XII
Naor no estaba lejos de las tierras de Thúbal, apenas veinticinco millas más al Norte en línea recta, pero el grupo encabezado por Elthen tardó cerca de tres horas en llegar. Temiendo una emboscada de los Olpán o de secuaces de su partido, evitaron los caminos principales y se hicieron acompañar por media docena de hombres armados de la mesnada familiar. El cielo estaba despejado y la noche era inmensa en el espacio, un palio de azul profundo y cintilante en el que los tres pétalos perdidos por la luna desde su plenitud se hubiesen transformado en una vaporización de plata anacarando las alturas. Los once jinetes no hablaron durante todo el camino y sus caballos fueron sombras galopantes en el silencio de las sombras. De cuando en cuando, el ladrido de un perro en la distancia contestado por ávidos aullidos lejanos, o el ruido de los cascos presurosos multiplicado en el eco de las sendas solitarias. Y finalmente Naor, como una floración de resplandores a pocos estadios del anhelo de los corceles; hogueras y antorchas iluminando descampados y calles, y la luz de las casas y las tabernas, del templo, de la fortaleza altiva sobre una mota de difícil asedio presidiendo la región.
Sólo entonces halló Elthen tiempo para explicaciones. Alzó la mano para detener la carrera del grupo y los jinetes pusieron sus monturas resollantes al paso. Atentos, avanzaron hacia la ciudad con una mano en las riendas y la otra preparada para el acero.
—Ponte a mi lado, Vrik —susurró Elthen.
Y cuando Salman marchó junto a su caballo, los primeros de una hilera en que los viajeros marchaban de dos en dos, continuó:
—Según uno de mis hombres, el jefe de nuestro linaje podría haber sido asesinado.
—¿El jefe de vuestro linaje? —se extrañó Vrik—. Pensaba que tú eras el mayor de los Thúbal.
—Soy el mayor de los hermanos —respondió Elthen—. Mi padre ya no existe y tampoco el padre de mi padre. Pero sí vive, o vivía al menos hasta hace muy poco, el hermano mayor de mi abuelo. Un hombre de más de ochenta años al que difícilmente habrías llegado a atribuir cincuenta, un gran guerrero aún en plenitud de sus fuerzas y de su maestría. Dejó muy joven la morada familiar para vivir a los pies del Rey. En la última década del reinado del Don entró en la institución de los Pares. Ban le dio entonces el nombre de Lib-Yummum, Corazón del Mar, y a su partida lo nombró, junto con su inseparable camarada Belias, Guardián de las Llaves de la Torre del Rey. ¿Has oído hablar de los Guardianes de las Llaves, Vrik?
—¿No pertenecen a las Órdenes de los Anillos?
—En efecto, y su labor es secreta para todos excepto para unos pocos —confirmó Elthen.
—Pero un miembro de las Órdenes, una de las grandes jerarquías como sin duda lo sería tu tío abuelo, ¿puede caer en una sencilla emboscada, a manos de ladrones o de asesinos? —se asombró Vrik.
—Vrik, yo sé muy poco de las andanzas de los caballeros de las Órdenes. Lib-Yummum nos visitaba en nuestras tierras una o dos veces al año, es verdad, pero lo hacía como miembro de nuestra familia y lleno de una simpatía hacia nosotros, a quienes conocía en realidad muy poco, que nunca le agradeceré lo bastante. Pocas veces dejó entrever algo de su vida en las Órdenes. Sin embargo, Vrik, mi respuesta a tu pregunta es no: los Guardianes de las Llaves no habrían caído nunca a manos de simples salteadores o de enemigos comunes. Si lo que dicen mis hombres es cierto…
Dejó la frase inacabada, dolorida en su abrupta mutilación, y se hizo el silencio entre ellos mientras la ciudad crecía a sus ojos.
—Sí, ya sé lo que piensas —añadió Elthen al cabo de un instante—: Que esta historia puede retrasar tu encuentro con el príncipe. Pero acaso este enigma y la misión que te has impuesto no sean cosas tan diferentes como parecen.
—Puede que tengas razón —repuso Vrik—. En cualquier caso, yo partiré cuanto antes hacia Koria.
—Sí.
Había gente en las calles de Naor y una nube de inquietud agotaba la noche.
Contemplaron a los jinetes con susto y preocupación, algunos con no disimulado espanto, y se apartaron rápidamente de ellos. Sólo un hombre menudo, apenas una sombra bajo los soportales o tras las columnatas, contra los paramentos de las casas o deslizándose sobre las pilastras, los siguió a lo largo de la Avenida Principal.
Naor no era una ciudad amurallada. Había crecido a los pies de la fortaleza en una época en que las tribus beduinas ya no eran la amenaza real de otro tiempo. Se sentía segura como ancila del enclave militar, y sus relaciones con el desierto eran corteses y provechosas. Su arquitectura era bella y su población heteróclita. Varios príncipes caravaneros originarios de las arenas vivían aquí, en propiedades grandes, de un gusto exquisito en su austeridad. La vegetación era mucho menos fértil que la de las tierras de Thúbal, pero no faltaban huertas y viñas y palmeras cargadas de racimos de oro. Y el agua del Deva llegaba a la ciudad por canales orillados de chopos, que botes pequeños podían navegar. El aire era fresco en Invierno, menos cuando soplaba el Rakta, el viento tórrido del Sureste que llamaban el Rojo y que lanzaba en ocasiones intempestivos y misteriosos Veranos sobre todo el Cinturón Fértil. Y es que para toda esta franja de vida robada mucho tiempo atrás al vasto desierto oriental, era como si el Hacedor no se hubiese decidido aún por un clima definitivo, y dejase a las estaciones y paisajes competir por el dominio, tal como el hombre disputaba la existencia a las estériles arenas.
Cuando los jinetes doblaron la Avenida Principal para tomar la Avenida de la Cuesta, que llevaba directamente a las puertas de la fortaleza en el extremo Este de la ciudad, la sombra que seguía al grupo, desde hacía rato vigilada por Elthen de soslayo, dejó su escondrijo y, arrojándose de pronto a los pies de Vrik, tomó en las suyas las manos del muchacho.
—Señor —dijo—, ¿sabéis quién soy?
Los caballeros se detuvieron rápidamente formando un círculo a su alrededor.
—¡Por los cielos, Ébenim! —respondió Vrik.
—Os reconocí en cuanto entrasteis en Naor —murmuró el hombre apresuradamente sin dar tiempo a Vrik a decir nada más—. Si seguís hacia la fortaleza, vais directos a la boca del lobo. Todos vosotros —añadió mirando en derredor—. Venid a mi casa. Estaréis seguros allí. No atacarán el banco. Por lo menos no todavía…
—Escuchad, buen hombre —interrumpió Elthen—, tengo noticias de que…
—Sí, sí, sí —cortó Ébenim—. Es cierto. Los han encontrado. Cinco hombres muertos. En el interior del desierto. Seguramente habría más, pero las arenas los sepultaron para siempre. Dicen que eran gente de las Órdenes.
—Entonces… —repuso Elthen.
—¡No, no, señor de Thúbal! No a menos que queráis poner en peligro a todos vuestros hombres y a vos mismo —volvió a interrumpir Ébenim—. Os lo repito, venid a casa. Ha habido cambios en la ciudad. Cambios que no nos benefician en absoluto.
Elthen dudó un instante.
—De acuerdo —dijo al fin—. Guiadnos.
—Sube —animó Vrik al hombre tendiéndole un brazo y ayudándole a montar en la grupa de Salman.
La sede del banco de Belinor y al mismo tiempo morada de Ébenim el-Naorí no estaba lejos de donde este había interceptado a los jinetes. Era una de las primeras y hermosas construcciones que inauguraban la Avenida Principal entrando en la ciudad desde el Sur. Un gran portal, que durante el día permanecía siempre abierto y por la noche vigilado por guardias del banco, daba paso a un patio de naranjos y de fuentes. Una arcada de rosas rojas conducía al edificio central, donde se atendía al público en una vasta sala decorada de arabescos. El trato era siempre gentil y nunca apresurado, y el té con albahaca y miel endulzaba, alargaba y amistaba los negocios. Otra arcada, esta de rosas blancas, conducía a uno de los edificios laterales donde vivía Ébenim con sus dos mujeres, su docena de hijos y tres fámulos. Detrás, había aún cuadras y oficinas menores, y almacenes y cámaras ocultas para el grano y para el oro, y habitáculos para los guardias y una piscina; y pasillos de flores comunicaban todas las dependencias.
Un hombre armado vestido con túnica, botas y turbante blancos abrió el portal. Los jinetes dejaron los caballos en el patio y uno de los criados se hizo inmediatamente cargo de ellos. En silencio y expectantes ante las noticias de Ébenim, penetraron en su morada. Este los condujo hasta una cámara que comunicaba a su derecha con un patio interior y a su izquierda con el jardín de naranjos. Había pocos muebles allí, la mayoría austeros, pero otros ancianos y exquisitos. Rodeando una mesa baja había esparcidos algunos cojines bordados con hilos de oro. Un candil ardía sobre ella, el resto eran sombras. Un hombre se sentaba de espaldas a la puerta por la que el grupo accedió a la sala. Sorbía ruidosamente un té. Los había oído entrar, pero no se volvió.
—Os presento —dijo Ébenim señalando con su mano al personaje en sombras— a Ulán Draj el Kavi. Hasta esta misma mañana, comandante de las tropas reales de la fortaleza de Naor; ahora, fugitivo.
Sólo entonces el hombre se tornó hacia ellos. Un corte reciente y profundo descendía desde su sien izquierda hasta la comisura de su boca arañando el ojo. El brazo izquierdo estaba vendado, rojo, inmóvil. En la mano derecha le temblaba la taza de té. Sin embargo, su mirada era diáfana, noble, y una hermosa melena negra le caía hasta los hombros. Cubría su rostro una barba incipiente y vestía ropas blancas, iguales a las del vigilante del portal.
—Disculpad que no me levante, señores —dijo con una voz herida y amable.
—Ulán —explicó el banquero—, este es Vrik de Belinor, estos son los señores de Thúbal. Al resto de sus acompañantes no los conozco, pero supongo que serán hombres del señor Elthen.
—Así es —confirmó Elthen, y enseguida, dirigiéndose a ellos—: Dejadnos ahora, por favor. El señor Ébenim os dirá dónde podéis reponer vuestras fuerzas y descansar.
Al poco rato se hallaron sentados en torno a la mesa los Thúbal, Vrik, Ulán Draj y Ébenim compartiendo un té y unos dulces de miel, muy al gusto de los beduinos. Aun en el silencio que precedía a las palabras, daba la sensación de que todo estuviese dicho ya. La atmósfera emotiva que se formó en la confluencia de los siete hombres era densa, ominosa, inquietante. Vrik y Elthen cambiaron una fugaz mirada de comprensión: Ébenim podría revelarles todavía los detalles y el alcance de la situación, pero lo esencial quedaba expuesto por la mera presencia en la reunión del comandante Ulán… y en aquel estado. Por ello, respetaron con paciencia la parsimonia de su anfitrión, que dejó crecer el silencio antes de rendirles las noticias prometidas. Al fin y al cabo era un hombre de las arenas, y debían agradecer que les ahorrase el laberinto de circunloquios con que aquellos acostumbraban a confundir a sus interlocutores antes de aproximarse al núcleo de la conversación y, muchas veces, sin llegar a él jamás en una forma reconocible. Como buen banquero, Ébenim era muy directo. Podía llegar a hablar mucho, y de hecho lo hacía a menudo, pero siempre sobre lo esencial. Cuando no, callaba. Si percibía en el aire que, por alguna razón misteriosa, no era el momento de decir lo que debía decirse, prefería esperar en un silencio de esfinge la ocasión. Magistralmente, Ébenim sabía acechar desde la calma y la indiferencia. Pero no era acecho lo que ahora le callaba.
—Ulán, por favor —dijo al fin—, ¿explicarás a nuestros invitados…?
—¿Los detalles de lo que ya sospechan? —repuso este—. De acuerdo. He servido al rey Vântar en esta fortaleza durante quince años y le he servido bien. Desde hace siete soy su comandante y tengo, o tenía, mejor dicho, una fuerza permanente de cuatrocientos hombres. Me gané su respeto, o al menos el de la mayoría. No había ninguna razón para esto.
Ulán acompañó sus últimas palabras con una mirada a su propio cuerpo. Bebió té con la taza temblándole nuevamente en la derecha. Vuelto hacia Elthen, a su diestra, el candil le iluminaba el perfil herido de su rostro, el largo surco cárdeno. Hablaba con orgullo militar, frases precisas y cortas. Dominaba el ordumia, pero no podía evitar un fuerte acento occidental. Era sin duda de origen montañés, hijo de alguno de los bárbaros que dejaron sus tribus durante las guerras ebénidas, fascinados por el reino al que atacaban, para incorporarse incondicionales a su defensa. Muchos de esos montañeses acabaron dando la vida por Eben y el rey Vântar. Otros se convirtieron con el tiempo en los mejores de sus oficiales y, aunque nunca se les concedió el mando de las tropas capitalinas ni puestos en la guardia real, llegaron a gobernar en las fronteras. La segunda generación no desmereció de la de sus padres.
—Hoy llegó la orden de mi destitución —prosiguió Ulán—, firmada por Chur, visir de los Tauris.
—¡¿Chur?! —interrumpió Elthen—. ¡¿Chur de Olpán, el marido de Elva?! ¡¿Ese barrigón decrépito y manipulador, visir de los Tauris, visir de nada?! ¡Esa marioneta!
—Señor de Thúbal —dijo Ulán con gravedad, molesto por la interrupción—, en la fortaleza de Naor no estamos al tanto de las disputas entre ustedes los nobles, pero…
—Mi nombre es Elthen, Ulán, puedes olvidarte de la cortesía conmigo. Y te equivocas, ¡por el cielo que te equivocas!, si crees que todo lo que pasa aquí es una idiota disputa entre linajes.
—Los linajes disputan —exclamó Ulán dando un golpe en la mesa con su derecha—. ¡Por el cielo que disputan! Siempre lo han hecho. Y sólo una cosa les interesa, señor de Thúbal: su propia posición en el reino.
Mientras la conversación subía de tono, Vrik y Ébenim permanecieron tranquilos, cada uno a su manera. Vrik pasivamente, limitándose a la condición de mero observador y estudiante; Ébenim de forma secretamente activa, como un químico o un alquimista que hubiese mezclado dos substancias contrarias con la mirada puesta en un objetivo oculto, quizás incluso impredecible, incalculable para el propio experimentador. Bâldor, Álmor y Mírthen, no obstante, más pasionales, rozaban sin pensarlo con sus dedos las empuñaduras de sus armas. Pero Elthen contempló con la profundidad intuitiva de sus ojos las honduras de los ojos de Ulán y vio sólo recia nobleza cubriendo un fondo de nobleza inmensa.
—Los linajes disputan, Ulán —dijo ahora suave—. A veces son todos ellos instrumentos de la misma asquerosa fuerza y el reino se parte en añicos de egoísmos. Es verdad. Pero a veces también, ideales que pueden transformar el reino buscan sus instrumentos entre las fuerzas vivas de la nación y hallan sus heraldos en individuos, grupos, clanes o… linajes. El enigma que esencia este mundo, Ulán, quiere que esos poderes transformadores abran su camino contra todo aquello que los contradice. ¿No has oído decir que la guerra es el padre de todas las cosas? Pon un hombre hoy con la espada en alto al servicio de un ideal: mañana tendrás otro frente a él dispuesto a luchar por lo contrario. No es que los dioses se burlen de nuestras aspiraciones. Es que el primero no acaba de conocer y poseer el ideal al que sirve hasta que no ha aprendido a vencer y a transformar aquello que, aparentemente, lo niega.
Ulán calló, el cuerpo temblándole.
Vrik descubrió en el Thúbal un nuevo Elthen, y mirándole ahora a los ojos le pareció que una fuerza ajena a él, una presencia superior había hablado a través de su boca. Recordó a su maestro.
—Puesto que ese ideal ha hablado con tu voz —dijo el comandante con los ojos bajos—, te creo, Elthen.
—Señor de Thúbal —comenzó Ébenim como si la situación hubiese alcanzado el punto exacto que él quería—, ayer al mediodía una patrulla de inspección de la fortaleza trajo del desierto los cadáveres de cinco hombres. Ulán decidió investigar el caso. La respuesta de la capital fue inmediata: cese del comandante por traición al reino.
—Un hombre —dijo ahora Ulán—, un hombre que merecía toda mi confianza, un buen soldado, mi lugarteniente, partió para Eben sin solicitarme licencia siquiera en cuanto supo que yo quería llegar al fondo de estas muertes. Es el nuevo comandante de Naor. Apenas pude huir de su odio cuando arribó con la orden de mi cese y un escuadrón de soldados recién reclutados.
—¿Y el resto de tus hombres? —preguntó Mírthen.
—No tenía opción —respondió Ulán—. Yo no tenía opción. No podía arrastrarlos a un acto de rebeldía contra el reino.
—No es el reino el que te ha condenado, Ulán —dijo Bâldor.
—Empiezo a entenderlo —repuso el comandante.
—Así es como harán caer una a una las fortalezas —intervino Elthen—. Deberíamos poner en guardia de inmediato al comandante de Assur.
—Assur ha caído ya en manos de nuestros enemigos —se dejó oír Ébenim—. Señores, he dicho nuestros enemigos porque, aunque quizás cada uno por una razón distinta, todos somos oponentes de la fuerza que está tejiendo una tela de araña sobre el reino. He tratado de explicárselo a Ulán durante el día de hoy pero, herido en su cuerpo y en su alma, no me ha prestado oídos hasta ahora. Parece que desde las sabias palabras del señor de Thúbal nuestro comandante es más receptivo. Pensad que por el mero hecho de estar aquí, ahora, hablando de estas cosas, los siete somos conspiradores y podríamos ser detenidos y condenados por traición.
—Y si Assur está en sus manos… —comentó Bâldor.
—Todo el Cinturón Fértil está ya a su merced —concluyó Vrik.
—Cierto —confirmó Ébenim—. Y, si dependiera de los Olpán, de los Ranza, los Asor o los Ednok, ya se habría dado la orden de arrasar a sangre y fuego las tierras de todos aquellos que no se les sometan. Pero tenemos la suerte, y al mismo tiempo la desgracia, de que hay entre ellos al menos una inteligencia… y, por cierto, nada despreciable: Abdalsâr. Las cosas se harán a su ritmo porque es él quien gobierna a los nobles, y a sus propios fines les sirve mejor una apariencia de legitimidad. Abdalsâr es un depredador, pero no como pueda serlo Elva. Elva ansía pequeñeces y lo que la hace peligrosa es la violencia y la premura de su ansiedad, no sus objetivos, que en última instancia son ridículos. Abdalsâr ambiciona el mundo y sabe que para ello quizás deba esperar eones.
Había algo notable en aquel Ébenim. Vrik lo conocía poco en realidad; lo habría visto un par de veces en los últimos cuatro años. Tras la apariencia de negociante, y a diferencia de su propio padre, había en Ébenim una inteligencia capaz de abarcar situaciones globales y alcanzar las causas lejanas de las cosas. Como el sabio, Ébenim pensaba con totalidades y no le engañaban los fragmentos de la realidad, como le ocurre a la mentalidad común del comerciante. Pero, además, Ébenim sabía cosas que ellos ignoraban…
—Ningún hombre puede esperar eones, Ébenim —contradijo Mírthen.
—¿Ningún hombre? —respondió el banquero—. Quizás tengáis razón, señor… ¿Mírthen? El joven Thúbal asintió.
—Mírthen entonces —continuó Ébenim—. Pero señor, hay muchas cosas bajo la apariencia de hombre. Hay sueños, hay espectros, hay dioses, hay animales y titanes y diablos en forma de hombres… Sí, también hay hombres con figura de hombre. Los sueños, los espectros, los titanes y diablos no mueren al modo humano. Los primeros y los segundos son poco nocivos y acaban por cansarse de sus formas, pero los titanes y demonios…
—¡Ébenim, por favor! —exclamó Bâldor—. ¿Estáis diciendo que Abdalsâr…?
—Diles lo que viste —pidió Ébenim volviéndose hacia Ulán.
—Los cadáveres que trajo la patrulla eran de un hombre maduro y cuatro jóvenes —narró el comandante—. Los habían despojado de todo. Vestían sólo su piel y la malla de heridas de flecha que los había matado. El hombre tenía el rostro desfigurado. Lo habían aplastado con una roca. Según mis soldados, no había nada alrededor que pudiese dar el más leve indicio de quiénes eran… salvo esto.
Ulán sacó del bolsillo un objeto y lo mostró. Era una funda de oro con piedras azules, zafiros y aguamarinas, no muy grande, como la vaina de una daga pero de facetas rectangulares.
—Salvo esto… —añadió Ulán— para quien lo entienda.
—¿Lo reconocéis, señor Elthen? —preguntó Ébenim.
—Por supuesto —respondió Elthen sombrío—. Es la funda de la Llave Azul de la Torre del Rey, la que custodiaba el Guardián de la Derecha, mi tío abuelo Lib-Yummum.
—¿Qué tiene esto que ver con Abdalsâr? —saltó Mírthen.
—¿Qué tiene esto que ver con espectros y titanes? —exclamó Bâldor al mismo tiempo.
—¡Esperad! —interrumpió Elthen—. ¿Cómo sabíais que yo reconocería esta funda, Ébenim? Muy pocas personas ajenas a nuestra familia saben que Lib-Yummum era por derecho propio el jefe de nuestro linaje.
—Varias preguntas distintas, pero un solo eje de respuestas —dijo Ébenim—. ¿Creéis, señor Bâldor, que los hombres comunes estarían interesados en la Llave Derecha de la Torre del Rey?
—No —respondió Bâldor.
—En efecto —acompañó Ébenim—, la mayoría no saben ni que existe. Sólo hay una fuerza en el mundo interesada en la posesión de esas llaves, aparte de la que representaban los propios Guardianes.
—¿Los Electos Negros? —inquirió Vrik, y comprendió de pronto que la intuición que le alcanzara en la mansión de Elva había sido veraz, tremendamente veraz, y que por sí sola justificaba que Leb le hubiese enviado allí.
—Exacto —contestó el banquero—. Y ahora os pregunto, señor Mírthen, si esos… Electos Negros (llamémoslos pues así por el momento) creyesen que ha llegado la hora de poseer y de usar las Llaves, ¿qué es lo primero que harían?
—Asegurarse la ciudad donde se supone que está la Torre del Rey, por supuesto —repuso Mírthen.
—Sí —confirmó Ébenim—. Y para ello necesitarían uno de sus agentes al frente de la conspiración. En cuanto a vos, Elthen, os diré que tenéis mucha razón en lo que afirmáis. Aparte de los miembros de vuestra familia, ¿quién sabía que Lib-Yummum, Guardián de la Llave Derecha de la Torre del Rey, era un Thúbal? ¿Quién… además de la propia familia espiritual de Lib-Yummum?
—Las Órdenes, sí, pero… —empezó a responder Elthen y de pronto comprendió—. ¡Vos! Ébenim lo contemplaba en silencio y con mirada aguda. Durante unos instantes nadie habló. Todos observaban sorprendidos al banquero; todos menos Ulán, que se había sumergido en la niebla de su propio abatimiento. Todos intentaban discernir la mentira, la jactancia o la traición detrás de las palabras del hombre menudo que apenas dos horas antes los había asaltado en la calle con la apariencia de una mujer asustada.
—No, no mentís —dijo por fin Elthen después de estudiarlo profundamente—, no mentís, pero…
—No os extrañéis, señores de Thúbal, mi señor Vrik —repuso Ébenim—. Las Órdenes necesitan en este momento muchos tipos de agentes. Yo no soy un caballero andante ni un héroe del Viejo Imperio, pero sé de qué lado está mi corazón. Esta es toda mi virtud.
—Algo muy poco común en estos tiempos, señor Ébenim —dijo Álmor abandonando de pronto su impávido silencio; su voz sonó con amable e inteligente suavidad—. Creo comprender que esta reunión es menos azarosa de lo que podría parecer en un principio. Diría que, en cierto modo, nos habéis convocado.
Ébenim sonrió.
—En parte tenéis razón, mi señor Álmor. Lo que os ha traído a cada uno de vosotros hasta aquí ha sido el curso de los acontecimientos, pero… puede decirse que, pasivamente, yo os he llamado. Y también es verdad que he ayudado la pasividad de mi llamada interior con algún que otro empujón externo. Si no fuese así, no os habrían llegado todavía las noticias de la muerte de Lib-Yummum. Mi función era ahora reunir… lo que el señor Elthen ha llamado antes las fuerzas vivas del reino que puedan convertirse en instrumentos de ese… ideal transformador.
—¿Tienen estas fuerzas —inquirió Álmor— alguna oportunidad contra la marea creciente de lo que estáis describiendo?
—Un momento —interrumpió Ulán emergiendo de sí mismo—. ¿Llaves, guardianes, torres, electos…? No entiendo ni palabra de lo que se está hablando aquí. Soy un bárbaro, si queréis, un montañés, ¡y por los dioses de mi clan que me siento bien orgulloso de mi origen! Pero ¿qué tiene todo esto que ver con la destrucción del reino? Y una pregunta más: ¿hay aquí alguien que sepa qué diablos está haciendo el príncipe y dónde está?
Si había alguien capaz de responder a todas estas preguntas sin narrar la historia del mundo desde el principio, ese era Ébenim y todas las miradas se dirigieron hacia él de forma espontánea.
—Para ti, Ulán —comenzó Ébenim—, estas cosas son desconocidas, inexistentes. Para la mayoría de los hombres vivos ya no son más que una leyenda, aunque en verdad ha pasado muy poco tiempo desde la época en que eran una realidad cotidiana. Incluso estoy seguro de que nuestros amigos —dijo mirando a los Thúbal y a Vrik— no conocen todos los detalles de la tradición. Pero debo resumir la historia al máximo; primero, porque el tiempo apremia; segundo, para hacértela comprensible. Cuando el Rey Ban dejó Eben, días antes de la desintegración del Viejo Imperio, confió la custodia de las Llaves de la cripta del Ziggurat a dos de sus Pares, Belias y Lib-Yummum. Se supone que se guardaban allí muchos y extraños tesoros de los amados por el sabio y por los hombres de poder. Uno de ellos era el Kiran. Nadie sabe lo que es, aparte de que existía algo muy importante con ese nombre. Se ha dicho que de todos los tesoros contenidos en la cripta, sólo el Kiran vería la luz de la tierra por la mano de los hombres antes de que el Don volviese a reinstaurar su Imperio. Y se ha dicho también que el Kiran serviría al renacimiento del reino de Eben.
Ulán contemplaba a Ébenim incrédulo.
—No me mires así, Ulán. ¿No te llaman el Kavi? Tú eres poeta y los poetas creen en el misterio.
—¿Qué Ziggurat es ese del que hablas, Ébenim? —preguntó el comandante.
—Ya no existe —respondió el banquero—. Ban inundó de arena todos los corredores de los subterráneos y Sarkón el Abominable destruyó hasta la última de las piedras de la gran torre escalonada del Rey. Sin embargo, la cripta está ahí, en alguna parte del interior de la colina sobre la que se yergue la ciudadela. Vântar conoció el emplazamiento exacto de la torre porque en tiempos de Sarkón eran visibles sus últimas ruinas. Pero a estas las borró, trastocó el paisaje y edificó encima, obedeciendo las sugerencias de las Órdenes en los primeros años de su reinado.
—¿Quieres decir que ahora…?
—Quiero decir, Ulán, que ahora las mismas fuerzas que quebrantaron el Viejo Imperio han encontrado el modo de llegar hasta la cripta. Elva y su partido son la máscara, pero Abdalsâr es la misma encarnación de esas fuerzas. Si nadie les detiene, tendrán la capital, tendrán el reino y tendrán la cripta con todos sus tesoros.
—Cuarenta años después de la Segunda Conflagración. Tantos y tantos sacrificios para tener que volver a empezar… —murmuró Elthen.
—Esas fuerzas —respondió Ébenim— no mueren nunca y viven para poseer, subyugar, dominar. Da las gracias por estos cuarenta años de paz… relativa.
—¿Y el príncipe? —retornó Ulán.
—En Koria, por supuesto —dijo Ébenim—. También él debía encontrar una llave allí: la clave del reino que ha de edificar.
—¿Y el Kiran? —preguntó Vrik—. ¿En qué le ayudará el Kiran?
—Ya os lo he dicho, mi joven amo: nadie conoce lo que es el Kiran. Y si hay alguien en el mundo para quien este no sea un secreto, os juro que nunca se lo ha dicho a este servidor vuestro. Como bien sabréis, Kiran es «rayo» en dévico, como keren en la lengua del Desierto. Pero un rayo ¿de qué?, ¿qué esconde este símbolo? Hay quien lo ha llamado La Esperanza. Esto es todo lo que puedo deciros acerca del Kiran.
—Es bien poco —repuso Vrik.
—Es nada, mi joven señor —glosó Ébenim.
Todos callaron, cada uno con una idea borbollante y difusa de la situación que sentían crearse alrededor. La hora de las preguntas debía acabar y empezar la de los planes. Era tarde ya, estaba muy avanzada la noche y el sueño se anudaba como una serpiente fría a los cuerpos cansados. Sin embargo, una duda informe flotaba aún en el aire y, cuando Elthen trató de corporizarla, comprendió de pronto que a todos ellos se les había olvidado preguntar a Ébenim lo más elemental.
—Pero… ¿dónde están ahora esos cinco cuerpos y cómo podemos estar seguros de que el hombre del rostro desfigurado realmente es Lib-Yummum?
—Los cuerpos… los habrán quemado ya, sin duda —respondió Ulán sombrío.
—Era Lib-Yummum —afirmó Ébenim convencido—, podéis estar seguros. Él, Belias y un grupo de jóvenes guerreros de las Órdenes viajaban por el desierto cumpliendo una misión de la que no debo hablar aquí. Formaban parte de una compañía mayor que se había dividido poco antes. El resto de los cadáveres ya ha sido rescatado por las Órdenes.
—¿Qué sugieres entonces, Ébenim? —preguntó Vrik.
—No hay muchas opciones, mi joven señor. Dos cosas son importantes ahora: hallar al príncipe y preparar la defensa del Cinturón Fértil. Lo primero es lo que vos mismo teníais intención de hacer, si no me equivoco —dijo el banquero con una misteriosa sonrisa de complicidad—. Lo segundo le corresponde al señor Elthen, aunque obtendrá de mí toda la ayuda que desee.
Vrik miró a Elthen con tristeza, pensando que inevitablemente sus destinos se separarían allí, en Naor, aquella noche o, en el mejor de los casos, por la mañana.
—Sin embargo —intervino Elthen mirando a sus hermanos—, prometí ayuda a Vrik y, aunque Koria no está lejos, es grande, peligroso, y no sabemos dónde podrá hallar al príncipe.
—Yo iré con él —se ofreció Álmor.
—También yo —añadió Ulán—. El príncipe deberá tomar las fortalezas del Swar y yo podría resultarle de utilidad allí. Conozco las montañas y la mentalidad de sus comandantes. Incluso soy algo pariente del de Ôrkan, aunque no le conozco.
—Muy bien —concluyó Ébenim—, así se hará. Hay tiempo todavía para un descanso, aunque no muy largo. Vrik, Ulán y Álmor saldréis antes del amanecer. Una barcaza os llevará al otro lado del río… a vosotros y a vuestras cabalgaduras. Oh, por supuesto estamos vigilados, pero el banco tiene subterráneos por los que llegaréis casi hasta el Deva. Siento no poder daros más de una hora de reposo. Hay también un pasadizo secreto hacia el Sur que os servirá bien a vos, señor Elthen, aunque vuestra partida será conocida sin duda muy pronto. Ahora venid, os mostraré las habitaciones donde podréis descansar.
Ébenim se puso en pie y todos lo imitaron. Vrik y los Thúbal fueron conscientes de pronto de que el banquero no era tan bajo y tan menudo como les había parecido al principio. Era delgado, sí, flexible y elegante como un junco. Caminaba con la espalda muy tiesa, pero sin arrogancia, y con una belleza en sus movimientos tan espontánea que tendía a pasar desapercibida. Vestía sayo, cinturón y pantalones blancos, contra los que resaltaba su piel morena, y una melena gris le cubría la nuca. No llevaba anillos, ni collares; en ningún momento le habían visto portar armas, aunque sus miembros, que antes se les antojaran frágiles, se les mostraban ahora deletéreos.
Ébenim se detuvo antes de un recodo del pasillo y abrió una puerta a su izquierda y otra poco después.
—Hay tres camas en cada habitación —dijo—. Buen descanso, amigos míos. Todos menos Vrik desaparecieron en el interior de las alcobas.
—Ébenim —preguntó este todavía—, tienes noticias de mi padre.
El hombre lo miró con unos ojos envolventes de profundo afecto.
—Por supuesto, mi joven señor…
—Oh, por favor —le interrumpió el muchacho—, deja de llamarme así. ¿Cómo puedo usar un tono tan familiar con un miembro de las Órdenes mientras él se dirige a mí con tal cortesía?
Ébenim sonrió.
—Sigo siendo un empleado de vuestro padre —respondió—, como ayer mismo. Pero está bien, Vrik, ahora somos también compañeros de armas. Ven conmigo.
Caminaron varios minutos por un laberinto de pasillos que Vrik jamás habría imaginado tan grande. Se detuvieron por último ante una hermosa puerta de madera labrada. Ébenim la abrió ligeramente después de apagar su candil. El resplandor de la luna entraba por una ventana e iluminaba los rostros de Baar de Belinor y de su mujer, dormidos en un ancho lecho.
Vrik los contempló como un misterio.
—¿Saben quién eres? —susurró—. ¿Saben dónde estoy o a dónde voy?
—No —respondió Ébenim—. Y te aseguro que es mucho mejor respetar su ignorancia, al menos por ahora.
No, no podían saberlo de ningún modo. Aquellos dos seres durmientes pertenecían a otro mundo. Vrik los miraba y tuvo que repetirse dos, tres veces: «Estos son mis padres». La frase no le decía nada. Su cuerpo había surgido de aquel doble manantial de carne, sangre y huesos, pero esta imagen no hallaba la menor resonancia en sus células. Entre el mundo de sus padres y el suyo se había creado un abismo, y el abismo estaba lleno de indiferencia.
Vrik cerró la puerta sin ruido y, antes de buscar su alcoba, agradeció a Ébenim sin palabras esta revelación.