XXI
Una sensación de fuego frío ascendía en espirales alrededor del eje de su espalda. La cúpula del cráneo se quebró, y brotó un loto en llamas. Alzó la vista y, a través de la grieta de la bóveda, descubrió una luna simbólica contra un cielo suprahumano. Luego, la luna se partió con un trueno y Brahmo se sintió en la cima del mundo, viendo desfilar ante él todas las cosas que podía presentarle la memoria. Una por una, cada cosa le rindió el tributo de su propia, fugaz irrealidad; lo acumuló a sus pies, disolviendose en una totalidad aún difusa… Vacío sobre vacío… Cada fenómeno se invaginó en lo indiferenciado hasta que sólo el universo, uno, homogéneo, informe, estuvo entre sus dedos: una onda, un verbo… para luego repicar su nombre hueco, como una campana. Él lo introoyó… letras reverberando sin significado en los intersticios de su cuerpo, mostrándole la Desnudez de su propia nada antes de precipitarse al vórtex de la Nada entre remolinos de jirones de las sombras de su carne…
—El universo cabe en la palma de la mano —susurró—… y se escurre como arena entre los dedos.
—Así es —repuso una voz—. Has hablado como un poeta. Háblame ahora como un filósofo.
—Existe un estado de consciencia para el que el universo no es una suma de elementos sino una única, completa realidad. Sin embargo, en el mismo momento en que objetivándola nos situamos fuera de ella, la consciencia, fragmentada antes en una pluralidad de percepciones, se unifica precipitándose al vacío de la Subjetividad Absoluta. Y más allá de este primer vacío del Testigo mudo que sólo ES, hay otro aún mayor.
—Háblame ahora como un místico —insistió la Voz.
—En el torbellino de la mente —musitó Brahmo con un tono profundo surgido de su propia meditación—, trazo el origen de cada pensamiento; cuestiono la espontánea centralidad de la consciencia sobre la que se precipitan los pensamientos en raudas espirales; pieza a pieza, desmonto la rígida estructura invisible que iguala mente y mundo. Libre, la mente es fuego, luz, gema… es gema y Nada. Desnudo, contemplo el Misterio y dejo que lo que se extiende antes y después de mí, el Cero rodeándome, me invada y me aniquile.
Brahmo abrió los ojos, robado al trance por el peso de su voz. Nuevamente le asombró el misterio de aquel interlocutor secreto que incitaba a su mente externa a registrar lo que su espíritu habría callado. Se puso en pie y caminó hasta una terraza del monte sobre el lago Kuwsh, entre pinos rojos korianos. En la profundidad, el lago era una acuamarina mal desenterrada bebiendo los últimos rayos del sol y él la contempló con la calma y la plenitud que lo saturaban. Algo más allá empezaba el verdemar de los árboles, con su grita animal y el viento citareando en la cúpula. En aquel crepúsculo otoñal, una eran la paz del príncipe y la de su bosque. Brahmo había llegado a amarlo profundamente en aquellos meses. Esta región salvaje en la que enfrentara cientos de veces la muerte se le había revelado como la fuente de la Vida, y él había hecho todo lo posible para preservarla de las amenazas del porvenir. No quería un Koria civilizado, si por civilización debía entenderse la del resto de los reinos de Ordum. Quería un Koria vivo, un Koria Koria; un Koria siguiendo las líneas de su propia evolución, que poco tenían que ver con las del mundo civilizado pero que eran tan fascinantes o incluso más que las de aquel. Para ello había sido necesario escoger las fuerzas y semillas del futuro, aquellas tribus que, aun siendo primitivas, fieras, crudas, eran una manifestación más pura de la vida primordial tocada por el Espíritu, aquellas que poseían una intuición mayor de su destino y expresaban de un modo más diáfano el alma secreta del bosque; había sido necesario aliarlas, mostrarles su parentesco espiritual más allá de los vínculos y odios entre sus tótems respectivos. Había sido necesario discernir, acosar y exterminar los elementos obscuros y destructivos, tribus que, siendo acaso tan elementales, crudas y feroces como las primeras, encarnaban el aspecto degradado y perverso de la vida, ese que se riza sobre sí mismo como un gusano ante el toque de lo Alto y se solaza en la inmovilidad del tiempo, barrea en el fango del tiempo, y vive a la sombra del horror del tiempo. Este había sido el sentido de las Guerras Korianas. Y cuando en el futuro la Pentápolis se sintiese lo bastante fuerte como para reclamar la mitad septentrional del bosque, o incluso su totalidad, los reyes de Eben podrían acudir a la llamada de las tribus con justicia, no para defender un territorio robado y sometido en otro tiempo, sino la obra peculiar y exótica del Espíritu en la selva. Este compromiso espiritual simbolizaba la Corona del Carnero, que las tribus aliadas habían plantado en la cabeza del príncipe ebénida proclamando con ello la inquebrantable solidez de su unidad recién constituida.
Pero para Brahmo el tiempo de Koria terminaba y, aunque él lo contemplaba ahora desde la cumbre del Ish, alto en el corazón del bosque, lo veía ya lejos. Era la hora del retorno. El fruto estaba maduro. El cuerpo enfermo del reino había tenido tiempo para supurar todos sus malos humores por las heridas abiertas. Tiempo era de cauterizarlas.
—Adiós, Koria —susurró Brahmo—. Hoy vendrá Eben a buscarme.
Alzó la espada con su mano derecha y la hoja resplandeció encarminada por el último sol. Permaneció unos instantes en esta postura, consciente del bosque a sus pies, del cielo sobre su cabeza, y de la espada y su brazo como el vínculo entre la Tierra y las Alturas. Una inmensa gratitud le desbordó el pecho por aquel momento de hermosura y por el Acto Creador, que le había conducido hasta él a través de impredecibles laberintos de tiempo. Luego la espada descendió lentamente hasta su costado y la intensidad del sentimiento se aplayó.
Brahmo flotó un rato aún en sus pensamientos, con la tranquilidad de una nube, viendo las sendas futuras avanzar y cruzarse en la profundidad. Percibió luego una figura que ascendía el escarpado breñal por el que se alcanzaba la cima del Ish. La figura levantó la mano en un gesto de devoto saludo y el viento de la cumbre agitó su blanca melena como las plumas de un cisne estremecido. La figura se acercó.
—Ha llegado Bárak con su grupo, Brahmo —dijo—. Te esperan. Tenías razón. No vienen solos. El reino acude a buscarte. Pero… aún me pregunto si era necesario.
—¿Necesario? Los símbolos son un lenguaje, Ébion. Útil sólo para quien lo entiende, necesario para quien se guía por él, imprescindible para quien se deja conducir por Aquel que lo habla.
Brahmo contempló al hombre con profundo afecto. Cuatro meses de intensa camaradería con sus soldados le habían llevado a amarlos más que a hermanos de sangre. El príncipe había eliminado tiempo atrás todo protocolo, toda cortesía y respeto especiales hacia su persona. Fue un acto innecesario: en realidad, toda fórmula tradicional había sido anegada en el sentimiento de creciente admiración que despertaba su carisma, su coraje, el halo de calma y de misterio que poco a poco iba envolviéndolo; y todo ello había generado nuevas formas de trato, flexibles, espontáneas, proteicas.
—Vamos —dijo Brahmo palmeando con cariño el hombro de Ébion.
Los dos hombres caminaron hacia la ladera, descendieron por el breñal, y algo más abajo, después de otra terraza que formaba el Ish afrontando el Poniente, tomaron un camino estrecho que, bajo verdes arcadas y la vigilancia de monstruosas peñas, viboreaba hasta la entrada de las cavernas en la base del monte. Estaban cerca ya de su destino cuando una cobra cornuda koriana les salió al encuentro. Ébion la contempló con cierta aprensión.
—¿Aquí estabas? —le dijo Brahmo acercando su brazo al hermoso reptil.
La serpiente trepó por él, rodeó sus hombros y se asentó en la base de su cuello. Sus anchas espirales fueron un viviente collar sobre el pecho del príncipe y su cabeza se elevó sobre la del hombre como un pináculo. Era un ejemplar grande y majestuoso, de cerca de seis pies de largo, cuernos áureos y afilados, ojos hipnóticos de grandes pupilas caoba, y cuerpo negro, recorrido por una franja que doraba su dorso y que, cuando dilataba el cuello por asombro o irritación, se transformaba en un sol bajo el ángulo de su cabeza. Se había deslizado hasta los pies de Brahmo un día que este meditaba en la cumbre del Ish, había rodeado su cintura, trepado por su espalda, anillado su cuello, reposado en su cabeza. Brahmo no la percibió físicamente, pero en su trance un pavo real cruzó el éter volando y le arrojó el tesoro que aferraban sus patas: una serpiente de oro. Su memoria sutil evocó los recuerdos de su padre, y su intuición, en el vórtex del rapto, interpretó la visión como un símbolo de triunfo. Cuando emergió a la superficie del mundo, halló el símbolo hecho carne. No temió, aunque conocía el peligro que la cobra significaba. Palpaba, entre él y el reptil, un vínculo que los unía y trascendía: ambos compartían una misma forma de realeza, surgida espontáneamente de la fuente secreta de las cosas.
Tocado con esta corona viva y mortífera, Brahmo apareció en la cámara de la gruta donde le esperaban Bárak y los ebénidas. Los tres hombres que habían cruzado Koria en su busca hincaron la rodilla, pero el príncipe les obligó rápidamente a incorporarse.
—Olvidaos de ceremonias, amigos míos —les dijo—. Aquí no son necesarias.
—Mi señor —empezó Ulán sin poder contenerse un instante—, vuestro reino sufre.
Brahmo miraba en derredor, como si hubiese esperado encontrar allí a alguien más. Sus ojos se cruzaron con los de Bárak. Bastó la expresión interrogadora del rostro del príncipe para que el explorador lo comprendiera.
—Venían con nosotros dos muchachas también. Las están tranquilizando un poco, Brahmo, se sentían… algo desorientadas e inquietas.
—Invítalas a unirse a esta asamblea, Bárak, por favor.
El cazador se alejó y Vrik temió perder la solemnidad del instante. Estaba seguro de que el príncipe no sabía lo que hacía y que no tardaría en arrepentirse; esta era su esperanza.
—Ulán Draj —dijo entonces Brahmo—, legítimo comandante de la fortaleza de Naor, sé lo que vosotros no sabéis: sé por qué estáis aquí. Los sufrimientos del reino son mis sufrimientos, pero lo que ha ocurrido hasta ahora no se podía evitar. Habéis venido, y en este mismo momento empieza nuestro retorno.
El discurso del príncipe sorprendió a Vrik, hirió a Álmor, crispó a Ulán. El comandante se disponía a contestar tascando el freno de su ira, pero con franqueza, cuando un alarido a dúo se lo impidió. En el umbral donde desembocaba uno de los pasadizos interiores de la montaña, Yrna y Arolán, inmóviles, lívidas, con los ojos muy abiertos y clavados en la serpiente, gritaban. La cobra les respondió expandiendo su cuello como las alas de una gran mariposa. Brahmo rio con ganas y la tensión del momento desmayó.
—Acercaos sin miedo. Esta es Sarpa, mi amiga. No os hará daño mientras no queráis hacérmelo a mí.
Las muchachas eran incapaces de articular palabra, de dar un paso. Vrik admiró su aspecto ridículo. El cabello había empezado a brotarles obscuro, tras varios días sin sus tintes solares. Después de haber tenido que desprenderse de sus ropas ebénidas, inadecuadas y ya desgarradas, vestían sendos uniformes de cazadores del rey, que les resultaban demasiado holgados y en los que perdían todo asomo de femenina gracia. Una manifiesta torpeza para habitar los pantalones o gobernarse con ellos rezumaba aun de sus rostros, que se helaban en una mueca de estupefacción en cuanto empezaban a caminar. Por ello Vrik llegó a pensar incluso que el alarido y la momentánea parálisis se debían más a la vergüenza de encontrarse en tal estado frente al príncipe que al terror del reptil. Internamente, sonrió.
Pero Brahmo intentó tranquilizarlas. Se acercó a ellas, las aduló, las regaló con una risa sincera y hermosa, les mostró la secreta belleza de Sarpa, su pronta disposición al juego, su inofensiva fiereza. Ulán, Álmor y Vrik cruzaban miradas extrañadas, decepcionadas casi. Pero Yrna y Arolán se transformaron. Se olvidaron de sí mismas y al mismo tiempo se sintieron alguien. Aceptaron acariciar el cuerpo frío de aquella rara compañera, y se vieron complacidas cuando esta se estremeció como un gato. Al cabo de unos instantes reían con el príncipe, lo trataban con espontánea familiaridad y hasta sus palabras parecían menos estúpidas.
—Sarpa es serpiente en dévico ¿verdad? —preguntó Yrna—. ¿No es triste llamarla así, Brahmo? ¿Te gustaría que a ti te llamasen sencillamente «hombre»?
Brahmo recibió divertido las palabras de la muchacha.
—Tendría algún inconveniente, desde luego, pero no carecería de ventajas —sonrió—. La cuestión es que Sarpa es un nombre ligado a su destino y también al mío. Pero acompañadme, nos esperan cosas que no pueden demorarse más.
Yrna y Arolán obedecieron satisfechas. Brahmo hizo un gesto a los tres ebénidas para que lo siguieran también y, a través de un corredor de bóveda tabicada, guio el grupo a una nueva cámara de la gruta, más entrañada en el cuerpo monumental del Ish. Los viajeros habían tenido tiempo ya de acostumbrarse a las luces inhumanas de aquellas cuevas; habían recorrido decenas de millas de sus pasadizos desde las Húrindra, donde llegaran la noche anterior, pero su misterio seguía fascinándolos a pesar de las explicaciones de Bárak… o quizás a causa de ellas. En la nueva cripta flotaba una luz celadón. La planta era cuadrangular; las paredes, altas, recorridas por frescos, habitadas por cariátides y telamones sobrenaturales. Trabajados por mano hábil hasta cierta altura, los paramentos eran seguidos luego por la obra milenaria del monte, una cúpula irregular y bárbara sobre aquellas imágenes finamente esculpidas. Del centro del techo goteaban puntuales, gruesas lágrimas, que caían como esmeraldas a través del aire verdemar; en una pila natural de roca se transformaban en música y espejo, y alimentaban el musgo que manaba ondulante hasta el suelo como las barbas de la piedra anciana.
—Estáis en el corazón de lo que fue el cuartel general de Ilüel, el Caballero del Tercer Anillo, durante las guerras imperiales —les anunció Brahmo, y el eco de su voz reverberó.
Les condujo hasta el otro extremo de la cámara. Había allí un trono de piedra gris que podía haber emergido del suelo como las estalagmitas. En sus brazos, la roca tomaba la forma de garras de dragón y el alto escabel era la cabeza de un Naga; el espaldar era el cuello dilatado de una inmensa cobra de Koria, de cabeza engallada y cuernos como los de un toro. El trono era ancho, alto, poderoso, y sobre él, con la muda expectación de las cosas, reposaban tres signos de realeza: la Corona del Carnero, la espada Mrïyantar y una maza.
—Soy rey de Koria —les dijo Brahmo palpando el trono—, pero ¿tengo derecho al trono de Eben? Vosotros cinco habéis venido a responderme.
Ulán había dejado desvanecerse su última duda: el príncipe estaba loco. Esta y no otra era la razón de su ocultamiento en Koria, bañado en la sangre de los salvajes que había exterminado y envanecido entre aquellos otros que habían sido lo bastante astutos como para adularle; sintiéndose señor de las cavernas sumânoï, plantando su trono en las estancias de Ilüel, y luciendo los cuernos de una sierpe y un carnero como símbolos de su brutal majestad. Todas las piezas encajaban matemáticamente en esta verdad desesperada; y la certeza era un rayo acristalando su mente. Ante aquel payaso que tenía delante, el silencio era la actitud más sabia; escupirle al rostro, la más sincera. Se odió a sí mismo por las palabras con que le había saludado y consideró al reino perdido para siempre. La honda paz que llega con todo destino inevitable le hizo relajarse y esperar, indiferente.
—¿Veis este trono? —prosiguió Brahmo—. Por las imágenes que lo conforman, se diría que es reciente, que ha sido esculpido para dar cuerpo a los símbolos de nuestro triunfo en Koria. No es así. Este trono precede a los tiempos de Ilüel y también a los Sumânoï. Es un trono eterio y fue dedicado al Don… hace doce siglos. Sobre él he puesto los símbolos de mi realeza como ofrenda a Aquel que esperamos.
Observó en los rostros que tenía delante el efecto de sus palabras: la honda decepción de Ulán, la tensa irritación de Álmor, la extrañeza pero también la confianza en Vrik, la inconsciente pero inextinguible admiración de Yrna y Arolán. Frente a él estaba todo el reino, resumido en un pequeño ramo de actitudes y emociones.
—Os he traído aquí —continuó— para mostraros que un vínculo secreto une momentos distantes de la historia. Una Voluntad que ignoramos los hila formando con ellos la trama invisible del Tiempo. Esa es la voluntad que os ha guiado hasta Koria, no la vuestra. Habéis venido a responderme, en nombre del reino.
—Señor —dijo entonces Arolán con una solemnidad de la que Vrik la creía incapaz—, el derecho al trono de Eben os lo da vuestro nacimiento.
—Porque no es así —respondió Brahmo— estáis aquí ahora, para otorgármelo o negármelo. Oídme bien, no soy hijo de Vântar, no soy hijo de Dama Esha. Si habéis oído estas murmuraciones en boca de algunos de los nobles, ahora sabéis que tienen razón.
—¿Quién sois entonces? —preguntó Yrna llevada nuevamente a la fórmula de cortesía por la magnitud del momento.
—Eso Yrna, importa poco ahora…
—¿Qué haríais con el reino? —intervino el Thúbal.
—Eso importa ahora aun menos, Álmor, porque no es en mis razones donde debéis hallar una respuesta, sino en lo más hondo de vuestras aspiraciones.
Entonces Vrik comprendió por fin las palabras del príncipe. Fue capaz de contemplar su viaje hasta este momento, hasta este lugar, desde una altura insospechada. Aquella tarde con Leb, que parecía ya lejana en el tiempo pero de la que sólo le separaban cinco días, había abierto el camino a muchos acontecimientos, a las más diversas e inesperadas circunstancias; en la profundidad del camino había creído ir de una a otra llevado por la necesidad del momento: responder a la confianza de Leb, obedecer a Baar, huir de Elva, afianzar la amistad con los Thúbal, aceptar el consejo de Ébenim, seguir a Ulán, salvar la vida del gôrgon, salvar del gôrgon su propia vida… Pero esa visión de las cosas desaparecía por completo aquí, en la plataforma intuitiva desde la que las contemplaba ahora: aquí se sentía la mano de una sola Voluntad tejiendo un tapiz inconsútil. Y el centro donde convergían todos los hilos era Brahmo. Y Brahmo les mostraba que incluso la intención primera de su viaje, traer al príncipe las nuevas de los conflictos del reino, era sólo una excusa: de esas heridas abiertas él sabía acaso mucho más que ellos. Miró a Ulán. Vio la duda todavía en sus ojos, pero la duda era mejor que aquel convencimiento gris que momentos atrás le había asomado al rostro.
Ulán no se perdió en las razones de Vrik; de pronto vio en aquel loco a un jefe… precisamente porque carecía de razones, de derechos de nacimiento, del temor a revelarlo. Tenía ante él a un líder natural, se lo decía la sangre de sus ancestros… Y las musas inmortales de su clan se lo confirmaban destilando hasta sus venas unos versos. La certeza cristalina de su mente se hizo añicos; la certeza de su carne resplandeció como un fuego blanco. Sintió su misma certidumbre en Vrik, pero percibió también una última sombra de vacilación en Álmor.
Pero Álmor miró a Yrna y Arolán a su derecha y vio que, sin saber por qué lo sabían, ellas sabían que Brahmo era rey. La duda no las había rozado en ningún momento. Las sugerencias con las que esa maga de la negación construye el laberinto de la mente no las habían alcanzado, quizás porque no oían con sus intelectos y porque sus corazones, tras el cataclismo de su pequeño mundo personal, habían empezado a girar sobre sí mismos para afrontar la vida con el rostro oculto. Sí, Álmor vacilaba todavía, pero también se sabía demasiado suspicaz… y sabía que toda su suspicacia jamás lo acercaría a la verdad un solo paso.
—Sois rey, señor —dijo entonces adelantándose al sentimiento y las palabras de sus compañeros.
Y Ulán bajó la cabeza en asentimiento silencioso, dominando con la calma honda de su gesto el estallido exultante de unos versos en su interior:
Fecunda el Rayo el Loto.
En la cima de su cabeza un volcán de majestad; Río de lava, savia de oro.