XV
Había pasado la tarde trabajando en su poema y, milagrosamente, nadie había venido a molestarlo. Una tarde concentrado en su tarea y solitario era un don del que hacía tiempo que no disfrutaba, y la aprovechó al máximo, alargando las horas más allá del crepúsculo. Los versos fluyeron con gracia y sin interrupción desde el primer momento dejando al poeta satisfecho y turbado. La inspiración, que tantas veces había sido para él un tormento, era en su alma esta tarde una tormenta y el escritor sentía la dicha misteriosa del paso de su obra a través de él en una irrupción de luz sonora. El ritmo brotaba espontáneamente de las frases e imágenes que iba hilando, como si estas fuesen agua de lluvia musicándose al contacto con la tierra o cayesen sin otra mediación en un molde matemático de perfectas cadencias. Leb se sentía no taumaturgo, no hacedor, sino testigo de una manifestación mística y, mientras los versos descendían como arcángeles al momento creador, destinos de hombres y grupos y naciones se entrelazaban en la urdimbre de una historia épica. Acciones seguían a acciones en estallidos de imprevistas consecuencias; personajes sorprendían al poeta con una sabiduría impredecible en sus labios, con actos incalculables, con una insospechada belleza; nuevos paisajes brotaban cuando el ojo de su imaginación caía en los ya conocidos con voluntad de organizar el espacio. Y el poeta contemplaba con dicha y con espanto aquel vórtex definitivo hacia el que todos los hilos de la historia iban, fatalmente, convergiendo.
Cayó de pronto en la cuenta de que la luz era insuficiente para seguir escribiendo. Hacía rato que debía acercar mucho sus ojos a la tablilla para ver, pero ya no hacía en ella más que furiosos garabatos. Mañana, cuando la intensidad de la Visión hubiese pasado, ¿quién entendería aquellas líneas, siendo él el primero al que le costaba descifrar su propia letra una vez escarabajeada? Cesó, no cansado sino exaltado. Con la ventana abierta de par en par y una brisa fresca jugando con la llama de la vela sobre su mesa, respiró hondo, respiró el Deva y el Cinturón Fértil y el desierto, respiró el mundo. El barrio de pescadores estaba obscuro y sólo un fanal resplandecía en el puerto. No llegaba más ruido que el de las aguas del río y una cantinela lejana de algún barquero que atravesaba la corriente. La luna seguía deshojándose, pero aún efundía una intensidad de plata.
Era el momento de ocuparse del grupo de obreros que había desembarcado al Sur de la ciudad en los últimos momentos de su conversación con las tres nobles marionetas, acuciados por la lluvia o acaso protegidos por ella. No le cabía duda de que a estas horas estarían trabajando, de que trabajarían ya sin cesar, un grupo tras otro, un grupo tras otro, hasta que hallasen a través de la tierra su senda de gusanos hacia las puertas de la cripta del Rey. No intentarían un descenso directo a la cámara a través del techo de la bóveda, pues demasiado bien sabía Abdalsâr que los picos no vencerían la magia de las piedras y que sólo mediante las Llaves podrían acceder a los tesoros ocultos del Don, pero estas se hallaban ya en su poder y los trabajos avanzarían rápidamente en ausencia de todo otro impedimento terrenal. Era necesario, pues, artistar un impedimento supraterreno.
Leb se sentó en su silla predilecta, relajó sus miembros, se concentró en su pecho. Notó enseguida una especial densidad alrededor del cuerpo y su consciencia emergió de la inercia de su carne a esta nueva densidad luminosa y vibrante del aire. Contempló su carcasa vacía con una mezcla de cariño y desapego, como un ave la jaula que la cobija y apresa, y la protegió con un aura de balsámica luz diamante. Veía el interior de su morada prácticamente igual a como era en la realidad de su vigilia, y ello significaba que desde sus últimas experiencias había empezado a dominar los estratos más densos de su cuerpo sutil. No imaginaba dónde habría empezado a cavar aquel escuadrón de obreros, pero había algo que podía llevarlo hasta allí: el recuerdo de una vibración que le era terriblemente conocida. Era peligroso, muy peligroso en realidad, pero era la forma más rápida de actuar. Evocó el recuerdo. Su memoria se colmó de obscuridad y fuego. Dio un paso hacia la pared, que se transformó en una espesa cortina de niebla; la obscuridad se conformó entonces en unos ojos, un rostro, una imagen que había sido entrenado a temer, y el fuego la rodeó en un nimbo de horror pasado. Atravesó la cortina de niebla. Ruido de picos golpeó su consciencia y el sonido desgarrador de palabras en mâurya. Allí estaba el hombre; no, el titán. Y Leb pasó junto a él como una brisa fría. Abdalsâr la percibió y se volvió afilando su mirada oculta, pero en aquel mismo momento una roca se desprendió del techo, quebrantó una de las vigas de la improvisada mina y aplastó a dos obreros; uno murió al instante bajo la masa pétrea, el otro quedó atrapado por sus piernas y estas fundidas con la tierra. Gritos en mâurya arreciaron, maldiciones y palabras terríficas. Abdalsâr debió concentrar toda su energía en dominar una situación que podía escapársele de las manos. No había reclutado esclavos para esta tarea, sino iniciados en los misterios que él mismo había instituido en las profundidades del desierto, poco después de la Segunda Conflagración. No eran esclavos y, aunque los trataba con la dureza de un jefe militar, les debía la protección de un maestro. Bramó palabras de disciplina que ahogaron todo otro ruido. Se acercó al hombre inmovilizado por la roca, que sudaba copiosamente y temblaba en medio de un círculo de antorchas. Se agachó sobre él hasta que sus labios rozaron el lóbulo de la oreja del mutilado. En susurros le preguntó si quería vivir como una bestia. El hombre movió violentamente la cabeza y gimió. Abdalsâr se incorporó apartando la vista de él con indiferencia altiva. Sólo cuando volvió a rugir sus órdenes, los obreros descubrieron la daga ensangrentada en su mano derecha y al hombre sin piernas abrazar la roca en un gesto de entrega mortal, mientras su cabeza desprendida rodaba por el suelo con su mueca de espanto y liberación. La piedra fue apartada entonces, se cavó para los muertos una fosa y se les cubrió con tierra. Después, los diez picos volvieron a su primer trabajo.
Abdalsâr odió haber perdido dos hombres de aquella manera, no sólo porque esto haría más lento el trabajo, sino porque había elegido aquel grupo entre los mejores de sus iniciados. Las profundidades del desierto siempre habían sido receptivas al mensaje de Maurehed, a los misterios de la Cabeza Negra. Allí los hombres eran feroces como tormentas de arena y el infierno no era un vano temor de ultratumba sino una experiencia constante, innegable: la tierra misma les ofrecía el signo de que si Dios existía, era una odiosa burla. Allí, el alma no vacilaba entre dos poderes extremos: se sentía abandonada por el Cielo, ajena a las Alturas, una hija y una sierva de la Obscuridad, el Dolor, la Escasez. Sabía que su prisión no la abandonaría nunca, y que cualquiera de los dones del universo que quisiera disfrutar debería tomarlo por rapiña, con ayuda de sus propios Dueños obscuros y contra los amos divinos del mundo, que con desdén la contemplaban desde sus celestes moradas cristalinas. Durante cientos de años tribus de aquellas latitudes se reconocieron vasallas de uno u otro de los Señores Negros. Krissa, la reina-maga, fundó allí su monarquía, que fue devastada durante la Segunda Conflagración. Abdalsâr no hizo sino cultivar un terreno que ya había sido preparado minuciosamente, y abonado con el estiércol y la ira de los siglos. A su gesto acudieron los moradores de las arenas inflamadas, restos de tribus fieras devastadas por guerras, plagas y hambrunas, dueños sólo de su desesperación y engañando su sed con la angostura del odio. Abdalsâr reunió unos miles, seleccionó a unos cientos para sus misterios, sólo a unos pocos inició en los grados superiores de su conocimiento. En un volcán apagado creó su fortaleza. Sus hombres trabajaron como termitas cavando túneles, construyendo cámaras, cisternas, trazando caminos en la montaña y provocando sifones para el ascenso del agua de la poderosa corriente subterránea que circundaba las raíces del coloso de fuego. En el calor de aquel trabajo incalculable nació un férreo espíritu de grupo y la vida de aquellos hombres, poco antes meros despojos humanos, conquistó una dirección y un sentido: el precio pagado fue la sumisión a la mano tremenda de Abdalsâr, que aquellos conocieron como Belguresh, el Señor de la Montaña de Fuego. El fuego no brotó ya más; las hondas meditaciones de Belguresh en la base del monte le hicieron dueño del espíritu del volcán y este no volvería a desatar su ira sin la voluntad del amo de su ira.
Ahora como entonces, casi cuarenta años después, los picos volvían a violar la noche telúrica. Trabajaban rápidos y eficaces, con un ritmo incansable y poderoso, abriendo un camino en la densa materia para la ignívora ambición del titán. En aquel entonces, Abdalsâr había gobernado no hombres, sino gusanos; ahora estaba diabólicamente orgulloso de sus creaciones y contemplaba en todos ellos, mientras veía expandirse y contraerse las espaldas como grandes alas carnosas de saurios voladores, la marca de su iniciación abrillantada por el sudor acre.
Había, en aquella región profunda del desierto, un escorpión gigante al que llamaban nurtan. Los ejemplares más pequeños medían entre uno y dos pies de largo, pero las hembras más viejas llegaban hasta cinco sin contar el aguijón, que se rizaba sobre ellas acorazado por impenetrables placas de color naranja, rápido como un látigo y acabado en una punta fuerte y deletérea como la moharra de una lanza emponzoñada. Para un hombre, la picadura del nurtan era la muerte instantánea, pero Abdalsâr descubrió el modo de vencer el veneno y servirse de él. Una vez inoculado, este no desaparecía nunca, como tampoco llegaba jamás a desvanecerse del todo el dolor de la picadura. Pero uno y otro podían ser sometidos por medio de una ascesis infinita, de una voluntad inconquistable. El veneno se transformaba entonces en una presencia constante de la muerte en el cuerpo, pero la muerte era un aliado y otorgaba a su huésped visiones reveladoras en unos casos o incendiaba ciertos estados de la ira con una fuerza sobrehumana. También podía matarlo si, perdiendo el dominio de sí mismo, traicionaba el pacto sagrado con aquella presencia definitiva. Pero el iniciado aceptaba sin miedo la compañía de la muerte, ¿no era mejor verle el rostro, percibir su hálito, merecer sus dones, responder con invencible autodominio a sus exigencias inexorables que temerla y soportarla oculta tras las máscaras falaces de la vida? El signo de la iniciación era la picadura del nurtan, un volcán de carne dolorida en el cuerpo del adepto, a veces del tamaño del puño de un niño pequeño. Durante los primeros días, el dolor era un infierno; pasaban luego meses en que la carne se resentía como herida por un dardo reciente; luego quedaba una estela de dolor, más o menos intenso según la víctima o según su momento, recuerdo permanente de la impiedad de la vida. Los iniciados tomaban el nombre del escorpión y de su dolor estaban fieramente orgullosos.
No solamente Abdalsâr observaba las espaldas y antebrazos marcados por el nurtan, y el avance trepidante del trabajo. También Leb, invisible para los ojos mortales pero situado a espaldas de Abdalsâr, contemplaba los hombres y el esfuerzo concentrado de su activa mística obscura. Se daba cuenta ahora de su error de cálculo. Este pequeño grupo le revelaba muchas cosas; en primer lugar, que Abdalsâr actuaba en secreto y que nada sabían los nobles de estas excavaciones. Sin duda, estos carecían ya del poder para impedirlas o para aprovecharse de ellas, pero no era esta la cuestión: tanto mejor manejaría Abdalsâr a sus marionetas cuanto mejor pudiesen estas ocultarse a sí mismas que lo eran. En segundo lugar, Leb comprendía que Abdalsâr tenía prisa por hallar los tesoros del Don. Podía haber esperado a que el reino estuviese en manos de los nobles, los nobles en manos de Elva y Elva, declaradamente, en sus propias manos; las excavaciones habrían sido entonces seguras, abiertas y habría podido emplear recuas de esclavos en ellas. Esta premura indicaba que Abdalsâr no estaba dispuesto a confiar totalmente en el éxito de la conspiración para satisfacer su mayor anhelo: violar los secretos de Ban. Y esta grieta en la confianza la había producido, con toda seguridad, la huida de los Belinor y la imposibilidad, por lo menos momentánea, de obtener el dinero de su banco. A Leb no le cabía duda de que a Vrik, hasta cierto punto, le habían permitido escapar; Abdalsâr querría conocer las capacidades y los límites del muchacho, quizás para llevárselo a su santuario y hacer de él un nurtan, pero habría esperado recuperarlo pronto, más manso o más desesperado por su frustrada huida. Sin embargo, la desaparición del viejo Baar ante los ojos de sus secretos vigilantes había sido una operación maestra de las Órdenes. El oro, la plata y las joyas que había en las arcas del banco, algo menos de los dos mil talentos exigidos por Abdalsâr, se desvanecieron con él, y la falta del dinero haría ahora a los nobles más pusilánimes o, por lo menos, más lentos y cautelosos sus actos. Habían ganado las guarniciones del desierto, Assur y Naor, era verdad, pero aún faltaban Ôrkan y Loth en el Swar, e Ishkáin en el Sur; haría falta llevar tropas allí, pagar sobornos, y dadas las limitaciones del tesoro real así como la poca disposición de los nobles a arriesgar sus fortunas, todo ello sería difícil sin la plata inmediata de Belinor.
Pero aún algo más le revelaba a Leb la presencia de aquel pequeño grupo en las entrañas de la ciudadela: la envergadura de la acción que Abdalsâr, y a través de él los Electos Negros, estaban emprendiendo. Abdalsâr ansiaba los tesoros de la cripta hasta el punto de arriesgar en la aventura los elementos más preciados de su ejército. Aquellos diez hombres valían cien de la guardia real ebénida. Con cincuenta, Abdalsâr podía someter la capital y con quinientos todo el reino. Pero hacerlos combatir a la luz del día sería despertar el contrataque furioso de las Órdenes antes de que el arma más valiosa y definitiva de los Electos Negros, cultivada en el mayor de los secretos, estuviese completa y perfeccionada, preparada para la conquista de todo el antiguo imperio. En realidad, la existencia del volcán perdido en el desierto no era desconocida por las Órdenes, pero los únicos que habían logrado violar sus misterios, Belias y Lib-Yummum, pagaron su hazaña con la vida. Y de los esbirros de Abdalsâr, los hombres-escorpión iniciados por él, sólo uno le había traicionado, sólo uno había huido del volcán y vivido para ocultarlo. Hacía de ello un poco más de treinta años.
Ahora estaba a sus espaldas, inmóvil, invisible, observándolo.
A Leb la presencia de Abdalsâr en el túnel le impedía actuar. Esto era, al fin y al cabo, lo que justificaba que el Electo Negro estuviese allí, vigilando la labor de sus obreros. Se decía que las piedras de la cripta se protegían a sí mismas con sortilegios antiguos: Abdalsâr era la fuerza que podía destejerlos. Y el poder de Abdalsâr había crecido en las últimas décadas, esto le resultaba a Leb indudable. Su aura era obscura, pero compacta, coherente, sensible, absorbente; un imán irradiando las ondas seductoras de un fatal magnetismo, capaz de atrapar hombres o pensamientos, o de cazar los negros eventos que flotan en los dominios sutiles del Tiempo y coagularlos en sucesos terribles. No, Abdalsâr no era un ser despreciable, sino un enemigo admirable, magnífico, un hombre alzado a la magnitud del titán por su entrega absoluta al Poder primordial de la Sombra. Abdalsâr, Belguresh, Wárkatar Tamúshankú, eran algunos de los nombres que sus secuaces habían aprendido a temer tanto como sus enemigos; pero pocos sabían que Dhanda, Castigo, era su nombre iniciático, el título que Maurehed Cabeza Negra le diera cuando penetró con sus ojos sombríos el porvenir aún enmadejado de su discípulo en un éxtasis de torva visión oculta.
Leb no podía seguir allí más tiempo. Debía retornar a la protección de su cuerpo o ascender a una dimensión a la que Abdalsâr no tuviese acceso para actuar desde allí, arriesgándose así a un resultado lejano e incierto. Demasiado bien sabía que sin el accidente que mató a dos de los nurtan, habría sido una presa fácil para el Electo Negro. Leb había aprovechado esta circunstancia para deslizar una incitación al olvido en la mente de Abdalsâr y este, aunque había percibido la llegada de una entidad extraña al túnel, no había dado muestras después de querer ocuparse de ella. Pero el ingenuo truco de Leb no podía tener efectos muy duraderos en el gran Iniciado. Ahora debía actuar con rapidez y hacer lo único que todavía estaba a su alcance: localizar la entrada del túnel en la superficie de la ciudadela.
Pero apenas quiso moverse, Leb descubrió que no podía hacerlo. Miró al suelo y vio una serpiente de obscuros tornasoles anudarse a sus pies, sus tobillos, sus rodillas, sus muslos, en la danza de su ascenso espiral. Alzó la cabeza y otra serpiente cayó sobre él, roja y triste como el carbunclo; enlazó su cuello, ató sus brazos, estrujó su cintura, tapó su boca con la flexible viscosidad de su ancho cuerpo. Abdalsâr se volvió lentamente hacia él, con una mueca fiera en sus labios. Ahora podía matarlo con los ojos, fustigándolo con un rayo de su cólera. Pero se contentó con mirarlo y, mientras lo contemplaba, nuevas serpientes, materializaciones de la propia energía vital del Electo, fueron llegando a él, sujetándolo, envolviéndolo, oprimiéndolo en una cárcel viva de adujas innumerables.
El ruido de los picos era lejano. El túnel estaba a punto de desvanecerse y Leb recordó el terror que lo había educado en el volcán con esa viveza que trae a veces de su tumba el pasado. Un poco más y el vínculo que lo unía a su cuerpo físico quedaría destrozado, la carne muerta en su morada y Leb exiliado en la orilla gélida de las ingrávidas formas espectrales. Dominó el terror y se impuso calma. No podía hacer otra cosa más que morir dignamente, bellamente, y buscó una palabra, una frase, un verso que lo acompañara en el tránsito. En su memoria resonaron las últimas líneas de su poema épico, y con la voz solitaria del otro mundo cantó:
Diamante es el rayo que salva y que mata llegando de Ti, oh Madre de Fuerza, Verdad y Espanto.
Y su música le colmó de una última y salvaje alegría.