XVI

El Portal de Aurobántur. Recordaba aquella tarde lejana en que Dión reveló a los miembros del Consejo de Dyesäar el secreto del Portal: el Deva podía remontarse hasta su fuente, y las cataratas de Ishkáin, inmensas, soberbias, brutales, eran en realidad una puerta al alma oculta del río, subterránea y misteriosa. Eso dijo el príncipe eterio sorprendiendo la memoria y la experiencia milenarias de los Señores del Mar. Mándos no era rey entonces ni alimentaba sueños de serlo. Ïlahur, su padre, era el monarca, el primer Señor del Mar que portó corona, y después de él la soportó Ïleh el Grande, hermano mayor de Mándos. Esos primeros reyes habían partido ya, y ahora él seguía su estela desvanecida al otro mundo.

La nave se movía por la fuerza de los remos y el agua era atronadora. Se acercaban al hervor del río y una espuma de violento blanco los cercaba. Un orvallo finísimo adiamantaba el aire y los rayos del sol estallaban en él sus colores. El barco se deslizaba bajo una arquitectura de arcos iris como por una profunda bóveda luminosa. Algo más allá, el río se arrojaba de la altura precipitándose como un tigre.

Al contemplar a Dión en la proa de la nave, Mándos halló en su memoria una de esas posesiones intrascendentes que de modo incomprensible se hurtan al olvido: el príncipe eterio vestía hoy como aquella tarde remota frente al Consejo: la diadema de gemas azules y verdes con el leviatán de platino y rubíes empinado en su frente, una túnica azul celeste hasta las rodillas y pantalones del mismo color, un cinturón dorado, y la piel blanca y fina de sus pies por calzado. Su larga cabellera rubia era otra cascada sobre sus hombros. Dión alzó los brazos y habló en el eterio desconocido; el río le respondió con furor. La nave avanzó hacia la corriente desmontañada, hacia el centro preciso en que el martillo de agua golpeaba el yunque de las aguas; y Mándos pensó, como aquella otra tarde en que los navíos de Dyesäar atravesaron el Portal en su viaje a la batalla, hacía cuarenta años ya, que el golpe monstruoso del Deva los sepultaría. Su corazón aleteó y la emoción le saturó el pecho. El barco avanzaba ya a través de los chorros ensordecedores de diamante y ni una gota lo castigaba. Elevó la mirada y vio las aguas partirse en la bóveda de arcos iris que los techaba, como las guedejas de una melena cristalina a los lados de una cabeza gigante. Miró atrás: el mundo era agua. Miró adelante: el mundo era silencio y sombras y plenitud. La llave del Portal se había materializado en las palabras de Dión y el río los aceptaba a sus arcanos.

Grandes fanales fueron prendidos en la proa y los costados del barco. El Deva avanzaba mudo y con tanta lentitud hacia Dyesäar que se diría quieto como un lago. Sólo los remos, su ritmo en el agua, y el eco reverberando en la profundidad. Mándos y Dión callaban, sobrecogidos por el momento, inmóviles bajo un cielo de piedra; y el barco se movía como sobre una alhombra de resplandores que despertaba las aguas a un azul turquesa, sereno y sin mácula.

—Cruzamos veloces el Portal hace cuarenta años —susurró Dión junto a Mándos—, perdiéndonos muchos misterios.

—Nos esperaba la batalla, impostergable —respondió Mándos—. Pero abandonar estas profundidades fue desgarrador. Como el nacer. Hay aquí… —titubeó.

—Un silencio vivo, una belleza sensible pero informe.

La voz de Dión era íntima y distante, parecía oída pero no pronunciada.

—Sí —agradeció Mándos—. Uno podría pasar aquí la vida, explorando, conociendo, y no la agotaría.

—No, no agotarías los arcanos del Portal, Mándos, hermano, ni con una vida tan larga como la de los Rishis.

Mándos suspiró, apartado un instante de la contemplación exterior para sentir el peso de sus sentimientos.

—No la quisiera para mí —respondió luego—. Estoy cansado de Mándos. Dión, calladamente, sonrió.

—Por eso necesitas morir, hermano.

—¿Qué es morir, hermano? —preguntó Mándos.

—Un cambio de ropas —contestó el príncipe eterio—. A menos que quieras que sea otra cosa.

—¿Qué?

—Oh, el mundo está lleno de seres efímeros para los que la muerte es en verdad morir.

—Pero sus almas… —repuso Mándos.

—Sus almas… Hay almas que aspiran a disolverse en la Nada Suprema aniquiladora. Y hay otras que no conservan todas sus máscaras. Pero la muerte está lejos todavía, Mándos, y tú entrarás en ella despierto como un Rey.

Mándos tornó a la contemplación de la gruta, hondo y sereno.

—No tenemos toda una vida —añadió el príncipe eterio—, pero te mostraré algunos de los arcanos del Portal.

A medida que el barco fue penetrando en la caverna, el tiempo humano dejó de tener sentido. Como si el hábito quedase cancelado en aquella atmósfera fabulosa, los hombres olvidaban su necesidad de comer y de reposo, el sueño no venía y el acto animal de la ingestión se les antojaba una profanación del lugar. Dión condescendió los dos primeros días pero, demasiado consciente de que la belleza y la fascinación también pueden matar al hombre, sugirió a su amigo y a su tripulación que permitiesen a la clepsidra de abordo ordenar lo que en sus vidas ya no organizaba el hábito. Reluctantes, unos y otros aceptaron las razones del príncipe y desde entonces comieron, aunque poco y como con pudor solitario; durmieron, aunque doliéndoles perderse en el sueño o la inconsciencia.

Mándos revivió momentos pretéritos bajo cielos inconcebibles ofrecidos por la roca y pasaba las horas con la mirada fija en las alturas de la gruta. A veces daba la impresión de que la piedra se había hecho transparente y que raras estrellas brillaban más allá de un techo de cristal; otras, que el cielorraso había sido pintado como una capilla con los misterios de la Creación, o que era un redil de turgentes nubes petrificadas, o una inmensa losa de mármol con vetas largas, sinuosas como serpientes azules, o un jardín de cuarzo de muchos colores… o el espinazo de un leviatán que los hubiese devorado.

Cuando Mándos, en un éxtasis de contemplación, susurró esta última imagen al príncipe eterio, este sólo respondió:

—Ah, el leviatán.

Y durante un día entero no volvió a pronunciar palabra. Pero al cabo de ese tiempo, Mándos percibió que la nave derivaba a estribor y que dejaba el curso central del Deva para seguir algo semejante a un afluente o una calle lateral. No preguntó la razón y permaneció expectante. No tardaron en alcanzar su otro extremo, que se abría a un circo magnífico de aguas inmóviles bajo una cúpula solemne.

—Mira —dijo únicamente Dión señalando más allá de la proa.

Mándos descubrió que las paredes y el techo reververaban con luz propia, visos de oro y fulgores de color naranja. Pero vio algo más. Formas inmensas paseaban las aguas como vivas fortalezas de carne animal. Contó doce, tremebundas, atroces… tan calmas como el aire de la caverna.

—Leviatanes —murmuró aún incrédulo.

Bestias.

—Leviatanes —confirmó Dión mientras los remos seguían empujando la nave hacia las Mándos percibió que otros muchos dormitaban en el fondo del agua dorada, grandes como praderas. El barco rozó la piel acero de uno de los monstruos, que flotaba a estribor, y este, como un monje apenas distraído de su meditación, se apartó levemente y continuó su soñar despierto.

—Leviatanes —continuó Dión—. Este es su nido, acaso el último que les quede en el mundo. Jamás atacarían a alguien que llegase hasta aquí, pues demasiado bien saben que no sería un enemigo. Desde aquí cruzan en uno u otro sentido el Deva, invisibles para los ojos mortales de este tiempo; descienden al mar, surcan océanos, y siempre retornan. Esperan, Mándos. Y esperarán todavía un milenio más, pues a su estirpe le corresponde cumplir la profecía de la redención.

—¿Y qué profecía es esa, hermano?

—Se dice que un leviatán preludió la caída del Don y que un leviatán anunciará su despertar.

—Símbolo y cuerpo de la Iniciación —murmuró Mándos—. Una figura atroz para la era de la Fuerza, para este ciclo de obscuridad que exige del hombre, más que cualquier otra cosa, coraje.

Minúsculo y desvalido, el barco se deslizaba entre las moles inmensas. El golpe casual de una cola, un movimiento brusco contra el casco, podían destrozarlo, pero los hombres no temían y los monstruos se apartaban abriéndoles paso mientras el leviatán de platino y rubí resplandecía en la diadema del príncipe como un talismán místico.

—Parecen —tornó Mándos— los vehículos carnales de almas soberbias que no hubiesen manifestado en este mundo sino sólo una parte de sí, su poder incalculable… y en una forma de inconsciente y brutal hermosura.

—Mira —le respondió Dión señalando el extremo opuesto del circo de agua y piedra, que se les mostraba a medida que los leviatanes despejaban la derrota de la nave.

Mándos pensó que sin duda aquel era el más grande. Los miraba de frente, despierto, inteligente, con ojos como incendios de gemas, y su piel era como la plata bruñida.

—Este es Og —anunció el eterio—, el primero de los leviatanes, el Guardián de la Profecía. Y alzando una mano en señal de respeto, asombro y veneración, Dión saludó al fenómeno y Mándos lo imitó. Y Og, levántandose sobre su cola en un equilibrio imposible y silencioso, idéntico al del leviatán de la diadema del príncipe, respondió a la admiración de los hombres.

Retornaron al curso principal del Deva por otros canales laterales, que atravesaban la caverna desprovistos de orillas, bajo bóvedas no tan altas y magníficas como las que ya conocían, aunque la mayoría de ellas, trabajadas por los antiguos Sumânoï, brillaban con luz propia. Entraban en una región en la que poco a poco se imponía el misterio de la tercera de las razas, la piedra hecha luz, lo que los alquimistas llamaban abnur. Pasó un día más y Dión ordenó entonces fondear el barco lo más cerca posible de la margen izquierda del río. Hicieron descender un esquife al agua y el príncipe, Mándos y dos miembros de la tripulación eteria se deslizaron sobre un fondo de arenilla dorada hasta la playa que formaba el río. Allí la luz era escasa, azul obscura, y el grupo caminó con teas. La gigantesca pared de la gruta descendía, cóncava, a unas cincuenta yardas del agua, pero había en ella una abertura alta, en forma de uve, tan angosta por su parte inferior que sólo permitía de uno en uno el paso de los hombres. Dión encabezó la hilera y Mándos lo siguió. Marcharon por un pasillo largo y recto que discurría bajo un techo de estalactitas portentosas como lanzas, iluminado por una luz azul mortecina. Al cabo de una milla el camino se ensanchó y emergieron a una cámara circular de luz levemente rosácea, casi blanca. Allí apagaron las antorchas. El perímetro de la sala no era grande, pero sí su altura, y había en el centro, sobre un pedestal de intenso cuarzo rosa, una figura de la que el grupo vio al llegar sólo su parte posterior. Reverentes, la rodearon. Se hallaron por fin frente a un muchacho de tamaño natural en oro puro, con una gema tornasolada en la frente, que meditaba con sus ojos serenos cerrados; se sentaba sobre sus talones, las rodillas juntas, las manos sobre sus muslos con las palmas hacia arriba en un doble gesto de entrega y aceptación; dos manos gigantes, tiesas, del mismo cuarzo del pedestal, flanqueban la estatua protegiéndola como las valvas de una concha y ofreciéndola a las alturas en un rito de exaltada aspiración.

—He soñado con esta figura —murmuró Mándos—. Más de una vez.

—Eso significa —respondió Dión— que en tus sueños has visitado Eteria la antigua. Más de una vez.

Los hombres del príncipe apenas podían contener la emoción y en sus ojos brillaban lágrimas nuevas de una nostalgia anciana.

—Esta figura presidía los jardines del Mandír en nuestra vieja capital —continuó Dión—. Aparte del templo, sólo dos de los grandes tesoros eterios se salvaron de la destrucción. Este es uno de ellos, el otro no tardaré en mostrártelo.

—¿Y preferisteis ocultarlos en este lugar que transportarlos a Éndor, con el Mandír?

—Fueron sacados de la ciudad mucho antes que el Mandír —respondió Dión—, cuando aún no sabíamos si podríamos salvar el templo, si habría realmente alguien capaz de la atroz aventura o si el Portal Invisible de Aurobántur se abriría para nosotros. Traerlos aquí, por el contrario, no nos resultó difícil, conocedores como éramos del secreto del Deva. Bastaba embarcarlos en el puerto de Eteria y descender el río hasta la entrada de la gruta, evitando las patrullas de Sarkón. Más tarde, cuando la guerra hubo terminado, podríamos haberlos recuperado para el Mandír, para Éndor, pero… ¿Quién sabe?, quizás algún día; de momento son nuestro tributo a este lugar de belleza, poder y misterio.

Mándos contemplaba al muchacho de oro con admiración. Parecía vivo; parecía dotado de esos mínimos movimientos con los que la vida se revela aun a través de la inmovilidad de los seres, una leve contracción de la comisura del ojo o de la aleta de la nariz, el vaivén suave de la respiración, el pulso imperceptible, una oscilación casi invisible del eje del cuerpo a través de la espalda erecta, o esa presencia ingrávida que cabalga la vida como un algo-más inefable.

—Esta figura no es sólo materia —dijo Mándos—. Aquí hay otra cosa.

—No, no es sólo materia —confirmó Dión—, es sobre todo Arte. Arte como lo entendemos los eterios. Quien la hizo había visto en su corazón el alma bajo este aspecto de paz, hermosura y ofrenda de sí, y conocía profundamente la emoción que la estatua transmite. Cuando la creó, era uno con ella; y su espíritu, despierto, vibrante, transmitía a sus manos el poder de su Visión. Ni un color, ni un material, ni un gesto es caprichoso: la imagen es una encarnación fiel de su arquetipo.

—Dan ganas de imitarla, de arrodillarse, de sumirse en su mismo gesto.

—El Arte es expresión —respondió el príncipe—, pero la expresión es contagio. Sin embargo, espera aún un poco, hermano, te llevaré al lugar que te dará tu meditación y al que darás tu contemplación como una semilla para el porvenir.

Continuaron por un pasillo muy similar al anterior, angosto pero con altas paredes de un azul apagado. No tardaron en desembocar en otra sala también circular, pero de perímetro regular y más grande. Estaba a obscuras salvo por una enorme esfera de cuarzo transparente que irradiaba una luz solar en el centro de la cámara. Doce columnas se alzaban rodeándola y, como ellas, el suelo era de un alabastro liso y purísimo.

—El Mandír —susurró Mándos rendido al asombro al hallar en aquel submundo de piedra y luz una sala idéntica a la del templo eterio de Éndor.

—Existen otras salas como esta en las tierras de Ordum —respondió Dión—. Los eterios sólo tenemos el Mandír, pero los Sumânoï, que la tomaron de nosotros junto con el culto a Kali, la construyeron en cada uno de sus principales asentamientos. Llegaron a Eteria del holocausto y vieron en esto una promesa del porvenir. ¿Ves la esfera? Todas las esferas sumânoï tienen su guardián, una presencia oculta que es como la puerta a la memoria atesorada por el cuarzo; pero la del Mandír posee algo más: en ella mora el alma de la Tierra.

Mándos contempló al príncipe con los ojos muy abiertos.

—Dión, hermano —dijo—, si no te conociese, creería que no la sabiduría sino la superstición habla por tu boca.

—Ya ves, Mándos, como algunos secretos no basta con revelarlos para que dejen de serlo. Tú mismo has meditado muchas veces en el Mandír y aún no has comprendido esta verdad. Pero te diré que pocos, muy pocos en realidad, han alcanzado la raíz de este secreto. Escucha, te contaré algo que nunca ha trascendido mi raza. Horo-Dianón, mi antepasado, discípulo de Aurobántur y constructor del Templo, fue incapaz de hacer descender sobre el Mandír la presencia espiritual con la que habitaba sus grandes monumentos; no había acabado de entender las palabras de Aurobántur, nuestro Avatar y primer rey: «Volveré a vosotros con un alma para el Templo». Quizás las creyó poesía; en todo caso no llegó a comprender que no cualquier presencia espiritual inflamaría las piedras de la gran obra dedicada a la Madre del Universo. Cuando Ban llegó a Ordum con sus hiperbóreos, su primera morada fue Kamalám, el Oasis de las Nieves, adonde ahora nos encaminamos. Allí tuvieron lugar sus últimas ascesis y revelaciones, allí culminó el proceso interior comenzado en la Montaña Negra años atrás… y cuyo fruto fue el descenso del alma del Mandír, que es el alma del Don como el Don es el alma de la Tierra. Esto ocurrió entre el día once y el doce del duodécimo mes del año noventa del Segundo Día, a las doce de la noche, y las fuerzas obscuras del mundo respondieron al Descenso con guerras, volcanes y terremotos. Ban llegó a Eteria no mucho tiempo después; allí fue saludado por otro Horo-Dianón, también antepasado mío y descendiente del primero, que lo reconoció como Avatar de Aurobántur y alma del Templo; allí recibió Ban el título de Adhvaram, Sacrificio Peregrino, y los secretos del âur, de los Cinco Pilares y del Imperio. Allí consignó, a petición de mi antepasado, la experiencia interior que preludió el Descenso. Ban repitió palabra por palabra lo que ya había consignado en Kamalám, libro que permaneció para siempre en la cámara de sus austeridades. El nuevo relato, escrito por su mano con tinta de oro en pergamino, fue guardado en el colmillo labrado de un elefante blanco. Se le llamó el Kiran, el Rayo… de Esperanza, y durante mucho tiempo se conservó en Eteria. Más tarde fue devuelto al Rey.

—Con estas palabras, hermano, concluyes una narración iniciada mucho tiempo atrás, ¿recuerdas? Hace cuarenta años, ante el Consejo… Vuelven a mí ahora aquellos días en los que, porque yo era joven, creía que el mundo también lo era. Lo que entonces callaste lo revelas ahora y se cierra un ciclo. Entonces yo tenía treinta y seis años y, para mí, también los tenía el mundo. Tus enseñanzas lo antiguaron y, por primera vez, experimenté al hombre como un abismo, un abismo insondable por el que ascendía, estrecha y peligrosa, la tortuosa escalera de la raza… Una escalera de cráneos, Dión, muertos y fracasos, la misma Muerte petrificada en forma de peldaños riéndose del ascenso esforzado, de cada paso efímero, de la Vida. Y, sin embargo, contra toda lógica humana, vi también que algo justificaba seguir subiendo: un hilo de luz tan débil que a veces se pierde su rastro, esa esperanza de un algo-más, más allá del hombre que cure y renueve, que reconcilie y transforme… y gracias a lo cual el alma de la Tierra llegue a manifestarse plenamente. Ahora comprendo que esa tenue estela de luz, como un cometa que voló dejando un surco de polvo de estrellas difuminado, es el trazo del Kiran. Lo que un hombre erige en sí lo erige para el Hombre. Y, cuando un hombre hace descender sobre sí una cualidad divina, acerca la humanidad a su destino sublime.

Dión sólo sonrió y el eco de la voz de Mándos voló hondo en la caverna.

—Ven —dijo luego el eterio, y el grupo rodeó por la izquierda el círculo de columnas. Había en el otro extremo de la cámara un ábside de excavación mucho más reciente.

Apenas se lo veía desde fuera pero, cruzado el umbral, una explosión de luz diamante incendiaba el aire. La estancia era pequeña, irregular, de techo muy elevado y en forma de cúpula. Dión resistió con ojos de águila el brillo deslumbrador, pero Mándos hubo de luchar contra él con ojos vulnerables. Cuando por fin pudo ver a través de la luz las formas, descubrió una imagen tallada en un único, portentoso diamante. No comprendió al principio qué estaba viendo, pero poco a poco la figura aceptó a sus ojos. Era una mujer anciana, de tamaño natural, sentada sobre un trono. Vestía una túnica larga y un velo, y su expresión era divinamente materna, pero divinamente irónica. Tenía las manos calmas sobre el regazo y contemplaba, con la cabeza ligeramente ladeada, el mundo y la eternidad.

No le hizo falta a Mándos preguntar a quién representaba el éidolon. Lo tocó, fervoroso, consciente de que aquel diamante no lo había engendrado la tierra en el trabajo de un parto milenario: era Luz, la luz suprema de la Madre del Universo cristalizada. Pero qué poder en el mundo material podía atraerla y darle morada en una forma… eso no lo sabía ni lo imaginaba: era el secreto de ese Arte eterio que es Alquimia Suprema.

Mándos no pudo sostenerse de pie ni un instante más. Sus piernas flaquearon y se derrumbó como aplastado por la Luz. Lejanamente, percibió que le ayudaban a sentarse dándole respaldo contra la pared del ábside. Una presión intensa pero agradable en el vértice de la cabeza lo atrajo a los mundos interiores y sintió que se expandía, que se elevaba, que se encendía en una implosión de Fuego y Dicha. Como un buceador de aguas densas y obscuras que retorna a la superficie veloz, sacó la cabeza del mar de las formas, más allá del limo flotante del mundo, y sus ojos vieron lejana la orla del manto diamantino de Dios hecho Madre. Su mente cesó entonces incapaz de mayores cimas y su espíritu continuó su singladura hacia su Ítaca inefable, sin nave, sin bitácora, sin compañía, dejando en la memoria por todo signo de su viaje un relámpago indescifrable y mudo. Pero en la ruta de descenso, Mándos siendo otra vez Mándos, vio los filamentos del devenir de Dyesäar, futurizándose. Vio el Sur como un fulgor bajo el imperio de cuatro coronas soberbias y vio luego una lenta degradación. Vio un pueblo joven expulsado de su tierra y su éxodo a través del mar. Y lo vio llegar a las costas meridionales de Ordum con fuerza de redención. Y en medio del pueblo la vio. Vio una nube diamante, pero la nube era un símbolo y el símbolo era un nombre y la mujer se llamaba Nube y la nube presidía el avance del pueblo… y la mujer era la Madre. Y vio a los eterios poner Éndor a los pies de la Madre y darle por morada el Mandír. Y allí habitaría con su ejército de amazonas, que el mundo llamaría herederas, engastando las semillas del pasado en la juventud de su pueblo. Dios-Nube, Dios-Madre hecho mujer de carne, y su nombre era Anán, que era Nube. Y Anán era la encarnación de la Promesa y la Esperanza, madre y hermana y amante y reina del Don, y oficiante de la inconcebible hierogamia. Y vio la Tiniebla, poderosa a través de los siglos, devastadora del esfuerzo de los hombres, asesina de promesas y esperanzas, quebrarse a sus pies y a la Tierra vestir su cuerpo de Luz.

No sabía cuanto tiempo había pasado cuando despertó en la nave que surcaba el silencio del Deva subterráneo. Junto a él estaba Dión. Intentó hablar, pero el éxtasis que aún le inflamaba el pecho no le dejaba. La mirada del príncipe le convenció de la vanidad de todo decir.

Pasaron al menos dos días más de un viaje voluntaria y gozosamente lento, y Mándos cumplió con sus obligaciones de comer y reposar, pero sobre todo siguió inmerso en su fascinación de la caverna. Apenas habló durante ese tiempo, pero de pronto percibió que Dión estaba a punto de mostrarle otro de los tesoros del Portal. No se equivocaba. El barco atracó junto a la orilla derecha del río, donde el agua era profunda y el aire estaba saturado de una luz gris que irradiaba la roca, como una neblina transparente y fúlgida.

—Vamos, nos esperan —dijo sólo el príncipe invitando a Mándos a desembarcar con un gesto elegante y cálido.

Y Mándos obedeció, simplemente, sin preguntar, lleno de una inmortal expectativa. Pensó lo magnífico que era no ser más que un discípulo ignorante en las manos de un guía y un sabio; dejarse llevar, sólo eso, dejarse mostrar una a una las cámaras secretas de la sabiduría por el anfitrión iluminado. Toda su vida había debido conducir, ordenar, organizar, disponer, liderar, responder a las preguntas del ignorante, a las demandas de sus súbditos, a las sugerencias de sus ministros, a las necesidades de la historia, mayores que las de un desposeído; toda su vida había estado obligado a saber algo que no sabía porque ningún hombre puede saber… y ahora sí, ahora podía abandonarse al gozo restaurador de no decidir, no hacer, no saber, ingrávido.

Allí un bosque de piedra emergía de la piedra del suelo. Como si fuera roca viviente aspirando a encarnar el alma, las formas y la savia del mundo vegetal, los Sumânoï habían hecho del sólido silencio de la piedra flores y arbustos y árboles. Una ausente presencia del color se extendía en dirección contraria al río, hectárea tras hectárea, y una pátina de animación de Vida resonaba por todas partes como un eco impronunciado, como un rumor de brisa lejana. Compacto a veces, ralo otras, el bosque parecía no tener fin y la caverna rendir todo límite al bosque. Las plantas de piedra daban la impresión de ser más verdaderas que las plantas conocidas y su quietud era la eternidad del arquetipo. Mándos y Dión caminaron solos a través de los árboles, y Mándos rozó ramas y hojas y troncos, y pétalos y estambres con las yemas de sus dedos, dejando que también su tacto se viese sorprendido. Una hora después, vieron un lago y sobre él el peso de inmóviles lotos abiertos. Había allí un hombre y, en cuanto los percibió, se volvió hacia ellos y bramó como un toro, con la alegría de un niño y la despreocupación de un dios.

—¡Kadír! —saludó Dión y ambos se abrazaron con un estremecimiento de inmortal amistad. Luego Kadír abrazó a Mándos a quien quería íntimamente, e invitó a los recién llegados a sentarse con él a la orilla de la laguna. Tomó agua en una copa de plata que guardaba en su petate y se la ofreció a sus amigos; y esta era fresca, estimulante y mágica como la ambrosía. Después de beberla, los ojos del Rishi se le antojaron a Mándos aun más estremecedores que como los veía en su recuerdo. Evocaron épocas pasadas y otras por venir, pero hablar con Kadír del futuro y el pretérito era como hacerlo con el Tiempo: Kadír había visto el Primer Día del hombre y, probablemente, vería el último; su memoria tenía la dimensión de los milenios, en ella los días eran minutos y los años días; el recuerdo de los detalles de la vida era caprichoso, pero las líneas de la historia eran claras y definitivas como el paso del fuego.

—El mundo es siempre esperable —dijo el Rishi en respuesta a los pensamientos de Mándos—… y, sin embargo, siempre nuevo.

Dejó a su mente vagar unos instantes por éteres silenciosos.

—No, no estoy cansado de la inmortalidad —continuó como si fuese necesario contestar a sentimientos de Mándos no expresados—. Lo que hace envejecer a los seres es la rigidez, la permanente afirmación del personaje que interpretan en la vida: la máscara se vuelve intransigente y hay que partirla en pedazos para poder seguir este viaje de autodescubrimiento que es el mundo. Pero a nosotros los Rishis, los Reyes Antiguos nos hicieron inconcebiblemente flexibles, flexibles como niños, libres en nuestra relación con la máscara que la vida impone siempre al alma. Sólo nuestro cuerpo está como congelado en el Tiempo, porque el secreto de perduración que los Vedas nos legaron no consistía en un poder espontáneo y transformador, que sólo puede venir del Supremo, sino conservador y mecánico. Por eso Ban hubo de renunciar a él y por eso Alayr debió hallar un camino distinto para su Yoga de regeneración. Y por eso algunas almas grandes, Mándos —dijo mirando al peregrino fijamente a los ojos con su luz turbadora—, se sienten de pronto llamadas a cambiarse de ropa, a rasgar su máscara. Sería un error confundir esta llamada con una pérdida del entusiasmo por la vida, como les ocurre a los seres efímeros. Esos quieren morir por cansancio, disfrazan su falta de imaginación y su pereza de un inteligente y grandioso rechazo de la vida; y está bien que mueran y que se lleven con ellos toda la inercia de la Tierra, yo no los echaré de menos.

Dejó que el silencio aquilatase sus últimas palabras.

—¿Sabes? —concluyó—. Hay una tradición vieja y extraña según la cual, cuando el Don retorne, deberá sacrificar a todos los Rishis vivos para darles la libertad de nacer a un cuerpo nuevo. Quizás entonces debamos morir en una todas las muertes que no hemos muerto. O quizás el hábito de la vida sea tan poderoso entonces que, como Alayr, salgamos de la crisálida de este cuerpo con otro cuerpo despierto.

Hablaron después de hechos pasados, de tareas inacabadas, sintiéndose obreros los tres de una misma arquitectura magnífica: el universo se elevaba por sus manos, cada sillar colocado una aventura. Y había aquí la raíz de un entusiasmo inextinguible.

—Mi última misión —les dijo Kadír entonces— fue acompañar a Brahmo a Koria —y les narró todas las peripecias vividas con el príncipe mayúrida bajo la apariencia de Melk, alférez de la guardia real de Eben—. Desde entonces he recorrido Ordum y vigilado. Brahmo aún no ha dejado el bosque. Ha guerreado a las tribus más sanguinarias y ha creado una alianza de las más nobles, que podría transformar la jungla para siempre. Pero sobre todo ha librado su propia batalla interior y se ha alzado a la altura de su espíritu. Ahora debe recuperar su reino y será arduo. Mucho más que lo que yo mismo imaginé en un principio.

—¿Por qué? —inquirió Mándos—. El partido de los nobles no puede ser una dificultad real para Brahmo. Y menos después de su iniciación con las fieras de Koria.

—Dhanda está en Eben —repuso Kadír sombrío—. Llegó allí hace unos pocos meses con la intención de aprovechar los conflictos del reino para sus propios fines. Además tuvo una suerte inesperada, si puede decirse así, una suerte llena de tristeza para nosotros.

—Veo muerte a través de tus ojos —intervino Dión—, la oigo llegar con tus palabras.

—Así es —confirmó Kadír—. La estancia del Rishi Negro en Eben, como capataz de Elva de Olpán, coincidió con la misión de Belias y Lib-Yummum en el volcán-fortaleza de Dhanda. Hacía años ya que las Órdenes, y nosotros mismos los Rishis, habíamos sido informados de la existencia de ese lugar en la profundidad del desierto y del culto que Dhanda ha instaurado allí. Un hombre logró escapar del volcán después de haber sido secuestrado e iniciado por él, y ahora es uno de los agentes de las Órdenes en Eben. Gracias a él se pudo encontrar el lugar, aunque se tardó para ello mucho tiempo, indagar los secretos de Dhanda y la estrategia que los Electos Negros preparan para el futuro. Belias y Lib-Yummum retornaban después de grandes trabajos con el éxito de su misión coronándoles, cuando el Rishi Negro los interceptó en pleno desierto y los exterminó.

—¿Cómo supo que…? —comenzó Mándos con el rostro gris mientras recordaba a los Guardianes de las Llaves.

Dión susurró sus nombres como en una invocación.

—¿Cómo? —repuso Kadír—. Quién sabe… La mente de un Rishi Negro es tan impenetrable como la noche. Pudo percibir la presencia de Belias y Lib-Yummum en su guarida, aun desde tan lejos. Un fulgor fuera de lo habitual, cualquier vibración extraña reflejada en el espejo obscuro de su ser interior… Ahora Dhanda tiene las Llaves; acaso contaba con ellas desde el principio, quizás no. Difícil sería comprender su estrategia. Además, ha descubierto a su antiguo discípulo. Tratará primero de recuperarlo pero, cuando comprenda que no puede hacerlo, acabará con él… si no lo ha hecho ya. Y, mientras, ha empezado a mover las piezas de su juego.

—Y Brahmo, ¿qué puede hacer él entonces? —preguntó Mándos.

—Contra Dhanda nada, sencillamente. A menos que… —respondió Kadír.

—¿Qué harán las Órdenes? ¿Qué harán los Rishis? —quiso saber Dión.

Kadír recuperó su cáliz de plata, lo llenó otra vez de agua y volvió a ofrecérselo a sus amigos. Mándos intuyó que en este gesto había una respuesta y bebió un largo sorbo gozando el frescor del líquido.

—Las Órdenes ya están actuando. La mejor forma que tienen de hacerlo es vigilar y despertar las propias fuerzas del reino para contratacar la estrategia del enemigo. En cuanto a los Rishis… yo soy el único en Ordum y mi labor no puede ir, de momento, mucho más allá de lo que ya he dicho. Debemos actuar muy cautamente porque, por cada nueva pieza que pongamos en el tablero, los Electos Negros añadirán una de las suyas. Hay que evitar que esto se convierta en una nueva Conflagración, que ahora dejaría el mundo en ruinas. La guerra civil en Eben es un mal menor; pero no podemos permitir que nos arrastre a una nueva confrontación de los dos Poderes.

Mientras Kadír hablaba, una idea se formó en la mente de Mándos: si hubiese sido Brahmo quien hallase Ida en lugar de Mayúr, allá en la ciénaga cuatro meses atrás, ahora podría enfrentar a Dhanda con una mínima posibilidad de victoria.

«Sólo una Señora puede llevarse la vida de un Electo Negro —se dijo a sí mismo—, pero ¿basta una Señora para vencerlo?».

Notó que Kadír lo contemplaba viendo sus pensamientos eclosionar, apagados al principio, lentos con la cojera de la desconfianza en sí mismos.

«Una Señora, sin embargo —pensó en la mente de Mándos Kadír—, daría a Brahmo todo lo que necesita: una oportunidad».

«Lejana, pero real» —añadió el príncipe aceptando que el diálogo se desplazase al interior y prosiguiese en el seno del silencio.

«Pero Brahmo es joven, un guerrero novel —desconfió Mándos—, y Dhanda cuenta sus años por centenares, sus batallas por millares y su violencia es poderosa como el sol».

«Sí —respondió el Rishi—, pero Brahmo merece el arma y merece la lid. Vivir o morir es bien poco; crecer lo es todo».

«Y cuanto mayor el obstáculo…» —concluyó Dión.

«Pero ¿tendría Brahmo derecho a usar la Señora hallada por alguien que no fuera él?» —preguntó Mándos consciente de pronto de que él sabía dónde estaba el arma requerida.

«Brahmo la merece y la necesita, esta es toda la ley que cuenta ahora. Y, si no fuese así, la Señora no tendría ningún poder en sus manos» —respondió Kadír.

Mándos comprendía perfectamente de dónde había surgido el primer pensamiento que le arrastró a esta conversación sin palabras. La idea de la Señora se había formado en su mente al contacto, aunque difuso al principio, con la presencia oculta del arma. Y este lo había tenido a través del agua. A medida que progresó el diálogo, la presencia se hizo más evidente y cercana, viva y casi exigente. Ahora Mándos no dudó más y se arrojó a la laguna. El agua era mucho más profunda y obscura que lo que podía imaginarse desde la orilla, pero Mándos era un magnífico nadador y buceó atraído por la silente llamada. De pronto sintió como si se le fuese la cabeza y perdió toda orientación. Se confundieron el arriba y el abajo, Kadír y Dión se hicieron lejanos, impensable el Portal, el mundo un sueño. Luchó por encontrar su centro, por hallar una dirección que le llevase al aire o al tesoro en las profundidades. Se movía desesperadamente, hacia ninguna parte, en un magma de densa obscuridad. Con el latir exaltado de su corazón retumbó en sus sienes el curso sincopado de sus pensamientos.

«Peregrinaba a las montañas para morir allí voluntariamente. No pierdo nada con morir aquí. No cambia nada».

Pero el mero pensamiento le enfureció. Iccha Mrityu, la voluntaria autodisolución, era la muerte del místico, del vencedor; ahogarse aquí era la muerte del caído. Como guerrero que era, respondió a su furia con distensión en un intento espontáneo de acumular la fuerza que la ira le proporcionaba. Al instante, sus pies tocaron un fondo pétreo y plano, y al abrir los ojos vio el resplandor dorado de la moharra de una lanza. Estaba erecta, como plantada en el fondo. Mándos la tomó y siguió la dirección que esta señalaba hacia el aire, hacia la vida infinita.