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«Simplismo» de los dirigentes
europeos en política
internacional

Como se recordará, en 1983, cuando Ronald Reagan llamó a la Unión Soviética el «imperio del mal», se granjeó en Europa y sobre todo en Francia la habitual andanada de risas burlonas, paternalistas y reprobadoras. Sin embargo, no parece que los avances de la investigación histórica realizados desde entonces sobre el comunismo ruso autoricen, en verdad, a llamarlo «imperio del bien». En aquel momento, la mayoría de los pueblos oprimidos por el comunismo se sintieron aliviados al observar que un Jefe de Estado occidental daba pruebas por fin de un poco de comprensión de su triste situación. Sobre todo, está claro en 2002 —y resulta una evidencia, en particular para los antiguos «satélites» de la Europa central— que la política de Reagan, entre 1980 y 1988, precipitó la descomposición del sistema que reinaba en Moscú desde hacía casi tres cuartos de siglo, pues el único fruto de la «distensión» de sus predecesores había sido la prolongación de su agonía.

Diecinueve años después, en enero de 2002, tras el tradicional discurso anual del Presidente de los Estados Unidos George W. Bush sobre el estado de la Unión ante el Congreso, un mismo concierto de imprecaciones acogió en Europa la expresión «eje del mal». George W. Bush designaba así a los países sospechosos de ayudar al terrorismo internacional o que lo han hecho notoriamente y que, por otra parte, acumulan clandestinamente armas de destrucción en gran escala. El ministro francés de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine, deploró ese «simplismo» que, según dijo, «relaciona todos los problemas del mundo con la lucha contra el terrorismo». Condenó el «unilateralismo» —cantinela conocida— mediante el cual América —el colmo del horror— «adopta decisiones basadas en su propia visión del mundo y en la defensa de sus propios intereses».

Dicho sea de paso, esta última frase constituye una excelente definición de la política exterior «independiente» reivindicada en el pasado para Francia por el general De Gaulle y a la que se atuvieron después todos sus sucesores. Además, el discurso sobre el estado de la Unión es, como su nombre indica, un informe sobre el año transcurrido que el Presidente de los Estados Unidos presenta a sus compatriotas. Ni que decir tiene que lo esencial de ese balance trata de lo que les incumbe en primer lugar. ¿Y cómo negar que, después de la catástrofe del 11 de septiembre de 2001, el terrorismo es lo que más les preocupa?

Esa certidumbre no significa que Bush reduzca todos los problemas del mundo a la lucha contra el terrorismo. Significa que la actualidad ha colocado el terrorismo en primer plano. El 11 de septiembre modificó a fondo la visión de la diplomacia y la defensa que los Estados Unidos y algunas otras democracias tenían hasta entonces. Ese análisis no es exclusivo de Bush. Resultan incontables, incluso en Europa, los artículos y los libros que desarrollan la tesis de que todo ha cambiado desde entonces, de que nos encontramos ante una «nueva guerra», que «acaba de comenzar».[117] No por ello afirman sus autores que la totalidad de las relaciones internacionales se reduzca a la lucha contra el terrorismo y Bush tampoco. Como él, se limitan a subrayar que en adelante las naciones, y en particular las democracias, deben integrar imperativamente ese elemento nuevo y decisivo.

¿Cómo no iba a concederle prioridad Bush en su discurso, cuando resulta que desde hacía cinco meses pululaban las acusaciones contra los fallos de los servicios de información americanos que, durante años, no habían comprendido, según se decía, el alcance de las señales precursoras y de las manifestaciones anteriores del hiperterrorismo? Desde luego, se puede considerar que el «eje del mal», como la «cruzada» proclamada en septiembre de 2001, corresponde a una retórica bastante pomposa. Pero ¡que el dirigente cuya elocuencia no haya pecado nunca de hipérbole arroje la primera piedra! Sobre todo en aquel caso importaba menos la forma que el fondo. También sería necesario que los informadores y comentaristas deseosos de hacer bien su trabajo no dejaran de precisar que ese tipo de expresiones remite a los fundamentos mismos de la cultura americana y que su traducción literal amplía su alcance mucho más allá de la intención de quienes las emplean. Del mismo modo, la costumbre que tienen las autoridades políticas y culturales francesas de hablar a cada paso de la «irradiación» de Francia puede parecer el colmo del ridículo. En efecto, tomada al pie de la letra, esa palabra da a entender que tomamos a Francia por el sol de la Humanidad, el astro cuya función es la de iluminar y calentar el planeta entero, pero, por fortuna, podemos dudar que todo orador que caiga maquinalmente en ese tópico tenga conciencia plena de la impresión que causa a los extranjeros de nuestra vanidad nacional.

En cuanto al unilateralismo, para que no hubiera unilateralismo, es decir, política formulada por un solo bando, tendría que haber alguien en el otro bando capaz de proponer y llevar a cabo acciones estratégicas concretas, adaptadas a las nuevas amenazas, en lugar de limitarse a mascullar letanías reprobadoras. Ahora bien, con el paso del tiempo, parecía que los europeos consideraban cada vez más los atentados del 11 de septiembre una anomalía, un paréntesis, que había razón para cerrar. Una vez más, en lugar de precaverse contra el peligro, los europeos negaban su existencia. ¡Qué error! Desde el comienzo del decenio de 1980 hay un ascenso constante de un terrorismo nuevo, dirigido por grupos muy bien organizados y cierta o probablemente albergados o ayudados por algunos Estados. Con o sin Ben Laden, esos grupos han seguido estando activos después del 11 de septiembre de 2001. Los servicios de información dieron varias alertas serias, en los meses que siguieron al 11 de septiembre de 2001. Una de ellas hacía temer otro ataque importante en el territorio americano el 12 de febrero y, por tanto, después del discurso sobre el estado de la Unión, por sospechosos yemenitas y saudíes. Como la desgracia ha servido de lección, las redes terroristas, con sus ramificaciones planetarias, están desde septiembre de 2001 mejor vigiladas y localizadas. Si Europa tiene tendencia a negarse a ver una amenaza en ellos, tal vez sea porque su capacidad de intervención militar se ha degradado considerablemente desde hace diez años, mientras que la de los Estados Unidos no ha cesado de aumentar y perfeccionarse, con lo que ha abierto entre las dos Uniones un desfase estratégico ya imposible de colmar. De su impotencia Europa extrae un principio.

En cuanto a la teoría según la cual el terrorismo proviene supuestamente de las desigualdades económicas y la pobreza en el mundo exclusivamente, apenas resiste el examen. La mayoría de los terroristas proceden de medios acomodados de los países musulmanes más ricos. En muchos casos han hecho estudios universitarios en Occidente. La fuente del nuevo hiperterrorismo es esencialmente ideológica: es el extremismo islámico.

Como escribe Francis Fukuyama, «el conflicto actual no constituye un choque de civilizaciones, en el sentido de que se trate de zonas culturales de la misma importancia, sino que resulta sintomático de una lucha de retaguardia que riñen quienes se sienten amenazados por la modernización y, por tanto, por su componente moral: el respeto de los derechos humanos». Para los terroristas islámicos, observa también Fukuyama, el enemigo absoluto es «el carácter laico de la concepción occidental de los derechos, que es el origen de la tradición liberal».[118] Esa tradición liberal es la que —observémoslo— horroriza también a los adversarios occidentales de la mundialización.

No quiere eso decir que no haya que hacer todo lo posible para favorecer el desarrollo de los países pobres. Pero, si se dilapida y desvía la ayuda, no servirá. Los remedios básicos son las reformas: la buena gestión económica, la democratización política, la educación laica, la erradicación de la corrupción, la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad de la información, el pluralismo de las creencias, la tolerancia: en una palabra, todo aquello a lo que se opone, todo lo que odia ferozmente, el extremismo islámico y todo aquello contra lo que lucha con su terrorismo. El medio, para los países pobres, de reducir su distancia respecto de los países ricos es la modernización. Ahora bien, eso es precisamente lo que los extremistas islamistas no quieren, al menos no en la forma que sería eficaz, ya que para ponerla en práctica tendrían que apartarse de la sharia. A quienes les objetan que el cristianismo ha sabido adaptarse a la civilización moderna y que el Islam no puede perpetuar intacto su modelo del año 1000, ¡responden que no se pueden modificar las prescripciones dictadas por el propio Dios al Profeta![119] Los islamistas desearían modernizarse sin occidentalizarse. Pero no existen demasiados métodos, aparte de los seguidos por Occidente desde hace algunos siglos, para realizar la modernización económica, política y cultural. Así, pues, los islamistas se han encerrado en una contradicción insuperable, origen de su resentimiento contra Occidente, es decir, en vista del reparto actual del poder en el mundo, ante todo contra los Estados Unidos. Tanto más cuanto que el terrorismo tampoco los ayuda, evidentemente, a superar esa contradicción. Haciendo estallar bombas en el metro Saint-Michel, como en 1995 en París, o tomando el vuelo París-Miami con explosivos en las suelas de sus zapatos, cosa que hizo un terrorista angloárabe en diciembre de 2001, no es la manera de propiciar la menor posibilidad de favorecer el crecimiento económico de los países pobres.

Además, sostener que la única forma de luchar contra el terrorismo es la de comenzar extirpando la pobreza y las desigualdades en el mundo no es sólo atribuir al terrorismo una causa que el examen de los hechos no corrobora, al menos en cuanto causa exclusiva, sino también y sobre todo eludir toda resistencia al terrorismo, en la práctica y de inmediato. Esa argucia escatológica, que subordina toda política de defensa al advenimiento previo de un universo perfecto, autoriza a esperar tranquilamente hasta el fin del mundo. En los europeos no es otra cosa que la máscara de su impotencia para formular hic et nunc una estrategia operativa y, en los americanos de extrema izquierda, un nuevo avatar de su vieja máxima: «Blame America First» [Culpar a América lo primero]. Mediante un sofisma idéntico los pacifistas y los neutralistas afirmaban, en la época de la guerra fría, que las democracias no tenían, supuestamente, derecho a contener o incluso a censurar los regímenes totalitarios hasta después de haber borrado todas las injusticias en su propio seno y en su esfera de influencia. En los dos casos, esa forma indirecta de justificar la inacción se deriva de la misma idea fija: el antiamericanismo. Como en los dos casos los Estados Unidos están a la cabeza de la coalición democrática, sus aliados deben desolidarizarse de esa propia coalición de la que, sin embargo, son miembros y a la que deben su seguridad y su libertad.

Los «aliados» europeos aprueban en conjunto, pero desaprueban en el detalle, las operaciones de represión o de prevención del terrorismo, por parte de los Estados Unidos. Del mismo modo que en la época de la guerra fría se adherían a la Alianza Atlántica en su principio, al tiempo que criticaban a menudo o incluso contrariaban a veces las iniciativas americanas, aunque estuvieran dictadas por las necesidades de la política de contención y disuasión. Recuérdense las gigantescas manifestaciones que inundaron, entre 1979 y 1983, Alemania, Italia, Grecia, Francia, España contra el despliegue en el Oeste de los eurocohetes, precisamente cuando dicho despliegue era indispensable para contrapesar los SS20 que la Unión Soviética acababa de instalar en el Este. Si bien el Presidente Mitterrand, invitado a hablar ante los diputados del Bundestag, al comienzo de 1983, abogó valerosamente en pro de los eurocohetes, los socialistas del SPD alemán, en cambio, se mantuvieron hasta el final ferozmente hostiles a ellos. Recuérdense también los aullidos de indignación que, en aquel mismo año 1983, resonaron contra la intervención americana en Granada. Sin embargo, estaba probado que la Unión Soviética había hecho construir clandestinamente en esa isla una pista de aviación militar y una base de submarinos. Después del asesinato del presidente en ejercicio, debido a la destreza de agentes cubanos, el gobierno había quedado enteramente bajo la férula soviética. Había en él más cubanos que granadinos. El peligro resultaba tan evidente, que, a solicitud de la Organización del Caribe Oriental, se decidió la intervención americana. Nada en aquel conjunto de datos precisos y notorios pudo impedir a la mayoría de los medios de comunicación europeos hacer creer a sus opiniones que se había presenciado una pura y simple agresión americana, sin otra motivación que el imperialismo yanqui. Recuerdo que, al participar en un desayuno de prensa, en Madrid, el día mismo de la operación, me vi acosado a preguntas al respecto. Escandalicé a muchos periodistas españoles al responderles que yo veía en los soviético-cubanos, autores del golpe de Estado, los verdaderos agresores.

Cuando, en 1987, delante del Muro de Berlín, Ronald Reagan exclamó: «Señor Gorbachov, ¿qué espera para mandar derribar este muro?», el espanto y el desprecio brotaron en las cancillerías europeas, sobre todo en la propia Alemania occidental, exceptuado Helmut Kohl. No cabía duda de que aquel pobre Reagan seguía siendo un peligro público. Ya se sabía que era idiota —igual que Kohl—, pero descubrían que era cada día más irresponsable. Dos años después, el Muro de Berlín se desplomaba bajo los golpes de los pueblos oprimidos por los soviéticos, mientras que algunos de los dirigentes, tan agudos, de la Europa occidental se desvivían para intentar mantener con vida la comunista RDA y evitar la reunificación alemana. Se tiene sentido del futuro o no se tiene. En 2002, la famosa frase del peligroso e imbécil Reagan acogía a los visitantes a la entrada de una exposición sobre la historia de Berlín, en la propia capital alemana…

Se trata sólo de uno o dos ejemplos. Un montón de otros más sugiere también que, si durante la guerra fría los Estados Unidos no hubieran dado pruebas de un mínimo de «unilateralismo» para con los eternos donantes de consejos europeos, el imperio soviético habría durado mucho más tiempo. Los pueblos a los que tiranizaba lo saben, por su parte, muy bien. Colocan a Ronald Reagan entre sus bienhechores. Adam Michnik, el editorialista y empresario de prensa más influyente de Polonia, gusta de recordar que la Iniciativa de Defensa Estratégica («Guerra de las galaxias»), tan denostada por los occidentales, fue el factor decisivo que persuadió a los soviéticos de su incapacidad para ganar la guerra fría, al volver patente su irremediable inferioridad tecnológica. Fue un elemento desencadenante de la perestroika y de lo que la siguió.

A diferencia de los dirigentes americanos, los dirigentes europeos son más brillantes en el teatro de las ideas (al menos se lo creen) que en el de las operaciones. Se puede no ser, como Reagan, un gran intelectual, pero ser un gran hombre de acción… y viceversa.

En 1987, ante los análisis de los estrategas, que trazaban las diversas líneas de frente entre las zonas democráticas y las de sus enemigos, yo notaba que aquellos expertos olvidaban un frente muy importante, desprovisto de la menor localización geográfica particular: el del terror.[120] El fenómeno terrorista fue subestimado constantemente hasta 2001, cuando ya había adquirido con frecuencia dimensiones de verdadera guerra.[121]

Después del 11 de septiembre de 2001 y las destrucciones en masa en Nueva York y Washington, muchos comentaristas y dirigentes, empezando por el propio Presidente George W. Bush, expresaron la convicción de que se trataba no sólo de terrorismo, sino también de un acto de guerra e incluso de un tipo de guerra que seguramente iba a llegar a ser la del siglo XXI.[122] La barbaridad de la agresión y la cantidad de víctimas instantáneas justifican con toda evidencia el diagnóstico y, sin embargo, no era la primera vez que se podía considerar el terrorismo una forma de guerra.

Guerra civil, guerra de religión, guerra ideológica, guerra contra un poder central en nombre de un nacionalismo regional: no faltan ejemplos en el presente y en el pasado de casos en que se utiliza el terrorismo como medio estratégico. Se trata sin duda de terrorismo, ya que no es el despliegue de un ejército regular subordinado a un Estado para luchar contra otro Estado ni de una guerrilla siquiera que se oponga a un ejército oficial. Sin embargo, se trata de guerras, ya que son acciones coordinadas por una organización al servicio de objetivos políticos precisos o que lo parecen a quienes los persiguen. Las Brigadas Rojas italianas, la Fracción del Ejército Rojo alemán, Acción Directa en Francia durante los decenios de 1970 y 1980 tenían un objetivo de guerra: substituir el capitalismo democrático por el comunismo. Ahora sabemos que aquellas acciones criminales estaban «asesoradas», entrenadas y financiadas directa o indirectamente por los servicios secretos del Este. De modo que se inscribían en el marco de la guerra fría propiamente dicha, cuyos tentáculos «calientes» eran en cierto modo, lo que confirma aún más la existencia antigua de un terrorismo con miras estratégicas.

Tampoco la amplitud del número de víctimas en los atentados de las torres gemelas de Nueva York y del Pentágono es una novedad absoluta. De 1990 a 2001, el terrorismo del GIA (Grupo Islámico Armado) causó en Argelia de 100.000 a 150.000 muertos, a los que se suman las víctimas de los atentados asesinos de París en 1995. El comando del GIA que en 1994 secuestró un Airbus de Air France y que la policía francesa consiguió neutralizar en el aeropuerto de Marsella-Marignane, se proponía estrellar el avión contra la torre Eiffel matando, evidentemente, a todos los pasajeros, más algunos centenares de visitantes de la Torre. Era una prefiguración de la operación de las torres gemelas. Se trata de terroristas, ya que emplean el terror para presionar al Gobierno argelino y al Gobierno francés (pues suponen que éste es cómplice de aquél) y son también personas que se ven como soldados que participan en una guerra, ya que apoyan su empresa en un análisis geoestratégico y persiguen objetivos políticos globales. El anarquista italiano que asesinó al rey Humberto I en 1900 era un terrorista puro. Su crimen no podía modificar nada y nada modificó en el rumbo de la política del país. En cambio, los asesinos del prefecto Erignac, en Ajaccio, en 1998, se veían como combatientes en una guerra imaginaria entre Córcega y Francia. Su objetivo político era el de liberar a la primera del supuesto «yugo» de la segunda y obligar al Gobierno francés a hacer concesiones que propiciaran, a su juicio, la autonomía de la isla. Lo consiguieron.

Cuando en 1986 los Estados Unidos bombardearon Libia en represalia por actos terroristas cometidos en Alemania contra militares americanos, se inscribían en una indiscutible lógica de guerra. También Gadafi, por lo demás, ya que respondió enviando cohetes Scud a la isla italiana de Lampedusa. Las habituales mosquitas muertas europeas se taparon la cara ante la nueva y peligrosa cabalgada del «cow-boy de serie B» que ocupaba la Casa Blanca. Los gobiernos europeos —salvo el británico— llegaron hasta el extremo de denegar a los aviones de su «aliado» americano la autorización para sobrevolar sus respectivos territorios, con lo que se comportaron como aliados objetivos de Gadafi. Así fue, en particular, en el caso de Francia, siempre la más celosa cuando se trata de prosternarse ante un dictador. Fue recompensada por ello, ya que en 1989 unos terroristas a las órdenes de Gadafi provocaron la explosión de un avión de UTA-Air-France de la línea Brazzaville-París y mataron a 170 personas. En 1988 se produjo la explosión de un avión de la Pan Am (270 muertos) que sobrevolaba Lockerbie, en Escocia. Así, pues, estaba claro que, a juicio de Gadafi, el terrorismo era la guerra.

Pese a todos esos precedentes, la sensación de haber cambiado de época, experimentada por los gobiernos, las opiniones públicas y los comentaristas después del 11 de septiembre de 2001, estaba y sigue estando justificada. Una mutación, un «salto cualitativo», como dicen los filósofos, se produjeron indiscutiblemente y transformaron el tipo de amenaza que deben afrontar las democracias. Por varias razones: la primera es la masa de las víctimas, varios miles, exterminadas en tan sólo unos minutos. Semejante operación se parece a un acto de guerra más que al terrorismo corriente, que mata con frecuencia a tantas personas, pero más lentamente. Por eso, se ha podido hablar a ese respecto de un «hiperterrorismo», definido como una nueva variedad de guerra. Además, o en otros términos, el agresor, que no es un Estado, no por ello deja de actuar con la misma coordinación en los preparativos y el mismo método en la ejecución que el más eficaz de los Estados. La larga preparación estratégica, la financiación y la utilización de los medios más actuales de la circulación planetaria del dinero, la diseminación de «topos» o «agentes durmientes» en casi todos los países, el dominio de las armas químicas, biológicas e incluso nucleares hace de esa organización multinacional la matriz de un fenómeno inédito: un terrorismo moderno. Al menos en sus medios, pues, en cambio, es arcaico en sus motivaciones.

Después del 11 de septiembre se ha glosado mucho el «choque de culturas». Pero, como dijo muy bien el Canciller Gerhard Schröder, en el mismo sentido que Francis Fukuyama, «no se trata de una batalla entre civilizaciones, sino por la civilización». Por la civilización democrática, laica, multiconfesional, en la que el derecho está separado radicalmente de la religión, en la que la mujer es jurídicamente igual al hombre y en la que la libertad de pensamiento permite la existencia de la ciencia. Esa civilización es la que el islamismo integrista quiere destruir.

Por eso, todas las teorías que explican a Ben Laden y su multinacional terrorista, Al Qaeda (la «base» en árabe), por una voluntad de lucha contra las desigualdades económicas y la pobreza en el mundo no son pertinentes. Ninguno de los textos que emanan de Al Qaeda menciona esa queja, como tampoco se invoca el «unilateralismo» real o supuesto de la política exterior americana, objeto de recriminación de los Estados, en modo alguno terroristas, que se burlan de ella. Los integristas reprochan a la civilización occidental que contraríe con su propia existencia las enseñanzas del Corán. Inculcándoles esa idea es como fanatizan a los ejecutantes de los atentados suicidas.

Pues no nos equivoquemos: el hiperterrorismo islámico pretende golpear a todo Occidente y no sólo a los Estados Unidos, aunque éstos, como primera potencia democrática, sean, evidentemente, su blanco principal. En 2000, la policía neozelandesa detuvo en Auckland a un comando islamista que preparaba la explosión de un reactor nuclear en Australia, en Sydney, con ocasión de los Juegos Olímpicos. Ya en 1998, la célula antiterrorista francesa había desbaratado los planes de extremistas islamistas que se disponían a cometer un atentado en el Estadio de Francia con ocasión de la Copa del Mundo de fútbol. En noviembre de 2001, fueron detenidos trescientos sesenta agentes de Al Qaeda repartidos en cincuenta países. En España, el juez Baltasar Garzón envió a un grupo de ocho sospechosos a la cárcel, el 18 de noviembre. En Europa se encuentra concentrado el mayor número de células antiterroristas. Sin embargo, Al Qaeda ataca también a varios países musulmanes culpables de luchar contra el integrismo: por ejemplo, Túnez o Egipto (en 1995 hubo un intento de asesinato del Presidente Hosni Mubarak y, durante el decenio de 1990, varias decenas de turistas occidentales perecieron, víctimas de atentados islamistas, en Egipto).

Así, el hiperterrorismo toma prestados a nuestra sociedad moderna sus medios tecnológicos para intentar abatirla y substituirla por una civilización arcaica mundial que sería, a su vez, engendradora de pobreza y la negación misma de todos nuestros valores. Así se define la «guerra del siglo XXI».

Así, resulta cada vez más claro que el ataque del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington transformó nuestra visión de las relaciones internacionales. De 1990 a 2000, la diplomacia mundial seguía estando esencialmente subordinada a la lógica de la salida de la guerra fría. ¿Cómo acompañar a los países comunistas en su evolución hacia la economía de mercado y la democracia política? ¿Cómo ampliar la OTAN y la Unión Europea a la Europa central y a los Estados bálticos sin suscitar la hostilidad rusa? ¿Qué hacer con los antiguos tratados sobre el equilibrio nuclear, que datan de comienzos del decenio de 1970? ¿Qué política seguir para con China, que está volviéndose económicamente capitalista, al tiempo que intenta seguir siendo políticamente totalitaria? ¿Cómo enganchar el antiguo «Tercer Mundo» al desarrollo económico mundial y a la civilización de los derechos humanos? ¿Qué evolución prever en las relaciones entre la nueva «superpotencia» americana y sus aliados?

Cuando hubo estallado la que algunos comentaristas no vacilan en llamar la «cuarta guerra mundial»,[123] esa concepción del planeta a través de las rejillas del medio siglo transcurrido, quedó relegada al pasado. En primer lugar, la superpotencia americana resulta ser el blanco preferente del nuevo hiperterrorismo, lo que la afecta con una vulnerabilidad imprevista. Además, las otras mutaciones sobrevenidas asombran a la vez por su amplitud y su rapidez. Rusia: hasta el otoño de 2001, su obsesión era la de defender lo que le quedaba de su condición de gran potencia, ya que no contra Occidente, al menos aparte de Occidente. En 2002, Vladimir Putin ya no ponía objeción alguna a la entrada en la OTAN de los antiguos miembros del Pacto de Varsovia. De repente dejó de protestar contra la presencia de fuerzas de la OTAN en Kosovo. De pronto decidió examinar la posibilidad de la abrogación por los Estados Unidos del tratado que prohíbe los cohetes antibalísticos, cosa que rechazaba antes con la máxima energía. Ha dado su conformidad a la instalación de bases militares americanas en las antiguas repúblicas soviéticas del Asia central. En una palabra, Rusia se ha convertido en una potencia occidental. Esa metamorfosis habría parecido improbable incluso a mediados del año 2001.

¿Por qué ese viraje? Porque Putin no tardó en captar el sentido de lo ocurrido. El 11 de septiembre reveló el carácter caduco de nuestra rutinaria percepción de las amenazas. Pero, para hacernos tomar conciencia de ellas, ha sido necesario que nuevas amenazas se impusieran a nuestra atención, al haber sido ejecutadas en una escala gigantesca. Después de ese seísmo, ¿quién podría creer aún en Rusia que el peligro fuera que los Estados Unidos lanzaran un cohete intercontinental contra Moscú? ¿Con qué fin? Y en el Oeste, ¿quién puede creer que en 2002 Moscú desea pulverizar por sorpresa París, Londres o Nueva York? Así, pues, los guiones de la guerra fría están ahora tan lejos de nosotros como los de la guerra de los Cien Años. Lo que caracteriza la división actual de los bandos es que hay, por un lado, los grupos de la guerra terrorista, con los Estados «delincuentes» y, por otro, los gobiernos que se unen para protegerse, incluidos gobiernos de los países musulmanes hostiles a los extremistas. Ben Laden ha sido a ese respecto un útil profesor de estrategia. Nos ha obligado a mirar por fin en la dirección de donde proceden las amenazas futuras.

Pues, durante casi veinte años, las más recientes agresiones terroristas de que fueron objeto los países occidentales, los Estados Unidos, pero también Francia (en 1986, 1994, 1995, en París y Argel, y en 1983 en el Líbano), quedaron impunes. Se las consideró operaciones aisladas, todas ellas, iniciativas individuales debidas a fanáticos, en lugar de analizarlas como otros tantos fragmentos de un plan de guerra sistemática. Me refiero en este caso únicamente al terrorismo islámico, profundamente distinto de los demás terrorismos: vasco, irlandés, corso, colombiano o peruano. Desde 1983 —cuando Hezbolá, armado por Irán y Siria, mató a sesenta y tres funcionarios de la embajada de los Estados Unidos en Beirut mediante un camión cargado con explosivos— hasta el atentado de octubre de 2000 contra el acorazado americano Cole, que costó la vida a diecisiete infantes de marina, pasando por el primero de los atentados contra el World Trade Center, en 1993, y por el intento de asesinato del ex presidente Bush (el padre) por Sadam Husein el mismo año de la invasión de Kuwait o por el ramillete de explosiones de 1998, que causaron varios centenares de muertos en las embajadas americanas de Nairobi y Dar-es-Salam, no se acaba de desgranar la letanía de las metódicas ofensivas de un terrorismo islámico cada vez mejor organizado, dirigido, equipado, informado, financiado y provisto de nuevos adherentes fanatizados, dispuestos al suicidio para matar a los infieles.

Pero lo que los historiadores futuros señalarán, además, como un fenómeno extraordinariamente sorprendente en esos dos decenios de actos de guerra, es que ninguna de las potencias afectadas adoptara una visión de conjunto en el momento ni esbozase contra sus instigadores el menor intento de represalias, salvo los Estados Unidos contra Gadafi en 1986, para general consternación de las supuestas democracias europeas, como ya me ha extrañado a mí. Durante veinte años han podido prosperar células terroristas en los Estados Unidos, en Francia, en Gran Bretaña, en Bélgica, en Alemania, en España, sin que las policías y los gobiernos de esos países apreciaran, al parecer, su verdadero alcance. Así, pues, la enseñanza que las potencias terroristas no dejaron de sacar al respecto fue la de que podían intensificar la guerra sin tener que temer una respuesta.

En ese marco hay que colocar la frase de George W. Bush, en su discurso sobre el estado de la Unión, en enero de 2002, contra el «eje del mal», en particular o principalmente Iraq, Irán y Corea del Norte. Pese a los chillidos alarmados de los europeos ante el enunciado de esa afirmación, está demostrado que esos tres países —no sólo ellos, pero son los más notorios de entre los países peligrosos— poseen y fabrican o compran armas de destrucción en gran escala, las venden o las donan, lo que permite a los terroristas procurárselas. Muchos gobiernos, y no sólo entre los musulmanes, pueden ser sospechosos de ayudar o haber ayudado al terrorismo islámico, directa o indirectamente. En el caso de Irán, resulta totalmente notorio.

Así, pues, la frase de Bush constituía una advertencia dirigida a esos países. Su mensaje era el siguiente: hasta ahora, no hemos reaccionado, después de los numerosos atentados de que hemos sido blanco, contra los países susceptibles o convictos de haber equipado a los terroristas. Desde el 11 de septiembre, todo ha cambiado. Nos consideramos en guerra. En adelante, toda agresión terrorista valdrá a sus autores y a sus instigadores, oficiales u ocultos, una respuesta proporcional al ataque. En lenguaje estratégico, es lo que se llama disuasión. Así, pues, vuelve a estar de actualidad la disuasión de la época de la guerra fría, pero de forma modificada y contra otro tipo de amenaza.

Mal que pese a los censores europeos, a los que seguramente Bush quería avisar también indirectamente, no se qué tiene de «simplista» esa advertencia. Al contrario, está totalmente meditada, pero está transpuesta en el marco de la nueva guerra contra el hiperterrorismo. También se podría decir que los tres Gobiernos acusados por Bush son regímenes abominablemente represivos, en los que reinan las reclusiones arbitrarias, las ejecuciones sumarias, las exterminaciones en masa. Ese detalle en modo alguno molesta a las hiperconciencias de izquierda. En cambio, para los observadores del terrorismo internacional, de sus puntos de apoyo estratégicos y sus fuentes de alimentación, clasificar esas dictaduras conforme a un «eje del mal» no es ninguna exageración. Es una simple descripción. La pasividad e incluso la semicomplicidad que han demostrado, desde hace años, algunos gobiernos europeos para con esas tiranías sanguinarias, no figurará, desde luego, entre las páginas más gloriosas de la historia de Europa.

Una de las razones del «unilateralismo» americano es la de que en general los europeos rechazan sistemáticamente como falsos los análisis de los Estados Unidos, por lo que se prohíben a sí mismos la participación en las políticas que de ellos se deducen. No siempre es así, claro está, pero, incluso cuando los aliados actúan concertados con América, por ejemplo en la guerra del Golfo de 1991 o en la intervención en Afganistán diez años después, en seguida se apresuran a desolidarizarse de ella en cuanto se trata de sacar las consecuencias prácticas que prolongan lógicamente esas operaciones. ¿Por qué participar en la guerra del Golfo, para ponerse de parte de Sadam Husein después, cuando el dictador viola los compromisos que firmó tras su derrota y aceptar esa aniquilación de los beneficios de esta última? ¿Para qué enviar tropas europeas a Afganistán en otoño de 2001, si es para negar en 2002 la persistencia de una amenaza hiperterrorista mundial y poner en duda la maldad de los Estados «delincuentes» que ayudan o tienen los medios para ayudar a dicho hiperterrorismo a renacer? Como los expertos americanos en contraterrorismo consideraban, al comienzo de 2002, que los golpes asestados a Al Qaeda habían disminuido provisional, pero no definitivamente, la amenaza, a partir de ese diagnóstico el gobierno de Bush elaboró una política determinada. Si los europeos desechan el diagnóstico y, por tanto, condenan la política, ¿cómo podrían después incorporarse a una acción «multilateral»? Se replicará que los Estados Unidos podrían al menos tener más en cuenta las objeciones europeas. Pero la mayoría de las veces no se trata precisamente de objeciones, sino de un rechazo total del análisis americano y de una obstinación en considerar nula, sin valor y peligrosa, la política de él resultante.

Por lo demás, el recurso por parte de los europeos a esa actitud es menos política que psicológica. A eso se debe su propensión a deformar los hechos, a moldearlos voluntariamente o a imaginarlos, cuando podrían debilitar su requisitoria permanente contra los Estados Unidos. Así, en el preciso momento en que la Unión Europea censuraba a América por haber preferido la confrontación a la negociación con los tres países del «eje del mal», Irán denegaba la acreditación, en febrero de 2002, del embajador de Gran Bretaña, alegando que era «judío y agente del MI-6» (el servicio de espionaje británico). Ahora bien, aunque hay espías en todas las embajadas, el propio embajador raras veces es uno de ellos. Además, ese diplomático en modo alguno era judío y, si lo hubiera sido, el pretexto invocado por los ayatolás no sería menos despreciable. La República Islámica no ignoraba la inanidad de los motivos aducidos. Con su gesto quiso manifestar simplemente su hostilidad a Occidente, con lo que desbarataba dos años de gestiones del Foreign Office encaminados a mejorar las relaciones con Teherán. ¡Bonito éxito de la «negociación», tan recomendada por la Unión Europea! Pero la UE no sacó la enseñanza de aquella afrenta. Para ello, habría sido necesario dar un poco la razón a los Estados Unidos, dolor insoportable para ella. Sin embargo, Washington dice claramente que no piensa organizar ninguna operación militar contra Irán, al observar que en ese país un fuerte partido anticonservador y una gran corriente en la opinión pública, en particular entre los jóvenes, están hartos del régimen y así es posible una evolución hacia la democracia y merece ser alentada.

Respecto de Corea del Norte, la inexactitud europea raya en la mentira grosera e incluso bastante deshonrosa. En efecto, después del discurso de Bush sobre el «eje del mal», numerosos dirigentes y periodistas europeos entonaron esta cantinela: al lanzar su brutal advertencia a Corea del Norte —deploraban esos buenos apóstoles—, el Presidente ponía fin peligrosamente al proceso de acercamiento y paz en curso entre las dos Coreas. Ahora bien, se había puesto fin a ese proceso mucho antes, en junio de 2000, es decir, seis buenos meses antes de que Bush fuera elegido a la Casa Blanca. Inmediatamente después de la histórica visita de Kim Dae-jung, Presidente de Corea del Sur, a Pyongyang, Kim Jong-Il, el dictador de Corea del Norte, se propuso sabotear la llamada política de «acercamiento» (Sunshine policy). El Norte, preocupado ante todo por la supervivencia de su régimen totalitario, neutralizó en la práctica los esfuerzos del Sur, al limitarse a sacarle dinero sin conceder nada a cambio. Los propios Estados Unidos habían fomentado desde hacía seis años el acercamiento al prodigar una ayuda substancial al Norte, y los europeos, por su parte, apoyaron —y siguen apoyando— el totalitarismo de Pyongyang con la candidez habitual en ellos, cuando han de afrontar a una tiranía.

Desde hace unos años, la capital de Corea del Norte es uno de los destinos favoritos del turismo político. En 1994, los Estados Unidos negociaron con Pyongyang un acuerdo conforme al cual suministraban al Gobierno norcoreano una ayuda alimentaria, petróleo y los medios para construir dos centrales nucleares civiles. A cambio, Pyongyang se comprometía a suspender su programa nuclear estratégico y sus ventas de cohetes al extranjero. El dictador de Corea del Norte, Kim Jong-Il, se embolsó las ayudas y no suspendió ningún programa, al tiempo que eludía cualquier inspección convincente.

En 1998, lanzó incluso un cohete balístico que sobrevoló Japón, para dar una primera impresión de su tecnología. Se calcula que desde 1985 Corea del Norte ha vendido al menos 540 cohetes a Libia, Irán y a otros países inofensivos. Desde 1998, ha vendido, al parecer, 480 cohetes de tipo Scud a Iraq, Irán y a Egipto. Cuando piden al Stalin en miniatura de Pyongyang que ponga fin a esas ventas, responde que no puede prescindir del dinero que le reportan. Pero, cuando le entregan ese dinero para que se abstenga, no por ello interrumpe las ventas.

Y los peregrinos políticos no por ello dejan de desfilar por Pyongyang, convencidos de que practican la alta diplomacia, porque proponen créditos a cambio de desaires y promesas incumplidas. En junio de 2000, fue el Presidente de Corea del Sur, Kim Dae-jung, quien acudió a solicitar el honor de pagar las facturas. En el otoño de 2000, Madeleine Albright, la Secretaria de Estado americana, participó en una fiesta, ¡en la que se celebraba el quincuagésimo aniversario del Partido Comunista norcoreano! Su misión era la de preparar un viaje oficial del presidente Clinton, que al final no pudo hacerse realidad. Después le tocó el turno, en la primavera de 2001, a una delegación parlamentaria belga, que —cito a Le Monde— «desbordó de obsequiosidad» y cayó en el ridículo. En mayo acudió a rendir pleitesía una delegación de la Unión Europea, dirigida por el Primer Ministro sueco. Ciertos miembros de la UE (pero, por fortuna, no Francia) prometieron entonces entablar relaciones diplomáticas con Pyongyang sin contrapartida.

Sin embargo, dejando aparte la tecnología nuclear y balística con que la equipó la Unión Soviética, Corea del Norte es uno de los Estados más débiles del planeta. Económicamente, es un país moribundo, aniquilado por el azote colectivista. Los expertos evalúan en uno o dos millones las víctimas de la hambruna que hace estragos en él desde 1990 (de una población de veintidós millones de habitantes). Hordas de niños huérfanos intentan subsistir rebuscando en las basuras. En diez años la esperanza de vida ha retrocedido seis años y ello pese a las ayudas alimentarias generosas: cien mil toneladas de alimentos entregadas por Washington aún a comienzos de mayo de 2001 y doscientos millones de euros abonados por la UE. Aun así, habría que tener la seguridad de que esos socorros sirven para mejorar la suerte de la población. Tenemos toda clase de motivos para pensar que sirven más bien para aumentar el arsenal militar: en 1994, en el momento más grave de la hambruna, Corea del Norte compró cuarenta submarinos a Rusia.

Además, ese Estado es, de todos los restos comunistas que perduran, seguramente el más cruel y criminal. Es un cuartel totalitario en el que la represión no falla, los campos de concentración están bien surtidos y se practican abundantemente las ejecuciones públicas. Los melifluos reproches en pro de los derechos humanos que susurran los sonrientes visitantes procedentes de los países democráticos son rechazados por Kim Jong-Il y su junta con un desprecio de hierro. En la esfera humanitaria como en la estratégica, las humildes oraciones de los peregrinos nunca son atendidas, ni siquiera cuando van acompañadas de ofrendas substanciales.

Cierto es que los objetivos de esa política son de los más encomiables: la apertura a la democratización de Corea del Norte, la recuperación de su economía y, con el tiempo, la reunificación de las dos Coreas. Por desgracia, no se puede alcanzarlos sin satisfacer una condición sobre la cual Kim Jong-Il y su nomenclatura no podrían estar de acuerdo: la desaparición del régimen. Ahora bien, la diplomacia del peregrinaje y de las concesiones unilaterales no hace sino fortalecer, al contrario, ese régimen o ayudarlo a perpetuarse más allá de su término natural.

Por lo demás, pese a sus críticas contra Corea del Norte, George W. Bush ha mantenido sus ofrecimientos de conversaciones: en vano, por lo que a 2001 y 2002 se refiere. Ha continuado incluso con la ayuda financiera americana a las entregas de petróleo y la construcción de las dos centrales. Ha seguido proporcionando también a los norcoreanos una ayuda humanitaria generosa, principalmente alimentaria, junto con Corea del Sur, Japón, China y Europa. No por ello ha reanudado Kim Jong-Il las conversaciones ni ha aceptado las inspecciones y los controles convenidos de sus armas de destrucción masiva. Se trata de hechos precisos que, si se tiene buena fe, resulta tan difícil de olvidar como fácil de comprobar.[124] «A cambio de centenares de millones de dólares de ayuda humanitaria que el Sur ha concedido al Norte —escribe el New Cork Times—[125] a cambio de todas las inversiones realizadas por las empresas surcoreanas, con las que la mayoría perdían dinero, Corea del Norte no ha hecho prácticamente nada para desmantelar su postura de preparación para la guerra en la península».

Esa obstinación justifica —convendrá conmigo el lector— que los Estados Unidos ejerzan cierta presión sobre ese Estado peligroso. Ese reconocimiento es aún más demostrativo en el caso de Iraq, único de los tres países del «eje del mal» contra el cual el Gobierno de Bush dio a entender, ya en enero de 2002, que tenía intención incluso de llevar a cabo una acción propiamente militar. Los europeos son libres de desolidarizarse de los Estados Unidos en cuanto a esos tres países y a muchas otras cosas, pero no proponen, a su vez, solución alguna para prevenir el peligro terrorista y el de la propagación de las armas de destrucción en gran escala. Pues repetir, como no cesan de hacerlo, que hay que recurrir a una solución «política» es proponer un brindis al sol. Sadam Husein ha rechazado todas las soluciones «políticas» propuestas desde 1990. Al obstinarse en repetir esa palabra vacía de sentido ante el interlocutor iraquí, los europeos reconocen no querer tener en cuenta el problema de la seguridad internacional. Puesto que renuncian así, que no vengan después a echar pestes contra el unilateralismo de la diplomacia y la estrategia americanas. Ese unilateralismo es obra suya.

Sin embargo, según algunos observadores, parece que los europeos, después de haberse entregado a sus rituales invectivas antiamericanas contra el informe sobre el estado de la Unión, han suavizado un poco sus diatribas, un mes después. Según el editorialista británico John Lloyd,[126] el «foso que separa a Europa de los Estados Unidos es menos amplio de lo que se dice». La declaración de Chris Patten[127] contra el unilateralismo americano suscitó en Gran Bretaña, según Lloyd, «una reacción unánime de desprecio» tanto entre los conservadores como entre los laboristas. Es posible. No obstante, he de observar que, al anunciar su intención, excepcional en Europa, de asociar en su momento a su Gobierno con una operación militar americana contra Iraq, el Primer Ministro Tony Blair vio alzarse contra él, en marzo de 2002, a numerosos diputados de su propio Partido Laborista y hasta ministros de su Gobierno. En cuanto a Hubert Védrine, ministro francés de Asuntos Exteriores, precisó, al parecer, que su comentario sobre el «simplismo» americano no entrañaba agresividad alguna por su parte. Eso es puro Védrine. Sus constantes ataques contra América nunca son, de creerlo, otra cosa que la expresión de su benevolencia. Añadió también, según Lloyd: «Tal vez haya más sentimiento antifrancés en los Estados Unidos que antiamericanismo en Francia». Por mi parte, yo nunca lo he visto. Desde luego, dado que la denigración de los Estados Unidos ocupa el noventa por ciento del pensamiento francés, los americanos, la prensa en particular, ven su paciencia puesta a dura prueba casi todos los días y replican con frecuencia de forma mordaz, pero, aparte de esos intercambios polémicos, nunca he notado en América respecto de Francia la misma mala voluntad fundamental que se ve en Francia para con América.

Raras veces habrá resultado tan patente dicha mala voluntad como en el caso de los terroristas de Al Qaeda detenidos en Guantánamo. Ciertas organizaciones sólo defienden lo que llaman, según su punto de vista muy especial, los derechos humanos, cuando se trata de disculpar a los peores adversarios de las democracias y prohibir a éstas protegerse contra ellos. Esas ligas de virtud se han movilizado con frecuencia para protestar contra la encarcelación lejos del País Vasco de los asesinos de la ETA militar… alejamiento que tenía por objeto, de forma más que evidente, dificultar sus contactos con aquellos de sus cómplices que aún estaban en libertad. Esas mismas y curiosas organizaciones intensificaron su celo para reclamar, a favor de los esbirros de Ben Laden internados en Guantánamo, la condición de prisioneros de guerra, tal como lo establece el Convenio de Ginebra o, mejor dicho, los Convenios de Ginebra, pues son tres. Ahora bien, por mucho que releamos esos textos en todos los sentidos y los interpretemos con la más indulgente amplitud de miras, no vemos que se pueda aplicar su definición de combatiente, vestido de uniforme de un ejército regular y hecho prisionero, a un terrorista vestido de civil, que pasa inadvertido y, en época de paz, mata al azar y de improviso a otros civiles, en una ciudad, un avión, una embajada, una iglesia o un templo. ¿Acaso es comportarse como combatiente digno de ser tratado como un prisionero de guerra, degollar a un periodista, Daniel Pearl, y después decapitarlo procurando filmar la escena y enviar la cinta a su viuda? «Daniel Pearl —escribe el director de L’Express, Denis Jeambar—, era americano, pero ante todo era un periodista y, por esa razón, un defensor de los valores universales que son las libertades de pensamiento y publicación… Así, pues, la indignación francesa y europea, que tan rápidamente se manifiesta para denunciar el trato de los prisioneros talibanes de Guantánamo, debería haber resonado alta y fuerte. Lamentablemente, nada hemos oído o muy poco».[128]

Se internó a los esbirros de Al Qaeda en Guantánamo para impedirles la evasión y poder obtener, al interrogarlos, posibles informaciones sobre operaciones en preparación, es decir, para prevenir posibles asesinatos. ¿Tanto interesa a los supuestos defensores de los derechos humanos que lleguen a cometerse dichos asesinatos?

Es probable, ya que se lanzaron también, en Europa y en los Estados Unidos, contra las modestas medidas de seguridad policial que las autoridades aplicaron en las democracias, después del 11 de septiembre de 2001, para facilitar la intercepción de explosivos o armas dentro de los vehículos o los equipajes. ¡Esas medidas, hemos oído gritar, son liberticidas, acaban con el Estado de derecho! Ahora bien, como observa con razón Hervé Algalarrondo, «¿en qué sentido atenta contra las libertades el hecho, por ejemplo, de autorizar a los policías a registrar los coches, en ciertas condiciones bien determinadas? Los aduaneros pueden hacerlo desde siempre, sin que eso haya molestado nunca a nadie».[129] El autor observa en particular que Robert Badinter, célebre ex ministro de Justicia y antiguo Presidente del Consejo Constitucional, el hombre menos sospechoso de abrigar inclinaciones «liberticidas», sostuvo la legitimidad de dichas medidas con esta argumentación: «El Estado de derecho no es el estado de debilidad». Nadie, deplora Algalarrondo, se tomó la molestia de responder a Robert Badinter…

Y con razón, pues la raíz de esa cruzada al revés en pro de las libertades es, en realidad, el odio a las libertades, a la democracia, odio exacerbado aún más cuando esa democracia se llama Estados Unidos. Volvemos a ver en este caso a los «intelectuales» a juicio de los cuales con los atentados del 11 de septiembre los americanos habían recibido, en una palabra, «su merecido» o incluso no habían existido dichos atentados, ya que esa tesis demencial, elaborada por un cerebro trastornado, tuvo vigencia por unos instantes en Francia y fue acogida incluso favorablemente y propagada con fervor por los medios de comunicación franceses. De modo que los auténticos soldados de la libertad son, al parecer, los terroristas que hacen estallar bombas en el metro. Lamentablemente, con la mundialización americanizada, con demasiada frecuencia son reprimidos por los enemigos de la libertad. «La propia idea de libertad —escribe el filósofo francés Jean Baudrillard—, está borrándose de las costumbres y las conciencias (…) la mundialización liberal se está realizando de una forma exactamente inversa: la de una mundialización policial, un control total, un terror en materia de seguridad».[130]

Así, pues, ¿quién tendrá el valor de decir que Francia ya no tiene un gran pensador?

Incluso cuando nuestras críticas a los Estados Unidos tienen fundamento, son con frecuencia contradictorias entre sí y, además, con lo que nosotros mismos, los europeos, profesamos y practicamos. Examinemos la decisión, de marzo de 2002, de aplicar un 30 por ciento de derechos de aduana a las importaciones de acero, para intentar proteger una industria en decadencia, en la que se habían multiplicado las quiebras. Se trataba de una decisión política oportunista, adoptada bajo la presión del grupo de intereses de las empresas, los accionistas y los sindicatos obreros de la siderurgia, y de una decisión económica execrable y denunciada en seguida como tal en los propios Estados Unidos, incluido el Partido Republicano. Así, George F. Will, editorialista con fama de conservador, acusa a Bush de haber «elaborado una amalgama indigesta de derechos y cupos que ridiculiza su retórica librecambista».[131]

Así, pues, la prensa y los medios políticos de los Estados Unidos no sólo justificaron, sino que, además, aprobaron las protestas europeas o asiáticas, tanto más cuanto que esos derechos y cupos habían de tener por fuerza el efecto de hacer pagar el acero por encima de la cotización mundial en el mercado interior americano. Ahora bien, los europeos, y sobre todo los antimundialistas, siempre dispuestos a echar pestes contra el liberalismo «salvaje» que atribuyen a América, no son los más indicados para reprocharle simultáneamente su proteccionismo, cuando éste se manifiesta. Nos gustaría saber qué es lo perjudicial: ¿la libertad de comercio o su contrario, el obstáculo aduanero?

A esa incoherencia intelectual, los europeos suman una contradicción entre sus principios y sus actos. Los franceses son los campeones de ese doble juego, tanto para con los Estados Unidos y Asia como para con sus socios europeos. Se pudo comprobar unos días después de la decisión de Bush sobre el acero. Los quince miembros de la Unión se reunieron en Barcelona el 16 de marzo con la liberalización del comercio de la energía en Europa como programa de su Cumbre. El debate sobre esa cuestión llevaba años eternizándose, se había abordado en cumbres anteriores, en Lisboa, después en Estocolmo, sin avanzar. Tampoco avanzó en Barcelona, por una razón que acaparó, por lo demás, toda la atención de la prensa: la obstrucción de Francia. La obstinación francesa, violación de los compromisos subscritos e incluso de los tratados firmados, más concretamente del artículo 86 del Tratado de Roma, que establece la libre competencia, logró una vez más hacer aplazar la aplicación de esa misma libre competencia en el sector de la energía. El Presidente de la República Jacques Chirac y el Primer Ministro Lionel Jospin, por otra parte rivales huraños en la campaña electoral entonces en marcha, se reconciliaron provisionalmente para reñir y ganar con patriótica unanimidad aquella batalla retrógrada contra la libertad. ¿Por qué? Por el miedo que les inspiraba la perspectiva de disturbios sociales inevitables, en caso de que aceptaran comenzar a preparar la privatización de uno de los más feroces mamuts del sector nacionalizado francés: Électricité de France, que, encima, está en manos del sindicato comunista, la CGT (Confederación General del Trabajo), que cuenta, así, con un monopolio dentro del monopolio y cuya omnipotencia sólo se ve amenazada, desde hace poco, por un sindicato aún más extremista y antiliberal que ella: SUD. Como los ferrocarriles, la educación nacional o los transportes parisinos, EDF dispone de medios temibles de represalia que los gobiernos raras veces tienen valor para afrontar, sobre todo en período electoral, lo que explica la gloriosa resistencia francesa en Barcelona contra la UE.

Para calibrar su costo, conviene observar que la libre competencia permitiría una reducción importante de las tarifas del gas y la electricidad para los consumidores franceses, empresas o particulares. Así, pues, propiciaría un aumento del poder adquisitivo de las familias y una disminución del precio de los productos vendidos por las empresas a los consumidores. De modo que una vez más, como es habitual en Francia, un grupo de presión sectorial y potentemente organizado logró mantener su posición dominante y sus ventajas haciéndolas pagar por encima del precio normal a los usuarios y los contribuyentes.[132] Contrariamente a lo que Lionel Jospin, el Primer Ministro, sostuvo en Barcelona con desprecio de los hechos más notorios, la electricidad cuesta en Europa por término medio un 30 por ciento más que en los Estados Unidos y, en las naciones europeas en las que se ha liberalizado —países escandinavos, Gran Bretaña, Alemania—, las tarifas han bajado casi un 25 por ciento. La señora Loyola de Palacio, comisaria europea de la Energía, calcula que la insuficiente liberalización de ese mercado cuesta todos los años a los Estados miembros 15 mil millones de euros.[133] Aun así, Francia arrancó a los otros catorce miembros de la UE la concesión de retrasar la liberalización de la energía en su mercado interior hasta 2003 o incluso 2004, en el caso de las empresas, y 2005, en el de los particulares. Suponiendo que en esas fechas no arranque un nuevo aplazamiento —puesto que ya había prometido adoptar en Barcelona lo que había desechado en Lisboa y después en Estocolmo y no había mantenido su palabra—, podemos asombrarnos de esa decisión de infligir a millones de particulares el castigo de tener que pagar un año más que las empresas su gas y su electricidad a un precio superior a la media europea. ¡Y a eso lo llaman Europa social!

Cierto es que en Barcelona todo era irracional, ya que, además, trescientos mil antimundialistas devastaron la ciudad para alzarse contra el libre cambio, cuando precisamente las potencias europeas, por instigación de Francia, acababan de satisfacer espontáneamente sus deseos. Con la misma lógica, ya abordada en el capítulo tercero, los antimundialistas habían saqueado, tres años antes, Seattle para oponerse a la Organización Mundial del Comercio y para reclamar la regulación de los intercambios, ¡cuando la función de la OMC es precisamente la de regular los intercambios! Esa organización ha condenado en varias ocasiones a los Estados Unidos —por ejemplo, en enero de 2002, sin ir más lejos— por haber permitido a las empresas americanas trasladar sus beneficios de la exportación a paraísos fiscales, lo que equivalía a subvencionarlas indirectamente.[134]

El enorme y crónico déficit comercial de los Estados Unidos, si bien es un inconveniente para ellos, es una ventaja para el resto del mundo. Cuando el ritmo de la economía americana se aminora, como en 2001, el de la economía mundial retrocede por la reducción de los pedidos de su principal comprador. Decenas de países, de Tailandia a Nigeria, enviaron más del 10 por ciento de su producto nacional bruto en 2000 a los Estados Unidos, que compran el 6 por ciento de toda la producción de bienes y servicios del mundo entero, en el que el empleo de seis de cada cien trabajadores depende, por tanto, directamente del cliente americano.[135]

Así, pues, Europa y Asia, América Latina y África están interesadas tanto como los Estados Unidos —si no más incluso— en la libertad del comercio y eso es lo que vuelve absurdas, desde el propio punto de vista de los antimundialistas, que afirman defender los intereses de los países pobres, sus reaccionarias cantinelas contra la libertad de los intercambios.