I

Apartó con un gesto cansado el cálamo y la tablilla de cera. Eran trebejos de escribir antiguos ya, pero el hombre seguía obstinándose en ellos para los borradores de sus obras. Grabar, aunque fuera sobre cera, le hacía sentir que el fino hilo de su escritura cobraba firmeza, perduración, definitud, como una línea del tiempo poco a poco inscrita en la materia. La tinta sobre el pergamino o el papel se le antojaba siempre un espejismo, imagen de la evanescencia, y sólo condescendía a ella cuando el texto definitivo suplía con su perfecta solidez las insuficiencias de su soporte material. En realidad, habría querido escribir sobre piedra.

Y en cierto modo, ¿no lo hacía?

Haría un mes que empezó su nueva obra. Fundió la historia, la filosofía y su más secreto amor, las matemáticas, en el arte y la textura de un poema. Era un poema épico hilado en los ritmos vastos y viriles del ordumia culto de Eben, lengua que el hombre conocía bien aunque le gustaba taracearla con palabras, expresiones y calcos del Desierto, de donde había llegado a la capital de Ordum unas decenas de años atrás.

Apagó la vela que llameaba débil sobre la mesa. Repitió en voz muy queda el último verso escrito y se le antojó doloroso como un puñal. El crepúsculo era dulce y su estudio abría una ventana al río, el ancho Deva majestuoso; pero ¿podía dejar de sentir la obscura configuración de fuerzas que empezaba a urdirse tras la calma del aire, el agua paseante, la lenta luz declinando, la luna deshojándose, las barcas soñando sobre la corriente, trazos de un cuadro que vela con dicha aparente el naciente dolor?

Lo repitió, ahora en voz potente, sin redimirla de gravedad: Trazos de un cuadro que vela con dicha aparente el naciente dolor.

Se complació en su ritmo dactílico, pero ¿no habría preferido una composición lírica en los sáficos de Zuria?

«Te estás haciendo viejo» —le reprochó una de sus voces interiores.

Este pensamiento le hirió. Se levantó y se asomó a la ventana, apoyó sus manos en el alféizar y tensó sus brazos, sus piernas, su espalda, comprobando la fuerza secreta de sus músculos.

Un poema épico… Sí, en parte habría querido evitar tener que cantar a la lucha y la muerte y la sangre como habría querido evitar esta suerte a Eben, su ciudad adoptiva, especialmente ahora que empezaba a recuperarse de sus últimas heridas, a sepultar en olvido el ataque de las fieras de Koria, aquellas noches de colmillos y garras y espanto y de niebla habitada por ojos de fuego. Pero… Eran tiempos de descomposición y reconstrucciones; eran tiempos de rápidas mutaciones, del soplo incesante del Viento del Espíritu… Y ¿no eran dicha y dolor dos de esos extremos que en esta hora cambiaban constantes el uno en el otro, el otro en el uno, acercándose más y más con cada transformación hasta fundirse en un único sentir, más allá de toda oposición, de toda dialéctica?

«¿Cuándo, en este mundo tórpido, el dolor y el esfuerzo no han sido poderes creadores?» —se dijo.

«Este sí es un pensamiento joven» —retornó la voz anterior.

¡Escribiría! Así, pues, escribiría sin ahorrar dolores ni aventuras. Pero… Aún le faltaba una clave para su historia. Una clave importante. Una clave disimulada también tras ese lienzo de calma aparente con la que, suaves, pretendían fluir descuidados los días.

Forzó su vista a través de la penumbra crepusculante. Más allá del Deva susurrante, del Cinturón Fértil, de los últimos pastizales antes del Desierto… Y con el fuego visionario de sus ojos rozó las distantes arenas fieras. Caminó hacia atrás, sin apartar su vista de la distancia capturada en su pupila. Se sentó en una silla baja, tapizada de dorado, obra de los artesanos reales, regalo de Dama Esha, y cerró los ojos con la sigilosa prontitud del que deja caer su red sobre el humo de una mariposa evanescente. Pero él cautivó sólo un filamento de luz, como cosido alrededor de una forma lejana, muy lejana, apenas presentida.