XIX
Álmor despertó a sus compañeros con las primeras luces del día. El cielo era gris sobre el verde alfarje del bosque y una neblina plateada serpenteaba entre los árboles como los jirones del velo de un hada. El canto de los pájaros era frío como el aire, y el aire filoso como una espada, extraño.
—¿Os ha dejado dormir esa bestia? —preguntó Álmor cuando Ulán y Vrik se hubieron incorporado.
—¿Qué bestia? —inquirió Vrik con sincera extrañeza.
—¿De verdad no la habéis oído? —retornó Álmor, y estalló en una carcajada cuando sus amigos se miraron con ingenua incomprensión—. Pero ¿sois humanos o piedras? Un gôrgon ha estado bramando toda la noche.
—Ah, el gôrgon —repuso Ulán—. Lo oímos durante la guardia, pero cuando duermo el mundo puede caerse pieza a pieza sin que me entere. Como decimos los montañeses, un hombre bien dormido es un hombre mineralizado.
—Pues espero que hayas recuperado tu móvil y flexible humanidad con el despertar —dijo el Thúbal—, porque no creo que ese animal esté lejos y nos ibas a hacer un parco favor mineralizado.
—No, no lo está —respondió Ulán—. Y, si queréis saber más, es un macho, maduro y está intrigado, casi tanto como nosotros. Es raro encontrar gôrgons en Koria en estas fechas, en general no descienden del Swar hasta mediados de Diciembre, bien entrado el frío, pero… En cualquier caso, esa no es nuestra mayor preocupación ahora. Esa bestia… ¿es lo único que has percibido, Álmor?
—Aparte de los treinta o cuarenta silvanos que nos tienen rodeados, sí.
—¡Bien por el Thúbal! —cantó Ulán—. Pero no son tantos. ¿Desayunamos?
Pero apenas hubo insinuado su deseo, oyeron unos gritos henchidos de rabiosa desesperación. Su origen no estaba lejos y era humano, demasiado humano. Mientras Álmor y Ulán saltaban veloces sobre sus caballos, Vrik escuchaba, primero con asombro, luego con incredulidad, finalmente con sombría premonición.
—¿Vienes? —le azuzó Ulán.
—¡Oh, no, no! No puede ser lo que me imagino —decía Vrik como para sí mismo.
—Pero ¿tienes miedo o qué te ocurre, muchacho? —le increpó el comandante con irritación marcial.
Los alaridos eran cada vez más desgarradores.
—Vamos, déjalo —le gritó Álmor a Ulán, y ambos partieron al galope.
Sólo entonces Vrik surgió de su anonadamiento, corrió hacia Salman, montó en él de un salto y se apresuró tras sus amigos. Al cabo de unos instantes comprobó que lo que se imaginaba sí podía ser cierto, era terriblemente cierto. Sus primas estaban allí, Yrna de pie, con los brazos en alto, el cabello desmelenado y vociferando como una bacante; Arolán, tratando afanosamente de capturar y exterminar unos pequeños, graciosos e inofensivos insectos que le corrían a su hermana por la espalda, caídos sobre ella desde su nido en la rama baja de un árbol; y, mientras, sus dos caballos contemplándolas con arrogancia animal e indiferente. El cuadro era grotesco. Ulán y Álmor las observaron con una mezcla de sorna y lástima, pero Vrik las miraba con indecible horror.
Al descubrir a los dos hombres, los tomaron por bandidos y ambas a una exclamaron:
—¡No, por Dios!
Pero, en cuanto vieron que Vrik se les incorporaba, sin que mediara fórmula de saludo o cortesía, Yrna, con ojos irradiando un furor agrio, empezó a gritarles que las ayudaran y a increparles por no haberlo hecho ya.
—¿Las conoces? —le preguntó Álmor a Vrik.
—Eso me temo —respondió el Belinor con un suspiro.
—¿Quiénes son? —retornó el Thúbal divertido ante el rostro descompuesto de su compañero.
—La prueba que nos envía Dios —contestó Vrik con tono oracular.
—Te equivocas —exclamó Ulán repentinamente alarmado—. ¡Esa es la prueba!
El denso follaje junto a las primas de Vrik empezó a temblar, ramas partidas saltaron por los aires, un ave voló temerosa y frente a ellos apareció el cuerpo velludo y musculoso de un gran mono pardo de las montañas. Yrna y Arolán se quedaron paralizadas, incapaces de moverse y con el grito congelado en sus muecas de espanto. Álmor y Ulán prepararon sus arcos.
—¡Esperad! —les gritó Vrik—. No vamos a matar al gôrgon por las muchachas.
Espoleó a Salman y se arrojó sobre el simio golpeándolo con el pecho del caballo. El gôrgon cayó hacia atrás con un bramido, saltó nuevamente sobre sus pies y, loco de ira, corrió detrás de jinete y corcel, que ya galopaban penetrando en la espesura. Vrik esperaba poder confundirlo pronto en el laberinto del bosque, pero no tardó en comprender que había subestimado la inteligencia del simio. Este se cansó enseguida de la senda terrena, trepó a un árbol y voló de rama en rama con un vertiginoso balanceo, apenas rozándolas. Avanzó así veloz como un ángel, empujando a Vrik hacia donde él quería. Vrik descubrió que el camino se estrechaba, las ramas eran cada vez más bajas y lo cruzaban de un lado a otro. Salman navegaba entre ellas quebrándolas con su fuerza, pero su jinete hubo de contenerlo porque estaban llegando a un muro de vegetación impenetrable. Al cabo de un instante el gôrgon los tuvo exactamente donde había calculado, tan indefensos e inmóviles como en el centro de una tela de araña. Desde la altura de su plataforma arbórea, los contempló con una mueca de inteligente satisfacción y rio mostrando las piezas de su fiera boca carnívora. Salman relinchó y caracoleó nervioso, y Vrik le acarició el cuello tratando de calmarlo. El corcel sabía lo que podían esperar del gran mono.
Vrik desmontó y desenvainó la espada. Había dejado su arco en el campamento nocturno, con las sillas de los caballos y otros enseres, y ahora lo echaba ansiosamente de menos.
—Hijo, si pudieras comprender que no he hecho más que salvarte la vida —murmuró contemplando en lo alto aquella masa obscura que podía destrozarlo de un solo golpe.
Por toda respuesta, el gôrgon se dejó caer de su árbol y la tierra retumbó como atabal bajo sus pies. Salman se engrifó y relinchó furente, el mono se golpeó el pecho y rugió inmune al desafío del caballo. Cuatro pasos lo separaban de Vrik y este, observando la monstruosa belleza del mono, su ingenua pero aniquiladora arrogancia, pensó que daría cualquier cosa para poder salir del trance sin necesidad de herirlo.
Cesaron las bravatas del simio y quieto, silencioso de pronto, se dispuso al último ataque. Pero entonces sonó un silbido, tres veces, y el gôrgon se relajó al instante. Apareció a través del follaje un silvano alto, de tez obscura, cabeza grande y rostro cuadrangular; medía cerca de seis pies y vestía pantalón y sayo de piel de ciervo, ajustados con un gran cinturón de serpiente. Portaba una lanza en su derecha y una maza le pendía del cinto.
—Tú Eben amigos tras ¿no? Diciendo buscando príncipe ¿no? Koria peligro grande tribus guerreando pero ya no ¿no? —dijo el recién llegado con una voz gutural que patinaba graciosamente en las vocales, mientras acariciaba la nuca del mono.
Habló con una mueca extrañamente amable en su rostro feroz, con aire gentil, profundo, vacilante, esperando un esfuerzo de Vrik por comprenderle.
—Sí —respondió este sin saber qué otra cosa podría decir.
Miraba al hombre como una aparición y al mono sin poder creer que la misma bestia que había estado a punto de aniquilarlo se entregase ahora a las caricias de su dueño con infantil sumisión y un rostro inefable de gozo voluptuoso.
—¡Ven! —ordenó entonces definitivo el hombre, satisfecho de haberse sabido hacer entender y, como vio que Vrik observaba aún incrédulo al gôrgon, añadió—: Amigo hombres gustas ¿no?
—Gracias —balbuceó Vrik.
Tomó a Salman de las riendas y siguió al gigante a través del bosque. Este lo condujo a donde estaban sus compañeros y las recién halladas Yrna y Arolán. Un grupo de guerreros del bosque los rodeaba; pero Ulán hablaba con un viejo conocido suyo, un cazador del rey que fue presentado a Vrik como Bárak, el responsable de la compañía que los había tenido cercados y vigilados toda la noche.
—Sí, ya sé que tendréis un millar de preguntas —le decía este al comandante—, pero la mayoría deberá respondéroslas el príncipe mismo y el resto tendrá que esperar hasta que acampemos esta noche. Ahora tenemos que seguir sin más demoras. Brahmo nos espera mañana por la noche.
—¿En los Picos Gemelos? —inquirió Álmor—. ¿No están demasiado lejos para llegar allí mañana?
—Cerca de ochenta millas —respondió Bárak—, no demasiado si nos apresuramos. Nosotros abriremos camino, vosotros seguidnos a caballo.
—Tenemos que recoger antes las sillas y algunas armas y enseres que dejamos no lejos de aquí —intervino Ulán.
—Entonces no perdamos más tiempo —concluyó Bárak—. Id vosotros tres y después seguidnos, dejaremos un rastro claro hasta que nos encontréis.
El cazador dio órdenes a sus doce guerreros en una lengua selvática y pidió cortésmente a las muchachas que marcharan montadas detrás del grupo. Vrik estuvo contento de separarse de ellas y de que todo hubiese ocurrido tan rápido, sin tiempo para sufrirlas. Esperaba poder mantenerse a distancia de sus primas y se prometió que, si para ello era necesario, se haría incluso amigo íntimo del mono.
El día pasó rápido. No hubo tiempo sino para marchar y, aparte de un brevísimo descanso para comer al nacer la tarde, no hicieron otra cosa que seguir el rápido e incansable avance de la compañía formada por aquellos hombres del bosque que Bárak había llamado tholos, el gôrgon y el cazador del rey. Vrik logró evitar a Yrna y Arolán toda la primera jornada. Durante la pausa, se ocultó para comer; durante la marcha, se escurrió hasta el último lugar del grupo dejando a Álmor y Ulán como sufridos muros de contención entre él y las muchachas. Lo que no pudo evitar fue oírlas, un dúo de quejas y lamentaciones con la potencia polifónica de una coral entera. El frío, el calor, el dolor de las ingles, de las piernas, de la cabeza, el hambre, el sueño, el cansancio, la irritación, la injusticia cometida con su familia y con ellas, su triste presente, su desesperanzado futuro, su pasado irrecuperable… todo ello eran demonios que debían ser exorcizados y cada uno tomaba cuerpo en una larga y quejicosa jeremiada. Los hombres del príncipe no daban señales de oírlas, el gôrgon las encontraba profundamente divertidas y respondía muchas veces a sus lamentos con aullidos de un sorprendente mimetismo; si de ironía o condolor, no llegó a saberse nunca. En cambio, Álmor y Ulán tuvieron mil momentos a lo largo de aquel primer día para arrepentirse de haber acudido a los gritos. Por fin, en cuanto hubieron alcanzado el lugar de reposo nocturno, ambas se sentaron rendidas en el suelo sin esperar siquiera que alguien les proporcionase una manta o alimento.
—Tengo frío —dijo Yrna.
—Me duele la cabeza —añadió Arolán.
Y ambas cayeron en un hondo letargo o, como habría dicho Ulán, en pleno estado de mineralización. Nadie entendió por qué ninguna de las dos había dicho «tengo sueño», pero agradecieron el silencio y durante un buen rato nadie habló.
De los fragmentos inconexos oídos, Vrik pudo colegir que sus primas habían huido de la casa familiar cuando esta fue asaltada por los hombres de Elva. El embargo se había convertido en un auténtico y despiadado ataque, pero el padre de las muchachas había tenido tiempo de montar a cada una en una yegua joven y hacerlas huir. Quizás, se decía Vrik ironizando consigo mismo, este había sido el error de Íman, pues ¿quién habría sido capaz de tomar la casa con las niñas por airada defensa? Del destino de sus padres Yrna y Arolán no sabían nada, e ignoraban también cómo habían llegado al bosque, qué bosque era aquel o qué debían hacer de sí mismas a partir de ahora.
—¿He creído entender que son parientes tuyas? —preguntó Álmor a Vrik acercándose a él e interrumpiendo su ensimismamiento.
Se hallaban en el interior de las Húrindra, en una primera sala de piedra iluminada en la que habían desembocado por un pasadizo no muy largo que nacía en la ladera de la colina más oriental. Todos habían consumido su pábulo nocturno y se habían reunido en grupos para conversar. Ulán hablaba animadamente con Bárak, y Vrik suponía que el cazador del rey estaría respondiendo a algunas de las inexcusables preguntas del comandante, pero él no se sentía con ánimos para participar de la charla. Estaba cansado, no física sino mentalmente, tan cansado como para no interesarse siquiera por aquel misterio de la luz efundida por la roca. Pero sobre todo estaba preocupado por Leb; el gris presentimiento que envolvía a su maestro como un aura maldita seguía acosándolo.
Vrik alzó la vista sin acabar de entender lo que le había dicho Álmor.
—¿Hmm?
—Primas tuyas ¿eh? —retornó Álmor.
—Sí —respondió Vrik con un suspiro—, hijas del hermano de mi padre.
—¿Sabes?, parece como si las temieses.
—¿Tú no? —repuso Vrik—. Ya aprenderás. Álmor rio con franqueza.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —dijo a continuación.
—Tú no has vivido en la ciudad ¿verdad, Álmor?
—¿En Eben? No, nunca, y no lo echo de menos.
—Ni tienes por qué, te lo aseguro —afirmó Vrik rotundo—. Esas niñas son el aspecto más miserable de Eben.
—¿No exageras? Creía que nuestro enemigo era Abdalsâr —repuso el Thúbal.
—Abdalsâr es cuando menos un enemigo valioso. Fuerza al servicio de la Sombra, pero fuerza al fin y al cabo. Sin embargo, yo creo que ningún Abdalsâr tendría su oportunidad en el mundo si no se la dieran todas las Yrnas y Arolanes esparcidas por ahí.
—Eres inteligente Belinor, pero no creo que estés hablando con la cabeza.
—¡Bah!, qué más da —concluyó Vrik molesto incluso con sus propias palabras.
—¿Vienes? —le ofreció Álmor dando el tema por zanjado y señalando con la mirada a Ulán—. Parece que nos estamos perdiendo una información interesante de Bárak.
—Ve tú, Álmor. Voy a intentar dormir.
Vrik buscó un rincón apartado del resto del grupo. Se arropó en su manta, se tumbó y se calmó. Estaba decidido a servirse de su cuerpo sutil para acceder a su maestro y saber por fin qué le había ocurrido o qué podía ocurrirle. Distendió sus miembros y relajó cada fibra de su carne hasta que dejó de percibirla. Entonces recreó en su mente la imagen del cuarto de estudio de Leb en el que tantas horas había pasado con el hombre del desierto. Lo imaginó sentado en una silla, en el centro de la habitación, en su postura habitual, muy recostado en el respaldo, con la pierna derecha estirada, la izquierda algo recogida y los antebrazos sobre los brazos del asiento. Evocó los detalles de la estancia, del rostro de Leb, de la atmósfera que lo envolvía, y se proyectó a sí mismo andando en círculos a su alrededor. Uno tras otro tras otro. Como si con cada círculo cuajase un poco más la realidad conjurada, Vrik empezó a percibir la presencia de Leb a su lado, al principio lejana y difusa. Insistió. Cada vez era más patente, pero algo le impedía llegar totalmente hasta él… la sensación de un poderoso peligro o de una terrible verdad tras el velo del presentimiento. La imagen del estudio frente al Deva desapareció y Vrik nadó en un coágulo de sombras tumultuoso. Consciente apenas, luchó y no supo contra qué, ciego y desvalido como en el interior de una tormenta, azotando el torbellino y los rayos.
Temió caer derrotado en la grieta de una pesadilla.
Pero de pronto una fuerza superior a cualquier cosa experimentada por él hasta entonces lo sacó de la obscuridad, lo llevó más allá de los límites de la penumbra y le permitió flotar en un mar de infinita serenidad sobre el mar turbulento de tiniebla. Había una presencia a su lado, pero no podía verla, como si fuese de la textura y transparencia del diamante.
«¿Leb?».
Pero el poder que irradiaba aquel ser inalcanzable era mucho mayor. No recibió de él palabras pero sí la certeza de una misión. Vrik se sumergió en la tiniebla envuelto en el aura de serenidad recién conquistada. Buceó hasta el centro, como si cada uno de sus gestos allí estuviese dirigido y protegido. Halló a Leb, atado por docenas de serpientes y a punto de exhalar la vida estrangulada por sus lazos. Vrik alzó su mano y sólo entonces descubrió que portaba una espada de diamante. Tajó con ella y las serpientes se disolvieron en la nada.
En alguna parte del universo alguien gritó y el espacio vibró con maldición y odio desbocado. Pero Leb abrió los ojos y le vio, y en su rostro había una sonrisa cálida.