Hay que distinguir entre el antiamericanismo y la crítica a los Estados Unidos. La crítica a los Estados Unidos —vuelvo a insistir al respecto— es legítima y necesaria, a condición de que se apoye en informaciones exactas y se refiera a abusos, errores o excesos que existen realmente, sin pasar por alto, deliberadamente, las decisiones oportunas, las intervenciones provechosas o bien intencionadas, las acciones coronadas por el éxito. En ese sentido, la verdadera crítica a América, la única útil, por ser precisa, juiciosa y motivada, sólo la encontramos… en la propia América, en la prensa diaria o semanal, los medios de comunicación, la clase política, las revistas mensuales de alto nivel, que allí tienen una gran difusión, mucha más que en Europa.
El antiamericanismo se basa, por su parte, en una visión totalizante, si no totalitaria, cuya ceguera pasional se reconoce, en particular, en que esa censura universal reprueba, en el objeto de su execración, una conducta y su contraria a pocos días de distancia o incluso simultáneamente. Ya he dado anteriormente numerosos ejemplos de esa contradicción y a continuación voy a exponer algunos otros. Según esa visión —en el sentido que da a esa palabra Littré: «vana imagen que creemos ver, por miedo, por sueño, por locura, por superstición»—, los americanos sólo cometen errores, sólo profieren tonterías y son culpables de todos los fracasos, todas las injusticias, todos los sufrimientos del resto de la Humanidad.
El antiamericanismo así definido es, la mayoría de las veces, un prejuicio de las minorías políticas, culturales y religiosas selectas mucho más que un sentimiento popular. Se me responderá que la «calle», la famosa «calle» musulmana, representa perfectamente a las masas, pero, como ningún país musulmán es democrático, resulta difícil apreciar hasta qué punto las manifestaciones antiamericanas en esas sociedades son espontáneas y hasta qué punto están organizadas por el poder. En los países en que ese poder se ha aproximado a los Estados Unidos y lucha contra sus propios integristas, son los imames los que, mediante sus ardientes y xenófobos sermones, se encargan de excitar a las multitudes, analfabetas, por lo demás, en su mayoría e incapaces de recoger una información independiente, que, de todos modos, la censura intercepta, incluso y sobre todo en la radio y la televisión. Está demostrado, al menos desde 1995, que en Irán, por ejemplo, los ayatolás de la República Islámica ya no consiguen ocultar que su población, sobre todo el tramo de edad comprendido entre los quince y los veinticinco años, ha dejado de seguirlos en su demonización del Gran Satán y hace alarde abiertamente de su afición a los productos, las diversiones y las formas de vida americanos. Dicha afición no es consecuencia de un «imperialismo cultural» americano que las plañideras europeas no dejarán de incriminar. La dictadura teocrática, obscurantista y sanguinaria de los ayatolás oprime y empobrece al pueblo iraní, al tiempo que se esfuerza por regimentar sus costumbres con métodos policiales, inquisidores y brutales. Los polis de Alá persiguen con particular crueldad a la juventud, deseosa más que sus padres de abrazar la vida moderna. En vista de ese marco asfixiante, la civilización americana, aunque sea en sus rasgos más triviales, no parece a los iraníes portadora de imperialismo, sino de libertad, como ha resultado con tanta frecuencia serlo en numerosas partes del mundo. Al fin y al cabo, nada impedía a Europa desempeñar ese papel de mensajera de la libertad en el Oriente Próximo y en el Oriente Medio. Si no lo ha adoptado, ha sido, una vez más, porque ha considerado oportuno, por puro antiamericanismo, recomendar el «diálogo», es decir, la complicidad con los tiranos y no con sus víctimas. Si los iraníes acceden algún día a la democracia, no deberán gratitud precisamente a los europeos, como tampoco se la deberán los iraquíes, cuando sean liberados de su déspota.
El mismo contraste se observa en China entre el antiamericanismo oficial y el apetito popular por todo lo que procede de los Estados Unidos. «Comparar la vida de hace diez años con la de hoy es como comparar la Tierra y el Cielo», declara un chino a una periodista americana[136]. «Los americanos no nos venden sólo productos, sino también cultura», añade, «y es una cultura que numerosos chinos desean. Dicen: si compras esto, accederás a un nuevo estilo de vida». Tal vez se trate de una impresión engañosa, pero es un hecho histórico.
En América Latina, las corrientes afectivas están regidas por un rencor muy antiguo, el de la América que ha fracasado contra la América que ha triunfado, traumatismo histórico analizado en el libro sin par de Carlos Rangel, (Del buen salvaje al buen revolucionario). Sin embargo, también allí son los dirigentes políticos y sobre todo los intelectuales quienes perpetúan, los primeros, dicho rencor, a costa, por lo demás, de un desdoblamiento de la personalidad que raya en la bisexualidad político-cultural, ya que la mayoría son discípulos y clientes de los Estados Unidos, al tiempo que los vituperan cuando arengan a su conciudadanos. Los pueblos, por su parte, siguen el movimiento, aunque la desigualdad entre el norte y el sur del continente se haya reducido considerablemente desde 1950, lo que no excluye frecuentes regresiones cuando tal o cual país recae en las aberraciones del pasado. Pero el antiamericanismo popular es más conformista que militante y va acompañado de un deseo omnipresente de incorporarse a la máquina económica y a la civilización de la América del Norte.
En Europa es donde se puede apreciar mejor la distancia que separa las minorías selectas de los demás ciudadanos, gracias a la precisión de los instrumentos de estudio de la opinión pública. Según una encuesta de la empresa Sofres de mayo de 2000,[137] tan sólo el 10 por ciento de los franceses sienten antipatía por los Estados Unidos. Así, pues, al comentar ese sondeo, Michel Winock subraya que «el antiamericanismo en Francia no es un sentimiento popular, es obra de cierto sector de la minoría selecta». El historiador observa que una de sus causas en el siglo XX es la influencia del comunismo en vastos sectores de la intelligentsia francesa, pero también recuerda que, ya en el siglo XIX, el desprecio por América y la animosidad para con ella fueron iniciados por la derecha intelectual, que desde entonces no ha reconsiderado precisamente su juicio. Bonald, ya en la Restauración, no veía en América —donde, ni que decir tiene, nunca había estado— otra cosa que conformismo, materialismo, burguesismo, incultura e idolatría del dinero, subraya Michel Winock.
Otro historiador, Laurent Theis, al resumir «doscientos años de amores contrariados» entre los dos pueblos,[138] relata que en el siglo XIX el antiguo apego, desde La Fayette, de los franceses a los americanos, queda substituido por una repulsión llevada ya al paroxismo. Theis escribe: «Aparecen entonces la figura y el nombre del yanqui nordista, en los antípodas del noble plantador del sur. Instintos brutales, apetitos carnales, pasiones pecuniarias», naturalmente hipocresía, con la Biblia en la mano, estereotipos, todos ellos, que para los publicistas de toda clase substituyen a los prejuicios anteriores. La democracia americana, que resulta ser «la ley del más fuerte», deja de hacer soñar. El buen salvaje, la muchacha pura y trabajadora, el austero cuáquero pasan a ser personajes de comedia. ¿Qué pueblo es ése, escriben, «de tenderos ignorantes e industriales de estrechas miras, que no tiene en su vasto continente una sola obra de arte», ese país «sin pera?». Ese veredicto emanaba de la fina capa de la sociedad francesa que sostenía profesionalmente una pluma y disponía de columnas en los periódicos. ¿Qué opinaban de América los otros franceses, si es que pensaban algo? Resulta muy arduo de vislumbrar. En nuestra época, lo sabemos perfectamente. Según otro sondeo,[139] después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el 52 por ciento de los franceses declaran haberse sentido siempre muy cerca de los Estados Unidos y el 9 por ciento que su opinión sobre ellos ha cambiado para bien recientemente (frente al 32 por ciento y al 1 por ciento en sentido opuesto).
En el siglo XIX los intelectuales europeos creían ver en América un vacío cultural, que no era, en realidad, sino el de su propia información. Fue necesario que Charles Baudelaire tradujera en 1856 a Edgar Allan Poe para revelarles que existía vagamente en los Estados Unidos una literatura digna de ese nombre. El mito de la barbarie cultural de un pueblo visto como esclavizado exclusivamente por el afán de lucro (impulso notoriamente ajeno a la pura alma de los europeos) se perpetuó hasta mediados del siglo XX, precisamente cuando la realidad lo refutaba y, en particular, el más generoso mecenazgo jamás visto creaba y mantenía miles de museos, universidades y hasta esas óperas cuya ausencia estigmatizaba Stendhal (pues era él). Después a las pullas lanzadas sobre la supuesta nulidad cultural de los americanos sucedieron de repente las recriminaciones contra su «imperialismo» cultural. Pasábamos del vacío al desbordamiento. También en esa esfera, ocurra lo que ocurriere, ¡los Estados Unidos nunca pueden tener razón! Seguramente están equivocados culturalmente cuando su Congreso adopta, para el año 2002, el presupuesto más elevado que jamás se haya votado en ningún país para la investigación pública: 104.000 millones de dólares (a los que hay que sumar los gastos privados en investigación, también los mayores del mundo). Siguiendo la vía inversa, la de la decadencia, los gastos en investigación y la propia investigación no cesan de reducirse en Francia, lo que no impide a la coral política y de medios de comunicación francesa blandir bien alta la bandera de nuestra especificidad cultural.[140]
Pese a su supuesta indiferencia ante todas las actividades de la inteligencia, América fue de las naciones más desarrolladas la primera que instauró —cincuenta años antes que Jules Ferry en Francia— la enseñanza elemental gratuita y obligatoria: primero en el Estado de Nueva York en 1832 y después, muy poco después, en los demás Estados. Esa alfabetización precoz explica, por una parte, otra causa de la acritud antiamericana: la antigüedad y la rapidez del despegue económico de los Estados Unidos. En L’enfance du monde[141] [La infancia del mundo], Emmanuel Todd muestra hasta qué punto es decisivo ese factor. Todo país que «despega» resulta haber cruzado el umbral decisivo de alfabetización: el 50 por ciento de la población o —criterio más expresivo aún— el 70 por ciento de los jóvenes de edades comprendidas entre los quince y los veinticinco años. Así, Suecia y Suiza, países aún casi enteramente rurales a mediados del siglo XIX, eran en aquel mismo momento los más alfabetizados de Europa, lo que brinda una de las claves de su rápido desarrollo industrial posterior. En 1848, Francia contaba al menos con un 50 por ciento de analfabetos, una parte importante de los cuales no hablaba francés.
El avance americano en la democratización de la enseñanza no inspiraba, naturalmente, en nada la reflexión del vizconde de Bonald, que, desde lo alto de su condescendencia monárquica, no apreciaba forma alguna de democracia y, por consiguiente, se vedaba la posibilidad de pensar que pudiera haber una vinculación entre democracia política, liberalismo económico, instrucción pública y prosperidad. Por eso, tampoco entendió —y distaba de ser el único en Europa antes de que llegara Tocqueville e incluso después de que éste, escribiera su gran obra— la importancia del avance que habían logrado los Estados Unidos en la instauración del sufragio universal. Dicho sufragio fue instaurado en ese país ya en 1820 en el caso de los hombres[142] y también en el de las mujeres América se adelantó a las otras democracias. Las mujeres pudieron votar a partir de 1869 en Wyoming, seguido de otros once Estados entre 1869 y 1914, y después por todo el país en 1920. En Francia tuvieron que esperar hasta 1944.
Esos hechos, que dependen —precisamente— de una instrucción elemental, chocan de frente con la repugnancia de los europeos para admitir que los Estados Unidos sean una verdadera democracia. Si bien nosotros les denegamos fácilmente la pertenencia a ese régimen político, los africanos y los latinoamericanos se la discuten aún más, ellos, cuyos títulos para hablar en nombre de la democracia son, con toda evidencia, clamorosos. Ya conocemos las principales acusaciones imputadas a América en esa esfera: la esclavitud y, además, las discriminaciones de que fueron víctimas los negros, el mantenimiento de la pena de muerte o también el apoyo concedido a dictaduras, en América Latina en particular.
En Tous Américains [Todos americanos],[143] el director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, se justifica por haber escrito en su diario, el día siguiente al de los atentados del 11 de septiembre, un artículo titulado «Todos somos americanos».[144] Hubo numerosas e inmediatas reacciones hostiles a ese artículo y a su título tanto entre los lectores de Le Monde como entre sus redactores. Es que la izquierda no puede renunciar sin dolor, incluso después de la matanza de varios millares de civiles en Nueva York y Washington, a su demonizada idea de los Estados Unidos y que necesita tanto más cuanto que el socialismo ha naufragado. Aunque el Bien al que rendía culto se ha hundido, se consuela al seguir al menos execrando el Mal que era su antítesis. ¡Ay de quien quiera privarla de su Lucifer de servicio, su última boya de salvamento ideológica!
Hace falta valor y abnegación para argumentar, como lo hace Colombani, contra el fanatismo, cuya función es precisamente la de volver impermeables a los argumentos las mentes de las que se ha apoderado. Después de haber recordado que, al escribir en caliente su artículo, obedecía a un impulso de compasión y decencia, Colombani recuerda algunos datos históricos y políticos que aplastan la delirante creencia según la cual América nunca ha laborado en pro de la defensa y la propagación de la libertad. Recuerda, naturalmente, la liberación de Europa en 1944 y 1945. Se pregunta si había que rechazar a aquel liberador para «rechazar a América y su segregación racial (…) un país que ya apoyaba a Ibn Saúd, al dictador Somoza en Nicaragua».
Estas últimas reservas tienen fundamento, pero, si bastaran para determinar que América no era y sigue sin ser democrática, habría que eliminar también de esa clasificación tanto a Francia como a Gran Bretaña. En efecto, la historia de África y de Asia rebosa de dictaduras de todas las tendencias apoyadas por esos dos países. De 1945 a 1965, los Estados Unidos eliminaron en su interior todas las segregaciones, al menos oficiales, gracias a una acción voluntarista del poder federal y del Tribunal Supremo contra los Estados tradicionalmente racistas. Durante el mismo período, Francia se entregaba, en Indochina, en Madagascar y en África del Norte, a combates de retaguardia cuyas víctimas civiles se cuentan por centenares de miles y a represiones que recurrían en una escala enorme a la tortura y a las ejecuciones sumarias. Sin embargo, los franceses que vivían durante la IV República y el comienzo de la V se habrían asombrado mucho si alguien hubiese afirmado que su régimen no era democrático.
Asimismo, figuro entre quienes se indignan al ver persistir en los Estados Unidos la pena de muerte. Doce Estados la han abolido, treinta y ocho la han conservado, dieciséis de los cuales la aplican. Aún son demasiados, pero hay que recordar que el Gobierno federal no siempre tiene poder para imponer sus preferencias a los legisladores de los Estados, que adoptan o abrogan sus leyes propias en función de los votos expresados por sus electores in situ. Además, algunos países en los que la abolición es, en resumidas cuentas, muy reciente —1964 en el caso del Reino Unido, 1981 en el de Francia— tienen tendencia a perder la memoria cuando se envuelven en la blanca túnica humanitaria para precipitar por esa razón a América en el abismo de la antidemocracia. ¿Acaso debemos decretar que hacia 1937, en la época de nuestro querido Frente Popular, la República Francesa no era una democracia, por la razón de que manejaba con destreza la guillotina? La aceptación o el rechazo de un tipo de castigo bárbaro dependen más de la evolución de las costumbres y la sensibilidad que de la naturaleza de las instituciones políticas. Al comienzo del siglo XXI, 87 países en el mundo practican aún la pena de muerte, algunos de ellos —China, Iraq— en dosis masivas y sin garantías en el procedimiento ni respeto de los derechos de defensa, pero los anatemas internacionales se centran exclusivamente en los Estados Unidos, lo que despierta la sospecha de que esas diatribas van dirigidas a veces menos contra la propia pena de muerte que contra los Estados Unidos. ¿Cómo explicar, si no, que lo que resulta deshonroso en Austin sea venial en Pekín o en Lhassa?
Así, pues, volvemos a ver los dos rasgos más llamativos del antiamericanismo obsesivo: la selección de las pruebas y la contradicción interna de la requisitoria.
Como ejemplo del primero, volvamos al caso Somoza. Prueba indiscutible, se nos dice, de que los americanos apoyan las dictaduras reaccionarias. Pero entonces, ¿qué hacemos con la batalla política y económica reñida por los Estados Unidos con el dictador de Santo Domingo, Rafael Trujillo? Le infligieron —e hicieron que la América Latina (en el marco de la OEA, Organización de Estados Americanos) le infligiera— sanciones económicas que acabaron poniendo de rodillas a Trujillo, antes incluso de que muriese asesinado en 1961. Las sanciones que afectaron a aquel dictador de extrema derecha fueron mucho más duras que el embargo que América iba a aplicar más adelante a Castro. A propósito de Castro, ¿cuántos periodistas o políticos dicen que éste tomó el poder gracias a la ayuda de la CIA? Washington deseaba poner fin a la dictadura de Fulgencio Batista y organizó su caída con la colaboración de Castro[145]. Los Estados Unidos fueron el segundo país del mundo, después de Venezuela, en reconocer, ya el 7 de enero de 1959, al nuevo régimen de La Habana. Hasta más adelante, cuando Castro hubo instalado en la isla una dictadura estalinista y se hubo puesto a las órdenes de Moscú, no se volvieron los Estados Unidos contra él. Una vez más la trampa de la selección de las pruebas recurre de forma imprecisa al concepto de prueba, pero el antiamericanismo puede aquilatar también el virtuosismo hasta recurrir a la falta total de prueba. Se ha visto esa hazaña en Francia con el libro, aparecido en marzo de 2002, de un tal Thierry Meyssan, L’Effroyable Imposture [La espantosa impostura], libro al que ya he hecho una alusión fugaz anteriormente. Según Meyssan, ningún avión se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Se trataba de un montaje propagandístico, organizado por los servicios secretos americanos y por el «complejo militar e industrial» para justificar, ante una opinión pública trastornada, una futura intervención armada en Afganistán y en Iraq. Todas las personas son libres de forjar en el vacío una teoría divertida: por ejemplo, la de que la derrota francesa de junio de 1940 fue una pura invención de la derecha a fin de brindar al mariscal Pétain un pretexto para el cambio de régimen político, pero, si centenares de miles de personas dan crédito a cuentos semejantes, con desprecio de las pruebas materiales más accesibles a la percepción visual de todo el mundo, pasamos de las carcajadas a la inquietud. Eso es lo que ocurrió en Francia frente a las elubricaciones del señor Meyssan. No sólo nuestros medios de comunicación audiovisuales se transformaron con gusto en cajas de resonancia de sus chifladuras, sino que, además, su libro fue un inmediato y gigantesco éxito de venta. Esa multitudinaria carrera hacia el absurdo resulta muy reveladora de la credulidad de los franceses e inspira perplejidades dolorosas sobre el nivel intelectual del pueblo «más inteligente de la Tierra».
En cuanto al segundo síntoma, respecto del Oriente Próximo encontramos algunas brillantes ilustraciones del recurso constante a reproches contradictorios que se suceden y se destruyen unos a otros sin que los acusadores sean conscientes de su incoherencia. Naturalmente, ese asunto está lleno de lagunas debidas a la selección de las pruebas por los comentaristas europeos. Un solo ejemplo: a fuerza de repetirlo ha llegado a ser un axioma el de que Israel «invadió» el Líbano en 1982, porque Sharon quería ir a buscar a Arafat en Beirut, y que hoy está vengándose, porque el jefe de la OLP se le escapó. Aparte de que Sharon, entonces ministro de Defensa, no tenía poder alguno para decidir por sí solo una guerra, equivale a olvidar otro detallito: en 1982, Israel intervino exclusivamente para replicar a la invasión del Líbano por Siria, que ocupaba ese país desde hacía cuatro años y había destruido la mitad de Beirut en 1978 con sus «órganos de Stalin» y cuyo ejército se acercaba cada vez más a la frontera israelí. Yo no soy un experto orientalista, pero me interesa el funcionamiento de la inteligencia humana: ¿por qué se altera periódicamente ese encadenamiento de causas y efectos históricos tan conocidos y se lo reduce a su último episodio, cuando nuestros «informadores» lo evocan a propósito de la crisis palestino-israelí de 2001-2002? Porque hay que «demostrar» a toda costa que Sharon quiere «vengarse» por no haber capturado a Arafat en 1982. No se me ocultan las faltas de Sharon, pero no es necesario atribuirle otras que no ha cometido.
A lo largo de toda esa crisis, resultó un espectáculo instructivo el baile de los juicios europeos sobre la política americana. Después de haber reprochado durante mucho tiempo a los americanos que se mantuvieran como únicos protagonistas competentes del Oriente Próximo, censuramos airadamente la pasividad de George W. Bush, quien, en lugar de intervenir para poner fin a la crisis, mantenía una actitud pasiva y eludía su deber. Cuando América acabó indicando que iba a adoptar una iniciativa, anunciamos que sería necesariamente —por favorable a Israel— de una parcialidad que la privaría de legitimidad alguna. Cuando Bush y su consejera de Seguridad, Condoleezza Rice, conminaron a Israel a que evacuara «sin demora» los territorios palestinos ocupados, proclamamos al instante que sus exigencias serían en vano y que sería inútil el proyectado viaje del Secretario de Estado Colin Powell al Oriente Próximo.
Lo grave no son los errores de apreciación y los procesos de intenciones en los que se basan esos juicios, sino sobre todo sus incompatibilidades recíprocas. Lo asombroso es también nuestra incapacidad para reconocer que nos hemos equivocado, cuando el acontecimiento nos lo muestra.
En conjunto y a lo largo del tiempo, los gobiernos, los medios de comunicación y la opinión de Europa consideran que en el Oriente Próximo los Estados Unidos siempre han apoyado y apoyan a Israel de forma mucho más incondicional y parcial, pero, cuando los Estados Unidos adoptan una actitud neutra y deciden intervenir menos directamente en los asuntos palestino-israelíes, como hizo George W. Bush en 2001 y hasta el comienzo de 2002, en seguida Europa se indigna de lo que considera una culpable irresponsabilidad americana y suplica encarecidamente a Washington que asuma sus responsabilidades. Después, cuando el Presidente, a comienzos de abril de 2002, envió allí a varios emisarios y lanzó una declaración enérgica, casi un ultimátum, para exigir que el Primer Ministro israelí, Ariel Sharon, retirara sus tropas del territorio palestino, «y no mañana, sino sin demora y en seguida», la claridad de aquella posición incitó muy poco a los europeos a reconocer que su tesis anterior sobre el apoyo por siempre «incondicional» de los Estados Unidos a Israel era, por tanto, equivocada. Como también lo era otra tesis (incompatible, además, con la anterior): la de una egoísta indiferencia americana ante el drama del Oriente Próximo. Que los Estados Unidos votaran en marzo y en abril de 2002 junto con todo el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para condenar a Israel y decidir la creación de una comisión de investigación de las Naciones Unidas sobre los posibles crímenes de guerra israelíes en Jenin, no impidió que todos los diarios radiofónicos franceses siguieran afirmando, imperturbables, que Washington continuaba vetando las propuestas desfavorables a Israel del Consejo de Seguridad.
En realidad, como recuerda con razón Henry Kissinger, «desde hace treinta años, la diplomacia americana ha sido el catalizador de casi todos los avances logrados en el proceso de paz destinado a acercar a los israelíes y los árabes, sobre todo los palestinos». Lo demuestra una recapitulación rápida. Además de «las idas y venidas» (la shuttle diplomacy) de Kissinger entre Jerusalén, El Cairo, Damasco y Ammán de 1972 a 1976, en 1978 se celebró en Camp David una conferencia entre los presidentes Sadat y Carter y el Primer Ministro Begin. Resultado de dicha conferencia fue el tratado de paz egipcio-israelí, firmado en Washington en 1979. Por su parte, el proceso de paz propiamente palestino-israelí se remonta a la Conferencia de Madrid en 1991 y prosiguió en 1993 con el acuerdo de Oslo, ratificado en Washington en diciembre del mismo año por Rabin y Arafat, que se estrecharon la mano, delante de Clinton y las cámaras del mundo entero. Fue la «Declaración de principio sobre la autonomía palestina», de inspiración americana. La siguió, también con el impulso de los Estados Unidos, en 1995, el acuerdo de Taba (en Egipto), llamado también «Oslo II», que se refiere a «la ampliación de la Autoridad Palestina a toda Cisjordania». Después vino en 1998 el memorando de Wye Plantation (Maryland), seguido en 1999 por el acuerdo de Sharm el Sheij sobre su aplicación. Por último, en julio de 2000 el Presidente Clinton reunió, de nuevo en Camp David, a Arafat y al Primer Ministro de entonces, Ehud Barak.
Respecto de esa última conferencia de Camp David —¡que requirió la presencia del presidente de los Estados Unidos y lo inmovilizó durante 15 días!— surgió una polémica en torno a la «intransigencia» de Arafat, que rechazó, al parecer, las «generosas propuestas» de Ehud Barak, con lo que hizo fracasar el proceso de paz y, con ello, volvió inevitable la victoria posterior de Sharon en las elecciones y alentó hipócritamente el terrorismo palestino. Cierto es que Arafat no carece de responsabilidad en el naufragio del proceso de paz, pero la historia de lo que sucedió en realidad durante aquel año 2000 en Camp David parece, en realidad, más compleja.[146] Voy a abstenerme aquí de intentar aclararla, pues mi propósito no es, de momento, el de dar respuestas a la cuestión del Oriente Próximo, sino el de describir las reacciones europeas a la diplomacia americana ante dicha cuestión. Lo menos que se puede decir es que son a la vez injustificadas e incoherentes. Igualmente injustificada es la queja ritual y obsesiva según la cual en aquella crisis los Estados Unidos actuaron, supuestamente, de forma «unilateral»: sin consultar a los europeos. Fue lo contrario enteramente: el Secretario de Estado Colin Powell antepuso a su misión en el Oriente Próximo de abril de 2002 un alto en Madrid, el 10 de abril (pues España ejercía entonces la Presidencia de la Unión Europea). Fue a consultar a los ministros de Asuntos Exteriores de los quince miembros de la Unión, al de la propia Unión, Javier Solana, y al de Rusia, también invitado. Difícilmente se puede tildar ese comportamiento de unilateralismo. El Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, acentuó aún más con su presencia el carácter multilateral de aquellas conversaciones. No obstante, los europeos, en Madrid, no lograron poner sobre la mesa propuesta concreta alguna, plan de acción realista alguno. No sólo no pudieron entenderse con los Estados Unidos, ni que decir tiene, ¡sino que ni siquiera pudieron entenderse entre ellos! Cierto es que el debate se complicó por la mención del problema iraquí, que Powell consideraba indisociable del conflicto palestino-israelí y de la lucha antiterrorista, pero ante el cual los europeos se tapan, miedosos, la cara desde siempre. Ahora bien, no se puede pretender formular una política de paz en el Oriente Próximo sin examinar el problema de Sadam Husein.
Unos días después de la reunión de Madrid, resultó que las idas y venidas de Colin Powell entre Sharon y Arafat no habían dado resultado alguno, pues ni uno ni otro estaba dispuesto, al parecer, a hacer la menor concesión, pese a que una semana después los israelíes hubieran retirado sus tropas de varias ciudades palestinas. Aquel fracaso relativo en lo inmediato no significaba que el viaje hubiera sido totalmente inútil a largo plazo, para preparar una acción futura. No obstante, había un fracaso en lo inmediato y la prensa americana no se privó de clamarlo la primera. Pero lo más cómico, en aquella trágica coyuntura, fue el coro de los comentaristas europeos, que desde lo alto de nuestra esterilidad intelectual y diplomática se burlaron del fracaso de Powell y Bush con su habitual condescendencia satisfecha.[147]
La evolución posterior de los acontecimientos no iba a tardar a volver contra ellos el ridículo que creían reservado a los dirigentes americanos. En efecto, el 22 de abril de 2002, bajo la presión aún mayor de George W. Bush, el Gobierno de Ariel Sharon se resignaba a levantar el sitio que bloqueaba el cuartel general de Yasser Arafat en Ramallah desde mediados de diciembre de 2001. Además, Bush insistía de nuevo para lograr la evacuación rápida y completa del territorio palestino por el ejército israelí, en vista de la puesta en marcha de un nuevo proceso de paz, cuyo tenor acababa de formular durante varios días con el príncipe heredero de Arabia Saudí, Abdalá, invitado por él a los Estados Unidos. Así, pues, ya vemos lo que valían las tres afirmaciones favoritas de los europeos, a saber: 1) los americanos están totalmente inactivos en el Oriente Próximo; 2) cuando actúan, siempre es en el sentido deseado por Israel; 3) todas sus iniciativas fracasan.
Una vez más, los hechos no por ello desvían a los papagayos del antiamericanismo de sus inmutables cantinelas. Así, con ocasión de la cumbre anual transatlántica, en la que se reunieron, el 2 de mayo de 2002, en Washington los Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia, el corresponsal permanente de TF1, Ulysse Gosset, en el telediario de las ocho de la noche, comparó la acción de George W. Bush en el Oriente Próximo con la oscilante marcha de un «funámbulo» que no logra adoptar posición firme alguna. Así decepciona, añadió, el «sheriff» en sumo grado a los europeos. Admirará el lector la riqueza del vocabulario: cuando no nos asestan lo del «vaquero», es porque van a servirnos lo del «sheriff». ¡Qué arte! Ahora bien, en aquel preciso momento, como hemos visto, Bush acababa de lograr que los israelíes levantaran el sitio en torno a Arafat e hiciesen ciertas evacuaciones de tropas que ocupaban Palestina. En tercer lugar —y esa novedad no era la menos importante—, el Presidente acababa de adoptar y lograr que se adoptara el principio de una conferencia internacional sobre el Oriente Próximo cuya apertura se esperaba para comienzos del verano. Debían asistir a ella los Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia. Dicho de otro modo: era exactamente lo que esos países pedían desde hacía meses y lo que, dicho sea de paso, invalidaba el reproche de unilateralismo ritualmente dirigido a los americanos. Cierto es que, junto a aquellos avances, subsistían puntos obscuros, pero se debían más al propio Oriente Próximo que a una supuesta inercia americana. De todos modos, ésta, si es que existe, parece activismo en comparación con la inercia europea en ese aspecto… y en muchos otros.
La hostilidad que provoca la fascinación mueve a demasiados europeos a instalarse en el convencimiento de que los Estados Unidos siempre se equivocan. Ahora bien, un Gobierno que siempre se equivocara es tan mítico como uno que nunca lo hiciese. El Gobierno americano se equivoca a veces e incluso a menudo, como todos los Gobiernos. Los periódicos y el Congreso no lo tratan con miramiento, cuando consideran que así es. En general, lo hacen con más competencia que los extranjeros. Tanto Zbigniew Brzezinski, el eminente historiador y politólogo, antiguo Consejero de Seguridad de Carter, como los principales editorialistas de la prensa escrita, semanal o diaria,[148] señalaron cruelmente con el dedo, a lo largo de todo aquel período, las vacilaciones del Gobierno Bush ante la crisis del Próximo Oriente de 2001-2002, sus «zigzags», que parecían favorecer ora a los palestinos ora a los israelíes, además de los desacuerdos perceptibles en la cima del equipo dirigente, como obstáculos a una diplomacia eficaz. Además, en los diarios americanos, las páginas reservadas a los editoriales y a las tribunas presentan normalmente puntos de vista diferentes u opuestos y no llevan —al contrario de una costumbre francesa en casos semejantes— el subtítulo de «polémica», como si el lector no fuera bastante mayor para confrontar y apreciar por sí mismo los argumentos expuestos y para formarse una opinión al respecto sopesando los pros y los contras. También los debates televisivos, sobre los asuntos más variados de política interior y exterior, confrontan periódicamente a interlocutores —protagonistas o expertos— que presentan, en general con cortesía y calma, análisis divergentes. Así, pues, los americanos comprenden tanto mejor que se critique su política y su sociedad cuanto que son los primeros en encargarse de hacerlo y a menudo con ferocidad, pero hay un abismo entre el análisis crítico, alimentado por la comparación de las opiniones, y el automatismo en la condena que mueve con frecuencia a los europeos a decretar que la diplomacia americana es un fracaso permanente, a imagen y semejanza, por lo demás, de toda la sociedad americana.
Así, después de la primera vuelta de su elección presidencial de abril de 2002, Francia descubrió la humillación de ver a un demagogo populista de extrema derecha superar al candidato socialista, ocupar el segundo puesto después de Jacques Chirac y, por tanto, ser el único en condiciones de oponerse al presidente saliente en la segunda vuelta. ¿Qué le pareció oportuno entonces escribir a un comentarista de los más eminentes, Olivier Duhamel, profesor en el Instituto de Estudios Políticos y diputado socialista europeo? La perla de que «nos unimos a las democracias degeneradas del tipo de los Estados Unidos, Austria e Italia».[149] En otros términos, nosotros, los franceses, somos los que, con nuestros votos, propulsamos a Jean-Marie Le Pen a una altura que nunca debería haber alcanzado en una democracia con buena salud, pero la degenerada es la democracia americana. Después del vergonzoso resultado del 21 de abril, nos unimos un poco a ella, cierto es, en esa degeneración, pero nos había precedido desde tiempos inmemoriales. ¿Acaso no es América «estructuralmente fascista»? Cosa extraña, siempre es en Europa donde surgen los dictadores y los regímenes totalitarios, pero ¡siempre es América la fascista! Sin embargo, si añadimos a los sufragios obtenidos por Le Pen en aquella consulta los de los tres candidatos trotskistas, del Partido Comunista y de los Verdes (que en Francia son más izquierdistas y maoístas que ecologistas), vemos que un tercio de los electores siguieron a candidatos que, en la extrema derecha y en la extrema izquierda, rechazan lo que llaman la «mundialización liberal», es decir, la libertad económica, madre de la libertad política, y desean volver al dirigismo proteccionista más caduco, de connotación indiscutiblemente totalitaria. Así, pues, la «degeneración» de la democracia francesa parece mucho más evidente que la que atribuimos a la democracia americana, con nuestra habitual conmiseración bufonesca. Que Francia aprenda a verse por fin tal como es, con una Constitución inviable y moribunda, un Estado incapaz de imponer el respeto de la ley y que sólo sabe decir una cosa: «Gravo y distribuyo», una intelligentsia cada vez más ciega para el mundo y una población cada vez menos activa, convencida de que puede ganar cada vez más estudiando y trabajando cada vez menos. Por desgracia, no se ha aprovechado la lección de la humillación del 21 de abril. Algunas plumas, de entre las más célebres del periodismo francés, atribuyeron incluso a Jacques Chirac la responsabilidad del ascenso de Le Pen con el pretexto de que, insistir en el azote de la inseguridad, el Presidente saliente había «hecho el juego», supuestamente, al Frente Nacional. Resulta curioso ver a periodistas profesionales recomendar la supresión de la información alegando que la verdad podría beneficiar al adversario. ¡Viejo sofisma! Es olvidar que, si la verdad puede beneficiar al adversario, es porque nosotros mismos hemos cometido un error y nos gustaría ocultarla o que hemos dejado que se creara una situación cuya paternidad nos da miedo tener que reconocer. Así es en el caso de todos los Gobiernos que se han sucedido en Francia durante los dos últimos decenios del siglo XX por lo que se refiere a la inseguridad y a la integración de los inmigrantes, pero, en lugar de analizar los datos actuales del problema, los franceses tienen la manía de relacionarlos con acontecimientos pasados, ocurridos en tiempos en un marco que no guarda relación con el de hoy. Por válidas que sean las razones —razones diferentes, por lo demás, en los dos casos— para criticar a Jörg Haider en Austria o a Silvio Berlusconi en Italia, comparar su llegada a la escena política de hoy con el Anschluss de 1938 y con el ascenso del fascismo en 1922, respectivamente, no esclarece otra cosa que la insondable incompetencia histórica de los autores de esas amalgamas caprichosas. Los numerosísimos manifestantes que recorrieron las ciudades francesas después del 21 de abril para abuchear a Le Pen exhibiendo cruces gamadas se equivocaban de época. Volvían a representar el ceremonial antifascista de antes de la guerra. Por fortuna, el Frente Nacional no tiene los medios de que disponía el partido nazi para obtener adeptos y aterrorizar a la sociedad. Todos los países del Viejo Continente están hoy apuntalados por la sólida democracia de la Unión Europea, que difiere completamente de la Europa roída por las dictaduras del decenio de 1930. En lugar de gritar en las calles remedando episodios de setenta años atrás, mejor sería que los «jóvenes» intentaran comprender la naturaleza inédita y los orígenes verdaderos del fenómeno del Frente Nacional, tal como es, en el presente. En efecto, los manifestantes a los que Elizabeth Lévy llama, con crueldad pero no sin fundamento, «antifascistas de opereta»,[150] más que llevar a cabo una acción adaptada a las circunstancias, se ofrecían de espectáculo a sí mismos.
Esas luchas reconstituidas contra peligros de antes de la guerra explican la ineficacia de la lucha necesaria contra los peligros actuales, pero tienen, para la izquierda, una función muy precisa en sus sistema de defensa, que es, en cierto modo, el «beneficio secundario» de su neurosis. La izquierda, deshonrada por su participación en los genocidios comunistas —o por su indulgencia complaciente y cómplice para con ellos—, se inventa permanentemente una versión de esa historia según la cual el único totalitarismo que parece haber existido en el siglo XX ha sido el nazismo y, de forma más general, el fascismo en sus múltiples formas. A eso se debe ese martilleo incesante sobre Hitler, el Holocausto, Mussolini, Vichy, mientras que la crónica de los crímenes del comunismo, que, además, se siguieron y se siguen perpetrando, en cambio, mucho después de 1945, es siempre objeto de una censura vigilante. Todo libro que se les dedica desencadena una contraofensiva contra su(s) autor(es), sobre los cuales se vierten carretadas de interpretaciones mendaces, calumnias encaminadas a desacreditarlos para no tener que responderles y en primer lugar la acusación de hacer indirectamente el «juego» al nazismo y al antisemitismo.[151] Sobre la izquierda es sobre la que podríamos preguntarnos a qué «juega». Así, pues, no es de extrañar que los estudiantes, en sus declaraciones y manifestaciones públicas, se refieran a una historia mutilada: esa historia expurgada es la que predomina en las enseñanzas secundaria y universitaria. Jacques Marseille, historiador, a su vez, «de fuera de la casta», cuenta: «Cuando yo formaba parte del tribunal de la Escuela de Altos Estudios Comerciales, preguntaba con frecuencia a los estudiantes por el estalinismo. La mayoría de ellos me respondían, muy en serio, que el error del Padrecito de los Pueblos había sido el de dar preferencia al sector de los bienes de producción sobre el de los bienes de consumo. Entonces yo les preguntaba si no veían nada más grave, el gulag, por ejemplo… ¡Estupor!».[152]
Así, pues, se comprende el papel fundamental del antiamericanismo en el centro de ese dispositivo. Europa en general y su izquierda en particular se absuelven de sus propias faltas morales y sus grotescos errores intelectuales vertiéndolos sobre el gran chivo expiatorio que es América. Para que la estupidez y la sangre desaparezcan de Europa, es necesario que los Estados Unidos, a contracorriente de todas las enseñanzas de la historia verdadera, pasen a ser el único peligro que amenaza a la democracia. Incluso en la época de la guerra fría, de nada servía que la Unión Soviética o China se anexionaran la Europa central o el Tíbet, atacasen a Corea del Sur, esclavizaran los tres países de Indochina, satelizasen a varios países africanos o invadieran Afganistán, de ello resultaba para los europeos, de Suecia a Sicilia, de Atenas a París, que el único «imperialismo» existente era el americano.
Por motivos en parte diferentes de los de la izquierda, la derecha europea comparte en gran medida esa visión acusadora de América. Así, en abril de 2002, el semanario británico conservador The Spectator, en la pluma de Andrew Alexander, editorialista del diario también conservador Daily Mail, nos expone doctamente que la guerra fría fue… una conspiración americana. Así, pues, contrariamente a lo que habían creído ver y vivir ciertos testigos ingenuos entre los que me cuento, no hubo anexión de facto por Moscú de la mayor parte de la Europa central y balcánica, tampoco hubo el golpe en Praga ni el bloqueo de Berlín en 1948, ni huelgas insurreccionales en Italia y en Francia, señales de siniestras codicias estalinistas, ni guerra en Corea ni guerra civil en Grecia. ¡Cómo pudimos ser tan crédulos! Todos aquellos sucesos, ante la consternación de un Stalin notoriamente desprovisto de agresividad, eran fomentados a escondidas por una América que se inventaba así un pretexto para dominar el planeta. Siguiendo esa lógica, se podría sostener que la guerra de los Cien Años fue inventada completamente por Juana de Arco, deseosa de destacar en una seudorresistencia a unos ingleses que eran, por su parte, de un talante de lo más conciliador o también que fue el zar Alejandro I el que lanzó el embuste del Gran Ejército dirigido por Napoleón a la conquista de Rusia. Al afirmar que lo había vencido, el zar justificaba por adelantado la ocupación de París por su propio ejército. Por lo demás, ¿acaso no instiló maquiavélicamente el general De Gaulle en la conciencia de los franceses la pesadilla de que habían sido ocupados por el ejército alemán en 1940 a fin de utilizar esa catástrofe imaginaria como oportuno trampolín para llegar al poder en 1944? Esa forma de reescribir la Historia al revés parecería a todos delirante y cómica en los casos que acabo de citar. En cambio, en el caso de los Estados Unidos, pasa por ser digna de consideración y casi verosímil. En Le Monde del 25 de abril de 2002, al comentar la elucubración de Andrew Alexander, Patrice de Beer considera que «su argumentación parece convincente». Recordemos que, en cambio, ¡la del Libro negro del comunismo no lo era!
La derecha europea procesa a los Estados Unidos para no tener que explicar con sus propias equivocaciones el surgimiento de su superpotencia. A juicio de la izquierda, el antiamericanismo tiene, además, la virtud de permitirle proseguir su lucha contra el liberalismo. Así, L’Humanité del 27 de abril de 2002, en modo alguno desalentado por la «caída final» del Partido Comunista en las elecciones del 21 de abril, escribe que la batalla contra el Frente Nacional es la batalla contra «el fascismo, el racismo y el ultraliberalismo». Por consiguiente, no ha cambiado el asunto: se trata de asimilar el liberalismo al fascismo y los Estados Unidos son, naturalmente, la fortaleza del liberalismo y, por tanto, del fascismo. Observemos, además, de pasada, que incluso moribundo, con su 3,4 por ciento de votos, el Partido Comunista tiene la mentira tan clavada en el cuerpo, que no puede por menos de permanecerle fiel incluso en el momento de la defunción: en efecto, Le Pen en absoluto es liberal, sino antiliberal, aunque de extrema derecha o por ser de extrema derecha, y es tan antiamericano como la izquierda. Por lo demás, Mussolini y Hitler fueron violentamente hostiles al liberalismo, tanto como Stalin y por la misma razón: conocían el vínculo íntimo que une el liberalismo a la democracia. En su época, la democracia británica era el blanco principal de su execración. Para los totalitarios de hoy, ya se llamen Laguiller o Le Pen, América es la que desempeña la función de cabeza de turco.
No obstante, hemos de convenir en que, gracias a un regreso intermitente del sentido común, los europeos toman conciencia a menudo de la futilidad de las exageraciones del antiamericanismo obsesivo y son los primeros en denunciarlo. Al presentar el sondeo que he comentado anteriormente, Le Monde[153] enumera estas exageraciones: «Cretinismo puritano, arrogancia bárbara, capitalismo desatado y tendencia hegemónica: ya conocemos los temas preferentes que alimentan la execración de América». El reproche de «cretinismo puritano» se reavivó en particular en Europa en el momento de los problemas que perturbaron la presidencia de Bill Clinton por su relación con Monica Lewinsky, becaria de la Casa Blanca. Nosotros, los europeos, y sobre todo nosotros, los franceses —íbamos repitiendo en la prensa y por las ondas— somos demasiado civilizados para inmiscuirnos en la vida privada de nuestros dirigentes y proponernos apartarlos del poder cuando resulta que tienen una aventura extraconyugal. Además de la hipocresía del puritanismo atribuido a los americanos, Europa invocaba para explicar esa ofensiva contra Clinton otro mal pensamiento: los republicanos habían orquestado, supuestamente, la campaña encaminada a la deposición del Presidente porque se consideraban en cierto modo propietarios de la Casa Blanca y no se resignaban a haberse visto suplantados en ella por un demócrata.
Como la mayoría de las cantinelas antiamericanas, esas dos supuestas explicaciones se basaban en un cómico desprecio de los hechos, y de lo más fáciles de verificar. Respecto del puritanismo en general, sabemos perfectamente que el movimiento de liberación sexual del decenio 1960-70 empezó a desarrollarse en los Estados Unidos antes de llegar más adelante a Europa. La conquista por las mujeres de una libertad personal igual al legendario desenfreno de los hombres, la afirmación por los homosexuales masculinos y femeninos de su derecho a reivindicarse como tales y a salir de una clandestinidad humillante: todas esas revoluciones de las costumbres se iniciaron en los Estados Unidos. Si ha habido puritanismo, ellos fueron los que le pusieron fin e influyeron en Europa, que los emuló en ese ámbito. En cuanto a la vida privada de los dirigentes, se respeta tanto en América como se supone que debe hacerse en Europa. Todo el mundo sabía, al menos entre los periodistas y en los medios políticos, que Franklin D. Roosevelt tenía una amante y que su mujer Eleanor Roosevelt tenía un amante: ninguno cometió indiscreción alguna sobre esas relaciones, como tampoco en 1961 sobre la vida sexual, bastante desbordante, de John F. Kennedy, cuando éste llegó a ser Presidente. Lo que se reprocharía, en realidad, a Clinton, no sería la aventura en sí, sino que se entregara a sus retozos en compañía de Monica Lewinsky casi en público, en el propio despacho presidencial, cosa que constituía al menos una falta de gusto, y sobre todo haber negado bajo juramento la existencia de dicha relación. Que el Presidente de los Estados Unidos, garante del buen funcionamiento del Estado de derecho, cometa un perjurio es sin discusión un posible motivo de deposición (impeachment).
Para entenderlo, no hace falta imaginar rencor alguno de los republicanos, furiosos, al parecer, por haber sido desposeídos de una magistratura suprema que se hubieran acostumbrado a ocupar permanentemente. De nuevo, ese supuesto abono de los republicanos a la Casa Blanca es un mito europeo destinado a inventar una «conspiración» reaccionaria contra Clinton. Basta con recordar algunas fechas para ver desplomarse dicho mito. Sin necesidad de contar toda la historia de los Estados Unidos, limitémonos a remontarnos hasta el primer mandato de Franklin Roosevelt. Un rápido cálculo permite comprobar que los demócratas ocuparon la Casa Blanca de 1933 a 1953 (Roosevelt y después Truman). De 1961 a comienzos de 1969 (Kennedy y después Johnson), de 1977 a comienzos de 1981 (Carter) y, por último, de 1993 a comienzos de 2001 (Clinton): es decir, durante cuarenta años en total. Si nos fijamos en el mismo período, los republicanos, por su parte, la ocuparon, de 1953 a comienzos de 1961 (Eisenhower), de 1969 a comienzos de 1973 (Nixon y después Ford), de 1981 a comienzos de 1993 (Reagan y después Bush padre), es decir, durante veintiocho años en total. ¡Cuarenta contra veintiocho! No se ve, la verdad, en qué habría podido basarse la amargura del Partido Republicano por haber sido expulsado indebidamente de una Casa Blanca que hubiese «monopolizado» desde siempre. Sin embargo, para determinar la inepcia de esos cuentos, no hace falta un gran esfuerzo de cálculo, pero la voluntad de hacerlo tal vez requiera uno sobrehumano.
La ideología es una máquina de rechazar los hechos, cuando éstos podrían obligarla a modificarse. También sirve para inventarlos, cuando le resulta necesario para perseverar en el error. En la esfera de la historia económica, por ejemplo, ha sido indispensable a la ideología socialista o bajo la influencia socialista creer y hacer creer que el «ultraliberalismo» de Ronald Reagan había empobrecido al pueblo americano, al tiempo que enriquecía más a una minoría de ricos. Al parecer, había suprimido casi toda protección social, había agravado las desigualdades, había reformado la fiscalidad para beneficio exclusivo de los adinerados. Una vez postulado ese dogma, la mayoría de los comentaristas se han considerado de una vez por todas dispensados de estudiar más detenidamente la historia económica de los Estados Unidos, tal como se desarrolló de 1980 a 2000.
Naturalmente, los europeos no podían desconocer totalmente el crecimiento económico americano de los dos últimos decenios del siglo XX (interrumpido sólo durante una breve recesión al comienzo del decenio de 1990) ni la elevación del nivel de vida que entrañó y las decenas de millones de nuevos puestos de trabajo que creó. Sin embargo, nuestra imaginación sigue fecunda en fábulas ingenuas o en mentiras protectoras, destinadas a evitarnos la dura prueba de tener que tomar nota del éxito americano y del relativo fracaso concomitante de la Europa continental. En esta Europa, tan imbuida de su superioridad, por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, reaparecía el desempleo en masa, engendrador de una «nueva pobreza», que exhibía una vergonzosa mendicidad cada vez más visible en las calles de nuestras grandes ciudades. Los mitos en los que se abrevaban nuestra ceguera y nuestra hipocresía eran, en particular, los de que el crecimiento americano sólo beneficiaba a los ricos y los puestos de trabajo creados por él eran simples «empleíllos» mal pagados, mientras que el desempleo y la exclusión en Europa estaban cargados de las ventajas que entrañaron nuestras preocupaciones sociales y nuestra «lucha contra las desigualdades».
Sin embargo, un ligero esfuerzo de información habría bastado para mostrar la inanidad de esos pretextos. En efecto, la política del republicano Reagan, prolongada y no corregida por la del demócrata Clinton, redujo y no agravó las desigualdades, en particular en la esfera fiscal. The Economist, en su número del 15 de abril de 2002, titula un detallado estudio sobre la fiscalidad reaganiana «La era del socialismo fiscal».[154] Título evidentemente irónico, pues las verdades reveladas en esa documentación contradicen dolorosamente los prejuicios más caros a los europeos continentales (preciso: «continentales», pues la Gran Bretaña de Margaret Thatcher se libró de ello y, por esa razón, se vio precipitada en el mismo oprobio que la América reaganiana, pese a que, al final del decenio de 1980, contaba con una tasa de desempleo un cincuenta por ciento inferior a la de Francia).
Cierto es que, mediante su ley de 1986, Reagan redujo el tipo marginal del impuesto federal sobre la renta del 50 por ciento al 39,6 por ciento, pero también suprimió numerosas exoneraciones e introdujo un descuento impositivo para las familias con las rentas más modestas. Con su aplicación, comenta Erik Izraelewicz,[155] se redujo la cuota aplicable a los salarios bajos y aumentó el de los más elevados. El 20 por ciento del tramo de las rentas más elevadas aportaban al fisco, por término medio, el 28,5 por ciento de dichas rentas en 1979: veinte años después, aportaban casi el 30 por ciento, es decir, un ligero aumento. En sentido contrario, la presión fiscal sobre el 20 por ciento que constituye el tramo más bajo se redujo de 8,4 por ciento de sus rentas en 1979 a 4,6 por ciento en la actualidad, es decir, una disminución apreciable. En cuanto a las clases medias, motor del consumo por ser las más numerosas, la imposición fiscal disminuyó hasta su nivel de… 1966.
A propósito del mismo informe de la CBO (Congressional Budget Office), el célebre editorialista económico americano Robert J. Samuelson observa que, si fuera cierto que los ricos en América son tan poderosos y tienen tan gran influencia política, su carga fiscal habría disminuido. Ahora bien, según observa también, lo que se produjo fue lo contrario, mientras que aumentaban los gastos a favor de las clases medias, las clases pobres y las personas de edad. «Los americanos —concluye Samuelson— viven en democracia. Quien vota es el pueblo, no las clases adineradas. Los dirigentes políticos suelen satisfacer a los electores más numerosos, a menudo a expensas de la minoría».[156] (El señor Samuelson es —no resulta ocioso recordarlo— editorialista de The Washington Post y del semanario del mismo grupo Newsweek, situados generalmente a la izquierda y que no figuran precisamente —es lo mínimo que podemos decir— entre los que apoyaron ardientemente al Gobierno de Reagan).
¿A qué se debe que los europeos, salvo en algunas publicaciones especializadas y en libros leídos por un público limitado, no tengan en cuenta esas informaciones?
Se puede alegar, y con razón, que la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos no tienen tiempo de especializarse en economía y tienen otras cosas que hacer como para sumirse en los informes de la CBO o incluso de los periódicos que los resumen. Pero ¿y nuestros políticos? Pero ¿y la «morralla» de nuestros medios de comunicación? Su silencio es tanto menos excusable cuanto que uno de los lugares comunes de la vulgata antiamericana en Europa es el reproche de falta de curiosidad por los asuntos europeos —e internacionales en general— lanzado a los medios de comunicación de los Estados Unidos. Reproche manifiestamente infundado, por lo demás, pero que podría inspirarnos al menos el interés por no merecerlo nosotros mismos en sentido inverso. He empleado la expresión «morralla de nuestros medios de comunicación» porque en Europa tenemos una prensa económica en general bien informada e imparcial, así como en las ondas, sobre todo las radiofónicas, que con frecuencia cuentan con editorialistas económicos competentes, quienes explican muy bien las realidades americanas y las demás. ¿Por qué las informaciones de que todos pueden disponer gracias a ellos parecen evaporarse antes de llegar a nuestros cerebros y raras veces logran salvar ese tabique estanco, por decirlo así, que las separa de la prensa de gran difusión y de los telediarios de las cadenas y de las horas de mayor auditorio?
Pensándolo bien, resulta que la curiosidad europea por el país de allende el Atlántico es a veces de lo más intensa, pero también de lo más selectiva. Cuando las noticias de la economía americana son malas, nuestra curiosidad empieza de repente a galopar en nuestros medios de comunicación, que vuelven a ser milagrosamente receptivos a la información. El 2 de mayo de 2002, las cifras hechas públicas en Washington presentan un aumento del desempleo, que en abril había pasado de 5,2 por ciento a 6 por ciento de la población activa, agravación tanto menos comprensible cuanto que, según el Departamento del Tesoro, el crecimiento en los Estados Unidos durante el primer trimestre había alcanzado, al contrario, el nivel excepcionalmente elevado de 5,5 por ciento anual, en un momento en que el crecimiento europeo estaba estancado en torno al 2 por ciento. Al instante los medios de comunicación europeos se precipitaron con voracidad sobre esa brusca subida del desempleo americano. Las radios y las televisiones francesas proclamaron la divina sorpresa en todas las emisiones durante los dos días siguientes al anuncio. El año anterior, cuando el desempleo americano se mantenía en el 4 por ciento, cifra considerada por los economistas equivalente al pleno empleo y cuyo recuerdo ha perdido Francia desde mediados del decenio de 1960, se mostraron menos locuaces.
¡Piénsese en los gritos de triunfo que habría lanzado nuestro Gobierno, si durante el mes de abril de 2002 el desempleo francés hubiera bajado al 6 por ciento! Al contrario, había vuelvo a aumentar del 9 por ciento al 9,3 por ciento… al menos, pues en los salones de maquillaje oficiales se siguen retocando nuestras cifras. Asimismo, en 2001 se guardaban de situar en su marco internacional la reducción del desempleo francés del que se enorgullecían los socialistas. Esa reducción fue real. Pero de 1998 a 2001 el desempleo había disminuido en toda Europa, gracias a la recuperación económica mundial, y Francia resultaba ser uno de los países en los que menos había bajado y, por tanto, que menos había sabido aprovechar dicha recuperación. Con el 9 por ciento de desempleados (oficialmente), llegábamos, en materia de empleo, muy retrasados respecto del Reino Unido (5,1 por ciento), Austria (3,9 por ciento), Dinamarca (5,1 por ciento), Suecia (4 por ciento) o Suiza (2,6 por ciento), por mencionar sólo países europeos. Ahora bien, nunca he visto que nuestros medios de comunicación audiovisuales de masas, que resultan estar tan alertas en cuanto hay que pregonar un fracaso de la economía americana, tracen esas comparaciones internacionales o incluso simplemente intraeuropeas, que habrían «relativizado» (por emplear la jerga política) el supuesto éxito socialista.
La idea que tienen de América muchos europeos, cuando ven en ella la fortaleza del «ultraliberalismo» es más que somera. Como tantos otros prejuicios, procede de una insuficiencia de información, con frecuencia cuidadosamente mantenida por los medios impropiamente llamados… de información. En realidad, el Gobierno americano se encuentra en la misma situación que los Gobiernos europeos. También él está asediado por las ofensivas de infinidad de grupos de presión que se proponen y en general consiguen arrancarle subvenciones, exenciones y protecciones de todas clases, ventajas, que, como en Europa, resultan después irreversibles en la práctica. Cuando se les habla de esos grupos de presión, los europeos suelen no imaginar tras ellos otra cosa que la mano del «gran capital yanqui». Ahora bien, como hemos visto con Robert Samuelson, los grupos de presión americanos más poderosos no son los de las grandes empresas. Ejercen una influencia mucho más fuerte en el poder federal el grupo de presión de las personas jubiladas[157] o el de los agricultores, temible en todos los países desarrollados, o el de la Asociación Americana de Empleados de los Estados, los Condados y los Municipios o el de la Asociación de Empresarios de Hostelería y centenares de otros grupos que representan a millones de electores. Según un estudio estadístico elaborado en 1990 por la Asociación de Dirigentes de Asociaciones[158] —si no existiera, habría que inventarla—, siete de cada diez americanos pertenecen al menos a una asociación y una cuarta parte de ellos a cuatro asociaciones o más. Hace mucho que «grupo de presión» ha dejado de designar exclusivamente a un puñado de capitalistas supuestamente omnipotentes. «En cambio, hoy en los Estados Unidos todo el mundo está organizado y todo el mundo forma parte de un grupo de interés», escribe Jonathan Rauch en un libro cuyo título expresa perfectamente lo que el autor quiere decir: El fin del Gobierno o el porqué de que Washington haya dejado de funcionar.[159] En todas las democracias desarrolladas se observa ese cerco del Estado por intereses categoriales, algunos de los cuales se han inmiscuido, por lo demás, dentro del propio Estado o en sus llamados servicios «públicos». Es que, como dice Rauch en una fórmula que recuerda al estilo lapidario de Frédéric Bastiat: «Hay dos formas de llegar a ser más rico. Una es la de producir más. Otra es la de apoderarse de una parte mayor de lo que los demás producen». Los grupos de presión fueron creados y se multiplicaron para ello, al tiempo que perfeccionaban el arte de presentar las ventajas exorbitantes del derecho común que sacan a sus conciudadanos como justificados por el interés general o la solidaridad social. Así ocurre, por lo demás, a veces, pero no son muchas: la mayoría de las veces, se trata de una economía parasitaria que se injerta en la productiva. Así las sociedades se transforman poco a poco en colecciones de intereses especiales que asfixian el Estado e hinchan los impuestos. Al contrario de lo que se imaginan los visionarios europeos, que creen que ese país está enteramente invadido por la «jungla» de un neoliberalismo «salvaje» y desbocado, los Estados Unidos no se libran más que las demás sociedades de ese fajamiento de la cosa pública. Pero Jonathan Rauch cae, a mi juicio, en un pesimismo excesivo cuando califica de totalmente y por siempre jamás irreversibles las ventajas particulares o, dicho de otro modo, los privilegios arrancados por los grupos categoriales. Esa imposibilidad casi total de la reforma existe, en efecto, en ciertas naciones, como Francia. Al menos la resistencia al cambio perdura en ella durante períodos muy largos. Pero otras naciones son capaces de mayor adaptación. Sus Gobiernos tienen de vez en cuando la energía suficiente para aflojar el yugo de los corporativismos. Lo hemos visto en Gran Bretaña, en Suecia, en Nueva Zelanda e incluso en Italia, durante los últimos años del siglo XX. Los Estados Unidos, pese al aplastante peso y la ingeniosa eficacia de sus grupos de presión, forman parte de los países en los que se hacen periódicamente reformas que permiten a la colectividad volver a empezar a respirar, en particular mediante la aligeración de ciertos impuestos o la erradicación de ciertos despilfarros, lo que equivale a lo mismo.
Paradójicamente, los censores europeos excomulgan a menudo como «reaccionarios» a los dirigentes o representantes democráticos americanos que tienen el valor de impulsar reformas. Por ejemplo, Newt Gringrich (Speaker of the House), cuando el Partido Republicano reconquistó la mayoría, en las llamadas elecciones intermedias (midterm elections) de noviembre de 1994, fue descrito sin miramientos en Europa como un horrendo derechista o incluso un «fascista». ¿Por qué? Entre otros procesos de intenciones, porque, después de muchos otros que se habían roto el pecho en el empeño, quería reformar el Estado del bienestar, el Welfare. Ahora bien, resultaba desde hacía mucho proverbial, también para los demócratas incluso, que el Welfare era a la vez demasiado costoso e insuficientemente eficaz, que escapaba a cualquier control. La expresión «The mess of the Welfare» [El desbarajuste del Estado del bienestar] florecía en el momento oportuno desde hacía treinta años en la elocuencia política propia de aficionados. Así, pues, Gringrich se proponía embestir no a los gastos sociales justificados, sino a los despilfarros. Ahora bien, en América como en otros sitios, los despilfarros son precisamente los que alimentan más generosamente a la clase parasitaria. Por consiguiente, el objetivo es el de hacerlos pasar por «progresistas». A eso se debe el alzamiento en masa contra las reformas que los eliminarían.
Otro proyecto de reforma de Gringrich que fracasó: la supresión o al menos la fuerte reducción de las subvenciones a la agricultura. A ese respecto se comprenden aún menos las vociferaciones francesas contra «el horrendo hombrecillo» (calificativos que oí en aquella época por las ondas de una de nuestras principales emisoras de radio). Es necesaria toda la falta de lógica debida al odio ciego para protestar perpetuamente, como hace la Unión Europea, contra las subvenciones americanas a la agricultura y cubrir de estiércol al hombre que intentó lograr la aprobación de su disminución.
El muro, considerado hermético e infranqueable, que, supuestamente, separa la izquierda de la derecha es el fruto de una concepción anclada en la historia ideológica europea. En los Estados Unidos, los partidos acercan posiciones con bastante facilidad, como lo muestran los frecuentes proyectos de ley elaborados conjuntamente por un representante demócrata y otro republicano o también las continuaciones de varios proyectos de ley de un Gobierno a otro de signo opuesto. El demócrata Bill Clinton fue el que logró la ratificación, a fin de cuentas, del acuerdo de libre comercio de América del Norte entre los Estados Unidos, Canadá y México, negociado por su predecesor republicano. También fue Clinton quien logró que se aprobaran —¡qué caramba!— ciertas reformas del Welfare concebidas inicialmente por Ronald Reagan. Remontándonos más atrás, recordemos que fue Richard Nixon quien lanzó un programa de ecología, en una época en que la izquierda consideraba el asunto del medio ambiente una trampa destinada a desviar la atención de la guerra de Vietnam. Durante su presidencia fue también Nixon quien promovió el plan de «Afirmative Action» (discriminación positiva) destinado a favorecer la entrada en las universidades de las minorías desfavorecidas, en particular los negros.[160]
¿A qué se debe la dificultad que tienen los europeos para comprender la forma como se hacen las reformas y el progreso social en los Estados Unidos? A esa especificidad cultural consistente en que en Europa, desde el comienzo del siglo XX, el marco de interpretación de la Historia está forjado por la ideología socialista, incluso, en sordina, entre los que no son socialistas. Se basa, por hablar someramente (pero la mayoría de las opiniones públicas son muy someras), en el concepto de lucha de clases como único motor del progreso social. El capitalismo aporta supuestamente la riqueza tan sólo a una minoría aumentando cada vez más la pobreza de una masa cada vez mayor de trabajadores, a los que despoja. Así, pues, el objetivo del socialismo no puede ser otro que el de abolir el capitalismo, con la apropiación colectiva de los medios de producción e intercambio y el del liberalismo el de impedirla, defendiendo la empresa privada. Cierto es que paralelamente al socialismo revolucionario, que propugna la vía insurreccional como la única que puede conducir a la «dictadura del proletariado», desde el final del siglo XIX surgió un socialismo llamado revisionista o reformista, pero difería del otro por los medios que recomendaba, no por los fines que perseguía. Éstos seguían siendo los mismos para los dos. Sin embargo, los marxistas y no sólo los comunistas siempre han considerado la socialdemocracia una forma de traición al verdadero socialismo. Todavía en 1981, François Mitterrand reprochaba a los socialistas suecos no haber «golpeado al capitalismo en el corazón» y, al final mismo del siglo XX, en el Partido Socialista francés, se veía con severidad el New Labour de Tony Blair, versión «degenerada» de la doctrina. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, en 2002, cerca del 25 por ciento de los sufragios expresados fueron para candidatos extremistas de izquierda, trotskistas o seudoecologistas, que rechazan el mercado, al que son igualmente hostiles los electores de extrema derecha proteccionista del Frente Nacional (16,86 por ciento). Indudablemente, al menos la mitad de los electores del Partido Socialista (es decir, el 16 por ciento) reprueban también el libre cambio, la mundialización, es decir, el capitalismo y la libertad económica.
Esa concepción de la sociedad dividida entre dos polos irreductiblemente antagonistas es ajena al pensamiento colectivo americano. Así, pues, los analistas europeos se plantearon muy pronto la cuestión que sirve de título en 1906 al libro clásico del célebre sociólogo alemán Werner Sombart: ¿Por qué no existe el socialismo en los Estados Unidos?[161] Las respuestas de Sombart a esa pregunta son, en primer lugar, la de que el sufragio universal fue instaurado en los Estados Unidos ya a comienzos del siglo XIX. Así, pues, contrariamente a lo que ocurría en la misma época en Europa, la clase obrera americana pudo participar muy pronto en la vida política, integrarse desde el principio activamente en asociaciones y partidos, en una palabra, librarse del sentimiento de exclusión que en el proletariado europeo acompañó el desarrollo de la sociedad industrial. Además, otra razón de la ausencia de socialismo en los Estados Unidos es que sus clases trabajadoras se componían mayoritariamente de inmigrantes procedentes de Europa y que, por tanto, podían comparar lo que habían dejado atrás con lo que encontraban en América, es decir, una sociedad que, pese a sus desigualdades económicas o de otra índole y sus conflictos con frecuencia violentos, estaba mucho menos paralizada que la del viejo mundo y era mucho más flexible y propicia a la movilidad y al ascenso sociales. Dicha movilidad fue, después de Sombart, objeto de numerosos trabajos sociológicos americanos. Entre los más conocidos e influyentes figuran los de Seymour Martin Lipset.[162] Los europeos con frecuencia niegan esa movilidad, la consideran mítica y se burlan con gusto de ella, por considerar que el «sueño americano» es una simple engañifa. Sin embargo, como escribe Pierre Weiss en su Introducción a Sombart, «el obrero americano forma —y quiere formar— parte de un sistema socioeconómico que le garantiza un grado satisfactorio de integración» y, paralelamente, desde comienzos del siglo XIX, «su vida cívica hace de él un ciudadano activo». Económicamente, el sueño americano no es sólo el del peón que piensa en la posibilidad de hacerse millonario, sino también, mucho antes y más completamente realizado que en Europa, el de la ósmosis entre el proletariado y la burguesía media.
Así, Sombart tenía razón en ver ya en 1906 en la condición económica, política y moral del mundo obrero americano una prefiguración de lo que iban a llegar a ser mucho más tarde, a partir de 1950, los asalariados europeos, pues, si bien América nunca ha sido socialista «revolucionaria», en el sentido bolchevique del término (en ese país el Partido Comunista siempre ha sido microscópico y ha estado compuesto principalmente por intelectuales y agentes del KGB), ha sido, en cambio, socialdemócrata en enorme escala. En efecto, ¿qué fue el New Deal de Franklin Roosevelt sino una amplia política socialdemócrata, perpetuada posteriormente por Kennedy y Johnson y más tarde por los presidentes republicanos incluso, como hemos visto? Observemos que a ese respecto los americanos adelantaron a Europa, donde, después de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo durante los dos últimos decenios del siglo XX, los diversos partidos socialistas europeos poco o mucho y de bueno o mal grado abandonaron la retórica revolucionaria y se adhirieron unos tras otros, más o menos abiertamente, a la socialdemocracia, con lo que se aproximaron al reformismo rooselveltiano del New Deal.
Así se desploma una de las acusaciones favoritas de la izquierda europea contra los Estados Unidos: a saber, la de que, según los europeos, la «izquierda americana», como se decía con desprecio, incluso para infamar a los «socialdemócratas» de nuestro países, no era una izquierda auténtica, porque no quería cambiar de sociedad, sino sólo cambiar la sociedad, por contentarse con algunos retoques del sistema del capitalismo existente.[163] Si examinamos detenidamente la historia de los dos últimos siglos, la sociedad americana ha experimentado, a largo plazo, un cambio mucho más precoz, continuo, constante y realista que las sociedades europeas, algunas de cuyas convulsiones, que sólo tenían una apariencia revolucionaria, han engendrado con mayor frecuencia regresiones que avances. También en las esferas política, económica, social y cultural, nuestra arrogancia condescendiente y nuestro conformismo repetitivo informan más sobre nuestras propias deficiencias que sobre las lagunas que atribuimos a los americanos. Se ve perfectamente para qué nos sirven los Estados Unidos: para consolarnos de nuestros propios fracasos alimentando la fábula de que ellos lo hacen aún peor que nosotros y de que lo que va mal en nuestros países se debe a ellos. Así, pues, son responsables de todo lo que va mal en este mundo y los europeos no son los únicos en el mundo que los ven así.