XIII
Aquella tarde, la segunda lejos de Astryantar, fue sin duda la peor desde el comienzo de la enfermedad de Usha. Por la mañana había corrido por el bosque, ligera como si pequeñas alas talares la hiciesen deslizarse por las venas radiantes de los brazos del sol. Un éxtasis de divina energía había sido su esfuerzo, una comunión con los poderes elementales del bosque y con las luces superbas del cielo… ¿Debía pagarlo ahora con dolor?
Se encontraba bien al mediodía, mejor que nunca desde que empezara el proceso mórbido. Por primera vez desde entonces, el cuerpo le pedía verdaderamente alimento con su lenguaje primordial de sensaciones internas y nebulosas sugerencias, que desoye el hombre hasta que no rasga el tapiz de sus deseos. Usha comió tres galletas de pan de viaje, uvas pasas y queso de Dyesäar, y se preparó un caldo de hierbas en un improvisado fuego. Mientras consumía el alimento, su mente y su corazón habitaban en el recuerdo de la mañana. Había experimentado la salud de un cuerpo resistente, inagotable, invulnerable al dolor. Pero había vivido algo más: la cercanía de Pradib, la transparencia del espacio físico.
Cuando acabó de comer se sentía curada. Su cuerpo percibía esa grata expansión de sí que acompaña a la asimilación del esfuerzo y alimento en el reposo. Mirase adonde mirase en su consciencia corporal, no había rastro de debilidad alguna ni de ninguno de los síntomas asociados a su enfermedad. Usha quería creer que era así. Quería creer que había sido tan fácil ganar la batalla, que el mal sueño había acabado y que ahora retornaría a Pradib, crecida por la conquista. Se tumbó en la hierba mirando la cúpula del cielo, llena de gratitud por aquel instante, y permitió que su ser se deslizara hacia un sueño que coronase aquella consciencia de reposo. La imagen de un pájaro le cerró los ojos. En el pozo de sus ensueños, el ave se transformó en un gran cuervo que volando la llevaba sobre un mar de niebla hacia un horizonte denso y negro. No recordaría nada más de las horas que pasó dormida, salvo que unos seres semejantes a minotauros la estaban empalando en una lanza de ardiente acero antes de despertar. Usha renació con un aullido. Fuego y hierro le atravesaban las entrañas; náuseas le estrangulaban la garganta, tan intensas como si quisiese vomitar la Tierra. La realidad toda se había hecho pura repugnancia. Como si nadase en un océano de excrementos, para no ensuciar la tierra en la que había dado gracias al cielo, Usha trastabilló hasta el pie de un árbol y apoyada en su tronco arrojó sangre, flema y alimento retorciéndose con arcadas monstruosas. Jadeó y gimió, con ojos húmedos de rabia líquida.
No le quedaron fuerzas más que para yacer, y pronto perdió la noción de dónde. Osciló de la vigilia a la duermevela y de esta a la pesadilla en el carro de fuego de su fiebre fiera. El dolor era un torrente brutal en el centro de su cuerpo derrubiando las orillas aún inmunes de su carne. El tiempo fue un aluvión de incoherencias y su memoria dejó de ordenarlo en secuencias comprensibles. Frío y calor volaron sobre ella como vientos y picotearon sus entrañas como aves carroñeras. Dos veces más logró incorporarse para arrojar su flema y la tercera creyó morir en las arcadas punzantes de una náusea vacía de todo, hasta de sangre.
Cayó la noche. Una noche. Usha no sabía si habían pasado minutos o milenios de dolor. Ante ella vio una figura obscura llamarla, un ser atroz… pero un ser amable. Usha sabía que aquella forma corporizando el Vacío no venía a imponerle nada, sino sólo en busca de su consentimiento. Sus gestos eran suaves, convincentes, y Usha la obedeció. Se levantó con facilidad y se sintió bien fuera de su cuerpo sufriente. Miró al suelo donde yacía y vio una gavilla de dolor casi consumida por el fuego de la fiebre. Caminó hasta la forma. Un largo capuz negro vestía a la Nada y el rostro era el del cuervo de su sueño. Sonrió terriblemente, pero Usha no vio más que la promesa de la paz en la mueca aniquiladora. La forma quería mostrarle algo: cuando Usha miró, se creó la imagen. Era un sarcófago, acogedor como el hogar. La forma lo abrió y Usha vio dentro una forma durmiente, su forma, su forma era la muerte, de pie junto a ella y al mismo tiempo yaciente… tan deseable. Usha puso un pie dentro de la caja y se dispuso a dejarse caer… Un abismo sin fin, sin fondo, sin límite, hecho de la misma alma y substancia del caer… y del no ser.
De pronto, un resplandor diamante rompió la escena y un imperativo tronó sin voz en alguna parte: «¡Lucha!».
Usha se precipitó a su cuerpo, un trigal de lanzas erectas, y durante un tiempo incalculable la imagen de unas garras ígneas y de unos ojos azules lucharon por su consciencia. Fundidas por último, las garras se convirtieron en un águila dorada a través del azul celeste de los ojos que la miraban. Y la visión era una fuente de sobrehumano sosiego. Contemplada por aquellos ojos y contemplándolos, Usha durmió por fin en un horizonte de bienaventuranza. Y, cuando la mañana la despertó, comprendió que el olvido había trabajado rápido y bien durante sus horas de ausencia, dando un pátina a sus experiencias pasadas para mitigar el miedo a recaer en ellas. Débilmente, volvía a sentirse capaz de combatir.
Permaneció durante mucho rato echada, alimentando con el recuerdo de los ojos azules y el resplandor diamante su espíritu luchador. Era fácil, pensó, creer en sí misma y en su propia capacidad y voluntad batalladoras ahora que no arreciaba el dolor. Y este pensamiento cayó sobre ella como una losa. Pero de repente fulguró sobre él una intuición, el cometa de una verdad, tan fugaz, que Usha apenas tuvo tiempo de agarrarlo por la cola. Y, cuando lo hubo logrado, trató con desespero de darle un cuerpo pensable. La intuición dejó por fin de ser para Usha inaprensible luz cegadora y se encarnó en diáfano noema, en íntima vivencia. Comprendió entonces que el pensamiento que pesaba sobre ella como una losa no era un hijo de su mente, ni siquiera un residuo o una escoria de su mente, era la voz de la misma enfermedad.
De momento no supo qué hacer con esta revelación, pero no dejó de percibir que liberó una potente dosis de energía. Antes de que pudiese decidirlo siquiera, estaba de pie, lavándose en la fuente el rostro y limpiándose las manchas de sangre seca. Liberó, esta era la palabra cierta, pensaba Usha mientras gozaba del agua, porque la energía estaba en ella, viva en alguna parte de su consciencia física.
La temperatura había bajado y el agua le helaba las manos, las mejillas. Se desnudó y por tercera vez en aquellos días volvió a meterse en el remanso gélido de la corriente. Expulsó de su cuerpo al ingrato huésped del frío y este permaneció a las puertas de su casa carnal, como un mendigo. Pero en este acto de maestría y autodominio, cristalizaron las consecuencias de su descubrimiento y ante Usha la enfermedad se mostró de pronto con un rostro muy distinto. ¿Qué era la enfermedad, al fin y al cabo?
«Dyesäar es el reino de la sabiduría, pero los médicos siguen siendo médicos» —volvieron a ella las palabras de la Madre.
¿Qué era la enfermedad?, se repetía viendo ahora con suprema claridad que su derrota se debía a un error de comprensión. ¿Era realmente un proceso degenerativo de su cuerpo, de sus órganos, una impredecible disfunción con efectos deletéreos? No, todo esto eran consecuencias secundarias de algo más sutil, más elemental. ¿Era un castigo de Dios o de los dioses, como sugerían los sacerdotes? No, esta idea era sólo fuente de tremendas consecuencias prácticas. No. Lo que estaba viendo ahora era que la enfermedad es un estado de ser, una forma y vibración de consciencia que intentaba imbricarse en la urdimbre de su propia consciencia corporal. Estas palabras, con las que trató de formular sus nuevos pensamientos, no le habrían dicho nada días atrás; por lo menos, nada distinto de lo que ya afirmaban los médicos que la atendían. Pero ahora Usha vivía las cosas desde una dimensión a la vez superior y más interna, y en ella todo esto cobraba un luminoso sentido. Además, percibía la enfermedad como un enemigo hábil y despierto, experto como las termitas en minar silenciosa y subrepticiamente los cimientos de su ser. Minaba primero su mente con sugerencias a veces cariciosas, a veces definitivas, tan convincentes como toda la experiencia pasada humana y como las leyes físicas aceptadas por todos: la enfermedad era sabia como un médico y hablaba con su misma voz. Minaba después su vitalidad, cuando había encontrado un aliado fiel en la mente sumisa, y sólo en última instancia se deslizaba en la consciencia corporal imbricando su desdicha en el estado natural de la materia física.
La enfermedad es la forma física de la mentira.
Esta frase resplandeció como una nova en el horizonte de su pensar y Usha permaneció muy quieta observándola, gozando la explosión reveladora de aquel sol lejano.
«Pero… ¿por qué acepta el cuerpo la mentira?» —se preguntó entonces.
Y comprendió que esta era la última llave de la revelación. El enigma se alzó ante ella como un inmenso portal de bronce, colosal y cerrado.
Usha salió por fin del agua, insensible a la baja temperatura de la mañana y arrebujada en un sari de niebla. Le era fácil entender ahora por qué el frío y el esfuerzo, insospechadamente, tenían efectos tan salutíferos sobre su carne condenada: con ellos, o mejor contra ellos, en el acto mismo de superarlos, de rechazar el límite que suponían para el cuerpo, la consciencia física se expandía y recobraba su estado natural. También esta era sed de infinito, voluntad de trascender todo límite impuesto… y para ella, al igual que la enfermedad, también el cansancio, el frío, el dolor, constituían otras tantas formas de la mentira.
«Pero… ¿por qué acepta el cuerpo la mentira?» —volvió a Usha la pregunta.
Pero ya la niebla desaparecía y se sintió desnuda bajo el cataclismo de luz emergente. Miró su cuerpo. Le pareció delgado pero bello. Ajeno, e increíblemente bello; una manifestación de algo que la trascendía, un vehículo del Infinito.
Fuesen los que fuesen sus dolores, se dijo, valía la pena luchar por su inmortalidad.