XVII
—Evitaremos la Puerta de los Sabios —dijo Ulán, y habló con un tono tan definitivo que ninguno de sus compañeros se atrevió a contradecirle.
Sin embargo, Vrik, especialmente, lo lamentó. A diferencia de otros muchos, que cerraban los ojos o apartaban la mirada salmodiando fórmulas supersticiosas de protección en cuanto tenían la Puerta a la vista, Vrik se había deleitado en verla desde lejos, en alguna de sus travesías por el río. Se había prometido a sí mismo que algún día llegaría hasta ella, tocaría el coloso bifronte, cruzaría el umbral, y descubriría si el temor de las gentes tenía una causa verdadera. No sería en esta ocasión y Vrik comprendía las razones pues, aunque se tenía la certeza de que el príncipe había entrado al bosque por allí, la Puerta quedaba mucho más al Norte, al final de un largo camino que probablemente les resultase inútil hacer. Álmor y él habían aceptado tácitamente la guía de Ulán que, aunque no había penetrado nunca en la selva, conocía algunos de los mapas elaborados por los cazadores del rey. El Thúbal y Vrik no podían aportar siquiera este indirecto saber. Además, Ulán era gentil y su carisma irradiante, palpable. Durante el viaje a través de los subterráneos, desde el banco de Naor hasta las proximidades del Deva, y aun después, mientras una barcaza los transportaba a la orilla occidental del río, Ulán se había acorazado con un silencio huraño. Pero más tarde, jinete ya de un hermoso animal negro con largas crines rizadas, dio la impresión de que la figura sombría y herida del comandante crecía y se expandía. El caballo caracoleó de gozo en cuanto sintió sobre sí el peso del hombre y su relincho fue un himno de plenitud y de poder.
Penetraron en Koria unas treinta millas al Sur de la Puerta de los Sabios, por un sendero estrecho y poco sinuoso que se adentraba hacia el corazón del bosque entre árboles gigantescos y matorrales del tamaño de los caballos. El propósito de Ulán era marchar tan directo como fuese posible hacia los Picos Gemelos: allí había tenido la Orden del Tercer Anillo su cuartel general durante las guerras contra el imperio y allí debería establecer sus cuarteles un ejército de mil hombres como el que el príncipe se había llevado al bosque. Pero Ulán quería evitar a toda costa el territorio kuria y, en general, las tierras de las tribus menos conocidas y fiables de la mitad oriental de Koria; por ello, en lugar de marchar hacia el Norte hasta encontrar el Lula-bet y seguir luego su curso hacia el Oeste, decidió cortar directamente hacia el Noroeste para encontrar el río pasadas las Húrindra, las Colinas del Sol; un camino menos largo y peligroso, pero más tortuoso e incierto para los desconocedores de la región.
Durante casi todo el primer día cabalgaron en silencio. Ulán abría la marcha, escuchaba atento los ruidos del bosque y realizaba en el suelo, el aire y la vegetación esa experta lectura de la que sólo son capaces los buenos guías. Álmor seguía al comandante, concentrado en sí mismo como una esfinge, y Vrik cerraba el grupo, inquieto, incapaz de controlar los torbellinos que en su mente levantaban sus recuerdos. Sabía que había renunciado a un mundo, pero dudaba de que el futuro tuviese un nuevo mundo para él. En la figura de sus padres dormidos, salvados como por milagro de las fauces de la humillación y de la destrucción, exhaustos en el sueño de su indefensa vejez, había visto un símbolo definitivo de la fragilidad humana y, aunque en cierta medida se reprochó su desamor, se sintió incluso incapaz de verdadera lástima por ellos. Pero, sobre todo, le preocupaba su maestro, le preocupaba la insistencia con que le martillaban sugerencias ominosas, que llegaban vestidas de obscuros presentimientos y hablándole de Leb con tono de plañideras.
Cuando cayó la tarde hallaron un abrigo en la ladera de una colina y decidieron detenerse allí. Libraron los caballos del peso de las monturas a su ágape de hojas y helechos. Y sentados en un suelo de dura tierra, con la entraña del monte por cóncavo respaldo, consumieron rápidos sus provisiones y escucharon la noche animal del bosque, el mensaje evocador de su música hermética. Las palabras eran innecesarias, imposibles hasta cierto punto porque ninguno de ellos estaba completamente en Koria: para cada uno de ellos un pasado se cerraba a sus espaldas y aún lo observaban con asombro e incomprensión.
Ulán se ofreció a hacer la primera guardia, y Vrik y Álmor se acostaron cubiertos por las capas que les había proporcionado Ébenim con todo lo necesario para aquel viaje: provisiones, arneses para los caballos, armas, y unas ropas de color verde y canela muy parecidas a los de los cazadores del rey, con chalecos laminados ligeros de placas de metal cubiertas de cuero de antílope. Pero Vrik no pretendía entregarse al sueño. Leb había empezado poco tiempo atrás a enseñarle los secretos del cuerpo sutil y él quería poner en práctica sus conocimientos, aún incompletos e inseguros. Quizás hallase un indicio del príncipe, aunque pensaba que Ulán los estaba conduciendo bien; pero antes que nada, quería visitar a su maestro. Vrik se estiró sobre su espalda, destensó sus miembros, concentró su atención en el pecho y, uno a uno, fue tratando de responder a todos los obstáculos que a su voluntad le interponía la gravedad de su carne. Flotó en una incómoda y confusa duermevela, y al cabo de una hora se levantó derrotado, con sensación de frío y mareo. Ulán había encendido un fuego y lo observó acercarse. Tenía las manos extendidas hacia el embrujo de las llamas sobre la madera crepitante y la cicatriz, acalorada por los resplandores, afeaba y ennoblecía su rostro. Vrik se sentó a su lado y él sonrió silencioso, pero al poco rato, sin apartar la vista del fuego, recitó:
Un ave es el sueño que a veces suave reposa
blanda es entonces la noche
y la luz de la luna resbala hasta el lecho
y calla la mente y bucea en el río de plata
y despierta a paisajes extraños,
a soles profundos que el alma conoce
aunque ignoran los ojos carnales.
Mas otras inquieta palpita en sus plumas
Y salta y perturba las ramas
Del árbol de vida y las horas.
Espera un soñar que la evita
Y que acaso dormido en su luz y distancia
Olvidó descender y colmar la Noche mortal.
El poema fue un bálsamo para Vrik y recuperó la serenidad. Apartando recuerdos y presentimientos, dejó los tremedales del pasado y las curvas del porvenir para centrarse en el único tiempo que le pertenecía ahora: la ilimitada noche de Koria.
—Creía que querías evitar el fuego —le dijo a Ulán.
Ulán lanzó una mirada a la profundidad de las sombras.
—Sí —respondió—. Pero cambiará poco las cosas. Nos tienen rodeados. Vrik se sobresaltó.
—Tranquilo, camarada —lo sosegó Ulán dándole una palmada de ánimo en el hombro—. Si hubieran querido acabar con nosotros, ya lo habrían hecho. Han estado vigilándonos todo el día.
—¿Tienes una idea de quiénes son? —inquirió Vrik.
—Kurias no, desde luego, no es su modo de hacer las cosas y, además, estamos lejos de sus tierras… aunque…
—¿Qué? —insistió el muchacho.
—No sé, Vrik, hay algo raro en el bosque. Es la primera vez que me adentro en Koria, sí, pero… Es como si algo no estuviera en su lugar, como si algo hubiese sido trastocado.
—¿Qué quieres decir?
—No acabo de entenderlo yo mismo. No conozco la selva, pero soy montañés, Vrik, y durante generaciones y generaciones mis ancestros han vivido en contacto con las piedras, los árboles y los ríos; nunca pisaron una ciudad más que para saquearla y arrasarla. Tengo un sentido para esto, créeme. El bosque está confuso, su viejo orden… ha dejado de ser.
—Bienvenido al grupo entonces —sonrió Vrik—. Nos entenderemos bien con Koria.
—Una época de cambios, ¿eh? Pero ¿cuándo no es una época de cambios?
—La cuestión es que a veces, durante temporadas enteras, no los percibes —respondió Vrik—. Uno se siente entonces demasiado… idéntico a sí mismo. Has hablado de la ciudad, Ulán: para mí la ciudad es justamente eso, un permanecer idéntico a sí mismo, la vida protegiéndose a sí misma de su rabiosa voluntad de cambio, la vida matándose a base de intentar huir de la muerte. No, no digo que tenga que ser así necesariamente… quizás no lo fue en tiempos del Don; lo es para mí y para la mayoría de los hombres y mujeres de mi tiempo. Hay una inercia profunda, Ulán, que no se percibe porque se disfraza de actividad trepidante. Observa Eben desde las primeras horas del día hasta las últimas de la noche: miles de seres se han movido, miles de trabajos se han realizado, miles de decisiones se han tomado… todo ello para evitar que algo cambie esencialmente.
—¿De qué cambios me estás hablando, Vrik?
Vrik buceó con sus ojos en la densa noche, sintió Koria penetrar en sus pulmones con el aire, sintió la vida dormida alrededor y también el pulso de la vida noctívaga, sintió el cerco vigilante y, de pronto, perdió todo el interés en filosofar. Se limitó a responder con la ciencia compacta y cruda de una intuición.
—Crecer justifica el cambio.
—Crecer necesita la rutina tanto como el cambio —repuso Ulán.
—Hablas como un militar —sonrió Vrik.
—Soy un militar, muchacho, y por eso sé que tienes y que no tienes razón. La aventura abre camino y conquista, pero sólo la rutina fija y organiza. La aventura es la punta de lanza del hombre en el tiempo, pero la repetición es, pienso a veces, lo más cerca que esta materia física puede estar de la eternidad.
—Eso no quita que nuestro tiempo haya hecho de ella no algo para consolidar el cambio, sino para protegerse de él —concluyó Vrik.
—No, es cierto —aceptó Ulán—. ¿Me dejas ver tu mano?
Vrik le miró sorprendido y, tras vacilar un instante, le tendió su mano izquierda.
—No, la otra —pidió Ulán.
El comandante retuvo entre las suyas la mano pequeña y recia de Vrik. Sus superficialidades le revelaban muchas cosas: cómo sostenía las riendas del caballo, con qué armas estaba entrenado a combatir, cómo aferraba la espada y la daga y cuáles eran sus debilidades en la lucha, cómo cargaba la flecha en el arco, cómo escribía y cuántas horas dedicaba a hacerlo… Pero Ulán pasó a través de todo esto prestándole poca atención. Su mirada oracular transformó su rostro y en las líneas de la mano buscó la hermenéutica del tiempo. Allí, junto al fuego rojo, inclinado sobre el viviente palimpsesto y con los ojos entrecerrados, musitando un cántico en la lengua salvaje de los montañeses, el kavi parecía un brujo de Koria.
Sonó el grito de uno de los grandes simios del bosque. Alto y obscuro como un oso, igual de fiero, el gôrgon se alzaría en la cima de cualquier árbol desafiando las estrellas. Pero Ulán no hizo caso, estaba ausente, recorría trazos diminutos que le llevaban muy, muy lejos. De pronto cerró la mano de Vrik en un puño y la sostuvo aún murmurando algo con los ojos prietos. Al abrirlos la liberó de golpe y miró a su compañero. Ambos se estudiaron en silencio hasta que el más joven fue incapaz de seguir soportando la calma perforadora de aquellos ojos de mago.
—¿Y bien? —preguntó Vrik.
Pero Ulán apartó su vista y no respondió. Callaron durante largo rato. Luego el montañés despertó a Álmor para que los substituyese en la guardia. Cuando estuvieron acostados, cerca uno del otro, boca arriba pero no viendo más que la cúpula inmediata de sus párpados, Vrik le oyó susurrar como en el trance de una invocación:
Crece invisible la corona
En la cabeza de secretos reyes,
Flor cuya causa y arcano es el Rayo.
No la aprecian los mortales,
Mas los devas conocen su oro fino
Como el aire
Y sus gemas transparentes, gotas del éter.
Y la corona de los reyes
Tiene la forma del loto
Y es de la materia inflamada de los soles.