II
Detrás las luces del castillo, espaciosamente encendiéndose. El amanecer lo encontraría allí de pie, frente a la bahía que amaba como a nada en el mundo y que era símbolo de todo lo que amaba en el mundo. Y ya era la hora de abandonarla. Pronto el primer rayo tocaría el Mandír en lo alto de Éndor y el oro del templo esférico brillaría como un sol prematuro sobre el macizo amontañado. Conocía de memoria este rito cotidiano de la aurora. Las gaviotas vueltas hacia el Oriente en hileras silentes y meditativas; poco a poco, el mar navegando en violetas y rosas y lilas y extraños azures; luego, la luz emergente rayando el aire y encendiendo las torres de Hamsa y Anjur, una llama blanca en cada cuerno de la bahía…
Y ya era la hora de abandonarla…
Ía, Íos, Shanta y Bôs, las cuatro islas costeras, como pedazos de lapislázuli emergiendo del mar de la noche al nuevo día del mar. Retorno y partida de pescadores. El cielo descoritándose sobre la bahía… a la hora de abandonarla.
—Señor…
Mándos no volvió la vista hacia su mayordomo. Miraba el profundo mar como miran las estatuas.
—Haz venir a Arabínder —le interrumpió antes de que aquel le reprochase otra noche sin sueño, de pie a orillas del mar—. Por favor —añadió.
El anciano desapareció tras inclinar la cabeza, sin una palabra.
Cómo se habían precipitado estos últimos meses, pensó Mándos, desde que Ida fue hallada. Temerarios, tras decenas de años de ausencia en perdidos y profanados mares, los piratas habían vuelto a atacar el Bajo Sur. No sabían la fuerza que era Dyesäar y tras una breve y miserable victoria en la jungla de Cabo Espina, se habían descubierto cercados por las tropas del virrey. De ellos, Bran de Dyesäar recuperó los hombres y mujeres raptados en las escasas aldeas selváticas de leñadores, recobró un paupérrimo botín de herramientas, armas y monedas de poca valía; y exigió una promesa a cambio de sus vidas, que fue dada sin honor. Los piratas perdonados partieron para unirse a docenas de barcos corsarios que merodeaban en el mar de Lyra. Cuando se sintieron fuertes, atacaron Shanta y fueron repelidos. Navegaban hacia Ía, la de menor guarnición, cuando fueron rodeados por los veleros del rey, asaeteados con fuego, abordados por la guardia marina de Dyesäar y entregados a la muerte líquida. Sí, un acontecimiento insignificante en la historia del reino, de este milenario pueblo del Mar; una acción ignorante, tan bárbara como suicida, imposible… síntoma, no obstante, de un cambio en los tiempos.
Tiempos…
Terminaba el tiempo de Mándos, tercer rey de Dyesäar. Nada en su cuerpo anunciaba una muerte. Joven, había conquistado años ancianos, creciendo mes a mes en fuerza y resistencia. Así como otros veían disolverse en las arrugas del Tiempo sus días, Mándos había ganado al Tiempo su propio ser y esculpido en las horas su alma eternamente niña. Y, sin embargo, sentía terminar el tiempo de Mándos, tercer rey de Dyesäar.
—También el mío termina —musitó una voz como la música junto a él y una mano apretó su hombro.
—Dión —saludó Mándos volviéndose hacia el eterio—. Salve, príncipe y sabio.
El rey de Dyesäar miró al Señor del Pueblo Exiliado, los moradores de Éndor, los guardianes del Mandír, navegó en la luz de sus ojos arcanos. Dión… ¿Cuántos años tendría? Más de medio siglo hacía que el destino lo obligó al heroísmo, al destierro, a la añoranza. Dión, cuya espada pesó en las viejas guerras contra el imperio y cuyo estandarte fue una llama y un terror en las luchas bárbaras que devolvieron a Eben vida, tierra y esperanza… Y Dión contemplaba al rey de Dyesäar desde los ojos libres, insondables, equívocos, de un muchacho.
Mándos rio. Sobraban las palabras. Por un rato sobraron las palabras y ambos soberanos comulgaron con el fuego emergente de la aurora, nomadeando sus ojos en el infinito que se curvaba sobre la línea azur de la distancia. El combate primordial de la Luz y la Tiniebla los envolvió en un rito de tinturas y resplandores, y su mirar se llenó de música. Luego, la Llama Triunfante, como si extendiese hasta ellos una lengua invisible, tocó sus íntimos corazones con calor transparente y llamó sus almas a la experiencia de un mundo renovado. Esto era ser joven: ser capaz de vivir la absoluta novedad de la mañana y del mundo en ella amaneciente; este era el secreto del Tiempo que ni los dioses poseen y la razón de que Dios extrajese las horas del seno de la Eternidad como un tesoro extraño y oculto, vertiginándose hacia lo desconocido.
Rayo. Llama. Incendio. Revelación. En una expansión de luz, el Sol fue por fin Señor de un nuevo cielo y la Noche se ocultó en su sepulcro material. Las gaviotas volitaron en anillos de anhelo…
—¿Paradójico? —preguntó Dión en un murmurio de meditación.
—Termina Dión, termina Mándos —respondió el rey—; pero lo que son Dión y Mándos ¿cómo podría terminar cuando posee este secreto y vive de este secreto?
—¿Añoranza? —retornó Dión en un susurro de ausencia.
—Añoranza sí, oh sabio —volvió el rey—. Añoraré esta tierra, este mar, cuando cruce extraños campos como un peregrino hacia el lugar que me reclama. Añoraré Dyesäar, el Mandír como un fuego, la bahía roja por la aurora… Pero es una añoranza dulce, una memoria dulce, una presencia delegada, una puerta a la distancia, una serena y deliciosa incrustación del mundo en el alma, de lo conocido en el porvenir. Mi pueblo posee para ella una palabra: anamántarya, entrañable posesión-desposesión de lo ausente.
—Mándos no cruzará solo esos campos —repuso Dión volviéndose hacia él— y esos campos tampoco serán extraños para él.
El rostro del rey brilló con íntimo gozo.
—Así, ¿vendrá Dión conmigo al Perdido Lugar, al Oasis de las Nieves, a la Muerte Voluntaria, un guía y un amigo?
—Y un hermano, oh Señor y Campeón de Dyesäar. Mándos y Dión cruzarán por última vez el Portal de Aurobántur, regiones amadas medirán sus pasos y las montañas se abrirán para ellos como la niebla. Tu última y mi última peregrinación por la tierra, hermano, preludio de un viaje mayor.
Dos estatuas parecían desde la distancia el príncipe eterio y el rey del Mar, moviendo apenas los labios, sobre pedestales de majestad… un embrujo de quietud contra el azul vaivén de las aguas. Hacia ellos galopaba ahora Arabínder, el sobrino y heredero del rey, y su caballo se deslizaba sobre la arena como un blanco sueño. Al alcanzarlos, desmontó veloz y elegante, y los saludó con reverencia espontánea. No había visto jamás a Dión, que desde hacía más de treinta años vivía retirado en Éndor permitiendo únicamente a unos pocos el acceso a su persona; pero supo sin asomo de duda que aquel rostro dorado de un hombre que no aparentaba más de tres décadas era el suyo.
—Salve, soberanos —dijo.
—Salud a ti, Arabínder —respondió Mándos—, mi heredero y por ello mismo mi libertador. Prepáralo todo para mi partida y para tu legado.
Y tornándose hacia Dión:
—¿Llevaré mi propia escolta?
—Por esta vez, Señor —respondió Dión—, permite que te conduzcan sólo los eterios.
‡ ‡ ‡
También Pradib, hermano de Arabínder y gobernador de Astryantar, la capital del Alto Sur, ha renacido con la aurora enfrentando a la Llama su punzada de dolor. Solo, en la terraza del Templo, dominando la lejanía, sentado junto a una silla pesadamente ocupada por la ausencia.
Distrae su mirada una joven que abandona a esta hora el recinto de la Orden de los Atletas, el Templo, donde ha estado trabajando su cuerpo a la luz de las antorchas antes del amanecer. Sus ojos la siguen durante un trecho apartándose de las meditaciones del corazón de Pradib y su mente sabe con espontáneo conocimiento, aun a través de la ropa de la muchacha, lo que le falta y le sobra a cada músculo para transparecer de hermosura, para cambiar la carne amorfa en metal palpitante, en viviente mármol. Observa no con mirada deseante, sino de artista y de sabio.
«El cuerpo —piensa— es materia puesta en pie. Qué miseria envejecer sin haberla hecho ascender hasta la cima de la vida y la consciencia».
—Pradib, Señor…
—Sí.
Pradib se vuelve hacia el rostro preocupado del edil que le trae la noticia que quisiera ahorrarse y ahorrarle a su príncipe.
—Sí, lo sé —dice Pradib antes de que el edil vuelva a violentar el gesto torcido de sus labios.
—Usha… —insiste el edil.
—Sí, ya lo sé —repite el gobernador y percibe la insinuación renaciente de su punzada de amargura.
Como respondiendo a ella, Philo, su gato de hueco pelaje negro y ojos atigrados, frota su largo cuerpo contra la pierna de Pradib en un gesto de muelle afecto y, saltando a su regazo con elegancia instantánea, flota por un momento en el aire ingrávido. Pradib lo acaricia. El edil no sabe qué hacer; no sabe si el gobernador sabe realmente lo que él viene a decirle.
—Sí —lo tranquiliza Pradib—. Usha partió anoche…
Y esta frase deja en su boca un sabor de luz ausente.
—¿Entonces…?
—¿Por qué no la he seguido? —repone Pradib.
—Perdonad mi atrevimiento, señor. Usha está enferma.
—Tienes razón Fínn, Usha está muy enferma. Pero ¿tienes también un remedio? El edil baja la mirada.
—¿La preferirías postrada en el lecho? ¿No ha de tener ella la oportunidad de luchar con sus propias armas contra la enfermedad? ¿Hasta cuándo deberemos rendirnos al hábito, a pesar de tener constantemente delante el ejemplo de lo excepcional?
—Pero…
—¿O es que lo excepcional, los grandes propósitos —le interrumpió Pradib—, han de quedar para las conversaciones exaltadas de madrugada, los sueños compartidos, pero ha de rendirse la vida diaria al hábito?
—Señor —insiste Fínn—, sabéis que es mi amor hacia Usha lo que me mueve a hablaros así.
—Sí, Fínn, lo sé. Sobradamente lo sé. Y comprende tú también que es mi amor hacia Usha y mi amor hacia ti lo que me mueve a hablarte así.
—Pero vos…
—Sí, Fínn, amigo. Yo iré tras ella, pero no para traerla de vuelta, sino para luchar a su lado.
‡ ‡ ‡
Mándos estaba solo nuevamente cuando lo alcanzó su sobrino Pradib. El gobernador llegó a la playa de la bahía sobre su caballo negro, en cuya grupa mantenía Philo un audaz equilibrio felino. Desmontó a pocos pasos detrás del rey, que estaba sentado en la arena, perdida la mirada otra vez en la contemplación de un infinito.
—Os deseo un día propicio y dichoso, Señor —saludó Pradib—. El último.
Y Philo se deslizó veloz sobre la arena hasta saltar en el regazo del rey, presionar su pecho potente con su frágil cabeza y miar en una efusión de cariño.
—Pradib, sobrino y amigo —respondió Mándos—, siéntate a mi lado.
—Tan poco habitual es hallar al rey aquí a estas horas que, cuando me dijeron en el castillo dónde estabais, supe que mañana serviría a un nuevo rey.
—Es cierto, Pradib, tan cierto como que lo servirás bien. Pero también tú llegas a mí con algo inusual en tu porte, en tu voz.
—Las gentes de Extramundi tenemos fama de herméticos y se dice que nuestro modo de hablar es ambiguo y confuso. Pero a vos nada se os esconde.
—Usha ha partido y quieres seguirla, ¿verdad?
—¿Os lo han dicho, mi rey? —repuso Pradib.
—¿Era necesario? Usha esta enferma y no es una mujer que se rinda. Tampoco es una mujer a la que le guste mostrar su debilidad. Y a ti, mi querido sobrino, mi admirado amigo, te acompaña un aura de incertidumbre.
—Vengo en busca de tu sabiduría, tío.
—Seguirla no la ayudará especialmente, Pradib, pero puede que te ayude a ti o que ayude a otros. El porvenir es complejo y el motivo primero que empuja a una acción se disuelve muchas veces en la trama del tiempo para servir a fines secretos.
—Entonces, ¿no tengo modo de ayudarla?
—He dicho que seguirla no la ayudará, no que no exista ningún modo de hacerlo. Y tú sabes cuál, Pradib. No en vano eres el comendador de la Orden de los Atletas.
Pradib bebió las palabras del rey sintiendo eclosionar en él un universo de calma. La firmeza renació en su interior, un eje en torno al cual recobraron su unidad todos sus fragmentos. Esperanza y certeza descendieron sobre él como grandes aves blancas.
—Una cosa te pido, Pradib —continuó Mándos—: Tu hermano será rey esta misma noche. Si has de partir, no lo hagas de inmediato. Arabínder podría necesitarte.
Pradib inclinó la cabeza y luego fundió en los ojos del rey sus grandes ojos negros.
—¿Volveré a veros, Señor?
—Partiré al anochecer en un velero eterio desde el puerto del Deva. Quisiera despedirme de ti allí.
Philo marramizó en el regazo del rey mirándolo incrédulo con sus ojos amarillos, muelle bajo la mano acariciante de Mándos y tocado por una presciente añoranza. Pradib sufría de pronto la misma nostalgia que su gato.
—Pero… ¿y después, Señor, volveré a veros?
Se sintió como un niño tras proferir aquellas palabras, pero decir adiós a Mándos era tanto como despedirse del sol.
Mándos se levantó dejando una estela de arena finísima en el aire, casi transparente a la luz de la mañana. Pradib lo imitó, mientras Philo saltaba al suelo y se sentía repentinamente desamparado. El rey y el gobernador se miraron, tocándose a través de los ojos sus honduras. Luego, el que partía puso sus manos grandes en los hombros del que había llegado con el ruego inconfesado de partir.
—En esta vida… ¿quién sabe, al fin y al cabo?
—¿Es verdad, pues, que este es vuestro último viaje?
El rey volvió la vista al horizonte sobre las aguas, como si en el trazo finísimo que separaba el azul del cielo del mar azur-acero estuviese el secreto de la desintegración.
—Hace setenta y seis años que soy Mándos, Pradib.
—Sois joven y fuerte, Señor, el Campeón de Dyesäar. ¿Quién puede aún hoy competir con vos en la lucha de los cuerpos, en el debate de las espadas? ¿Quién gobierna como vos el caballo de batalla? ¿Quién es más sabio?
—Pero mi alma atesora otros cuerpos, otras vidas, otras máscaras para mí. Nombres que aún no conozco buscan ya una voz que los pronuncie en el Tiempo como emblema de una identidad; miembros que aún no poseo han empezado a destilar ya el icor del cielo en forma de sangre humana, rozados por el informe presentimiento de un futuro renacer.
Pradib había cerrado los ojos. Philo estaba repentinamente asustado. Una nube solitaria cruzó el aire como un gran carguero blanco tamizando la cascada solar en un orvallo de luz lechosa. El silencio habló como un poeta y dijo más que todos los sabios de Dyesäar. Pradib se arrodilló al fin y besó la mano del rey.
—Estaré en el puerto al caer la tarde, Señor —dijo, y su voz surgió serena, portadora de una concentrada plenitud.
Pero Philo mauló como si una piedra le hubiese alcanzado las entrañas y convertido en rayo negro desapareció por las sendas que unían la bahía con Astryantar.