X

La idea de cabalgar hacia el embarcadero y tratar de conseguir transbordo para él y para su montura hasta el puerto ebénida ni siquiera pasó por la mente de Vrik, una vez estuvo fuera de los límites de las tierras de Olpán. El descuido de sus captores no duraría mucho más. El aspecto infantil de Vrik, su actitud silenciosa y aparentemente resignada, la ausencia de toda rebeldía en él, les había hecho bajar la guardia en esta primera ocasión, pero este era un error que, con seguridad, no volverían a permitirse. El embarcadero estaba cerca de Olpán, y los barqueros y pescadores que encontraría allí dependían demasiado de Elva para jugarse el favor de la señora por el joven Belinor, por mucho que la mayoría de ellos debiese al padre de Vrik. Pero aunque lograse cruzar el Deva, Vrik no podía volver a Eben sin poner en peligro su misión. Como los Olpán contaban con buenos rastreadores, el muchacho debería confiar sobre todo en la rapidez de su caballo, pero al menos tenía que intentar confundir inicialmente a sus perseguidores, aunque con toda probabilidad estos no tardarían mucho tiempo en comprender las verdaderas intenciones del fugitivo.

Vrik conocía bien el Cinturón Fértil y los muchos perfiles y paisajes que ensayaba el río en sus orillas. Así, galopó hacia una pequeña playa donde podría haberlo recogido una barca y metió a su caballo en las aguas hasta que la corriente, que descendía calma, se partió en su pecho. Avanzaron por el Deva hacia el Norte más de una hora, ignorando el frío, por una zona en la que anchos árboles y espinosos matorrales afortalaban la orilla. Más tarde, Salman y su jinete emergieron al camino por una pendiente rocosa y mezclaron sus huellas con las de otros muchos caballos que habían cruzado aquella zona recientemente, también en dirección Norte; quizás un escuadrón de las tropas reales en viaje de Eben a Naor, el bastión septentrional del Cinturón Fértil. Durante media hora Vrik pidió a Salman un galope suave y ambos, montura y jinete, ganaron calor contra la brisa fresca del Otoño. Hacia el mediodía se detuvieron, ocultos en el boscaje entre el camino y el río. El animal gozó de un festín de helechos, mientras Vrik recogía algunas bayas silvestres. Era su segundo día de ayuno, pero el muchacho soportaba bien el hambre.

De los perseguidores no había rastro y Vrik se preguntó por qué. Era dudoso que su pequeña estratagema, pensada más para lograr cierta iniciativa que para confundirlos definitivamente, los hubiese entretenido demasiado rato. Podía ser, eso sí, que hubieran calculado mal sus movimientos, sus intenciones, y en ese caso el truco habría resultado útil. Pensándolo bien, los Olpán no tenían ninguna razón para creer que el primer propósito de Vrik no fuese retornar junto a su padre. Quizás por ello, lejos de enviar rastreadores tras el jinete, habían mandado hombres a Eben a vigilar la casa de Belinor, creyendo que antes o después, de uno u otro modo, el muchacho regresaría allí. O quizás el esfuerzo de buscarlo no fuese necesario, al fin y al cabo; el verdadero deseo de Elva y de Abdalsâr era el dinero del banco, no el hijo del banquero, y a Baar podían seguir presionándolo mientras este no supiera que su retoño había huido. Podía ser… podía ser… Todo eran posibilidades y todas las posibilidades, igualmente posibles.

¿Qué hacer ahora? Vrik examinó sus opciones. Por una parte, podía marchar directo hasta los vados de Eteria, cruzar por allí el río bajo la mirada intemporal de las ruinas de la Ciudad Sacrificada y descender de nuevo hacia el Sur para penetrar en el bosque por el camino más seguro, el que bordeaba el curso del Lula-Bet. Por otra parte, podía abandonar allí mismo a Salman, intentar cruzar a nado el Deva e internarse en Koria tan pronto como estuviese a su alcance, confiando en que lo encontrasen los soldados del príncipe o, al menos, tribus amigas. En el primer caso, tardaría dos días en llegar al bosque; en el segundo, llegaría aquella misma noche, si evitaba los remolinos y… Lo cierto es que ninguna de las dos opciones le convencía, pero la segunda, aunque era la que antes lo pondría fuera del alcance de los Olpán, le resultaba la menos grata de las dos. Era verdad que ya no acostumbraban a verse caimanes en aquella parte del río con la misma frecuencia que en tiempos de Ban, algo más de medio siglo atrás, cuando los saurios descendieron unos cientos de millas para crear sus colonias en aguas de Ishkáin; pero también lo era que estos no estaban en absoluto ausentes y que más de una vez veían los pescadores cruzar las aguas a algún gran ejemplar, un impávido eremita del Deva, rugoso como un tronco y anciano como las piedras, indiferente a todo lo que no fuese su viviente y desprevenido alimento. Además a Vrik le repugnaba abandonar a Salman. Se le ocurrió entonces una tercera posibilidad: Naor.

Naor era en realidad una pequeña ciudad comercial crecida a la sombra de la fortaleza que protegía aquella región, la mitad Norte del Cinturón Fértil, de incursiones beduinas. Naor y Assúr en el Este, Ôrkan y Loth en los montes del Swar: estos eran los cuatro enclaves militares que los partidarios de Elva deberían subyugar antes de poder proclamar suyo el reino. Pero de los cuatro, sólo Naor había desarrollado una vida civil plena y se había convertido en una verdadera ciudad. En gran parte, se lo debía al banco de Belinor, que había realizado allí sustanciosas inversiones, promocionado las caravanas que unían la ciudad con la capital del sheik de Mankan y que mantenía allí una agencia permanente, dirigida por un hábil administrador. Sin contratiempos en el camino, Vrik podría estar en Naor al caer la tarde. Encontrar la agencia, y a la vez vivienda del buen Ébenim, no supondría ningún problema. El viejo amigo de su padre le proporcionaría armas y alimentos, y se encargaría de transmitir al señor de Belinor un mensaje de Vrik. Y hasta era posible que en Naor hallase noticias del príncipe.

Sin pensarlo más, Vrik llamó a su caballo con un silbido, montó en él y marchó a través del boscaje con el Deva a su izquierda, sin separarse mucho de la corriente. Dos horas después cortó hacia el Este y retornó al camino, del que había tomado distancia. Puso entonces su corcel al galope y cruzó veloz la tarde. Fue poco rato después cuando oyó cascos de caballo acercándosele. Espoleó a Salman, demasiado tarde para comprender que el ruido llegaba no desde atrás, sino de delante. En un recodo del camino, cuatro jinetes se le echaron encima. Salman pudo evitar el choque frontal con uno de los caballos, pero al pasar rozando entre dos monturas, las piernas de los caballeros golpearon las de Vrik, dejándolo primero en el aire agarrado aún de las crines y después de bruces en el suelo.

Vrik trató de incorporarse enseguida, polvoriento y dolorido. A sus espaldas, los jinetes murmuraban su sorpresa y, si eran hombres de Olpán, podía dar su intento por fracasado. El golpe en las costillas apenas le dejaba respirar y le sangraba la boca. En estas condiciones no podría luchar, y menos contra hombres armados. Pero uno de ellos había saltado ya de su cabalgadura y le ayudaba a sostenerse.

—¿Os encontráis bien, joven amigo? ¿Puedo hacer algo por vos?

Vrik le observó sin responder, concentrando todo su esfuerzo en llevar aire suficiente a sus pulmones. Tenía el rostro amable y sería poco mayor que él, esbelto, de cabellos largos y rostro hermoso. No suscitaba la menor sensación de peligro.

—¿Quién sois? —inquirió ahora uno de los jinetes sin descender del caballo.

—No lo atosigues, Elthen —exigió el más joven—. Aún no ha recobrado la respiración.

¡Elthen!, pensó Vrik. No era un nombre ordumia; pertenecía sin duda a las formas más antiguas de la lengua del Mar. Miró a los caballeros uno a uno. Se parecían. Nobles eran sus portes y una escalada diferencia de edad separaba a unos de otros. En un instante supo ante quiénes se hallaba, pero antes de que pudiese balbucear una palabra otro grupo de jinetes llegó hasta ellos. Eran siete. Y estos sí eran hombres de Olpán.

Las ballestas de unos y otros se alzaron con ruido de metal y madera.

—¡Ah! —exclamó uno de los recién llegados frenando jactanciosamente su animal—. Veo que el ladrón ha caído en buenas manos. Nuestra señora os lo agradecerá, sin duda. Este bribón huyó por la mañana de sus tierras llevándose el mejor de sus caballos.

Dos de los hombres saltaron de sus monturas para detener a Vrik.

—¡Quietos! —gritó Elthen—. ¿Qué haces aquí, Qâbran? Sabes que en estas tierras no eres bienvenido.

—¿Estas… tierras? —repuso insolente el hombre de Elva mirando alrededor—. Estoy en el camino a Naor y, que yo sepa, los caminos son del rey… y del reino.

—¿Qué rey, Qâbran? ¿A qué rey sirves tú? —repuso Elthen.

—Espero poder mostrároslo pronto, señor —replicó el hombre con sonrisa maliciosa.

—Pues entre tanto lárgate de aquí, tú y tus asquerosos secuaces. Aquí no recibimos bien, ya lo sabes, nada que apeste a Olpán. ¡Fuera!

—Señor Elthen —respondió Qâbran con fingida cortesía—, ¿no habéis contado acaso el número de mis ballestas que apuntan a las vuestras?

—Y tú, Qâbran, ¿por qué no miras mejor alrededor? ¿No te has enterado aún de que estáis rodeados por mis monteros?

El hombre de Elva lanzó una mirada de soslayo a cada orilla del camino. Al menos media docena de ballesteros les apuntaban desde cada uno de sus flancos, apenas visibles en la espesura.

—De acuerdo, señor de Thúbal, nos vamos. ¿Nos entregaréis al fugitivo o preferís la guerra con Olpán y…?

—¿Sus putrefactos esbirros? —interrumpió Elthen furioso—. La guerra ya la tenemos encima, Qâbran, no trates de disimular. Y si este muchacho ha fastidiado a Elva, ¡por Dios que aquí es bienvenido! Así que fuera de una vez; tengo poca paciencia.

Elthen se llevó la mano a la espada mientras gritaba sus últimas palabras y su caballo se inquietó. Por un momento pareció que iba a arrojarse sin más preámbulos sobre los perseguidores de Vrik, pero estos ya habían oído bastante, volvieron grupas y partieron al galope. Buitres, al fin y al cabo, pero conscientes de su inferioridad.

Los cuatro hermanos Thúbal rieron de buena gana.

—Eh, muchacho —exclamó Elthen—, ¿de verdad le robaste el caballo a Elva?

—Este animal jamás ha sido de Elva —supuso el más joven, que aún atendía a Vrik—. Míralo bien, Elthen, es un príncipe de su raza. ¿No recuerdas las yeguadas de Olpán?

—Vuestro hermano tiene razón, señor —dijo por fin Vrik recuperando el habla—. Este caballo es Salman, el mejor de las cuadras de mi padre. Tanto él como yo fuimos secuestrados por Elva.

—¿Puedo preguntarte quién eres, muchacho? —inquirió Elthen.

—Mi nombre es Vrik, señor. Soy hijo…

—¡Eh, te conozco! —exclamó el segundo de los hermanos—. Tú eres el hijo de Baar de Belinor, el banquero del rey.

—¡Vaya, magnífico comienzo! —explotó Elthen golpeando el arzón de su montura con rabia—. No digas más. Todo está claro para mí. Quieren el dinero de tu padre. Y todavía hay ingenuos en el Cinturón Fértil que dudan cuando les digo que la guerra ya ha empezado. Escucha, Vrik, vendrás a nuestra casa por esta noche. Estarás seguro allí. Tenemos mucho de que hablar.

—Aguarda, Elthen —dijo el más joven intentando mitigar la impaciencia del mayor—. Quizás Vrik tenga sus propios planes…

—¿Tienes tus planes? —preguntó Elthen sin dar tiempo apenas a que su hermano menor acabase de decir todo lo que pretendía—. ¡Tonterías! —añadió sin que Vrik pudiese empezar a responder, y volviéndose nuevamente hacia su hermano—. ¿Planes?, ¿qué planes con los esbirros de Elva pisándole los talones? ¿O qué crees que harán esos en cuanto nos alejemos del muchacho?

—Señor de Thúbal —intervino Vrik—, puesto que os considero amigos os lo diré. Trataba de llegar a Naor antes del anochecer.

—¿Para reunirte allí con el administrador de tu padre?

—Veo que pensáis con rapidez… —empezó a responder Vrik.

—¡Pues claro que pienso con rapidez! Es una sana manía de mi familia que por el momento te ha salvado de la bruja de Olpán. Piensa tú también con rapidez, muchacho, y dime si es mejor que te arriesgues a llegar solo allí esta noche o que compartas algo de tu tiempo con nosotros, en la seguridad de nuestro hogar. ¿O todavía no has entendido lo que se está fraguando, y que tanta necesidad de aliados tienes tú como nosotros?

—De acuerdo… —comenzó Vrik.

—¡Pues venga! —cortó Elthen—, monta y vámonos antes de que a esas alimañas se les ocurra volver y descubrir que sólo somos cinco.

Los tres hermanos de Elthen rieron con ganas.

—¿Y vuestros monteros? —quiso saber Vrik mientras subía a Salman.

—Acabarás por comprender —le respondió el más joven sin dejar de reír— que nuestro hermano Elthen… En fin, que tiene un extraño poder de convencimiento en su voz.

—¿Uno? —protestó Elthen—. Tengo varios poderes de convencimiento en mi voz. Ya te darás cuenta de ello, mi querido Vrik. Ah, y bienvenido a las tierras de Thúbal.

Los cinco jinetes siguieron el camino del Norte durante un corto trecho para dejarlo poco después. Se internaron entonces en la zona boscosa a su derecha por senderos angostos que recorrieron de uno en uno y al trote. El terreno ascendía y los árboles, macizos, milenarios, eternamente vestidos de un frondoso verde obscuro se elevaban hacia el infinito como las columnas de una catedral. El suelo era muelle, fértil, infirme, cubierto de un humus negro como magma de vida y los pájaros volaban en lo alto sin abandonar la cúpula, pequeños incendios de color cuando los herían los rayos del crepúsculo a través de los rosetones en la verdura, o fugaces sombras portadoras de canto. Costaba imaginar que veinte millas más al Este el mundo era un desierto.

El bosque no duró mucho. De pronto la vista fue libre y los ojos volaron por la verde vastedad de un pradal. Casas de piedra de una sola planta con sus corrales y cuadras salpicaban el territorio siempre en ligero ascenso. Hatos de ovejas navegaban el verde como espuma y potros afrisonados se perseguían en las delicias de sus juegos.

—Estas son nuestras tierras, Vrik —le gritó al muchacho el más joven de los Thúbal desde el galope sostenido de su caballo.

Entonces, en un éxtasis de luz, aire, belleza y libertad, los caballeros dieron rienda a sus corceles y, fundiéndose en el gozo de una fuerza y vértigo animal, compitieron con el viento, ascendieron el verde como una escala al cielo, sintiéndose a un tiempo ángeles y centauros. Vrik, insuperable en las alas de Salman, percibió de pronto que le hacían señales. Aminoró su carrera y se dejó alcanzar por Elthen.

—Tranquilo, muchacho —le dijo este—. A partir de aquí esta velocidad es peligrosa. Mira. Elthen le guio hasta la cresta en que cesaba la ladera. No había allí meseta ni una pendiente que descendiese con suavidad semejante a la que les había llevado hasta aquella altura: una pared rocosa de casi mil quinientos pies caía vertical hasta un mar canela. Vientos tórridos levantaban tolvaneras en las profundidades y un oleaje de dunas. La noche avanzaba sobre las arenas.

—Parece imposible, ¿verdad? —comentó Elthen mientras sus tres hermanos se reunían con ellos.

—Sí —respondió Vrik—. Uno esperaría hallar aquí el azur golpeando el acantilado.

—En las tierras donde se originó nuestro linaje era así —continuó Elthen—. Por lo menos eso decían nuestros mayores y los mayores de nuestros mayores. Pero todos ellos lo decían de oídas porque hace casi mil trescientos años que ninguno de los nuestros ha vuelto allí.

—¿A dónde, Elthen? —quiso saber Vrik, y abandonó la fórmula de cortesía llevado por la emoción del momento.

Se sentía bien con aquellos cuatro hombres. Y ahora, en aquella cresta del mundo, con el bóreas refrescando sus rostros y haciendo bailar sus melenas rubias, casi rojizas, se permitió disfrutar de su hermosura. En ellos la belleza era una transparencia del alma, un eco de antigua épica en sus cuerpos, una cifra de la fuerza y de la audacia y del calor humanos…

—¿Has oído hablar de Astraya? Vrik negó con la cabeza.

—Dicen que está a más de mil leguas al Oeste del Swar. Nuestros antepasados eran allí vasallos del Señor de Vali, pero después de la guerra contra el rey de la Montaña Negra se unieron a Ban y a sus hiperbóreos en su marcha hacia Oriente. Con el Don fundaron Ordum, que brilló sobre todos los imperios de los Raja-Rishis. Durante un corto periodo de tiempo, nuestros ancestros vivieron en las costas del Sur, en las tierras que más tarde fueron el señorío de Aläsäar. De hecho, los Aläsäar y los Thúbal son dos ramas del mismo clan; cuando este se escindió, los primeros permanecieron en el Sur y nosotros vinimos a morar en las cercanías de la capital, pues muy grande era el amor que mis abuelos sentían por el Rey.

Elthen sonrió con cierta melancolía y por un instante todo un linaje se asomó a aquel rostro.

—Sin embargo —prosiguió el mayor de los Thúbal—, nunca se apagó en nuestra sangre la añoranza del mar. Y ahora tenemos dos añoranzas, pues también perdimos a Ban, el Don, el Rey de reyes.

—Se dice —comentó Vrik— que las gentes del mar sois muy propensas a la nostalgia. Elthen suspiró al tiempo de talonear levemente a su caballo.

—Es verdad —respondió mientras su montura empezaba a caminar—. Hemos hecho de la nostalgia un poder creativo. Ve al Sur, a Dyesäar; comprenderás lo que estoy diciendo. El arte, la música, la poesía, todo nace de esa nostalgia que no es para nosotros, en realidad, sino una de las faces de la sed de infinito. La sed de infinito, Vrik —añadió tocando el centro del pecho del muchacho con la yema del índice de su izquierda—… La sed de infinito es ese vacío y ese fuego aquí, aquí dentro, en el centro de ti mismo, tu más descarnada mismidad. Te hace trágicamente superior a los dioses, aunque no lo sepas, aunque no lo comprendas, y es la promesa del Infinito de que sean cuales sean los esfuerzos, los trabajos y dolores y rodeos que debas pagar por la existencia, al final, Vrik, al final llegarás a Él y serás uno con Él.

En la distancia empezaba a dibujarse una casa algo más alta que las demás, con paredes más sólidas y regulares. Un blasón presidía la puerta y la chimenea liberaba espirales de un humo azul.

—Las gentes del mar —continuó Elthen— hemos visto ese camino hacia el Infinito como una peregrinación sobre el azur y una iniciación a los misterios del Leviatán. La sed del más allá nos lleva a la aventura pero, entonces, la nostalgia que sentimos de los nuestros, de nuestra tierra, es una incitación viva a retornar.

—¿No es un contrasentido, Elthen?

—No, no lo es, Vrik. Porque la plenitud no está en la posesión de uno de los dos extremos, sino en la unión de los dos: tierra patria y más allá, espíritu y materia. Mientras tanto, todo hombre es un peregrino, un hijo pródigo, ya se aferre al suelo que cubre a sus ancestros o se eleve como un arcángel a las Alturas. La nostalgia es una mística que busca la Reconciliación.

—Pero también una fuerza que se complace en sí misma —añadió el joven Thúbal incorporándose al diálogo.

—Si no, no podría ser creativa —glosó Elthen—. Es la consciencia del caminante y, aunque este añora lo que deja y anhela el lugar adonde va, también es cierto que se complace en el camino.

Siguieron un rato en silencio, con la mansión solariega creciendo a sus ojos y la luz anegándose en el gris de la tarde. Pronto se hallaron frente al portal y unos hombres de la casa les dieron la bienvenida y se hicieron cargo de los caballos.

—Por cierto, Vrik —dijo Elthen—, aún no te hemos dicho todos nuestros nombres. El mío ya lo sabes. Este es Mírthen, el menor de los hermanos. Bâldor es el que me sigue en edad; y el tercero, el único de los nuestros con los ojos del color de la arena, se llama Álmor. Míralo bien, Vrik, porque lo oirás poco. Álmor es callado, ausente. De los cuatro es el único que cuando se halla en la cresta prefiere mirar al desierto que al mar verde a sus pies.

Los Thúbal saludaron con una sonriente inclinación de cabeza a medida que Elthen los fue nombrando. Entraron en la casa, espaciosa, ventilada, acogedora. En una gran chimenea el fuego ardía y la danza de sombras y resplandores creaba a su alrededor un espacio propio, separado del resto de la estancia. Invitaron a Vrik a sentarse en un cómodo sillón frente a las llamas hipnotizantes. Una mujer joven les trajo agua en una jofaina y allí mismo se lavaron manos y rostro. El mayor de los hermanos pidió cena para todos. Vrik pensó que su primer día de aventura no podía haber acabado mejor y comparó el Elthen arrogante que lo había librado de sus perseguidores con el Elthen entrañable que le había hablado de la nostalgia del mar y del Infinito en la cresta sobre el desierto y el Abismo. Al poco, trajeron una gran bandeja con carne de caza, hortalizas, pan y vino, y la dejaron en el suelo, junto a la chimenea. Unos y otros se sirvieron. Bâldor y Álmor comieron con el plato en sus rodillas recostados en sus asientos, pero Elthen, Mírthen y Vrik prefirieron sentarse junto a la bandeja, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared o tiesa. Vrik agradeció la informalidad de aquella cena, que era un signo de íntima aceptación en la familia.

—Entonces, ¿vas en busca del príncipe? —dijo Elthen de pronto después de un largo rato de silencio.

Vrik acabó su trago de vino. Había esperado esta pregunta y no se extrañó. La mente de Elthen era rápida, intuitiva, le bastaban escasos indicios para alcanzar conclusiones certeras.

—Sí —respondió Vrik escueto.

—Hmm.

—¿Qué piensas tú del príncipe, Elthen?

—¿Qué puedo pensar? ¿Quién conoce al príncipe? Hasta ahora, que yo sepa, no ha sido más que la sombra de su padre. Y Vântar… En fin, mejor él que los nobles de la capital, pero…

—Pero ¿qué? —insistió Vrik.

Los hermanos de Elthen se unieron en una carcajada ante la persistencia del joven Belinor.

—¡Maldita sea, Vrik! Pues que su idea de lo que es un reino no ha sido nunca la mía. ¿Qué pretende hacer el príncipe, continuar la obra de su padre? Pues si es así, te digo una cosa: no podrá. Sencillamente. Es demasiado tarde para eso. Vântar se equivocó sobre todo en una cosa, Vrik, en el compromiso. Yo aún me pregunto… aún me pregunto por qué no acabó con toda esa nobleza crecida a la sombra de Sarkón.

—¿Habría podido, Elthen? Y, sobre todo, ¿le habría servido de algo? La peor de todos ellos es Elva, y Elva llegó mucho después de la caída de Sarkón. Hay quien dice que la semilla del Abominable es inextinguible.

—Y lo será mientras se siga diciendo esta tontería —repuso Elthen—. En fin, Vrik, lo que tú quieres saber es de qué lado están los Thúbal. Pues te lo diré: contra Elva y sus secuaces, pero esto no quiere decir necesariamente junto al príncipe. Quiere decir sólo que estamos dispuestos a darle una oportunidad al príncipe.

—Me has dicho antes que tanta necesidad de aliados tengo yo como vosotros —le recordó Vrik—. ¿Qué has querido decir, Elthen, y de qué forma podemos ayudarnos unos a otros?

—¿Preguntas para oírme decir lo que ya sabes, Vrik? —respondió Elthen—. También tú piensas con rapidez y sabes que no hay muchas maneras de entender lo que dije. Vrik, la guerra civil ya es un hecho. Sospecho que, en realidad, la capital ya es de Elva y de su partido. ¿Por qué lo esconden todavía? ¿Por qué todo sigue haciéndose en nombre de la reina y con aparente fidelidad a los Tauris? Porque, si no fuera así, algunas familias del Cinturón Fértil, todos esos ingenuos que todavía hoy piensan que nada ha cambiado, se rebelarían. Elva y los suyos pueden aplastar muy bien la rebelión, siempre y cuando cuenten con las cuatro fortalezas militares y con el apoyo del gobernador de Ishkáin. Con tiempo y medios lo conseguirán, porque son lo bastante siniestros para ello. Los medios esperan conseguirlos del banco de Belinor: allí donde no puedan comprar, amputarán. Tiempo… lo tienen todo mientras no aparezca el príncipe pues, en ausencia de pruebas fundadas que los delaten sin lugar a dudas, nosotros perderíamos toda legitimidad ante el pueblo y los jefes militares en cuanto nos levantásemos contra ellos. Aliados lo somos, Vrik, de forma natural. Ahora bien, ¿qué puedes hacer por nosotros? Te lo diré claro: encontrar al príncipe. ¿Qué podemos hacer por ti? Te lo diré con la misma claridad: ayudarte a encontrarlo.

Los tres hermanos de Elthen escuchaban con atención.

—Hay quien piensa —continuó Elthen— que el príncipe ha muerto en Koria. ¿Él y todo su ejército? Es una posibilidad, desde luego. Pero, si así fuera, ¿crees que los Olpán se limitarían a vigilar Koria desde la distancia en lugar de entrar allí y conseguir las pruebas definitivas, los reales despojos? ¿Qué mejor oportunidad de legitimarse para ellos que la muerte de Brahmo y con ella, unida a la supuesta defección de Usha, el fin de una dinastía? Han pasado cuatro meses, ya lo sé, y qué maldita cacería está haciendo el príncipe en Koria es algo que no entiendo. ¿No imagina lo que pasa aquí o es precisamente porque lo imagina que calla, se oculta y espera? Sea como sea, en él está la solución y nosotros estamos dispuestos a darle un voto de confianza.

—¿Vendréis conmigo, entonces? —inquirió Vrik.

Pero su pregunta quedó sin respuesta. En el exterior se oyó la llegada precipitada de unos jinetes. Dos hombres armados y cubiertos por el polvo de los caminos entraron en la estancia y susurraron palabras apresuradas al oído de Elthen.

—¿Cuándo? —preguntó este. Le respondió un susurro.

—¿Estáis seguros de que era él? —retornó Elthen con el rostro profundamente turbado.

—Él y al menos una docena de hombres más —contestó uno de los recién llegados con voz cavernosa.

Elthen vaciló unos instantes.

—¿No querías ir esta noche a Naor, Vrik? —dijo al fin levantándose—. Pues ahora no queda más remedio que hacerlo.