XXII

Con la llegada de Pradib, Usha sintió restablecido el puente entre ella y el mundo. Había pasado casi una semana en la magia muda de la soledad, en el centro de ese silencio que nos oye, de ese mirar que nos contempla, de ese sentir que nos vigila, cuando aceptamos ser la única presencia atenta en el círculo de nosotros mismos. La realidad creció otra vez, se multiplicó por ese entero que a la vez divide, fragmenta, aun sin romper más que en apariencia la esfera de lo uno; insinuó todos esos rincones inaccesibles, esos pliegues ocultos, esos horizontes intocables, esa pluralidad desconocida que anonada al mero individuo y se ríe de los trucos que este ha pergeñado para manipular su pequeño cosmos circundante. Pradib traía no sólo el mundo, nebuloso, abstracto, sino un mundo habitado por rostros precisos y eventos, leyes y vínculos, necesidades distintas, muchas veces contradictorias, surgidas de la maraña confusa de los hilos del tiempo. Y todo ello fue un alud sobre Usha en el mismo instante en que el abrazo del reencuentro los unió en un anillo de esperanzas cumplidas. Ni la alegría, ni la plenitud de amor, ni el corazón abriéndose nuevamente al calor humano, pudieron mitigar el poder de la avalancha y Usha temió la llegada de Pradib con la misma fuerza con que secretamente la había deseado. Le costó encontrar su voz y, cuando lo hizo, faltaban los tonos de ternura. Tuvo miedo de las preguntas de Pradib; tuvo miedo de descubrir que los triunfos de su lucha, con los que había creído avanzar paso a paso hacia la Vida, fueran en realidad demasiado pequeños, incluso falsos, o reales sólo en el ámbito de su estricta y muda subjetividad.

—Vámonos de aquí —fue todo lo que alcanzó a decir Usha entonces, contemplando alrededor la muerte impersonal de los caídos.

Usha y Pradib montaron sus animales y cabalgaron en silencio a través del filo del crepúsculo y el primer hálito de la noche, hacia las fuentes del Omón, siguiendo el curso del río. Pradib respetó la reserva de la mujer y, apartando de su mente todas las sugerencias que acudieron a explicarla en un primer instante, dejó el camino libre a su intuición. Comprendió entonces los sentimientos de Usha y supo que su presencia allí sólo tenía sentido si era capaz de aceptar hasta sus últimas consecuencias las armas y las formas de combate que la princesa había escogido, y los términos pactados con la Muerte para el duelo. En un instante, olvidó Dyesäar, la partida de Mándos, la coronación de Arabínder, su despedida del nuevo rey, las noticias de Eben que traía, el peligro de la reina en manos de los nobles, la amenaza de guerra civil si prosperaban los planes de los conspiradores, la conmoción que sacudía nuevamente Ordum… Con un solo gesto fundió el mundo más allá de los árboles y el río, y se dispuso a reforzar con su palabra o su silencio la realidad creada por Usha con la substancia de su soledad. Porque, aunque fuese esta minúscula como una semilla, también de semilla crece firme el roble.

Sin saber qué había pasado, y sorprendida por este hecho, la princesa sintió cerrarse nuevamente el círculo de su individualidad. Pradib ya no lo anulaba; tampoco quedaba fuera. Uno con ella en su propia alma, lo aumentaba y afianzaba.

Un pequeño animal se arrojó de pronto, desde la rama de un árbol sobre el camino, a la montura de su caballo y la sobresaltó. Más negro que la ausencia de luz en la que estaban penetrando, Usha no lo vio hasta que estuvo junto a ella, bajo su mirada, ingrávido y sosteniéndose sobre Táumandos con habilidad de funambulero.

—¡Philo! —exclamó Usha por fin al reconocer aquellos ojos como el ámbar.

Philo mayó y aceptó estremecido las caricias de la amazona. El silencio se deshizo en los labios del gato y los príncipes ya no sintieron necesidad de él.

—Gracias —murmuró la princesa contemplando a Pradib con sus ojos grandes y hundidos, e incluyó en esta palabra todos los momentos pasados juntos en Astryantar, y la separación, y la confianza, y el reencuentro, y la incertidumbre del camino aún por recorrer.

Pradib la recibió con una sonrisa de aceptación que apenas desdibujó la solemnidad introvertida de su rostro.

Cabalgaron durante un tiempo que nada podía contar como nada podía dividir: había adquirido la consistencia unánime de la noche, la niebla, el trance, el sueño. La distancia que recorrieron fue abstracta; si Usha quería llegar a las fuentes del Omón, era porque estas, en aquella región ignorada, eran el único lugar que para ella tenía un nombre y que ofrecía a su imaginación un paisaje representable, haciendo así del tránsito una función de su voluntad… aunque sólo fuera en apariencia. Durmieron arropados en niebla, en un paisaje feérico de piedras grises donde el agua manaba con el canto inmortal del eterno nacimiento, circundados por dólmenes que elevaban la teúrgia de sus piedras en el invisible seno de la noche… Noche informe, fría, recorrida por ecos salvajes. Cuando el sueño los empujó a los arrecifes del despertar, se descubrieron abrazados y se sintieron náufragos en un mundo solitario. La luz malva de la aurora les mostraba el contorno de la posada en que los había cobijado la Naturaleza durante aquellas horas de obscuridad telúrica: un círculo de monumentales ruinas prehistóricas parecía, que los empequeñeciese con su altura y con su edad incalculable. Pero Usha recordó el Abnè-Dúath, a poca distancia de Eben, donde titanes grises semejantes a estos dormían acunados en la plenitud e ilusión de su magia ancestral, arrobados, olvidados incluso de desear el fin del letargo. El primer sol apareció en el vano de uno de los dólmenes, flechando sus rayos a través de su umbral y dando a piedra, hierba, tierra y flor una pátina tíbar y tibia. Usha se incorporó; murmurios alrededor, como voces de otro mundo, formaban imbricándose un carrusel de silencio. Cuando quiso aprehender el sonido con sus oídos mortales, el místico ulular cesó.

Pradib temblaba bañado en rocío.

La lucha debía recomenzar, pensó Usha, y, si Pradib había venido como compañero de armas a esta guerra sin aceros, tenía que hacerse capaz de asumir sus ritos con tanta naturalidad como ella los ejecutaba en solitario. Por ello, simplemente le besó con la mirada y lo dejó en su frío, camino de las fuentes. Donde el agua caía de la altura con mayor violencia y con golpe de hielo, allí bañó la mujer su cuerpo demacrado, allí lo mantuvo inmóvil bajo el chorro gélido mientras notaba prenderse el calor interior tras una resistencia ecuánime y neutra de sus miembros. Vio entonces que Pradib la había seguido y penetraba en el agua; su cuerpo moreno, corpulento y velludo no vaciló y la princesa comprendió que estaba disolviendo su anímico temblor en frío físico, que él sabía ya lo que ella había descubierto en la fuente de Ir pocos días atrás. Philo los miraba desde una peña con mezcla de humana extrañeza e intuitiva comprensión animal.

Usha entonces dejó el agua y corrió. Se sentía atraída por el amplio terreno contenido en el anillo de los dólmenes y lo convirtió en su pista de carreras bajo el cielo. Avanzó con el centro a su izquierda, en sentido contrario a los círculos del sol, invirtiendo el tiempo. Pradib también la siguió ahora, uniéndose a su ritmo, situándose a su lado, entre el centro y ella, y dejando que ambas respiraciones se fundiesen en un solo fuelle de energía interna. Táumandos los observó un instante de lejos; renunció tranquilo a su custodia y pació la hierba húmeda junto al caballo blanco del príncipe. Philo partió en busca de su desayuno, ágil como una pantera y tan hermoso que amenazaba con enamorar a su presa.

No tardó en renovarse el murmurio en los oídos de Usha, como delirio balbuciente de gigantes alucinados. Esta vez, ella no se concentró en escucharlo, en hacerlo penetrar por sus tímpanos, sino que se dejó fluir hacia él, absorber por él. Poco a poco, tuvo a sus pies una pista de puro cántico y corrió por ella elevándose en espirales hacia el cielo. Parecía que a cada paso se incorporasen más voces al sonido, que las voces se hiciesen más precisas, el sonido más diáfano.

Om Namó Bhagavaté, Om Namó Bhagavaté, Om Namó Bhagavaté

El cántico surgía del abismo sobre el que ella se elevaba, pero también del abismo al que caía en un hermanecer del arriba y el abajo; el cántico la perseguía, la precedía, ritmaba sus movimientos, y cada Om era un sol explotando en novas de euforia. Cuando la experiencia fue tan definitiva que su humana observación no podía dañarla, Usha soltó las bridas de su mente y esta ejerció su duda espontánea: se preguntó por el origen del mantra y, apenas había despuntado esta muda interrogación, Usha percibió que el cántico surgía de su propia carne. Una era su carne arriba y abajo, uno su cuerpo, una su materia, y sus células estallaban en himnos de gozo a medida que prendía en ellas esta tremenda verdad. Creyó que su cuerpo se disgregaría en billones de partículas si continuaba escalando y cayendo por aquellas espirales de dicha.

Resplandecía. Todo su ser resplandecía cuando se detuvo, o algo la detuvo, en el centro del anillo de grandes piedras. No sabía cuánto rato había transcurrido, pero el sol, cerca ya del mediodía, le indicaba que la carrera había durado no menos de cuatro horas. No estaba cansada; no tenía sed ni hambre ni agitados los pulmones. Luz le colmaba los bronquios, el estómago, la sangre y los músculos; luz efundida por sus propios átomos. Pradib la observaba desde la periferia del círculo, inmóvil y atento, comprendiendo demasiado bien que ella se encontraba en una dimensión de experiencia de la que a él le estaba vedado participar. También Usha entendía que la distancia entre ellos no era ahora la del radio del círculo: estaba sola ante la potencia infinita de lo Desconocido, sin más posesión que su inservible pasado ni más herramienta que la pureza de su aspiración. Sin saber qué hacer de sí misma o dónde concentrar tanta energía, se acostó en la tierra y ofreció su tesoro de luz al cielo. Cruzó el día por un arco iris de visiones simbólicas; algunas tan magníficas que no podía cobijarlas ni el maestril de la memoria, y para las que los escribas del recuerdo carecían de encausto y de alfabeto. Cuando llegó el crepúsculo estaba pletórica y exhausta. Su luz fue apagándose con la del día y Usha regresó a Usha, apenas capaz de reconocerse. La partida de la luz dejó su cuerpo habitado por el hambre. Pradib estaba sentado junto a ella, con las piernas cruzadas, acariciándole con ternura el pelo.

—Pradib —musitó forzando su voz desde unas cuerdas vocales satisfechas con su inercia—, no puedo ofrecerte más que esta espera silenciosa. Quizás un príncipe de Dyesäar, el gobernador de su capital, debería consagrarse a tareas más provechosas para el reino.

Sus propias palabras le sonaron a Usha demasiado humanas, demasiado vulgares y esperables, y las juzgó con esa parte de su ser adherida aún a la lógica del infinito que había experimentado. Pradib tardó en responder, como si dejara que su voz llegase de muy lejos.

—No estoy en el centro de la batalla, Usha, es cierto. Esa posición te corresponde a ti ahora, pero, de un modo que aún no comprendemos ninguno de los dos, también yo participo. Luchar en la batalla que el Hombre libra en el individuo en vez de lidiar la que libra en los pueblos no me causa remordimiento. Sólo una concepción muy errónea del egoísmo me lo haría ver de otra forma. No, Usha, creo que estoy donde tengo que estar.

Usha aceptó las palabras del príncipe mientras veía el cielo colmarse de estrellas. Luego se incorporó para permanecer sentada al lado de Pradib.

—Pradib, tú has recorrido ya este camino antes que yo —le dijo trasluciendo en la voz cierta ansiedad.

El príncipe le tomó la mano.

—No. Me sobrestimas. Tu aventura es mayor. Yo sólo he dado unos pocos pasos, y por un camino paralelo. He estudiado el cansancio, el frío y el calor, y hasta cierto punto he experimentado con el dolor inducido por mí mismo… Pero no he avanzado tanto como tú en estos pocos días.

—Sin embargo, sí lo suficiente como para saber que nada de ello es esencialmente real, sino deformaciones de otra cosa.

—Sí —confirmó Pradib—. Como la enfermedad. Como la muerte. Este principio es la clave de la transformación. Si no hubiese esa «otra cosa», una Realidad última, una Verdad física original en la que reconvertir todos esos estados deformados, el Yoga de la Materia no sería más que un sueño.

—Entonces, ¿por qué acepta el cuerpo la mentira?

—¿Por qué la acepta? —repitió Pradib—. ¿Por qué se refracta la luz en el agua y la intensidad del sol no toca el fondo de la fosa marina? La acepta porque está construido con la materia de un mundo cuyo mismo principio es la Mentira.

—Pero ¿por qué? —insistió Usha.

—¿Por qué? No lo sé, Usha. Es tanto como preguntar el origen del universo y yo no podría más que responderte con mitos… mitos de mi pueblo, mitos eterios, mitos de Ordum; mitos religiosos, intelectuales, artísticos o científicos… pero mitos. La única verdad que tengo es, si quieres, una verdad muy pequeña, pero para mí tiene el sello inapelable de la experiencia: hay una forma de identidad aquí abajo, en el cuerpo, en la tierra, limitada y doliente; hay una identidad allí arriba, perfecta, divina y luminosa; y entre ambas no sólo existe un puente por el que huir al cielo o traer aquí algo de las luces superiores, sino la posibilidad, casi te diría la necesidad y la Promesa, de fundirlas en una sola, una única forma divina, material y personal.

Las respuestas de Pradib le parecieron lejanas, raras aves de los cielos de la teoría. No podía hacer nada con ellas más que aceptarlas o discutirlas, y no con dialécticas ganaría esta guerra. El príncipe marchaba en efecto por un camino paralelo al suyo. Había creído en todo momento que algo fundamental se escondía tras el enigma, pero en la contestación de Pradib su importancia se desvanecía dejando una estela de mutilada esperanza.

—Tengo mucha hambre —dijo Usha con una media sonrisa.

—He cazado un conejo, unas aves…

—Gracias, no podría soportar la carne ahora. Compré algunas provisiones en…

—No te preocupes. Te daré de las mías. Tengo queso, fruta y pan de Astryantar… unas hogazas del pan negro que te gusta.

Caminaron hasta uno de los dólmenes y Pradib encendió un fuego. No se hallaban más protegidos bajo la piedra, pero por mero atavismo humano les daba la sensación de estarlo. Philo no tardó en aparecer; compartió con ellos el queso y el calor de las llamas, y no se hurtó a ninguna caricia. La madera crepitaba agradablemente y una brisa fría pero suave descendía del Norte llevándose el humo hacia la profundidad de la noche. Del bosque, apenas a dos tiros de arco del círculo de piedras, surgía la voz animal de la vida noctívaga, a ratos cantiga de bardo, a ratos monólogo de orate.

—Tiene que haber alguien que haya recorrido esta senda —comentó Usha.

—Ban, hasta cierto punto. Dama Alayr también. Quizá Dión.

—Ban… —suspiró Usha—. El Rey desapareció hace casi sesenta años, de Dama Alayr no se sabe nada desde hace cuarenta. Pero Dión… ¿Crees, Pradib, que aceptaría recibirme en su retiro de Éndor?

—Ya no está allí.

Usha temía preguntar demasiado, temía verse arrastrada de nuevo al mundo del que había partido, pero ahora temía aún más lo que la respuesta de Pradib le insinuaba.

—¿Ha muerto?

—No.

—Puedes hablarme con claridad, Pradib.

Pradib la miró a los ojos, buscando sus profundidades; no quería perturbarla con las cosas de la vida común y estaba haciéndolo a pesar de todo.

—Dión y Mándos dejaron Dyesäar un día después que tú. Nadie sabe hacia dónde. Un nombre flota en los labios de las gentes, semejante a un sueño: el Oasis de las Nieves. Fue una decisión impremeditada del rey, casi se diría una imposición de lo Alto.

Usha sintió de pronto el peso de la comida en su estómago, una resistencia de su cuerpo a aceptarlo como si fuese veneno.

—Disculpa, Pradib.

Se levantó y se alejó del fuego hacia el centro del círculo. Sabía que estaba lívida y notaba un derrame en el ojo derecho. Pero sobre todo se hallaba confusa; el mundo exterior estaba penetrando en su refugio al fin y al cabo, y el contacto permanente y directo con la fuente de la experiencia se debilitaba a cada palabra pronunciada, a cada pensamiento que volaba hacia lo lejos. ¿Tan frágil era el vínculo con esa Fuerza que presionaba para descender a ella, para cambiarla desde dentro y poseerla, utilizando como excusa y aguijón la enfermedad? ¿O era ella… e interpretaba mal los signos?

Una arcada la dobló y cayó sobre sus manos. Respiró hondo, intentando calmar las contracciones de sus vísceras y esperando que Pradib no se fijase en ella. Tenía fuego en el estómago. Los pocos bocados tragados eran una masa viviente, pataleante y revuelta que quisiera perforarla. Se impuso calma, se levantó con supremo esfuerzo y se mantuvo sobre dos piernas temblequeantes de cigüeña mientras el mundo giraba a su alrededor. Al cabo de un instante estaba otra vez arrodillada, como un perro, y afirmando las manos trataba de contener los remolinos del suelo. Vio unos pies bajo sus ojos y alzó la mirada, que quiso no fuera implorante. Pero no era Pradib quien estaba ante ella, sino una vieja conocida, una figura vacía bajo un capuz negro y con rostro absurdo de cuervo viejo; riente, amable, atroz.

—¿Recuerdas, hermana? —le decía a Usha la figura con la propia voz de la princesa—, cuanto más sube la Piedra, más feroz es la caída. ¿No es esta la regla de nuestro duelo?

Y Usha veía caer la Piedra… cayó con ella, transfija, a perdidas intierras de dolor.