XXIV
La música que la acompañaba, que la vestía, era un edificio de notas calmas, seráficas, cristalinas, lentas y armoniosas como movimientos estelares. En aquel mundo de horrores, la música era la túnica, la piel que la protegía. Usha, su cuerpo inmóvil bajo los astros, entre los dólmenes, sobre la tierra húmeda, junto a Pradib amante, junto al silente y quieto Philo, la faz blancor, nieve las manos, escarcha el pelo… Usha era consciente sólo de tres cosas: tiempo, espanto y misericordia. Para su visión sumergida en los abismos del ser, el tiempo tomaba la forma de un camino; el espanto era proteico, era un museo, era un catálogo de todas las figuras y cuerpos lacerados por sus encarnaciones; misericordia era la música, su piel de sentimiento, su luz, su guía a través del hondo túnel silencioso. Porque Usha no marchaba sola: algo, alguien, un no-se-qué nebuloso caminaba a su lado, desdibujada presencia de luz-música-misericordia que hacía visibles a su paso las estancias del museo de los abismos.
Tiempo, espanto y misericordia, con estas tres hebras se había hilado un mundo. Acaso su arquitectura, sus formas, la tétrica apariencia de su vida siempre al filo de un exterminio que no concluye, podrían haber sido distintas de las que poblaban la visión de Usha, pero el alma, los demiurgos, habrían sido los mismos: tiempo, espanto, misericordia. Si el tiempo era lineal, si el espanto proteico, la misericordia era tan compleja como la música en la que se expresaba: no sólo una transfixión del Amor; había en la cúspide una llama de esperanza, había en el centro una dicha pacífica en que se transfiguraba el extremo dolor, había en la base un conocimiento cuya plenitud omnisciente mutaba en silente sumisión divina: en aquellos abismos del ser se comprendían mejor las intenciones universales del Altísimo.
Formas semejantes a escorpiones, pulpos, serpientes, gusanos, vampiros, insectos, que habían perdido la huella de su extraña y provocadora belleza terrestre, se retorcían gimientes a los lados del camino y, viéndolos, Usha sabía que contemplaba su propia enfermedad desde dentro… O acaso no su enfermedad, sino la enfermedad, esa entidad sin nombre, ese precipicio de estados declinantes, esa procesión de crepúsculos sin intervalos de luz. A ratos, se habría detenido para estudiar una u otra de aquellas formas tortuosas con la inmediatez cristalina de percepción que dejara en ella la ausencia de su intelecto, dormido o muerto en la lejana superficie; pero cuando su mirada hacía algo más que rozar las imágenes y los colores en sombras de las cosas, aquellas lianas espinosas suspendidas del vacío, aquellos sargazos flotando en la nada, o arañas esponjosas deshaciéndose en gelatinas de negrura, o lagartos siameses de muchos miembros inútiles, o mandíbulas de tiburón de vida independiente o incrustadas en cabezas de tritones o en simbiosis surrealista con alas y patas y ojos de libélula… cuando su mirar ahondaba en alguna de las piezas de aquella teratología, la música se distorsionaba, parecía que la piel se rasgaría y que la forma del horror alargaría un tentáculo invisible hasta su carne para dejar en ella el sello de su picadura. Entonces, la presencia que la acompañaba la urgía, sin palabras, sin gestos, y Usha, como cerrando los ojos un instante para disolver las viejas impresiones, tornaba a concentrarse en el recto sendero declinante por la ladera de la tarde.
Tiempo, espanto y misericordia. El tiempo era sólo movimiento; el espanto, sólo forma; la misericordia sólo consciencia. Espanto era todo lo exterior, impreso en la pantalla del ojo; misericordia era todo lo interior, la luz del ojo; tiempo era la armonización del espanto y la misericordia mutantes, de la sinfonía visual de las formas y de la antífona de sentimientos. En el ritmo acompasado de sus transformaciones, el espanto y la misericordia se encontraban y pintaban un paisaje híbrido: en sombras temblorosas alteaban colinas, en grises húmedos rehilaban tremedales, entre nieblas fluctuantes crecía la sospecha de algabas rumorosas. Y el camino descendía.
Usha llegó entonces a un punto en que el Abismo se estremecía. Era extraño, porque el suelo que pisaba era más firme que nunca, pero acaso… acaso era precisamente la firmeza la que hacía estremecerse al Abismo. Había allí un hálito de eternidad, un toque de la piedra impresionando los sentidos de Usha, que de pronto percibía un alto en la rueda de mutaciones interiores y exteriores. El paisaje tembloroso, las terríficas imágenes, quedaban ahora sobrepujados por la nueva percepción, que, como en un sueño, veló el viejo escenario y creó otro a partir de sí misma: la firmeza se expandió en un abanico de espacio, rizándose en volúmenes, elevándose en colores, acuminándose en los tonos hímnicos de nuevos pináculos musicales. Usha se halló en la sala de un antiguo palacio, firme, pétreo, sólido, bien cimentado… pero olvidado. Sus ojos crearon las formas viéndolas, como rayos de consciencia corporizando emanaciones del Ser indiferenciado: altas paredes de piedra gris con la pátina de lo abandonado, columnas como patas de grandes saurios, figuras broncíneas de dioses dormidos y, en el centro, adonde ningún resplandor diurno podía llegar, un anciano reloj de sol con el gnomon de oro, sucio.
¿Cómo había llegado allí? Usha debió prolongarse en el acto de recuperación del recuerdo para poder contestarse. Memoria era hasta ahora algo ajeno a la experiencia de este mundo de inmediateces sucesivas, en que las nuevas anulaban las anteriores. Y le sorprendió. Le sorprendió la facilidad con que lo informe creaba las formas, los cuerpos, o diseñaba coreografías a partir del mero pulso de su presencia insensible, apenas presentida, inesperada hasta el momento de su aparición. Buscó el núcleo informe de aquel escenario, su corazón de firmeza, su firmeza secreta palpitante, y, con una misteriosa habilidad para ver a través de sus ojos y del mundo efundido por sus ojos, para penetrar de una en otra dimensión como a través de finas gasas transparentes, para invenir la secuencia multidimensional de cada sombra-imagen, descubrió que el centro de firmeza era efecto de una realidad mayor: el eje tendido de polo a polo del Ser, desde el Norte de cegadora Luz supraconsciente hasta el Sur de inconsciente Noche y Muerte, estaba allí, tocaba aquel punto, pasaba más allá de él, del reloj destemporado por la ausencia de Sol. Por eso no le extrañó, desvelado este misterio, que el Eje cobrase forma humana: en aquel mundo espectral, la belleza y esplendor de una mujer la contemplaron, una conflagración contenida por su propio exceso de amor… sin este todo habría ardido. Usha supo que era aquella mujer quien la había acompañado a lo largo de toda la senda por las escarpaduras del Abismo; suya había sido la sombra, la emanación, el efluvio nebuloso junto a Usha; ella había sido la guía. Viéndola, Usha declinaba todo otro deseo, como si tiempo, mundo, vida, no hubieran tenido más sentido que llegar a este momento, a esta visión del Infinito en una forma de ilimitada finitud.
Había algo de la nieve y el diamante en la piel de la mujer, pero la impresión dominante era la de un oro encarminado. Imposible juventud no rozada por el tiempo, ojos de azur-ángel, miembros de sol omnímodo, labios de un rojo todo-amante… aquella figura no habrían podido efundirla los ojos de Usha al contacto de su sentir con el núcleo informe de la presencia, era algo impuesto, cegador en su exceso de hermosura, aniquilador en su sobreabundancia de ser. Tan atrayente era, que la distinción entre sujeto y objeto peligraba, endeble, al filo del colapso.
Palabras no habría; la comunión era plena. Fotones de consciencia pasaban de una a otra en elegantes remolinos, como karfis en llamas, como nautas de luz.
«Alayr, Señora, tú eres la guía en el camino por el que yo voy. Tú lo has recorrido, tuyo es el secreto del dolor y la enfermedad, de la salud y de la vida».
«Este es el centro, Usha, el pedestal de roca-luz en el abismo-mentira. Contempla como el gnomon de oro proyecta ahora una línea de luz en el reloj. Una hora sin sombra. La hora de la perduración».
«Alayr, Señora y Madre… ¿Cómo? ¿Por qué esto todo? ¿Quién yo? ¿Qué…?».
«Usha, has tocado el fondo, has llegado al centro, has recorrido el camino de las mil máscaras dolorosas, has visto las contorsiones de las carátulas de la mentira. Ahora da, da… instruye, enseña… da. Aquí acaba esta etapa de tu viaje. Aquí cesa el caer de la Piedra y la tiñe el oro. Ahora peregrina con los demás. Da, Usha, da… a manos llenas da».
«Alayr, Madre, hazme saber».
«Usha, enfermar no es, no existe. Lo que llamas así es la oculta voluntad de tu Ser de ser más. Usha, no se puede recuperar la armonía sin ser más… enfermedad es distonía. Enfermedad es instrucción; sanar es expansión. La enfermedad sirve a la Vida, la muerte sirve a la Vida; Vida es divinización».
«Alayr…».
«Ahora, Usha, de la expansión haz dar, dar, tu senda es dar…». «Alayr, Alayr, hazme saber más».
«Vendrá, Usha, vendrá. Lo que necesitas saber vendrá». «Más, Alayr, más…».
«Usha, una cosa más, el saber-madre: eres una servidora del Divino, del Don. A Él sólo se le sirve creciendo, creciendo, siendo más, más luminosa tu consciencia, siendo más, más…».
Usha aceptó que la forma se desvaneciera cuando comprendió que era su exceso de ser lo que hacía temblar, a cada instante con mayor fuerza, la substancia y los cimientos del abismo. Así, este palacio o castillo en que se hallaba, este símbolo de poder, señorío y hermosura, ¿debería seguir obscuro y olvidado en las profundidades de su ser? El techo partió, el suelo partió, la bruma de un sueño se llevó las paredes y columnas y los dioses dormidos. Quedó el reloj de Piedra, de Sol, con toda la firmeza antes expandida concentrada ahora en sí, con su hora eterna rayada en oro… Quedó el reloj y Usha envuelta en un mantón de niebla.
«Da, da…» era ahora lo único que llenaba el limbo entre dos sueños, apenas una idea, apenas un ritmo todavía, pero la boira gris-informe empezó a moverse a su son. Las figuras de su danza se sucedieron sin anularse y nuevas imágenes aparecieron cuyos contornos eran las líneas del tiempo. Un nuevo mundo surgió de la idea; un nuevo camino corrió desde los pies de Usha como alfombra desplegada y ella marchó, otra vez acompañada por el ente numinoso. Cuerpos humanos orillaban ahora la senda, dormidos y castigados. Y el camino ascendía.
Tiempo, espanto y misericordia trababan nuevamente la malla de las cosas. Pero el camino ascendía y la misericordia era expansiva, y el espanto la invadía sin dañarla como ponzoña que en sus venas se convirtiese en icor inmortal. Misericordia era dar por el camino que ascendía entre orillas de cuerpos arruinados, lacerados, leprosos, torturados, mutilados, ulcerados; misericordia era extender hasta las manos extendidas, despiertas a su paso, la música que la arropaba, anudar con ella llantos y gemidos y elevarlos a los tonos más sublimes de la melodía y el canto. «Da», había dicho Alayr, y Usha comprendía ahora que lo que ella podía dar era la piel que rechaza la mentira, y la piel era música, y la música colmaba las manos del eterno mendigo doliente que gime sin cesar en la carne muda del hombre.
Pradib vio una lágrima surgir por la comisura del ojo de Usha y resbalar por su mejilla. Un día atrás había temido perder toda esperanza y se había refugiado en un limbo atemporal de pura aceptación. Hora tras hora había velado el cuerpo inerme de su amada, limpiándole los borbotones de sangre que emergían a su boca o el aljófar de su sudor enfebrecido, o calmando sus inconscientes, inhumanos gemidos con palabras de sosiego que Usha no podía oír. Cuando con la primera alborada sopló un cierzo cortante y el cuerpo de Usha tiritó bajo las dos mantas que pudo rendirle Pradib, este dejó a Táumandos velar la moribunda y partió en busca de leña con Philo y con su caballo Áimar. Volvió una hora después, y al apilar en aquel terreno desolado tanta madera muerta, se dio cuenta de pronto de que había traído combustible bastante para una pira. Rabioso en su pena titánica, golpeó la madera con los puños sin arrancarle otro fuego que el de la desesperación. Fue entonces cuando temió que su pérdida de esperanza pesase sobre Usha como una condena y buscó en sí el corazón de una ecuanimidad absoluta. Pasó el nuevo día velando, limpiando, sosegando el cuerpo. A veces posaba la palma de su mano sobre la frente, el cuello, la clavícula de Usha, pero la carne seguía gélida, la sangre casi inmóvil, el pulso débil, distante, irregular, lento, extraño, roto. Apenas podía creerse que aquel cuerpo consumido viviese todavía. Philo se acostaba sobre él en un intento imposible de darle calor, trataba con sus patas muelles de masajear las piernas, el vientre, los brazos de Usha, y maullaba con tristeza más que humana cuando acababa por comprender que no habría respuesta. De hora en hora Philo desaparecía. Retornaba más tarde surgiendo del bosque, hermoseando el campo con su lento paso elegante y apenado de pantera contemplativa. Junto a Pradib depositaba entonces unas bayas, o una nuez, o unas frutas extrañas del bosque que él consideraba humanamente comestibles, o un modesto conejo, o el pequeño cuerpo frío de un ave hermosa que parecía sólo dormida en la nube encantadora de sus plumas. A cambio de esta muestra de amor, Philo no pedía nada; dejaba su don al alcance de la mano de Pradib y pasaba, como el benefactor incógnito que no se detiene a mirar a su mendigo. Tampoco daba muestras de que le doliese la acumulación ignorada de sus tributos; Pradib no los percibía y Philo lo aceptaba, consciente de que en la puerta al mundo introvertido de su dueño no había una gatera para él.
Pero antes de aquella segunda alborada, una lágrima había amanecido en el ojo de Usha, y al arrebol de las nubes orientales precedió un rubor en el rostro moribundo. Y sólo entonces recordó Pradib las palabras de Dión en la hora de su despedida: «… pues tú verás la Aurora antes del amanecer».
El calor retornó al cuerpo yacente con la lentitud de los veranos y a los masajes de Philo respondió una mueca lejana de agradecimiento. Táumandos y Áimar estaban contentos aquel amanecer y corrían fastuosos en el circo de los dólmenes, o del bosque hasta la fuente, un rayo blanco y un rayo negro sobre cascos de juego y de tormenta. Philo parecía sonreír, parecía creer que con la presión terapéutica de sus patas hacía revivir el corazón exhausto.
Usha abrió los ojos y contempló largamente a su amado. Su voz estaba tan, tan lejos… Pero el puente de silencio entre los dos era firme y evocador como la palabra. Gratitud le rebosaba del pecho, gratitud no por la vida recobrada sino por cada instante doliente vivido. Ahora el sueño la llamaba, un sueño plácido y opaco, un retiro a la nada recuperadora. Pero halló un feble hilo de voz lejana y lo ensayó antes de apagarse.
—Ya ha acabado. He vuelto —creyó oír Pradib en los tenues labios dormidos.
Esperanza… No: certidumbre le colmó las venas. Volvió entonces su mirada hacia la fuente y descubrió, encaramándose por las húmedas peñas grises, una mata de hibiscus anaranjados. Se abrían con la mañana y fulguraban como llamas hechas flor.