XXIII
Qué harás con el reino, Brahmo? —la pregunta le pareció por fin pertinente al joven Thúbal.
Él había aceptado ya al príncipe desde el fondo más profundo de su ser que fue capaz de alcanzar; no había razón pues, sometida su mente suspicaz, para que su esperanza no recibiese también satisfacción.
—¿Qué haremos, Álmor? —corrigió el príncipe—. Di mejor qué haremos.
Formaban un amplio círculo en torno al fuego, junto al lago Kuwsh al pie del monte. Allí se habían reunido, después de las maniobras de la tarde, los once compañeros del rey, Yrna y Arolán, Ulán y Vrik y Álmor, el príncipe, algunos jefes tholos, y el gôrgon, que reposaba hierático como un dios junto a su dueño. Todos habían participado en aquellos ejercicios militares, incluso las muchachas, y el comandante de la fortaleza de Naor no había podido evitar sorprenderse de las capacidades estratégicas de Brahmo, del provecho que había logrado de las fuerzas tribales y de lo mucho que había transformado las artes bélicas ebénidas. En los doscientos hombres del ejército capitalino con los que Brahmo contaba todavía, la rigidez táctica y la falta de iniciativa individual, que él mismo tanto criticara siempre, habían desaparecido por completo. Los soldados se habían hecho flexibles como árboles jóvenes, intuitivos como pájaros, escurridizos como reptiles; había en ellos algo del bosque, que los hacía impenetrables; había en ellos algo de la ciénaga, que los convertía en peligros ocultos y esperantes. Aquel batallón inapreciable había absorbido un soplo del alma, ánimo y habilidades de los hombres de Koria, embelleciéndose con un aura asilvestrada; a su vez, tholos, ishá, mûja, ándam y búrbulah se habían contagiado del carácter de los «portaespadas», mitigando su prístina crudeza con aires de salvaje nobleza. Brahmo los había cruzado como a dos especies comunes, pero con la esperanza de camadas excepcionales; y había triunfado ya en aquella primera generación en que los hijos eran la refundición de los padres. Si cada especie por separado era ya algo nuevo y fascinante para el militar, lo más asombroso era ver actuar el conjunto de las fuerzas, elementos tan diversos, tan ricos, tan complejos… y a la vez tan bien orquestados como música de las esferas en los tambores de guerra de Marte. El arma más poderosa era sin duda la guardia de trescientos tholos. Estos, que combinaban una altura, fuerza, resistencia y velocidad de movimientos inequiparables, reunían en sí mismos las posibilidades de la infantería ligera y la pesada. Brahmo había transformado sus lanzas haciéndolas más consistentes y sustituyendo su antiguo regatón de hueso tallado por una cabeza de dragón de hierro, del tamaño de un puño, que sin desequilibrar el arma la hacía útil como maza por el otro de sus extremos. Les había dotado de grandes hachas templadas en la vieja forja de la Orden del Tercer Anillo, en las faldas del Ishá, y de cuchillos curvos que se sujetaban con bandas de cuero a los muslos; chalecos laminados de corteza, cuero y hierro les cubrían en batalla; y cascos les protegían la cabeza, aún un poco toscos, cuyos dibujos, máscaras o cimeras evocaban las formas tantálicas de los demonios del bosque. Del resto de las tribus aliadas, Brahmo había sabido aprovechar su facilidad para el ataque y la huida en golpes de látigo, inesperados y mortíferos, su insuperable habilidad con la cerbatana y el arco, su astucia para el ocultamiento, su conocimiento de plantas y venenos, y sus pactos secretos con el mundo animal. Además de sus ebénidas, Brahmo tenía ahora a sus órdenes un auténtico ejército de casi mil quinientos hombres tribales. De estos sólo doscientos lo seguirían más allá de Koria, era cierto, y casi todos ellos nómadas tholos; pero el mero hecho de haber creado y comandado semejante fuerza era a la vez un triunfo y un privilegio para cualquier jefe.
—¿Qué haremos, Álmor, con el reino? —repitió el príncipe viendo en los ojos del Thúbal una sombra de extrañeza—. ¿Qué harías tú?
Álmor vaciló un instante, previendo la trampa a la que estaba siendo conducido y sin poder evitarla.
—Acabaría con la nobleza sarkónida —respondió.
—Por supuesto —dijo Brahmo—, esa es la tarea que tenemos ahora por delante y que los mismos Olpán, Ranza y compañía nos han facilitado al quitarse por fin las máscaras. Pero… ¿y después? Acabar con ellos ¿terminará con los males del reino? —y repitió—. ¿Qué haremos con el reino, Álmor?
Álmor no respondió. Volviendo la mirada hacia el comandante, Brahmo renovó su pregunta:
—¿Qué haremos con el reino, Ulán?
—Enseñar poesía a las gentes —respondió el militar con una sonrisa relajada—. Brahmo, no lo sé. Allá lejos, en la fortaleza de Naor, pensaba que lo sabía, que todo aquello que se hiciera para resolver mis pequeños problemas personales y los de mi grupo, mis compañeros de armas y subordinados, todo lo que curase nuestras insatisfacciones, abriese el camino a nuestros proyectos y apagase nuestros deseos, acabaría por hacer el reino grande y perfecto. Te he censurado mucho, Brahmo, durante estos meses, tanto en el silencio de mi corazón como con la palabra. Ahora me preguntas y, porque estoy lejos de aquellas carencias, no sé qué responderte… y por eso sé que tampoco entonces sabía lo que es bueno para el reino. Puedo ofrecerte mi espada, su lealtad, mi poesía, pero no el consejo que me pides.
—Gracias por tu franqueza, Ulán. Acepto tus tres dones y no desespero de recibir también el cuarto… algún día.
Se tornó hacia las muchachas entonces.
—¿Yrna?
Yrna enrojeció y ocultó el rostro entre sus manos.
—¿Arolán? ¿Qué harías tú con el reino?
Arolán se ruborizó también, pero le daba más vergüenza reconocerlo que hablar de cosas graves entre tantos hombres graves. Y, sobre todo, quería agradar al príncipe.
—Haría lo que ha dicho Ulán antes de reírse de sus propias palabras. Dicen que la poesía no salva las almas, pero las hace más dignas de ser salvadas.
—Ulán tenía mucha más razón de la que él pensaba, si enseñar poesía a la gente consistiese en transformar su sensibilidad desde dentro —repuso Brahmo—. Pero ¿hasta qué punto es eso posible? ¿Y tú, Vrik, que harías tú con el reino?
Vrik no trató de ocultar el destello de picardía que asomó a su rostro.
—¿De verdad puedo hacerte unas cuantas sugerencias, Brahmo? He pensado mucho sobre este asunto.
—Habla —respondió el príncipe.
—Acabaría con eso que desde tiempos de Vântar se llama religión. Transformaría las Universidades desde los cimientos. Eliminaría la Academia. Devolvería los militares a su condición original de guerreros. Haría responsables a los hombres de la organización del reino y a las mujeres sus auténticos iguales. Si el retorno al Imperio es imposible, daría los pasos necesarios para una federación de reinos ordumias. Invocaría la ayuda y la presencia constante de las Órdenes. Suprimiría casi todas las leyes y haría muy pocas nuevas… Pero procuraría transformar al pueblo desde dentro…
—Lo que estás haciendo, Vrik —le interrumpió Brahmo—, es describir el reino de Dyesäar, el dharmaraja, el reino de la sabiduría. Por supuesto, hay que hacer todo esto y más, pero ¿cómo hacerlo? ¿Por decreto? ¿Suprimiendo por decreto cosas que, muy lejos de desaparecer, buscarán un pliegue de la naturaleza humana que las oculte, que les permita subsistir, inconfesadas, esperando la oportunidad de volver a emerger y restaurar su tiranía; o peor aun, se disfrazarán con las pompas de los nuevos tiempos y en las oquedades del lenguaje cobijaran los viejos significados? A esos que desde hace cuarenta años hallan consuelo en el templo, que no han aprendido a adorar más que al ídolo de su imaginación y sus deseos, ¿qué les darás a cambio de desnudar su Mentira? A esos para los cuales el saber es un instrumento, una técnica, una forma de vanidad, y no conocen más lógica que la del sofisma ni más protección que la duda ante al enigma de este mundo, ¿cómo les abrirás el camino a la Sabiduría sin destruir sus cimientos intelectuales y abocarlos a la locura? Y en cuanto a la igualdad de los seres humanos… ¿cómo la impondrás sin destruir su diversidad, o incluso sin negar la inapelable verdad de su profunda desigualdad evolutiva?
Brahmo se puso en pie, echó al fuego un pedazo de rama seca que había estado entreteniendo en sus manos mientras hablaba, y caminó alrededor del círculo que esperaba sus palabras.
—No. Los seres humanos no son iguales, Vrik. Hay unos pocos en Eben preparados para el reino que has descrito y hay una inmensa mayoría que no lo está.
—No hay mucha distancia entre este argumento y la idea cultivada por los Electos Negros de un tipo humano superior, Brahmo —dijo el Thúbal.
—La idea es poderosa porque es verdad, Álmor —respondió grave el príncipe—. La superioridad es un hecho… y en una escala infinita: no hay nadie que no sea al mismo tiempo superior e inferior a otros muchos. Su inferioridad es una esperanza de crecimiento y su superioridad, una responsabilidad ante el resto de los hombres. ¿Ves la diferencia? La superioridad no puede convertirse en excusa para el dominio y la destrucción, como hacen ellos. La única superioridad legítima es espiritual, integral. Tan peligroso es negar esta como afirmar la falsa.
Dejó pasar un instante, concentrado en la danza mística del fuego, en los murmurios y gritos de la noche, en el silencio alrededor.
—No. El error ya está cometido. Lo que Vântar edificó no puede demolerse por decreto. Ha absorbido demasiadas energías sinceras y, por otra parte, ha ocupado en muchos lugares el pedestal que dioses verdaderos habían dejado vacante.
—No sé muy bien qué significa lo que estás diciendo, Brahmo —intervino Vrik con la sensación de que el príncipe estaba cayendo en cruciales contradicciones—. ¿Cómo se transforma todo esto en la práctica?
Brahmo lo contempló con la mayor intensidad de su mirada. Era una mirada de amor, casi de compasión, de una piedad universal que ninguno de los que lo rodeaban podía entender en aquel momento. Sus ojos negros rebosaban de hermosura, calma y fuego, y su rostro moreno brillaba como el cielo nocturno dibujando con su astrología los abismos del porvenir.
—Tú lo has dicho —respondió—: Transformar. Transformar en lugar de destruir.
—¡Pero eso es aliarse al error! —exclamó Álmor.
—No —contradijo Brahmo—. Aliarse al error fue lo que hizo Vântar. Yo te hablo de comprender lo que en el error existe de muda, de oculta verdad. No hay nada esencialmente falso; no hay nada esencialmente malo; no hay nada esencialmente pecaminoso. Todo lo que hay son verdades deformadas o pervertidas. Toca el núcleo del error y descubrirás una luz de gloria.
—Qué difícil discernir entre una cosa y otra —dijo Vrik—. Saber dónde empieza la alianza y dónde la comprensión, dónde la transformación y dónde la destrucción. Y, por otra parte, Brahmo, y disculpa si soy impertinente, ¿es eso lo que has hecho en Koria, transformar?
—¿Lo dices por las tribus que ha sido necesario destruir? —repuso el príncipe—. Sí, Vrik, transformar, eso es lo que he hecho… en la medida de lo posible. Cuando digo transformar, hablo de salvar las energías sinceras que hay cautivas en la telaraña del error, no de seguir eternamente a merced de las fuerzas que tejen la trampa. Como tú dices, la diferencia entre una y otra cosa es muy sutil, y la acción tan difícil como puedas imaginarla. Como podáis imaginarla todos vosotros.
Dio unos pasos alrededor del fuego, rezumando fuerza y decisión.
—¡Difícil, sí! —repitió—. Y por eso estamos aquí ahora, juntos, sentados alrededor de este dios. Por eso formamos este círculo… este Círculo de Koria. Porque el único modo de llevar a cabo esa tarea de transformación, compañeros, es irradiar. Crear en sí… e irradiar. No os hablo de ejemplo vanidoso, sino de contagiar… Contagiar. Contagiar voluntad, contagiar aspiración, contagiar paz, contagiar fuerza, sabiduría, hermosura. No imponer: ¡contagiar! Y la única forma posible de contagiar es realizar en sí mismo mientras se comprende, se percibe y se vive la unidad sutil de todos. Si hay un medio de transformar el reino de Eben, es crear para él un corazón… un corazón capaz de hacer vibrar a todo el resto de los órganos de ese cuerpo enfermo con el mismo ritmo de su pulso.
Los ojos de Ulán refulgieron. Yrna y Arolán miraban hipnotizadas al príncipe. Vrik y Álmor temblaron.
—Lo que esta noche os pido —continuó Brahmo— es un compromiso. Con vosotros mismos, con este Círculo, con el reino, con Ordum, con la Tierra. Si queréis lo que yo quiero para Eben, creced hasta la más alta de vuestras cimas, hasta la más audaz de vuestras posibilidades. Compañeros de armas, nos une una gran batalla en el exterior, pero otra, interna y mucho más grande, nos funde en un único corazón. ¿Quién palpitará con su pulso?, ¿quién abandonará el Círculo?
Todos permanecieron inmóviles y con los rostros encendidos. Los compañeros habían sellado tiempo atrás el compromiso. Vrik, Álmor y Ulán lo habían incubado siempre en sus profundidades, aunque sin decírselo con las palabras inflamadas del príncipe. Yrna y Arolán creían en las palabras de Brahmo y, a través de ellas, empezaban a creer en sí mismas. Los tholos, por el contrario, no habían entendido nada de lo hablado; sólo sabían que estaban con Brahmo y que lo estarían hasta el fin de sus vidas.
El silencio se impuso, absoluto, como si nada pudiese seguir al apocalipsis de aquel discurso. La noche callada los fue empujando poco a poco al interior y, navegando por lagos de contemplación desconocidos, buscaron la luz secreta de caminos futuros. Ningún ruido daba la selva, ninguno el Ish ni las aguas del Kuwsh; todo se sumergía en la calma meditación de un arcano magma esplendoroso. Luego, uno a uno, retornaron de unánimes honduras a sus nombres, a sus rostros, y abandonaron el fuego nocturno, el dios flamígero, dueños de un sueño ígneo.