva, y se unirían a las huestes de Thúbal y a los agentes de las Órdenes en el Cinturón Fértil, llevándoles la noticia de la pronta llegada del príncipe.
Contemplando ahora a Yrna y Arolán sobre sus caballos, Vrik apenas podía creer lo que veía, apenas quería creer la transformación que le mostraban sus ojos. Los uniformes de cazadores del rey, que al principio parecieran en ellas meros disfraces histriónicos, laxos sobre aquellos cuerpos blandos, les ayudaban ahora a efundir un halo de extrañas heroínas. Largas dagas pendían de sus cintos anchos y Vrik sabía que no eran mero adorno: las había visto usarlas en las maniobras militares durante los cinco días que había durado la estancia en los Picos Gemelos. ¿Era la antigua sangre guerrera ebénida despierta por fin, sobrepujando incluso la artificiosa delicadeza de las muchachas? ¿O Vrik imaginaba sólo?
Luminosamente sincero consigo mismo en aquel instante, Vrik percibió insinuarse, detrás de su asombro, una punzada de desconfianza; se mostraba apenas, como el perfil de un rostro en sombras, y sonreía con una irónica suspicacia que no ocultaba un fondo erizado de celos. Se reprendió de inmediato.
«Desconfiar de ellas ahora —se dijo— sería negar lo que siempre he pedido para mí mismo: fe… la única fe que puede despejar la senda ilimitada».
Se sintió curado entonces, ligero como un ave. Comprendió lo que nunca había entendido hasta ese momento: lo que Leb podía hallar en el tipo humano que representaban sus primas y la generosidad innata que se requería para ello. Su pecho se dilató con una voluntad espontánea de amar y saludó a las muchachas con palabras preñadas de luz. Salman piafó gozoso cuando su amo afianzó las riendas y puso su pie en el hondón del estribo.
Los jefes de todas las tribus aliadas estaban allí y Brahmo los abrazó como a hermanos. Bajo su custodia puso el bosque y la corona del carnero, y les habló en la lengua de los árboles antes de partir, ingenua y musical como el grillar del grillo. Luego, los dos grupos se despidieron deseándose triunfo y vida. El príncipe ocupó con Bárak la cabeza de su pequeña hueste y gritó «Adelante»; y partió trotando, a través de Koria, sobre la montura ligera de sus piernas, resistente como un centauro.