XIV

A pesar de la intensa lluvia, tres hombres venían a su casa cruzando el barrio de pescadores desde el puerto. Los esperaba. Los esperaba desde hacía tiempo; en realidad, llegaban dos días tarde, según sus cálculos. Los esperaba y no los temía. Venían a pesar de la lluvia y cómo había zozobrado su pequeño barco en el río. El Deva era hoy una encarnación del ímpetu, un hervor de leviatanes, y a los tres hombres, al atravesarlo, se les veía tan minúsculos, tan impotentes ante la fuerza del agua y del viento… polillas de alas mojadas en medio del turbión. Si uno se sintiera motivado a amar lo efímero, les amaría, ¿por qué no?, les amaría entonces porque eran la imagen de lo que pasa sin dejar huella. ¿Temían ellos? Oh, estaban muy asustados, pero a pesar de todo también convencidos de que el mismo destino que les había elegido para una función de importancia, preservaría sus vidas de las ferocidades del río. No sabían o no querían saber que su miedo era mucho más hondo: temían al poder que servían sin reconocerlo y temían además a aquel que iban a visitar.

«Una visita ingrata, para ellos nefanda. Sin duda» —pensaba el hombre que los observaba. Y los tres hombres, ahora por las calles estrechas, calados hasta el tuétano y sin la escolta acostumbrada, le habrían dado la razón. Ingrata, nefanda, pero ¿llegarían a creerla útil? Si de ellos mismos hubiese dependido, no tres de las cuatro cabezas del partido nobiliario habrían visitado al maestro aquella mañana, sino tres sicarios. Allí mismo habrían destruido aquella pieza tan molesta como inservible a su juego. Pero ellos eran en realidad servidores; cada día, cada hora que pasaba estaban descubriéndolo… Servidores seducidos por la idea de tener por debajo otros a quienes dominar, sangrar, dañar, olvidando así la evidencia de su propia condición de fámulos. Por eso no había razón para temerles… todavía: esta visita era el ferrete con el que su amo imprimía en su cuerpos el fuego de su esclavitud.

La puerta se abrió de golpe, los tres hombres queriendo aparentar firmeza.

—Pasad —dijo Leb escueto—. La puerta está abierta.

Por un instante el señor de Ranza, el de Asor y el de Ednok se apretujaron en el vano de la entrada, ridículos y maliciosos. Pareció que quisieran hallar calor en la apretura de sus cuerpos; la verdad era que cada uno de ellos había querido ser el primero en cruzar el umbral. Ranza, bajo y menudo, el pelo y el corto bigote negros, con sus ojillos de topo brillando de insinceridad y un hocico que se encogía como el de una rata cuando reía royendo desprecio y odio, logró zafarse de los otros dos y alcanzar primero el interior. Asor lo siguió, más alto, incomparablemente más gordo, la avidez convertida en insaciable obesidad, la cobardía hecha fuerza en el holocausto de toda forma de escrúpulo. Finalmente entró Ednok, alto, esbelto, elegante, aparentando distancia e indiferencia. Permanecieron de pie, junto a la puerta, vestidos de negro y de agua.

Leb los contempló desde su silla de trabajo, en silencio, sin invitarles a sentarse o desanimarles a hacerlo. Si no lo habían sospechado antes, en aquel momento los tres nobles supieron que su visita sería inútil; pero Ranza supo también que en cuanto humease en el calor de su discurso, acaso no convenciera al hombre del desierto, pero con toda seguridad se convencería a sí mismo de los argumentos que había venido a exponer y que ahora, en aquella situación, le parecían de pronto tan ridículos como él mismo. Simuló una confianza en sí que no tenía y se sentó en una silla de tijera frente a Leb.

—Los Tauris han traicionado el reino —siseó arrugando el hocico en una mueca extraña que quizás también era risa; lo dijo como confiando un monstruoso secreto.

—¿Por eso, entonces…? —susurró Leb en respuesta, con una expresión magistralmente boba.

—Sí —respondió Ranza definitivo.

Asor y Ednok se animaron entonces a acercarse, tomaron cada uno una silla y se sentaron flanqueando a su portavoz.

—Esto va a cambiar —continuó Ranza sintiéndose ahora más apoyado y cayendo por unos instantes en la ilusión de que su discurso convencería a alguien más aparte de sí mismo—. Es necesario un cambio. Basta de robos, los Tauris nos han vendido. Basta de engaños, los Tauris nos han espiado. Basta de errores, los Tauris nos han debilitado. Basta de trampas, los Tauris nos han hecho creer que Brahmo era el legítimo heredero, ¡ese bastardo! El pueblo nos quiere, nos busca; los jefes militares están todos de nuestra parte; el clero, los escolarcas, nos adulan; el banco nos abre sus puertas… y la reina ha reconocido lo inevitable.

—¿Lo inevitable? —preguntó fláccidamente Leb.

—¡El cambio! —exclamó Ranza concluyente.

—¿Quién será rey, entonces? —repuso el maestro.

—¡¿Rey?! —jipió Ranza y arrugó el hocico en una sonrisa de asco, desprecio y odio, en minuciosa sucesión de todos los matices del espectro—. ¡Se ha acabado la realeza! Habrá un consejo de nobles presidido por un triunvirato de grandes figuras. Mucho más justo. Y más democrático.

—A juzgar por el tamaño de las otras tres figuras, debéis de ser vos entonces el que se queda fuera de la presidencia —hirió Leb con una expresión algo menos boba.

Los tres hombres se miraron sin comprender. Por fin Ranza llegó a un asomo de percepción de lo que había pretendido insinuar aquel bárbaro frente a ellos con semejante sarcasmo estúpido.

—En efecto, Elva, Asor y Ednok serán los triunviros —respondió condescendiente—. Los demás aconsejamos… y acatamos.

—¿Y vos, señor… os sacrificaréis de este modo?

—Sólo me importa el bien de la nación.

—Comprendo. ¿Y el señor de Olpán, ayer mismo proclamado visir del reino?

Ranza arrugó su mueca roedora y acompañó el final de las palabras de Leb con risa atiplada y venenosa. Destilaban sus ojillos vivaces una repugnancia infinita.

—Nuestro ilustre amigo Chur es imprescindible en este momento de transición.

—¿Y que queréis de mí? —preguntó entonces Leb incorporándose, caminando hasta la ventana; mirando la lluvia, mirando el río, observándolos con superior indiferencia.

Ranza se volvió hacia él, una rata, pero también una serpiente. Todo en Ranza era animal, hasta la inteligencia. De intelecto real carecía, pero la voz de sus ambiciones había generado, en el calor de su ansiedad, una habilidad peligrosa, y había mimetizado bien el discurso de la razón.

—Dejad de disimular —exigió—. Sois una autoridad, y además… sois el hermano de Elva. Esta frase le dolió al hombre del desierto como la picadura de un escorpión, pero disimuló su aturdimiento volviéndose de nuevo hacia la ventana, contemplando el Deva gris. Así que era verdad…¡y debía hallar la confirmación a su viejo presentimiento en las palabras de un extraño!

Leb había perdido todo contacto con su familia a los diez años; llegó a Eben en el treinta y, poco después, arribó del desierto en una cuerda de esclavos aquella que, comprada por un noble de la capital, estaba destinada a convertirse en su señora absoluta. Cuando la estrella de Olpán, deslucida desde el final del nuevo imperio, empezó a refulgir, no hubo en la ciudad quien dudase que era Elva la artífice del cambio: aunque poco sagaz para los negocios, la señora de Olpán era una implacable usurera. Fue entonces cuando Leb creyó reconocer, por diversos indicios internos y externos, a la hermana de la que el destino lo había separado cuarenta y cinco años atrás. No había ninguna razón para revelarse a ella o tratar de confirmar sus sospechas: el pasado, aquel pasado odioso y tremendo, estaba muerto para él y nada despertaba en su ser ese absurdo apego a la familia carnal. Pero Abdalsâr… también él era un heraldo del pasado, un heraldo ineludible. Desde que llegara a Eben, hacía de ello pocos meses, Leb sintió sobre su vida el aleteo de la tempestad y, cuando lo reconoció, supo llegada la guerra: su propia guerra contra la garra extendida del pasado negro que no se resigna a perder su presa; esa garra que uno podrá acaso destruir, pero de la que ya no puede seguir huyendo porque ha llegado esa hora de su vida en que la aniquilación de lo pretérito es la puerta del porvenir. Comenzado el juego de su enemigo, Leb no podía cobijar muchas esperanzas de que el pasado que había intentado ocultar a los ojos de sus conciudadanos siguiese siendo, por mucho tiempo, aquella página traviesamente en blanco que cada cual colmaba con las imágenes de un cuento, una leyenda o un mito, según los vuelos de su imaginación. El pasado iría destilando ahora hacia la luz a medida que a su rival le conviniera, y la página se llenaría de noticias interesadas y sombrías: ¿quién sería capaz de ver a través de ellas su oculta verdad, la lucha de un alma a la que Dios le ha dado, en el instante de nacer, heces, tiniebla y cieno por materiales de trabajo? El pasado, sí, no su pasado… Porque él había pagado por su renacer, y a través del dolor había llegado a merecer un nombre redimido, que era a la vez una persona y un destino nuevos.

—Gracias a Dios —repuso Leb al fin, tornando a mirar a sus interlocutores con fría dignidad—, es un hecho muy poco conocido.

—Podría llegar a serlo más, maestro Leb —graznó Asor.

—Podría, cierto… —condescendió el hombre de las arenas—. También por la gracia de Dios.

—¡Basta de juegos, señor de Merkhubâl! —exclamó Ranza inapelable—. ¿Qué sería del prestigio del que gozáis en vuestro círculo, si se supiese cuál es vuestro origen, cuál vuestro parentesco? Sois nuestro aliado natural. Escuchad, hay acreedores de vuestro padre en el desierto que aún buscan a algún descendiente del viejo sheik al que exprimir. Como bien sabéis, los príncipes beduinos no perdonan las deudas ni hasta la décima generación.

—Me parece excelente, señor Ranza —respondió Leb—, pero esos memoriosos individuos sacarán más leche si ordeñan a Elva que a un hombre pobre. Tened esto también en cuenta. Pero… mirad, soy una persona torpe y lenta de reflejos, y todavía no he entendido qué es lo que queréis de mí, con qué me amenazáis o qué me ofrecéis a cambio de mi ayuda. Señor Ednok, vos tenéis fama de ser más claro y directo, y de no perderos en los circunloquios y discursos incendiarios de Ranza. Os lo ruego, ¿podríais explicármelo vos?

Ednok miró a Ranza de reojo y se puso en pie como un muñeco hinchado de pronto por la adulación. Ranza sonrió con aceptación asesina.

—Es sencillo —dijo el hombre con voz grave y distante—. Vos tenéis una indudable influencia sobre muchos de los jóvenes de la capital. Se dice que los más válidos. Como sabéis, los jóvenes son especialmente receptivos a las palabras malintencionadas. Vos…

—¡Oh! Se trata sólo de eso —interrumpió Leb jovial—. Podéis estar tranquilos, señores, puedo aseguraros que la mala intención no forma parte en absoluto de mi vida anímica.

Ednok sonrió complacido. Hizo el gesto de volver a sentarse, pero Ranza y Asor lo contemplaban de tal forma que lo habrían abrasado si sus ojos hubiesen sido soles y rayos sus miradas, de lo que estaban muy, muy lejos.

—Pero entonces —añadió Leb paseando sus ojos de unos a otros como sorprendido—, ¿me ocultáis algo todavía, señor Ednok? Parece que vuestros amigos no acaban de estar satisfechos con nuestro diálogo. ¿Queréis probar vos, señor Asor?

—Hay algo más —urajeó Asor—. Un apoyo decidido. Eso es. Un apoyo decidido nos libraría de muchos problemas, de muchos desórdenes.

Leb contempló a Ranza con una fingida hipérbole del pasmo.

—Así pues, no es cierto que el pueblo os busca, que el reino entero os espera con los brazos abiertos.

Ranza contempló a Asor con la hoz de una sonrisa fulgurando maligna en su rostro ratesco.

—El señor de Asor —repuso— se refiere sin duda a los jóvenes. Ya os ha dicho Ednok que son tumultuosos.

—Si se trata de eso —respondió Leb—, ya os lo he dicho yo también: podéis estar tranquilos. No incitaré a mis jóvenes a ninguna revuelta aventurera, aunque creo sinceramente que exageráis mi influencia y sus capacidades.

Los tres se miraban sin saber cómo continuar. Pero ahora era el momento de atacar para Leb. Había sido fácil dominarlos hasta este momento porque ellos venían con la orden de convertirlo en un aliado, objetivo que sólo su propia estupidez podría haberse representado como posible y con cuyo cumplimiento, ciertamente, no contaba el poder que los usaba como delegados. En una misión semejante en la que no podían hacer uso ni de la humillación ni de una amenaza demasiado descarnada, sus armas de convicción predilectas y con las que sí habían desarrollado una indiscutible habilidad, se sentían titubeantes, perdidos y no era difícil hacerlos trastabillar. Además, el hombre que habían venido a ganar para su causa pertenecía a un tipo humano que no comprendían: para ellos comprender a un hombre significaba conocer sus debilidades y manejarlo a través de ellas, y las debilidades eran siempre las mismas en todos los individuos, aunque variaran los matices y las proporciones en la constitución de las diferencias personales. Para ellos, la individualidad era una configuración particular de las comunes debilidades humanas; eran de los que piensan que el hombre será siempre igual y que al mundo nunca lo cambiará nada. Cuando esas debilidades no eran evidentes en la superficie de una persona, pensaban de inmediato en su hipocresía, en la que eran maestros probados; pero cuando no resultaban capaces de desenmascarar al hipócrita, y con Leb lo habían intentado en diversas ocasiones a lo largo de muchos años, se sentían amenazados en su propia concepción del mundo y de la humanidad. Y esto les enfurecía.

Ahora estaban al borde de la ira y, aunque Leb pensaba que esta podía ser un espectáculo inocuo y hasta entretenido, no quería perder el tiempo: por el contrario, le era imprescindible ganarlo. Conociendo a Elva y a Abdalsâr, y a ambos los conocía bien, sabía que su estrategia seguiría las tres etapas clásicas: seducción, amenaza y aniquilación, haciendo el triunfo de cualquiera de las dos primeras innecesarias las siguientes. Si permitía que aquellos artificieros de la primera alcanzasen el punto de furente ebullición, entrarían espontánea e inevitablemente en la segunda, la de los espumarajos y amenazas, y él vería acortado el tiempo del que disponía para su acción.

Se volvió hacia la ventana, ignorándolos. Había sido un gesto espontáneo, pero vio de pronto una barcaza atracando algo más al Sur del puerto, bajo la intensa lluvia y a pesar de las dificultades en que la ponía la corriente. Soltó una recua de extraños obreros bajo la muralla de la ciudad, más allá de la cual se alzaba la ciudadela.

«Así, que ha empezado también esto» —se dijo.

Pero sería más tarde cuando atendiese a esta cuestión. Ahora proyectó una sensación de incomodidad sobre sus huéspedes con una sugerencia molesta como un tábano: «¡Vámonos!».

No era difícil hacerlo, porque en aquellos hombres lo único verdaderamente individual era la composición de sus elementos y el nombre, todo lo demás pertenecía a las diferentes dimensiones de la materia universal, de la que no eran más que fragmentos heteróclitos precipitados en una carcasa humanoide. Para que una circunferencia reconozca su espacio interior del exterior debe estar cerrada. Ellos no lo estaban y por ello mismo considerarían propia cualquier inducción que les llegase a través del magma invisible de las cosas, ese espacio sutil y esas fuerzas ocultas que vinculan secretamente todo lo existente, y de las que ellos, por supuesto, descreían con toda su insabia y pretenciosa vulnerabilidad.

Como tocados de pronto por una sana intuición, los tres se levantaron y se despidieron con un trío de palabras definitivas:

—¡Nos vamos. Volveremos!

Leb los vio marchar desde su ventana, cruzando de nuevo el barrio de pescadores hacia el puerto, bajo el temporal. En el muelle les esperaba su barco zozobrante y en la otra orilla aguardaban sus informes. Mirándolos, a Leb no le cupo ninguna duda de que el mundo estaría un día gobernado por semejantes figuras. Con alguno de sus arcanos propósitos, la Naturaleza estaba trabajando en serio, ardua y minuciosamente, en estos tipos humanos; un día pondría en sus manos el gobierno de las naciones, heraldos de la decrepitud, portadores de la mediocridad y demiurgos del absurdo. Con ellos la humanidad descendería hasta sus escalones más bajos, más bajos aun y más míseros que con Sarkón el Abominable. Y con ello le llegaría también la oportunidad, minúscula y casi invisible entonces, de transformarse desde su propio pedestal de divinidad de barro, de conjurar las peores posibilidades de su destino y vencerlas… o fracasar para siempre y de modo insalvable. Todo ello arribaría, y lo que hasta ahora había sido un mero indicio en cada época daría color a toda una era.

Lejos de desanimarlo, este presentimiento le resultaba estimulante: había que preparar al hombre (a unos pocos hombres) para descender a los abismos sabiendo cómo retornar a la luz del día.