XX
Fuego diamante, fuego de liberación. Este fue el Verbo que estalló como un cántico en el cristal de la mente de Leb cuando vio desgarrarse las adujas animales que lo sujetaban y las serpientes cayeron a sus pies, exhaustas de la energía mortal que las sustanciaba, antes de desintegrarse. El estridor de una protesta titánica le golpeó el oído, hiriente como hierro al blanco, pero él no se detuvo a escucharlo: una escala se había formado ante sus ojos, de la materia sutil del símbolo y con dimensiones del ser por peldaños. Se vio ascender por ella con la parte de sí mismo que no portó, reducido a mero sentir y al dibujo vidente de unos ojos; se vio ascender veloz como los pájaros, hinchiéndose de un aire más y más sutil, dejando en cada escalón una nueva imagen de sí, crisálida despierta del Leb siguiente y cifra externa del íntimo Habitante. Se vio ascender y se vio ascendiendo, y más allá de la meseta tras el último peldaño, columbró luces de Aurora y recordó las Puertas del Sol abriéndose a la Senda de los Dioses. Más y más le atrajeron las alturas con la gravedad del Espíritu, y casi le cegó la Luz cuando dejó atrás el último escalón, la última crisálida. Pero miró de frente al Sol de oro, manantial del Tiempo, con ojos de azor y lo saturó una plenitud sobrehumana. Un entusiasmo de gratitud rompió en su pecho con la fuerza de las olas, alzó hacia el Infinito el recuerdo de sus brazos y exultó en las rimas fulgurantes de un cántico silencioso. Entonces la vio, la figura diamante sobre la hidra del mundo, y se arrojó a su inmensidad de océano. Calma, Dicha, Luz descendieron la escala de los mundos como un suave reguero de agua que hubiese rezumado del mar del Pleroma con los chapaloteos del Niño Supremo, refrescando y remozando las crisálidas, goteando con la precisión de un alambique sobre un cuerpo material lejano, muy lejano, en el otro extremo del Tiempo vertical. Una vigilia serena como la noche e incandescente como el mediodía creció poco a poco en la carne distante hasta rezumar también por cada poro del cuerpo. Lágrimas felices de confianza y consagración ascendieron a sus ojos mientras las crisálidas sutiles, encajaban una en otra y volvían a su morada terrestre pobladas de nuevo por su Fuego secreto, su íntimo Habitante.
Pasó mucho rato antes de que Leb pudiera moverse. Sus miembros no tenían la mínima intención o necesidad de hacerlo. Había experimentado la muerte, una vieja compañera de camino, y había vivido la Vida verdadera. La luz que su aura irradiaba transformaba el mundo alrededor dándole el barniz de las cosas divinas; daba la impresión de que ya no quedase otra cosa por hacer en él más que gozar del restaurado paraíso. Pero bien sabía Leb que las partes dolientes, deformes, hambrientas, de sí mismo y de la Tierra, dormidas ahora, no habían sido extinguidas; pronto repondrían su oclocracia llamando con daño, muerte y sangre al Único que con su ser infinito podía colmar su infinito vacío. En aquella tregua de inmovilidad divina, Leb acumulaba fuerzas para la prosecución de esa aventura en la que el hombre teje a Dios con los hilos de la historia.
Estaba entrada la noche cuando golpes ansiosos en la puerta de su morada obligaron a Leb a abandonar el gozo de su trance pasivo. Una intuición alcanzó su mente iluminada y el hombre del desierto se apresuró tanto como pudo a abrir.
—Maestro Lébari, por favor —la mujer susurró el nombre con el que sólo ella le llamaba, Corazón de León, y cayó exhausta en sus brazos.
Leb la alzó, era un cuerpo menudo y castigado, y la portó al único jergón de la casa. Tenía fiebre y balbuceaba palabras de delirio. La dejó un instante, se asomó al exterior para asegurarse de que nadie la seguía y atrancó la puerta con la aldaba. Luego hizo lo que habría deseado no volver a hacer jamás: abrió un gran arcón y sacó de él dos espadas, una de hoja recta y resplandeciente con empuñadura de marfil y plata, y un alfanje negro y curvo como el primer pétalo ausente de la luna. Las puso a su alcance y retornó a la mujer.
—Majestad —susurró muy quedo junto a su oído como si pudiese penetrar a través del delirio y el sueño—, estáis a salvo. Estáis con amigos. Tranquilizaos. Prepararé una infusión que os repondrá. Comeréis algo y dormiréis. Mañana habrán cesado las pesadillas y la fiebre huirá de vos. Reposad.
La mujer se sosegó enseguida, aquietada por el flujo hipnótico de la voz de Leb. Este puso rápidamente agua a hervir en el fogón de su pequeña cocina y, en cuanto empezó el borbor, arrojó en la olla de bronce raíces, hojas, ramitas y una cucharada de miel de espliego. La tapó y esperó mientras un aroma a bosque húmedo se difundía por la casa. Con todas las luces apagadas y la mano cerca de las armas vigiló desde su ventana la noche; a nadie se veía ascender por el solitario barrio de pescadores, aunque media luna en el cielo y dos o tres fanales del puerto la hacían menos opaca. Luego preparó una bandeja y se acercó al lecho, untó con miel unos trozos de pan, los mojó en la infusión, se los hizo comer a la reina y le sostuvo la cabeza hasta que apuró el resto del líquido humeante. Entonces la dejó dormir.
Pero él permaneció despierto. Había recibido ya más sosiego del que cualquier sueño podría darle, y se dispuso a velar el resto de la noche. Admiró el valor de Dama Esha, que había escapado a sus secuestradores, y pensó cómo sacarla de la ciudad antes de que estos sospechasen su escondite y viniesen a buscarla. De que lo harían no le cabía duda, era sólo cuestión de tiempo; y si Leb tenía alguna ventaja, era ahora la posibilidad de una rápida iniciativa.
Era patente que la reina había sufrido en las manos de los conspiradores. En la serenidad de la estancia y a oscuras, Leb podía ver con sus ojos sutiles el daño que las drogas habían causado en el aura de Dama Esha. Sus pensamientos eran tolvaneras y sus ideas, que habían soportado los potentes martillazos de cada intento infructuoso de tergiversación, estaban inertes y confusas. Sus emociones se veían castigadas por un ritmo demasiado trepidante de esperanza, desesperanza, dolor e inercia en ciclos renovados una y otra vez. Y su cuerpo estaba demacrado. Pero el núcleo de su voluntad y fortaleza, que la había sacado de su encierro contra toda posibilidad, que le había hecho huir a través de calles obscuras, enemigas, hasta este único refugio, estaba intacto y había empezado ya a restaurar el orden interior con la minuciosidad y paciencia de un cirujano divino.
La noche avanzó silenciosa, sin nadie que perturbase su misterio. Leb vigiló, observó y calculó las posibilidades de los diferentes planes que se le ocurrieron; ninguno le convencía. Alguien debía sacar a la reina de Eben y llevársela a un lugar seguro, quizás Dyesäar, pero él no podía hacerlo y no había nadie a quien pudiese encomendar esta misión. Los agentes que las Órdenes habían introducido en la ciudad para rescatar a Baar de Belinor estaban ahora lejos y el único de sus jóvenes a quien Leb se habría atrevido a confiar la reina cabalgaba a través de Koria.
Un gallo cantó con el primer romper del alba. Dama Esha se movió en la cama, y abrió los ojos, y en su rostro se dibujó una sonrisa sosegada pletórica de triunfo y majestad.
—Lébari, bendito seas, estás todavía ahí…
—Sí, mi señora.
—Lébari, son estúpidos, son terribles, van a destruirlo todo… ¿Es verdad que la gente les sigue?
—Señora, la gente sólo sabe lo que ellos les dicen y ellos hablan en vuestro nombre.
—Pero… ¿nadie ha sospechado nada, nadie se ha extrañado de que la reina no…? Es doloroso, Lébari.
—Majestad, en esta era no abunda el discernimiento, pero sería injusto decir que nadie está con vos. A este y al otro lado del Deva hay hombres y mujeres organizándose para luchar por los Tauris. El príncipe no tardará en llegar. Por eso es importante que los conspiradores no vuelvan a aprehenderos.
—Son terribles, Lébari —repitió la reina con un suspiro y su rostro se torció recordando las vejaciones a que había sido sometida—. Esa Elva de Olpán, mi guardiana, qué… capacidad para el mal. Qué imaginación para la tortura moral y la lenta, inexorable aniquilación física. ¡Ah, Lébari…! Pero me temo que esto es sólo un respiro. No pueden tardar en encontrarme.
—Por eso debéis salir de Eben cuanto antes, majestad.
—¿Para ir a dónde, fiel amigo, a dónde?
Leb titubeó un instante antes de responder. No le satisfacía la idea, pero había llegado el momento de tomar una decisión y de todas las que habían desfilado por su mente aquella noche esta era la menos mala:
—Lo más fácil, señora, sería llevaros a tierras de los Thúbal. No están lejos de aquí y yo podría retornar pronto adonde hago falta. Sé que los Thúbal son los puntales de la resistencia en el Cinturón Fértil y, aunque este peligra, una vez allí, si las cosas fueran mal, vuestros seguidores siempre podrían evacuaros hacia el desierto en espera de la llegada del príncipe. Lo mejor sería Dyesäar, sin duda, pero…
—No, Lébari, no. No quiero estar tan lejos de aquí en los momentos difíciles.
—Ishkáin es otra posibilidad, pero temo que su destino sea todavía muy incierto.
—Los Thúbal… Es lo mejor —respondió la reina—. Sean cuales sean las dificultades, sólo necesito recobrar un poco las fuerzas.
Dama Esha tenía una voz dulce y tranquila. Hablaba perfectamente el ordumia, pero con Leb utilizaba siempre la lengua materna que ambos compartían, la de los pueblos de las arenas, aunque sus dialectos diferían. No era muy alta; había sido corpulenta, pero ahora se la veía muy demacrada y el rostro había transformado el sufrimiento en nuevas y fieras arrugas. Sus grandes ojos azules estaban hundidos, cadavéricos, sus labios resecos, y su largo pelo lacio y negro era ahora una híspida cascada de blancura.
—Os prepararé algo de comer y una infusión. Creo que un poco de vino os sentaría bien, majestad. Luego… estaríais más segura oculta en el depósito subterráneo que tiene esta casa. No es muy grande y, desde luego, nada luminoso; además, huele algo a pescado porque los antiguos propietarios guardaban ahí el fruto de sus sudores en el Deva, es húmedo y frío…
Dama Esha no pudo contenerse y rio con ganas. Leb se unió a ella en las carcajadas y juntos conjuraron el buen humor.
—Quisiera poder ofreceros cualquier otra solución, pero…
—Si te comprendo, Lébari, fiel amigo, te comprendo. Después de cebarme, ¡a la heladera del pescado! —sonrió.
—Os la haré lo más agradable posible, majestad, esa heladera, os lo prometo. Y esta noche os sacaré de Eben. Ahora, si queréis, reposad un rato más mientras dispongo las cosas; todavía es muy temprano.
Pero Leb se quedó un instante observando a la reina, la dulzura con la que tornó a cerrar sus ojos y la sonrisa imborrable con la que descendió rápidamente al sueño. Silencio y placidez la envolvían y, antes de que pudiera darse cuenta, también él se había dormido. Le despertó más tarde el barullo del exterior y no supo qué hora era. La reina emergió abruptamente del sueño y lo miró con inquietud. Leb se levantó, corrió la cortina que separaba el rincón donde dormía del resto de la estancia y se acercó a la ventana. Había movimiento en el puerto; Ranza estaba allí con algunos hombres de su guardia personal dando órdenes a los centinelas de los barcos reales. No les diría que la reina se había escapado, de ello estaba Leb seguro, pero los prevendría contra cualquiera que se acercase a los barcos sin el permiso escrito del visir. La mayor parte del ejército seguía siendo fiel a la Casa de Tauris aunque, engañada y con jefes nuevos, afectos a la conspiración, poco podía hacer. Sin embargo, si Leb estaba en lo cierto y aquello no llegaba más lejos, aún tendrían una oportunidad por la noche. Pero no, vio que Ranza reforzaba la guardia real con parte de sus hombres; después montó en una biga que imitaba las del nuevo imperio y se alejó de la orilla del Deva.
—¿Ocurre algo, Lébari? —preguntó la reina.
—Nada que deba preocuparos ahora, majestad. Ranza estaba en el puerto organizando la custodia de vuestros barcos. Ha tenido la generosidad de aumentar vuestra guardia con la suya, lo que dice mucho en favor de la lealtad de la primera. Pero ya resolveremos esta cuestión cuando le llegue el momento. Ahora voy a preparaos sin más tardanza el desayuno.
Leb se afanó en la cocina tostando pan, hirviendo huevos y preparando sajaduras de queso de cabra con miel. La infusión esparció por la casa el olor del tomillo y el hombre añadió a la bandeja vino, frutos secos, fruta fresca y yogur de oveja.
—Aquí tenéis, mi señora, un desayuno para una reina.
Dama Esha sonrió y se incorporó en el lecho. Se sentía mucho mejor.
—Es más que regio, Lébari, es el cariño y la lealtad de un amigo.
—Sabéis que son vuestros, majestad.
Dama Esha comió con apetito y Leb la observó calladamente. La reina era fuerte y estaba recuperándose con insospechada rapidez. La esperanza de libertad, pero sobre todo la esperanza de poder actuar por el reino y de aguardar al príncipe luchando, le daban toda la energía y el estímulo necesarios para sanar. Si no ocurría ningún contratiempo, Leb podía contar con la fuerza, la inteligencia y la habilidad de Dama Esha para el éxito de su misión nocturna.
Estaba ya retirando la bandeja del desayuno y se disponía a acondicionar el sótano cuando tres golpes en la puerta lo alarmaron. La reina y Leb cruzaron una rápida, inquieta mirada, pero el hombre mutó enseguida su rostro en un intento de tranquilizarla y corrió la cortina ocultando el rincón que hacía las veces de dormitorio. No imaginaba quién podía ser a aquellas horas de la mañana y su intuición no le ayudó, pero tenía al menos la certeza de que no había un peligro inmediato; los golpes habían sido casi tímidos, con una nota de indecisión y un matiz de desagrado. Quien llamaba venía obligado por alguien o por alguna circunstancia.
—Traigo un mensaje, ¿puedo pasar? —Ergon, el escolarca de la Universidad Nobiliaria no esperó la respuesta de Leb y, con el hombro por delante, forzó su camino hacia el interior.
Leb lo contempló con las cejas alzadas en una muda expresión de asombro.
—¿Puedo sentarme? —preguntó Ergon sin mostrar ninguna necesidad del permiso del anfitrión para ocupar el más cómodo de los asientos—. Hmm, huele a hierbas. ¿Una infusión de tomillo, quizás? La aceptaría muy a gusto.
Leb se sentó frente a él.
—Lo siento, a mí me falta el gusto para ofrecértela. ¿Qué se te ofrece, Ergon? ¿Cómo tú en mi humilde morada?
Ergon era algo más joven que Leb. Tenía un rostro hermoso de nariz recta, pómulos salientes, mirada suspicaz, y labios finos y rápidos de sofista experimentado. Era alto, de piel blanca como los ebénidas de viejo cuño, pelo negro y cortado a la moda de Zuria, hombros anchos pero caídos hacia delante. Vestía la toga de su jerarquía, orlada con grecas de púrpura y oro, y se cubría con una capa corta de color azul. No sólo no se quitó la capa al sentarse sino que se arrebujó en ella, mostrando al anfitrión que aquella casa le resultaba tan inhóspita como un descampado.
—No te falta franqueza —rio Ergon en respuesta a las palabras de Leb.
—Al contrario que a ti. Acabemos rápido, tengo cosas que hacer. ¿Decías que traes un mensaje?
—La franqueza, maestro Leb, es patrimonio de los puros. Tú lo eres, o al menos eso crees, yo no. Tú tienes tu convencimiento; yo, por todo patrimonio intelectual, tengo mi duda. Tú tienes tu eternidad; yo, por todo capital espiritual, tengo el valor de reconocerme efímero. Por eso, maestro, entre uno y otro hay la misma diferencia que entre una roca y el viento.
A Leb le bastó esta última frase para comprender adónde apuntaba el escolarca sus argumentos. Si le dejase seguir por esta línea, antes o después, con circunloquios más o menos largos, más o menos abstrusos, le oiría decir: «La piedra es inmutable, sean cuales sean los tiempos; en cambio, el viento viene y va, trayendo y llevándose las estaciones. Trasladado al terreno político, amigo Leb, todo esto significa que…». Era evidente, pues, cuál era el mensaje que portaba y a quién servía de heraldo. Estaba a punto de cortar en seco el diálogo cuando Ergon se interrumpió.
—¡Ah! Espadas —dijo observando las armas de Leb, tiesas junto a una pared cercana.
—Te equivocas escolarca —respondió Leb tratando de despistar su atención, aunque fuese devolviéndola a la dialéctica de los argumentos—. Lo que llamas el valor de reconocerte efímero es la pereza en la que te refugias para no tener que luchar por ser eterno. El que sí lo hace no podría prosperar sin tanta medida de duda como de convencimiento. Su convencimiento es el de su experiencia, no el de una vana especulación; su duda es la herramienta con la que mide, pesa, calcula cada nueva experiencia, cada nueva certidumbre, desvelando con total impudor sus límites y, por tanto, la necesidad de ir más allá, aun más allá de cada cómoda certeza.
Ergon, espoleado en su amor propio, volvió rápidamente la mirada hacia Leb; pero cuando iba a abrir la boca para contestar, su interlocutor ya le interrumpía enardeciendo aún más su fingido furor.
—Lo que llamas eternidad, escolarca, no es sólo una estática posesión; es además un ideal y una esperanza… y es también un compromiso.
—¡Ja! —estalló Ergon—. ¡Religión! Los nobles acabarán con eso.
Saltó de su asiento y caminó alrededor como para disertar. Se reprochó su última frase, que le había hecho adelantarse al discurso que traía pergeñado.
—¿Acabarán? —repuso Leb poniéndose también en pie, pero en actitud de despedirlo—. Si lo hicieran se ganarían mis simpatías, pero no lo harán. Son aliados naturales del templo. Yo no te hablo de religión, escolarca, sino de misterio. Mira, asómate ahí —dijo abriendo la puerta—, lo que ves no es más que una isla. Un día llegamos a ella tú y yo, desnudos de cuerpo y de recuerdos. Ahora dime, ¿dónde está esta isla y en qué barco cruzamos el mar hasta la proximidad de sus costas, quiénes éramos antes de perder la memoria y qué haremos para recuperarla? Dime, ¿por qué uno se lo pregunta y el otro no? Dime, ¿quién duda más profundamente, y qué convencimiento es más ciego y más mísero? Tergiversas las cosas, escolarca, soy yo quien duda porque soy yo quien no quiere olvidar que la isla está en el mar del Misterio. Religión es un modo de poner un rostro santo al misterio; y tu duda intelectual, una forma de colgarle un espejo y mirarte permanentemente en él.
Ergon había salido de la casa impulsado más por la premura en las palabras de Leb que por propia voluntad; pero una vez allí había mirado alrededor, aquel mundo tan perfectamente conocido y tan minuciosamente pensado que el hombre del desierto llamaba isla. ¡Un náufrago él, que se consideraba dueño potencial de todo lo que no poseía en acto! Pero, de pronto, algo de las palabras de aquel bárbaro rozó una fibra suya desconocida y miró el exterior, por primera vez, sin verse a sí mismo. Le pareció que este poder transparente de sus ojos podía desmallar la poderosa urdimbre de la realidad conocida; y por un instante fue así, y Ergon contempló el guiño del misterio a través del desgarrón en la costura de las cosas. Necesitó un esfuerzo de voluntad supremo para dominar su vértigo. Luego se volvió para contemplar la figura de Leb en el vano de la puerta. Leb percibió el cambio y esperó a oírle hablar, fijos en sus pupilas los ojos.
Pasó un instante. Ergon no encontraba palabras. Al final bajó la cabeza y dijo lo que había venido a decir:
—Te han condenado, Leb.
Y partió a través de las calles solitarias, confundido, herido y transformado.
Leb cerró la puerta. Seducción, advertencia, muerte: con la visita de Ergon había culminado la segunda etapa y sólo quedaba esperar la tercera, que Abdalsâr no delegaría en nadie. Pero al contemplar sus espadas tímidamente apoyadas en la pared, inofensivas tras años de sueño en el arcón, el hombre de las arenas pensó que, al fin y al cabo, la muerte se había adelantado a la secuencia esperable y ya había tenido su oportunidad. Si quedaba alguna etapa, era la de la esperanza y el triunfo.