XVIII
Por qué acepta el cuerpo la mentira?».
La mera contemplación de este enigma le resultaba salutífera. Usha podía comprender la relación de la mente o de la vida con la mentira: ambas habían aprendido a servirse de ella, o a esclavizarse a ella, en interés propio. Pero la mentira del cuerpo actuaba de forma inmediata en detrimento de él. Mente, vida, emociones… todas ellas conocían el modo de afirmarse por medio de la mentira; pero la mentira del cuerpo era la negación misma del cuerpo: cansancio, vejez, fealdad, enfermedad, muerte. Si pudiera resolver este enigma, no de un modo teórico, sino con ese conocimiento que es capacidad triunfante de obrar, estaría en el camino de la salud.
Usha había pasado cinco días ya junto a la fuente de Ir, pero le parecía un milenio. Su vida en Astryantar quedaba lejos, teñida por el sufrimiento y la debilidad de las últimas semanas allí, y Pradib habitaba en esa distante proximidad dolorosa de las añoranzas del mortal. En estos cinco días Usha se había fortalecido y recobrado la esperanza. Había perdido todo su miedo a morir y podía luchar ahora de un modo ecuánime, impersonal, ya no por su vida o por su muerte sino por la verdad oculta tras estas máscaras. Los dolores proseguían y también la dificultad de digerir; la fiebre la asaltaba por las noches como un tigre y, a veces, no podía evitar el arrojar negros coágulos de sangre, que en la hierba parecían desventrados fetos. Pero Usha combatía todos estos zarpazos de la muerte reafirmando su vida con frío, esfuerzo físico y un cambio profundo y constante de su actitud interior. Ahora comprendía todo lo que había callado Pradib y por qué. El príncipe conocía este camino, pero ¿cómo aconsejárselo a alguien sin la seguridad absoluta de que será capaz de la imprescindible transformación interna? Lo que a Usha le estaba dando esperanza y la curaba mataría a cualquiera que se apegase a las viejas ideas; lo mataría más rápido aun que la enfermedad… Lo que quizás fuese un don incluso, pensaba Usha.
Por fin se sentía lo bastante entera para abandonar este paraje. Lo contempló con agradecimiento, como un lugar de resurrección, y llamó a Táumandos con un silbido. Ambos bebieron por última vez el agua de la fuente, helada, mineral y alimentante; y luego, ajenos a todo deber, todo lazo, se arrojaron a la libertad y fascinación del camino. Pero el animal notó laxa la rienda del amo y cabeceó con un relincho de duda.
—Tú que recorriste con Inca los caminos de su aventura, Táumandos, y que volviste a mí sabio y solo de la distancia, llévame por sendas que desconozca, llévame a un destino que ignore.
Y el caballo, orgulloso de su humana comprensión, volvió su pecho musculoso al Septentrión y galopó inflamando el viento con sus ollares.
Ahora que marchaba hacia el Norte, por primera vez en muchas semanas, Usha pensó en su familia. La noticia de la muerte de su padre le había llegado largo tiempo atrás, junto con la carta que Brahmo le escribiera al pie de la Puerta de los Sabios. De su madre había recibido varias misivas desde entonces, notas no muy extensas hablándole de los problemas más acuciantes del reino, las fuertes tensiones con algunos de los nobles, pero acabando siempre con frases reflexivas, esperanzadoras y estimulantes. Un mes atrás dejaron de llegar bruscamente. Usha le agradecía a la reina que jamás la hubiese censurado por su decisión de permanecer junto a Pradib, a pesar de hacerlo en contra de la voluntad de su padre, y que sus palabras para el príncipe del Sur hubiesen sido siempre de alabanza y bendición. ¿Sería capaz también Dama Esha de respetar las andanzas solitarias de la princesa, de comprender sus razones, de confiar en ella hasta el punto de permitirle esta lucha a muerte contra la muerte y con las armas de la muerte? Dama Esha era, en realidad, impredecible. Y Brahmo… ¿qué sería de Brahmo?, ¿qué sería de Eben y de Esha sin el príncipe Brahmo? Aquella mañana que galopaba hacia el mediodía con el ímpetu de Táumandos, Usha fue suficientemente cauta y sabiamente egoísta para apartar su pensamiento de estas dudas y centrar su atención en la única tarea que reclamaba todas sus fuerzas.
Un par de horas después, Usha alcanzó la última aldea de Dyesäar en la frontera noroccidental, a orillas del Ímir. Compró provisiones allí, pero no se detuvo. Cruzó el puente de piedra sobre el río y cabalgó hacia el Norte a lo largo del curso del Omón, que se encontraba con el Ímir un par de millas al Oeste de la aldea que había abandonado. Era aquel un paisaje de salvaje hermosura, densa vegetación susurrante y un río estrecho y tormentoso. Tranquilos remansos aplayados, como medias lunas en las márgenes, se formaban desafiando la violencia de la corriente y allí moraban patos y cisnes todo el año. Al crepúsculo, el tintineo de las hojas al paso del viento se unía al grave parpar de las aves en una sinfonía de melancolía infinita.
Usha quería alcanzar las fuentes del Omón antes del anochecer, pero el dolor la retuvo, colapsando la euforia despertada en su corazón por la belleza que la circundaba. Desmontó y descansó. En cuanto consiguiese hacer remitir el dolor, correría por aquellos bosques reafirmando con su esfuerzo y voluntad su derecho a la vida. El dolor le apretó las entrañas y ella, reprimiendo un primer impulso al gemido y la contracción, distendió su cuerpo. Yació sobre su espalda, bajo la cúpula vegetal que orillaba el río y, para apartar su mente de sus sensaciones, la condujo a su propia dimensión preguntándose qué era el dolor.
Usha flotó un rato en la perplejidad de esta pregunta y ello, al menos, la alejaba y la consolaba de las sensaciones calcinantes en sus órganos. Entró en un estado semejante a la duermevela, pero más consciente; y sus pensamientos planos, como escritos en una página y sometidos a la limitación de secuencias lineales, adquirieron el volumen y la libertad de las imágenes. Comprendió la ventaja estupenda que era su falta de conocimientos médicos porque ello le permitía actuar con el arte de la espontaneidad frente a cada una de las variables situaciones; si hubiera podido dar un nombre a su enfermedad, se habría visto casi obligada a aceptar una constelación de síntomas y una cadena de inevitables resultados: su propia ciencia médica la habría matado con la inexorabilidad de su convencimiento. Ahora sabía que las enfermedades no existen; existe sólo la enfermedad, pura y desnuda, una forma de manifestación de la mentira. Las enfermedades, sus nombres y personalidades, no eran más que el truco de los médicos para enfrentar ese enemigo informe, sin rostro y escurridizo, de un modo comprensible. Las enfermedades eran la mentira de la Enfermedad, como la Enfermedad era la mentira del cuerpo físico.
Pero ahora, Usha notó una extraordinaria densidad alrededor de sí misma; un aura roja-dorada, visible para ella con los ojos cerrados, la envolvía en una cálida frescura. Se concentró en ella; a través de ella vio una figura en sombras, del tamaño y la forma de un hombre anciano, que vertía sobre el cuerpo yacente el contenido de una copa. Y el fluido era la luz envolvente. Mientras su aura absorbía la luz roja y dorada, su atención fue llamada nuevamente al dolor de sus órganos. Se sorprendió al percibir que este cambiaba a medida que aumentaba su plenitud de luz. En parte, el dolor era dolor todavía, pero en parte también se había transformado en un intenso cosquilleo punzante, esa forma de extravagante gozo que el cuerpo no puede asimilar sin espasmo y estremecimiento.
Su consciencia planeaba en la frontera entre la vigilia y el éter sutil. De pronto, su proceso interior se escenificó en la forma de una curiosa simbología: vio un pequeño grupo de guerreros con la rodilla derecha en tierra, la mano aferrando la punta de un estandarte sostenido por una entidad demasiado excelsa para que una figura la representase, y los labios besando el paño rojo y áureo. La interpretación efundía de la propia escena: un puñado de sus células, esas mínimas unidades de la vida de las que hablaban los sabios del Sur, renunciaba a la mentira y rendía vasallaje a la Verdad. Por eso el dolor se estaba transformando en una especie de rabiosa dicha. Entonces, una intuición fulguró sobre ella como un ángel: el ser humano estaba compuesto por millones de pequeñas consciencias individuales como aquellas, autónomas a cierto nivel, y cada una era como el delegado o el símbolo de otro miembro de la humanidad; en el propio cuerpo se reconciliaban el Uno y el Múltiple, y curarse a sí mismo era curar al Hombre.
Durmió durante una hora y, cuando despertó, no halló la luz, pero tampoco halló dolor. Tenía ganas de correr, de comulgar con el bosque, a pesar de que ya no llegaría aquella tarde a las fuentes del Omón. No importaba, nada le exigía hacerlo puesto que ahora no vivía más que para afirmar la vida. Se quitó las botas y las sujetó a la montura, tomó el sendero que discurría paralelo al río, escindido por un lomo de tierra empenachado de hierbas y flores tímidas, y corrió; corrió como si con cada zancada pudiese hacer huir el cansancio. Corrió seguida de Táumandos, penetrando y abandonando el bosque; corrió mientras corría la tarde hacia un inquietante anochecer. Nubes acumulaban grisura en los cielos y una niebla avanzaba hacia ella a través de los árboles.
De pronto se detuvo, consciente de que el sentimiento que la perturbaba no carecía de razón. Había una tensión en la atmósfera, palpable como el cuerpo. Táumandos piafaba y befaba. Usha, sin dejar de vigilar los alrededores con su mirada intranquila, se calzó las botas y desnudó la espada, que portaba en una vaina sujeta al costado de la montura. Falsos animales se llamaron con miméticos gorjeos de un lado a otro, y Usha contó cinco al menos. Poco a poco, las figuras fueron emergiendo desde detrás de los árboles, rodeándola. Eran siete hombres, dos de ellos la apuntaban con sus arcos de cazador, el resto avanzaba con largas dagas en una mano y macizas espadas en la otra. Una sensación de absurdo estranguló a Usha: había actuado hasta este momento como si no existiese otro enemigo que el que cada uno amadriga en sí mismo, y ahora el mundo le recordaba su violenta verdad arrojándole sus perros de la guerra.
Usha dejó caer la mano de la espada, calma y relajada, a un lado, en señal de rendición.
—Habría sido una lástima desgarrar las ropas del joven señor —carraspeó uno de los arqueros sin dejar de apuntarle.
—O tener que matar tan espléndido caballo —añadió el otro con voz igualmente rauca.
—No temáis —retornó el primero— os dejaremos vivir. Libre al fin de todas vuestras pertenencias, pero con vuestra camisa al menos para engañar al frío.
Toscas risas del resto corearon sus palabras.
—¡Eh! —exclamó de repente otro de los ladrones—. No es un hombre, es una mujer.
—Entonces sobra hasta la camisa —gritó el arquero con ansia salvaje y, arrojando el arma al suelo, saltó sobre Usha.
Pero Usha calculó con rapidez la dirección en la que debía defenderse para quedar protegida del otro arco por el cuerpo del atacante. Se desplazó imperceptiblemente hacia su izquierda y, cuando el hombre cayó sobre ella, vomitaba sangre. Desentrañó su espada del muerto y, con fuerza inesperada, empujó su cuerpo contra el que intentaba fijar la presa de su flecha. La saeta partió hacia el cielo vacío, se sostuvo un instante en el aire inmóvil y cayó para despuntar su pico de halcón contra los guijarros de la orilla de la corriente. Usha ya había girado sobre sí misma y golpeado de revés el cuello del segundo arquero; mientras, vio a Táumandos aplastar con sus cascos la cabeza de otro de los hombres. Los cuatro restantes la cercaron. Lanzaron estocadas rápidas, uno a uno, incesantes, pero sin dejar de vigilar sus espaldas amenazadas por Táumandos, que galopaba alrededor del grupo buscando el modo de ayudar a su dueña. Usha se defendía bien, pero no podía evitar la avenida del cansancio. La habían atacado tras casi dos horas de carrera y, al interrumpir bruscamente su concentración, el peso del esfuerzo cayó sobre ella de golpe. Ahora, contemplado su maestría con la espada, lograda durante los meses en Dyesäar, los asaltantes se limitaban a exprimir sus últimas fuerzas. Que lo lograsen era ya sólo cuestión de instantes.
Por fin uno de ellos creyó llegado el momento. Cargó con un grito y la espada en alto. Los otros tres lo siguieron, también con bramidos animales. Usha eligió al primero para el filo de su espada. Táumandos, como una avalancha, se arrojó con sus dos manos por delante sobre el espinazo de otro, que crujió al romperse como el tronco de un árbol joven. Pero quedarían dos y la princesa no dudó que sufriría y moriría en sus manos.
Como si la realidad adquiriese de repente la textura de los sueños, dos flechas cruzaron el aire, seguidas, siseantes, certeras. Alrededor de Usha los cuatro hombres caían como los pétalos marchitos de una rosa sangrienta. Apoyada en su espada como en una muleta, alzó su rostro exhausto. Al principio no lo conoció sobre el corcel blanco del rey, cubierta la cabeza con un yelmo para la guerra y en sus manos un arco de poderosa hechura. El caballero permanecía inmóvil. No tardó en formarse en su lengua un nombre, demasiado amado para callarlo.
—¡Pradib!