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¿Por qué tanto odio?…
¡Y tantos errores!

No sin cierta provocación, se podría afirmar que no existe una cuestión americana en sí. La única, la verdadera, cuestión es la de las relaciones que los Estados Unidos mantienen con el resto del mundo. Relaciones prácticas, morales y (tal vez las más importantes)… imaginarias.

Quiero decir que la principal dificultad no es la de conocer los Estados Unidos tal como son, en su funcionamiento interno como sociedad y en su proyección exterior como superpotencia, con sus cualidades y sus defectos. La documentación seria sobre las múltiples facetas y los basamentos de la realidad americana es más que abundante. No cesan de aparecer en todas las lenguas, al menos en las europeas, libros y artículos cargados de informaciones exactas (si no se está dispuesto a rehuirlas) y reflexiones escrupulosas sobre las políticas interior y exterior americanas. Respecto de la vida social y cultural del país, abundan los estudios eruditos, a los que se suma una abundancia de reportajes llenos de observaciones originales cuidadosamente comprobadas y confirmadas. Por lo demás, los propios periodistas americanos han hecho notoriamente escuela en ese género, por no decir que lo han creado.

Así, pues, quien quiera informarse sobre los Estados Unidos dispone de todos los medios para lograrlo, incluso sin visitarlos. Si se está mal informado, aun habiéndolos visitado con frecuencia, quiere decir que es algo deliberado. ¿Por qué esa parcialidad? Se me responderá que la mayoría de los seres humanos tienen ocupaciones más urgentes que pasar sus jornadas devorando bibliotecas enteras y gruesos legajos de recortes de prensa o que no pueden hacerlo, en particular en los países, aún demasiado numerosos, en los que predomina el analfabetismo. Naturalmente. Pero esa observación totalmente fundada no hace otra cosa que desplazar hacia arriba el origen de la voluntad de ignorar o mentir. En efecto, el papel y el cometido de los transmisores de información y los creadores de opinión —periodistas de los medios de comunicación de masas, profesores, protagonistas políticos o predicadores ideológicos— debería ser el de mediar entre el público y las fuentes de conocimiento que dichos profesionales, por su parte, tienen, dada su profesión, el tiempo y el deber de adquirir. Después les incumbiría difundirlos y ponerlos al alcance de su auditorio. El periodista, a semejanza de cualquier «comunicador», es a la vez historiador del presente y pedagogo de sus lectores u oyentes. Si utiliza las tribunas de que dispone con vistas a la celebración narcisista de sus propias ideas preconcebidas en lugar de ponerlas al servicio de los hechos, perjudica a su público y lo traiciona. Precisamente porque los Estados Unidos son una superpotencia geoestratégica y en muchos sentidos un crisol de comportamientos sociales y culturales imitados en el mundo entero, conviene conocerlos bien, sobre todo por parte de quienes quieren reducir su influencia. Pues se trata de un objetivo que sólo se puede alcanzar oponiéndole propuestas contrarias y pertinentes, que deben basarse en una apreciación correcta de los aspectos sobre los que es deseable y posible actuar con eficacia. Quien se limita a repetir un resentimiento inspirado por prejuicios se condena a sí mismo a la impotencia.

No es que la sociedad americana esté —insisto— exenta de defectos, ¿qué sociedad podría estarlo? Todo el mundo tiene derecho a criticarlos. No es que América no cometa errores y abusos en su política exterior. ¿Qué país no los comete? Y los suyos tienen consecuencias tanto más nefastas cuanto que es un país hegemónico. Así, pues, conviene descubrirlos y denunciarlos. Ahora bien, es necesario que dichas críticas y denuncias se refieran a los verdaderos defectos y errores y también que quienes desprecian a América no pasen por alto, consciente o inconscientemente, sus cualidades y sus éxitos. Cuando el examen y el análisis, ante los aspectos negativos y los positivos, carecen de verdad e imparcialidad, ensoberbecen seguramente a quienes lo hacen con una falsa ilusión de revancha y del goce onírico de una superioridad facticia, pero en la esfera de la acción, que es la de la política, contribuyen a debilitarlos aún más.

Tomemos la creencia, rápidamente dada por demostrada, según la cual los Estados Unidos habían establecido una censura de prensa y de los medios de comunicación durante las semanas que siguieron a los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington. ¿De qué se trataba? La cadena de televisión de Qatar Al Jazira había difundido una declaración del jefe terrorista Osama ben Laden, después recogida por la CNN. Dicha declaración expresaba la alegría de su autor ante la idea de que miles de americanos hubieran muerto, por una parte, y, por otra, constituía un llamamiento para que se cometieran nuevos asesinatos. Por último, según especialistas no sólo americanos, sino también franceses, del terrorismo, tal vez contuviera mensajes cifrados destinados a agentes «durmientes» en los Estados Unidos y en Europa para darles instrucciones con vistas a la comisión de nuevos atentados. Así, pues, al Gobierno y al Congreso americanos les pareció prudente incitar a las televisiones y a las radios a abstenerse de difundir semejantes mensajes o al menos dar prueba de desconfianza y discernimiento antes de emitirlos. ¿Qué gobierno que se hubiera abstenido de actuar así no habría sido acusado de negligencia criminal? Por las mismas razones, el Departamento de Estado ordenó a la «Voz de América» que no propagara una entrevista con el mulá Omar, otro dirigente terrorista, próximo a Ben Laden.

En cuanto al control de Internet, se explicaba de sobra por el descubrimiento —demasiado tardío, por desgracia— de que los futuros pilotos de los aviones suicidas que iban a estrellarse contra las torres del World Trade Center habían intercambiado numerosos correos electrónicos con toda tranquilidad. Si el FBI y la CIA, cuyo fallo no se cesaba de pregonar, y con razón, hubieran mantenido entonces —se repetía por doquier— Internet bajo vigilancia, habrían podido descubrir la naturaleza sospechosa de ciertos mensajes y someter a vigilancia a sus expedidores y sus destinatarios.

Esas reacciones y esas precauciones (sobre todo a juicio de Francia, que ha elevado al rango de dogma teológico su famoso «principio de precaución» en relación con la carne de bovino) deberían haber sido, aun cuando se hubieran discutido e impugnado en su momento, objeto de comprensión, cuando se trataba de miles de cadáveres americanos y la preocupación legítima de las autoridades por precaverse contra posibles peligros futuros.

En lugar de comprensión, los americanos vieron elevarse contra ellos, en los medios de comunicación del mundo entero, un concierto de imprecaciones. ¡América había instaurado la censura, había suprimido la libertad de prensa, había violado la Primera Enmienda de su Constitución! «La propaganda hace furor en los medios de comunicación americanos».[44] Éstos se habían vuelto «la voz de su amo».[45]

¡Exageraciones infundadas! ¿Acaso mil millones de musulmanes que viven en países que nunca han conocido ni la democracia ni la sombra de una libertad de prensa estarían calificados para defenderlas contra la única nación del globo en la que nunca han sido suprimidas? En cuanto a Francia, por citar sólo a ella en Europa y por remontarnos sólo hasta una fecha relativamente reciente, ¿ha olvidado ya el período de la guerra de Argelia, en el que sus radios y su televisión obedecían a una vigilante censura de Estado y en el que no pasaba semana sin que la policía retirara un periódico de la circulación por «atentar contra la moral del Ejército»?

Además, quienes despreciaban la «censura» americana omitían, naturalmente, que en los Estados Unidos también los periódicos advertían todos los días contra los riesgos que todo estado de guerra hace correr a la libertad de opinión e información.[46]

En otra esfera, las medidas adoptadas después del 11 de septiembre con vistas a prevenir los ataques terroristas (medidas semejantes a las adoptadas en Europa, por lo demás) provocan, también allende el Atlántico, las protestas de los grupos de defensa de las libertades. Vigilar a los sospechosos, Internet o las cuentas bancarias, conceder a la policía el derecho a hacer abrir los maleteros de los automóviles son precauciones denunciadas como «totalitarias» por ciertas organizaciones americanas como por la Liga de Derechos Humanos en Francia. Sin embargo, en este caso no se trata de perpetuar regímenes totalitarios, sino de proteger a regímenes democráticos.

Peor aún: en los Estados Unidos esas organizaciones han impedido, desde hace algunos años, la votación de una ley encaminada a autorizar a las policías y los servicios de información a que pongan en práctica semejantes medidas preventivas. Si hubieran estado en vigor antes, tal vez hubiesen permitido impedir los desastres de Nueva York y Washington. No vale la pena burlarse —no sin razón, por lo demás— de la ineficacia del FBI y de la CIA, pues, como se demostró después, habrían podido localizar fácilmente y por adelantado a los futuros pilotos kamikazes de los vuelos terroristas, si al mismo tiempo el legislador les deniega los poderes especiales necesarios.

Ahora bien, eso fue precisamente lo que ocurrió. Después de los atentados de 1998 contra embajadas americanas en África, el Congreso constituyó una Comisión Nacional sobre el Terrorismo (National Comission on Terrorism, llamada NCT), encargada de preparar un proyecto de ley con vistas a reformular la política antiterrorista. Dicha comisión subrayó y demostró en su informe que el Gobierno de los Estados Unidos no se había dotado hasta entonces de los medios para prevenir una acción de Al Qaeda (la red mundial de Ben Laden) en suelo americano incluso y que «la amenaza de ataques con pérdida de vidas humanas en masa en nuestro territorio no cesa de aumentar». La portada del informe iba adornada incluso —premonición o azar casi increíbles— ¡con una foto de las dos torres del World Trade Center!

¿Qué cree el lector que ocurrió? Múltiples ligas, asociaciones y organizaciones hablaron al instante de una «sombra fatal» sobre las libertades. El Instituto representativo de los arábigoamericanos se quejó de un «regreso a los días más negros de la época mccarthysta». El encargado de los derechos del ciudadano en el propio gobierno de Clinton censuró incluso a la NCT, ¡deplorando que en el informe se señalara con el dedo injustamente a americanos de origen árabe! Ahora bien, ¡en el informe no hay una sola palabra sobre ellos! Para otros, con ese texto se trataba visiblemente de satisfacer a los antiguos «halcones» que, por estar privados de enemigos desde el fin de la guerra fría, se inventaban con el terrorismo una amenaza hecha a su medida. En una palabra, la campaña fue tan ruidosa, que el proyecto de ley fue enterrado y nunca llegó a ser ley… con las consecuencias que sabemos.[47]

Aunque sea el más espectacular, no es el único ejemplo, ni mucho menos, de análisis o artículos americanos en los que se evaluaba con perspicacia la probabilidad de una guerra terrorista de tipo nuevo dentro incluso del país. Que los defensores de los derechos humanos no lograran tener en cuenta también los derechos de la defensa nacional, que consiguieran la relegación de esas previsiones al rango de vaticinios delirantes y racistas debidos a obsesos de la seguridad, muestra una vez más la ingenua ceguera de los regímenes democráticos. Mientras no les ha caído la desgracia en la cabeza, procuran al máximo permanecer vulnerables, pero esa ingenuidad suicida en ningún caso autoriza a los europeos a blandir una supuesta decadencia del sentido de las libertades en los Estados Unidos de América, como si el peligro «fascista» existiera de forma preponderante en los Estados Unidos, país que, en doscientos veinte años, no ha conocido ni una sola dictadura, mientras que Europa las ha coleccionado.

El principal reproche que se puede hacer a la «hiperpotencia» de los americanos podría ser el de haber alterado mentalmente al resto de la especie humana. Ha vuelto a unos sedientos de venganza y ha alterado la capacidad de observación y razonamiento de los otros, en grados diversos, pero siempre de forma perjudicial para su lucidez.

Así, las operaciones en Afganistán, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos fueron rápidamente presentadas, en sectores no despreciables de la opinión, los partidos políticos y la prensa de Europa, como una agresión americana unilateral. Washington, presa bruscamente de a saber qué trance, había tomado, supuestamente, la iniciativa sin que ningún acontecimiento previo pudiera explicar, aparentemente, ese gesto «imperialista». No me refiero siquiera a los dirigentes y los editorialistas africanos, que compartieron casi unánimemente esa visión de las responsabilidades en el desencadenamiento de la intervención americana. Se lo esperaban. También se lo esperaban en América Latina, donde el antiamericanismo está orgánicamente vinculado con la historia de ese subcontinente. Sirve en él de fantasma compensatorio por el relativo fracaso de la América del Sur respecto de la América del Norte. Como escribe el gran pensador venezolano Carlos Rangel: «Para los latinoamericanos constituye un escándalo insoportable que un puñado de anglosajones, llegados al hemisferio mucho después que los españoles y en un clima tan crudo, que poco faltó para que ninguno de ellos sobreviviese a los primeros inviernos, hayan llegado a ser la primera potencia del mundo. Sería necesario un impensable autoanálisis colectivo para que los latinoamericanos pudieran mirar de frente las causas de ese contraste. Por eso, aun sabiendo que es falso, todos los dirigentes políticos, todos los intelectuales latinoamericanos están obligados a decir que todos nuestros males encuentran explicación en el imperialismo norteamericano».[48]

En cambio, se esperaba una reacción más matizada de Europa, donde el antiamericanismo es, pese a todo, menos automático y menos virulento que en África o en América Latina, ya que el fracaso relativo es menos pronunciado en ese continente. Y es cierto que en la Unión Europea los gobiernos y las opiniones públicas se solidarizaron mayoritariamente y sin reservas con los Estados Unidos para deplorar la agresión de que ese país acababa de ser víctima. No obstante, minorías importantes, en los antiguos y los nuevos partidos de izquierda —los Verdes en particular—, y una casi mayoría entre los adversarios de la mundialización o entre los intelectuales, ¡se aferraron sin demora al soniquete según el cual las hostilidades no habían comenzado en realidad hasta la réplica americana a los atentados! Toda la primera parte del guión estaba borrada, como lo había estado, cuando la guerra del Golfo, para aquellos, muy numerosos, para quienes la agresión inicial, la causa absoluta de esa guerra, era la ofensiva de la coalición de veintiocho países —¡no todos americanos!— para expulsar al ejército iraquí, el 16 de enero de 1991, y en modo alguno era la invasión de Kuwait por Iraq, el 2 de agosto de 1990. Curioso sentido de la cronología…

Sin embargo, el mismo sentido fue el que incitó a ciento trece intelectuales franceses a lanzar un llamamiento contra la «cruzada imperial» en Afganistán. «Esa guerra no es la nuestra —proclamaban—. En nombre del derecho y de la moral del más fuerte [y no porque tres mil personas habían sido asesinadas] la armada (sic) occidental administra su justicia celestial».[49] ¿Por qué celestial? Si alguien se cree celestial en todo ese asunto, son más bien los islamistas, que en diez minutos asesinan a miles de civiles inocentes en nombre de Alá. Son también ellos quienes en Nigeria o en Sudán cometen matanzas de cristianos, porque éstos se niegan a someterse a la sharia. Tan sólo en septiembre y octubre de 2001, varios centenares de cristianos nigerianos fueron exterminados en nombre de Alá sin que nuestros ciento trece intelectuales tuvieran nada que decir al respecto. Cierto es que Bush empleó la palabra cruzada para referirse a la necesaria movilización internacional contra el terrorismo, pero para cualquier oyente de buena fe resulta evidente que con ello se proponía abogar por una unión de las democracias en esa lucha y no de una guerra «santa». Una vez más, son los islamistas los que se creen encargados por Alá para hacer la guerra santa, como no cesan de gritar. Ésa es la evidencia para todos, salvo para los ciento trece intelectuales. Una vez más, invierten los papeles y atribuyen a las democracias toda la gama de los sentimientos «celestiales», megalómanos, delirantes y homicidas que caracterizan al terrorismo islámico.

En el mejor de los casos, a costa de una indulgencia meritoria, los americanófobos ponen en pie de igualdad y no dan la razón a ninguna de las dos partes: ni a los terroristas ni a los que se proponen oponerles resistencia. Así, centenares de miles de pacifistas, en los propios Estados Unidos y en Europa (en Italia, en particular), se manifestaron el domingo 14 de octubre de 2001 blandiendo pancartas en las que se podía leer: «No al terrorismo, no a la guerra», lo que resulta casi tan inteligente como gritar: «No a la enfermedad, no a la medicina». Como escribió entonces Marco Pannella, el carismático fundador del Partido Radical italiano: «Desde 1938, sabemos perfectamente cuál es el enemigo supremo contra el que luchar en nombre de la paz. Los pacifistas lanzaban entonces la lucha sagrada contra las plutocracias demojudaicas de Londres, París o Nueva York».[50] En 1939, después del pacto sovieticonazi, los comunistas franceses exhortaron, en nombre de la lucha contra el capitalismo, a los obreros de las fábricas de armas a que sabotearan su trabajo e incitaron a los soldados a desertar, cuando faltaban pocas semanas para que los ejércitos nazis ocuparan París. Pero, prosigue Pannella, «había que oponerse a una guerra imperialista. O sea, ni que decir tiene, imperialista únicamente en París, no en Berlín ni en Moscú». Los seudo-«pacifistas», embargados de odio a la democracia, son los servidores de una impostura que no es nueva.

Otro argumento que movió a los pacifistas unilaterales a condenar la réplica americana[51] es precisamente el de que era una réplica. Los Estados Unidos, decían, habían cedido supuestamente a un vil deseo de revancha. Para satisfacer ese impulso vindicativo, no vacilaron en lanzar bombardeos, entre cuyas víctimas debían contarse inevitablemente civiles afganos. Ahora bien, habría habido que «negociar», encontrar una solución «práctica». ¡Hombre, claro! Ya se sabe: las democracias se niegan siempre a negociar. Sólo los fanáticos sanguinarios son adeptos de la transacción.

Equivale a olvidar o, mejor dicho, a pasar por alto voluntariamente lo esencial: el objetivo de la contraofensiva americana no era la venganza, sino la defensa. Su fin era la eliminación del terrorismo en el futuro. La amenaza terrorista mundial, que va dirigida también contra Europa, no concluyó el 11 de septiembre de 2001. El comienzo o la amenaza del terrorismo bacteriológico después de aquella fecha lo muestra claramente. Lo que se podía reprochar a las democracias en aquellos instantes trágicos (no para los ciento trece) era más bien que no hubiesen tenido en cuenta antes numerosas informaciones alarmantes, que se hubieran decidido a prevenir el peligro demasiado tarde, según su costumbre inmemorial, que hubieran esperado, para empezar a hacerlo, a que se produjera una catástrofe. ¿Tenían la culpa los Estados Unidos de que Afganistán fuese el país en el que se ocultaba el jefe principal de las redes terroristas islámicas y, por tanto, fuera en ese país en el que se hubiese de intervenir en primer lugar? Por desgracia, no se podía hacer sin riesgo —y pese a todas las precauciones adoptadas— para la población civil, pero en la fecha de inicio de las operaciones era más bien en Nueva York y en Washington, no en Kabul, donde se contaban por millares las víctimas civiles. Parece que para ciertos «humanitarios» hay «buenas» víctimas civiles: las víctimas americanas.

En cuanto a la «negociación» y la búsqueda de una solución «política», me gustaría mucho que las mentes ingeniosas que las propugnan me explicaran qué resultado da su brillante y original idea con los Ben Laden y otros Sadam Husein. ¿Por qué no han propuesto a estos últimos participar en una conferencia internacional en un país neutral y bajo la égida de las Naciones Unidas? Así habríamos podido comprobar la amplitud de su éxito. ¿Hasta tal punto ignoran el funcionamiento de la mentalidad terrorista?

Es cierto que, a fuerza de querer a toda costa quitar la razón a los mismos, se pierden de vista las realidades, como también la cronología de los acontecimientos. ¿Qué importan los imperativos de la geografía o de la estrategia? En su frenesí acusador antiamericano, ciertos humanitarios perdieron incluso la cabeza hasta el punto de acusar a los Estados Unidos de querer matar a los civiles, al lanzar sobre el territorio afgano… paquetes de víveres al tiempo que bombas. Aparte de que no se lanzaban los unos en los mismos lugares que las otras, ese remedio para salir del paso obedecía a la intención de limitar lo más posible las consecuencias de la interrupción del envío de socorro por carretera. ¿Por qué ocultar que los Estados Unidos habían sido, de 1980 a 2001, los principales dispensadores de la ayuda humanitaria en Afganistán y que el 80 por ciento de los víveres que las ONG distribuían en ese país en el marco del Programa Mundial de Alimentos corrían a cargo de América? ¿No habría consistido la más elemental probidad en reconocerlo en primer lugar, aunque se deseara a toda costa criticar los lanzamientos en paracaídas destinados a paliar la interrupción forzosa de los convoyes?

Para no verse convertidos en «agresores», los Estados Unidos deberían haberse abstenido de dar respuesta alguna al terrorismo internacional y de intentar acosar a sus jefes. «Bombardear a un país exangüe es absurdo; hacen falta soluciones políticas»,[52] dijo, por ejemplo, un intelectual y diplomático iraní de gran talento, Ihsan Naraghi, al que los ayatolás de la República islamista obligaron, por lo demás, a pasar una temporada «política» en la cárcel en la época de su «revolución». Equivale a olvidar que los americanos bombardearon Afganistán tan sólo en la medida en que Ben Laden y sus hombres habían encontrado en él un refugio, gracias a la complicidad de los talibanes, con los cuales resultó inútil negociar. No fue el pueblo afgano en cuanto tal el blanco de las operaciones aéreas americanas, sino las instalaciones militares de los talibanes, si bien sabemos que, por desgracia, cualquier bombardeo, aun cuando se procure circunscribirlo, ha de causar por fuerza víctimas civiles. Pero, al cabo de unos días, en la prensa internacional y en las organizaciones humanitarias ya sólo se hablaba de los bombardeos americanos y sus víctimas civiles afganas, cuyo número sólo facilitaban, por lo demás, los propios talibanes, ya que éstos impedían a los periodistas extranjeros ir a hacer sus propias investigaciones in situ.

Cierto es que la mayoría de los gobiernos democráticos, fueran cuales fuesen las diferencias y las divergencias que existieran entre ellos, permanecieron conscientes del único peligro real que se debía evitar, el de ese nuevo terrorismo que, con su amplitud, su riqueza, sus medios técnicos y sus ramificaciones, los amenazaba a todos más o menos o los amenazaría tarde o temprano. Pero las opiniones públicas y los medios de comunicación, sobre todo en los países musulmanes, pasaron a considerar muy rápidamente la intervención en Afganistán como un fenómeno aislado, sin antecedente que lo explicara, y una lucha no contra Ben Laden, sino contra todo el Islam y, sin embargo, el terrorismo de los integristas islámicos amenazaba a varios Gobiernos en países musulmanes también: Túnez o Egipto, por ejemplo.

Los días 11 y 12 de septiembre, ante las ruinas y los miles de cadáveres, éramos «todos americanos». Pero, al cabo de cuarenta y ocho horas, se oían algunas notas discordantes. ¿No había que preguntarse por las causas profundas, las «raíces», del mal que habían movido a los terroristas a su acción destructiva? ¿No tenían los Estados Unidos una parte de responsabilidad en su propia desgracia? ¿No había que tener en cuenta los sufrimientos de los países pobres y el contraste de su miseria con la opulencia americana? Esa argumentación cuya falsedad ya he demostrado no se expresó únicamente en los países cuya población, exaltada por la yihad, aclamó ya en los primeros días la catástrofe de Nueva York, castigo bien merecido, a su juicio. Se abrió paso también en las democracias europeas, donde muy pronto se dio a entender aquí y allá que el deber de llorar a los muertos no debía ocultar el derecho a analizar los motivos.

¿Cuáles son las verdaderas causas del ataque del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington, que más parece un acto de guerra que un atentado terrorista?

La causa principal hay que verla sin discusión en el resentimiento que no cesa de intensificarse contra los Estados Unidos, sobre todo desde el hundimiento comunista y el surgimiento de América como «única superpotencia mundial», según la expresión despreciada y consagrada. Esa execración es particularmente marcada en los países islámicos, a causa de la existencia de Israel, atribuida exclusivamente a América, pero está presente más discretamente en toda la superficie del planeta, incluida Europa, donde en algunas capitales ha sido elevada al estatuto de idea fija y principio casi único en política exterior.

Así, se imputan a los Estados Unidos todos los males, reales o supuestos, que afligen a la Humanidad, desde la bajada de los precios de la carne de bovino en Francia hasta el sida en África y el posible calentamiento de la atmósfera. Los primates vociferadores y camorristas de la antimundialización, en desherencia de maoísmo, echan la culpa, en realidad, a América, sinónimo de capitalismo. Esa obsesión acaba provocando una auténtica irresponsabilización del mundo.

Tomemos el caso de Israel. Se puede discutir la creación de ese Estado en Palestina, pero una cosa es segura: es el resultado directo del antisemitismo europeo. Por lo demás, entre los pogromos y el Holocausto, muchos más judíos europeos emigraron a América que al Oriente Próximo. Es cierto que los Estados Unidos apoyaron a Israel desde su nacimiento, si bien no fueron los únicos, pero no son la causa de ese nacimiento.

En cuanto a la «hiperpotencia» americana, que tanto quita el sueño a los europeos (no se les recordará bastante), deberían preguntarse por sus propias responsabilidades en la génesis de esa preponderancia. Pues, que yo sepa, fueron los europeos los que hicieron del siglo XX el más negro de la Historia. Fueron ellos los que provocaron los dos apocalipsis que fueron las dos guerras mundiales. Fueron ellos los que inventaron los dos regímenes políticos más absurdos y más criminales jamás infligidos a la especie humana. Si la Europa occidental en 1945 y la Europa oriental en 1990 eran un campo de ruinas, ¿de quién fue la culpa? El «unilateralismo» americano es la consecuencia, no la causa, de la disminución de potencia del resto del mundo, pero se ha adoptado la costumbre de invertir los papeles y acusar a los Estados Unidos a cada paso. ¿Cómo asombrarse de que tanto odio acumulado acabe incitando a unos fanáticos a compensar con una carnicería «unilateral» sus propios fracasos?

Según se nos repite machaconamente, el terrorismo antiamericano se explica supuestamente o incluso se justifica por la «pobreza en aumento» que supuestamente propaga el capitalismo mediante la mundialización, orquestada por los Estados Unidos. Ése es el tema que se difunde por los círculos de Attac,[53] en la revista Politis, entre los Verdes alemanes, los intelectuales latinoamericanos y varios editorialistas africanos. En los propios Estados Unidos, la extrema izquierda (radical left) ha organizado manifestaciones para propagar ese lema. También es la convicción del célebre juez Baltasar Garzón (El País, 3 de octubre de 2001), para quien un crimen sólo lo es, si lo comete Pinochet, o del premio Nobel Dario Fo (Corriere della Sera, 15 de septiembre de 2001), quien escribe: «¿Qué son los veinte mil muertos de Nueva York (sic) en comparación con los millones de víctimas que causan todos los años los grandes especuladores?». La concesión del premio Nobel de literatura a una nulidad literaria como Dario Fo hizo dudar de la competencia al respecto de la Academia de Estocolmo. Por fin se ha disipado el equívoco: en realidad, quería concederle el premio de economía.

Sin embargo, todo el mundo puede comprobarlo: desde hace cincuenta años, en lo que en tiempos se llamaba el Tercer Mundo ha habido un triple aumento: el de la renta media, el de la población y el de la esperanza de vida. Esta última se había más que duplicado en el conjunto de los llamados países menos adelantados, antes de que un factor imprevisto, de origen exterior a la economía, la epidemia del sida, la hiciera retroceder de nuevo. Que Pakistán, que siempre había superado a la India, esté hoy detrás de ella no se debe al capitalismo mundializador, sino a las nacionalizaciones socializantes del Zulfikar Ali Bhutto. Bangladesh, pese a su exceso de población y su falta de recursos naturales, ha podido alcanzar la autonomía alimentaria.

En cuanto a la excepción africana, vuelvo a insistir: se debe mucho más al estatalismo y al socialismo que al liberalismo y al capitalismo. Son sobre todo sus incesantes guerras civiles que no cesan de desgarrar ese continente. Las causas del naufragio africano son más políticas e ideológicas o tribales que económicas.

Lo mismo ocurre con el terrorismo. El otro error que cometen quienes afirman la culpabilidad americana en los atentados de septiembre consiste en creer que se pueden cortar las raíces del terrorismo con una política de desarrollo y modernización, que de todos modos existe. El terrorismo vasco no se debió a que el País Vasco fuese más pobre que el resto de España. Era, al contrario, una de sus regiones más prósperas. El mundo musulmán, origen del hiperterrorismo actual, cuenta con algunos de los países más ricos del planeta, empezando por Arabia Saudí, que financia las redes de Osama ben Laden y a muchos otros integristas, en Argelia o en Europa. El terrorismo islámico en general es hijo de una idea fija religiosa, no de un análisis de las causas de la pobreza. No puede propiciar mejora alguna de la suerte de las sociedades atrasadas. Al contrario, rechaza como incompatibles con el Corán todos los remedios que podrían contribuir a dicha mejora: la democracia, la laicidad, la libertad intelectual, la igualdad del hombre y la mujer, la apertura a otras culturas, el pluralismo crítico.

Mucho peor aún: el hiperterrorismo inaugurado en Nueva York ha sido la causa indirecta de un retroceso de los países más pobres. La crisis económica que ha provocado o agravado en los países industrializados ha acarreado una reducción de sus importaciones procedentes de las regiones menos avanzadas, una regresión del turismo dirigido a esas mismas regiones y una disminución de las inversiones privadas en las regiones en vías de desarrollo. Según el Banco Mundial, las inversiones al respecto disminuyeron de 240.000 millones de dólares en 2000 a 160.000 millones en 2001. Según el presidente de ese mismo banco, diez millones de personas en el Tercer Mundo han vuelto a quedar, por esa razón, por debajo del nivel de un dólar al día de renta; decenas de miles de niños más corrían peligro de morir de hambre, se han destruido centenares de millones de puestos de trabajo. A cada nueva oleada de terrorismo —y no han sido escasas, desde hace treinta años, en todos los continentes—, vemos reaparecer el mismo razonamiento o la misma pregunta: ¿qué criterio objetivo permite distinguir a un terrorista de un resistente? El mismo individuo es un terrorista, a juicio de unos, y un combatiente de la libertad, a juicio de otros. ¿Acaso no llamaba la Gestapo terroristas a quienes los patriotas franceses llamaban resistentes durante los años de ocupación? Así, pues, abstengámonos de clasificar dentro del terrorismo toda acción violenta que nos desagrade.

Ese relativismo no ha cesado de resurgir después del 11 de septiembre. La agencia británica Reuters dio incluso, al final de septiembre, la orden a sus periodistas de prescindir del empleo del término «terrorista» para calificar los atentados de Nueva York y Washington o para designar a sus autores. Esos escrúpulos honran a quienes los sienten, pero parecen excesivos, porque se abstienen de hacer un análisis más preciso. Para distinguir a un terrorista de un auténtico luchador por la libertad, existen criterios menos subjetivos que el de nuestro punto de vista personal, según el bando al que pertenezcamos o por el que sintamos simpatía. ¿Cuáles? Se puede considerar legítima la violencia, si es efectivamente el único medio para intentar recobrar la libertad. Así es en caso de que se sufra una dictadura que suprima los derechos humanos, sobre todo si es totalitaria y, más en particular, si es obra de un ejército de ocupación extranjero. Ahora bien, casi ninguno de los movimientos terroristas que han hecho —o hacen aún— estragos desde hace treinta años no constituye una respuesta a esa situación, Las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, Acción Directa en Francia, ETA en el País Vasco español desde 1977, los nacionalistas corsos, el IRA en Irlanda del Norte, Sendero Luminoso en Perú desde 1980 se entregaban o se entregan a la violencia en países democráticos, en los que la libertad está garantizada por las instituciones, en los que los ciudadanos pueden expresarse libremente, pueden crear periódicos y partidos politicos, votar, presentarse a las elecciones, manifestarse. Como los manifestantes de esos movimientos habían sido siempre muy minoritarios en las urnas, mataban o siguen matando, a falta de poder convencer. Su enemigo no es la tiranía, sino la democracia precisamente. En el caso del resistente, es lo contrario exactamente. Ahí tenemos —podemos pensar— un criterio sencillo y claro que permite definir el terrorismo. Lejos de liberar, esclaviza. La otra característica del terrorismo es la de que afecta principalmente a ciudadanos comunes y corrientes y sin defensa. Colocar bombas en los almacenes o en los trenes, hacer saltar en las calles coches cargados de explosivos, golpear a personas al azar, en tiempo de paz, es, literalmente, «aterrorizar» a toda una población. En Argelia, país no democrático, de 1990 a 2000 el GIA (Grupo Islámico Armado) mató a cien mil personas: no a miembros de la organización militar que ejerce la dictadura, sino sobre todo a aldeanos que no tenían el menor poder político. Las víctimas de esas matanzas son tanto más ejemplares cuanto más inofensivas son y sirven así a los terroristas para reforzar el clima general de inseguridad. Los atentados del 11 de septiembre corresponden sin lugar a dudas a esa descripción.

Por último, lo propio del terrorismo, es tener fines imprecisos e indefinidamente ampliables, sin que se pueda, por lo demás, establecer un vínculo racional entre dichos fines y los actos cometidos con vistas a alcanzarlos. Si los terroristas de la banda de Baader en Alemania o de las Brigadas Rojas se imaginaban que podían derribar el capitalismo asesinando a algunos ministros y diseminando explosivos, se hacían ilusiones falsas, con lo que revelaban hasta qué punto habían perdido el sentido de la eficacia y el contacto con la realidad. ¿En qué sentido podía servir a la causa palestina, cuando la segunda Intifada, la matanza de varias decenas de adolescentes en una discoteca? ¿Era su objetivo el de consolidar un Estado palestino que coexistiese con un Estado israelí, devuelto a sus fronteras, o no era más bien el de destruir pura y simplemente a Israel, lo que entonces equivalía a rechazar los acuerdos concertados e instaurar una guerra interminable? Ese equívoco es constante.

En cambio, no hay ningún equívoco en el fin perseguido por los fundamentalistas de Al Qaeda, la organización mundial creada por Ben Laden: quieren convertir a la Humanidad por la fuerza al Islam. El único enunciado de esa ambición expone a las claras su naturaleza a la vez irracional e irrealizable. Por eso, las explicaciones de ese nuevo terrorismo mediante factores concretos, como las desigualdades entre las naciones, no eran pertinentes. Lo que los integristas reprochan a los occidentales, y ante todo a los americanos, no es que sean ricos, es que no sean musulmanes. Cierto es que les atribuyen también la responsabilidad de sus propios fracasos, en lugar de preguntarse por qué las sociedades musulmanas no han logrado entrar en la modernidad, pero lo esencial no es eso: su terrorismo está justificado, a su juicio, porque afecta a infieles que se niegan a abrazar el Islam.

No sólo Ben Laden o sus émulos y sucesores ven en los Estados Unidos un «enemigo del Islam al que se debe destruir», sino que también musulmanes americanos, sin ir tan lejos, creen que pueden proponerse convertir a todos sus conciudadanos. Uno de sus portavoces, Siraj Wahaj, que tuvo el honor de ser el primer musulmán invitado a pronunciar la oración diaria en la Cámara de Representantes, declaraba recientemente: «Incumbe a los musulmanes americanos substituir el gobierno constitucional actual por un califato y elegir a un emir».[54]

Se engañan quienes aconsejan que se recurra a la negociación y a «soluciones políticas» para calmar a los fanáticos de Al Qaeda. Para ello, sería necesario que sus motivaciones fueran lógicas. Pero un abismo los separa de cualquier procedimiento racional y el terrorismo es precisamente la parodia de acción que sirve para colmar dicho abismo.

Los dos meses que siguieron al inicio de la guerra terrorista islámica contra la democracia en general y los Estados Unidos en particular fueron un banco de pruebas muy interesante y revelador, ya que durante ese período se vio la exacerbación de las fobias y las mentiras del antiamericanismo tradicional y del neototalitarismo.

La más grosera de esas mentiras por parte de los musulmanes consiste en justificar el terrorismo islámico atribuyendo a América una hostilidad antigua y general para con ellos. Ahora bien, en el pasado lejano o cercano, los Estados Unidos han perjudicado, sin comparación posible, mucho menos a los países musulmanes que el Reino Unido, Francia o Rusia. Esas potencias europeas con frecuencia los han conquistado, ocupado o incluso oprimido durante decenas de años y a veces más de un siglo. En cambio, los americanos nunca han colonizado a un país musulmán. No son más hostiles al Islam, en cuanto tal, en la actualidad. Muy al contrario, sus intervenciones en Somalia, en Bosnia, en Kosovo, como también sus presiones al Gobierno macedonio fueron —y van— encaminadas a defender a minorías islámicas. Antes he recordado que tampoco son la causa histórica del surgimiento de Israel, debido al antisemitismo de los europeos. La coalición de veintiocho países contra el ejército iraquí en 1991 no ponía la mira en Sadam Husein en cuanto musulmán, sino en cuanto agresor. Por lo demás, aquella coalición se formó a solicitud de Arabia Saudí, inquieta por la amenaza que el dictador de Bagdad representaba para ella y para todos los emiratos. Así, pues, podemos señalar que en aquel caso los Estados Unidos y sus aliados defendieron, también entonces, a un pequeño país musulmán, Kuwait, contra un tirano que era, por su parte, muy poco musulmán, ya que Iraq es en teoría laico y Sadam no tiene reparos en hacer matanzas con armas químicas de chiítas del sur de su país y kurdos del norte, también musulmanes. Así, pues, resulta curioso que los musulmanes americanófobos no vean ningún inconveniente en que Iraq, cuya población es mayoritariamente musulmana, ataque a otros musulmanes, a Irán primero en 1980 y después a Kuwait en 1990, según los procedimientos del imperialismo belicista más primitivo. También en Argelia, desde 1990, son musulmanes los que cometen matanzas de otros musulmanes. ¡Qué extraño resulta que los supuestos defensores de los pueblos musulmanes no se escandalicen de ello lo más mínimo!

Los musulmanes podrían recordar también que en 1956 fueron los Estados Unidos los que detuvieron la ofensiva militar anglo-franco-israelí contra Egipto, llamada «expedición de Suez».

Después del 11 de septiembre se cultivó otra mentira: el mito de un Islam tolerante y moderado. Dicho mito tiene dos componentes. El primero corresponde a la historia de las religiones y la exégesis de los textos sagrados. Es la afirmación según la cual el Corán enseña supuestamente la tolerancia y no contiene ningún versículo que autorice el uso de la violencia contra los no musulmanes o contra los apóstatas. Lamentablemente, esa leyenda edulcorante no resiste el más somero examen del Libro santo del Islam, en el que abundan, al contrario, pasajes que obligan a los creyentes a exterminar a los infieles. En los debates a ese respecto, reavivados cada vez más después de los atentados, numerosos comentaristas recordaron esa verdad, citando bastantes versículos que la ilustran y la demuestran sin discusión posible. Citaré, entre otros, el libro de Jacques Rollet, Religión et Politique [Religión y política][55] o el artículo de Ibn Warraq, «L’Islam, une idéologie totalitaire»[56] [El Islam, ideología totalitaria]. Ibn Warraq es un indopaquistaní, autor de un libro clamoroso titulado Pourquoi je ne suis pas musulman [Razones por las que no soy musulmán].[57] Desde la publicación de su libro, tiene que vivir escondido (como, desde 1989, Salman Rushdie, el autor de los Versículos satánicos o la bangladeshí Taslima Nasreen, que se atrevió a protestar, en 1993, contra la condición de las mujeres en los países islámicos). Si Ibn Warraq fuera descubierto, sus correligionarios, infinitamente tolerantes, se lo cargarían. Transcribe una edificante sarta de suras coránicas; por ejemplo, ésta (sura IV, versículo 76): «Matad a los idólatras dondequiera que los encontréis». Se trata, por lo demás, del piadoso deber que no dejaron de cumplir los buenos musulmanes barbudos que, el domingo 28 de octubre de 2001, en Bahawalpur, en Pakistán, irrumpieron con ametralladoras en un templo protestante en el que se celebraba un oficio, mataron al pastor y a dieciséis fieles (cuatro niños, siete mujeres y cinco hombres), a los que se sumaron varias decenas de heridos graves, entre ellos una niña de dos años. Ahogados entre ciento cuarenta millones de musulmanes, hay unos dos millones de cristianos paquistaníes, católicos o protestantes, que, evidentemente, no pueden ser, ni mucho ni poco, culpables de las malas acciones que los locos de Alá imputan a Occidente. Así, pues, únicamente en calidad de infieles fueron asesinadas esas víctimas inocentes. Por lo demás, Ben Laden acababa de lanzar la consigna: «¡Matad a los cristianos!». Y fue oída. Poco después, volvió su pupila asesina contra Kofi Annan, Secretario General de las Naciones Unidas, calificado por él de «criminal». A propósito de «víctimas inocentes», no tengo entendido que la izquierda europea vertiera muchas lágrimas por aquellos cristianos paquistaníes.

Lo que dicta la visión del mundo de los musulmanes es que toda la Humanidad debe respetar los imperativos de su religión, mientras que ellos, a su vez, no deben respeto alguno a las religiones de los demás, ya que entonces pasarían a ser renegados que merecerían la ejecución inmediata. La «tolerancia» musulmana tiene sentido único. Es la que los musulmanes exigen para ellos solos y que nunca demuestran a los demás. El Papa, deseoso de mostrarse tolerante, autorizó, alentó incluso, la edificación de una mezquita en Roma, ciudad en la que está enterrado San Pedro, pero no se puede ni pensar en la construcción de una iglesia en La Meca ni en parte alguna de Arabia Saudí, so pena de profanar la tierra de Mahoma. En octubre de 2001, voces islámicas, pero también occidentales, no cesaron de pedir al Gobierno americano que suspendiera las operaciones militares en Afganistán durante el mes del Ramadán, que iba a comenzar a mediados de noviembre. Con guerra o sin ella, la decencia impone —decían los bien intencionados— ciertas consideraciones para con las fiestas religiosas de todos. Hermosa máxima, salvo que los musulmanes se consideran los únicos exentos de cumplirla. En 1973, Egipto no vaciló en atacar a Israel el día mismo de Kipur, la fiesta religiosa judía más importante, guerra que pasó a la Historia precisamente con la denominación de «guerra de Kipur».

El segundo componente del mito del Islam tolerante consiste en sostener abiertamente que el grueso de las poblaciones musulmanas —y en primera fila la inmensa mayoría de los musulmanes residentes o ciudadanos de los países democráticos de Europa o América— desaprueba el terrorismo. Los muftis o rectores de las principales mezquitas en Occidente se han especializado en ofrecer esas garantías melifluas. Después de cada oleada de atentados asesinos —por ejemplo, en Francia en 1986 y en 1995, o después de la fatwa que ordenaba matar a Salman Rushdie en 1989 o a Taslima Nasreen en 1993 por «blasfemia»— nadie les supera en garantizar que las comunidades cuya custodia espiritual les corresponde son profundamente moderadas. En los medios políticos y de la comunicación, amordazados como estamos por el miedo a parecer racistas al hacer constar simplemente los hechos, los omitimos. Como dice también Ibn Warraq, «la cobardía de los occidentales me espanta tanto como los islamistas».[58]

Así, el diario Le Parisien Aujourd’hui, en su número del 12 de septiembre de 2001, publicó un reportaje sobre la atmósfera de alborozo que reinó durante toda la velada del día anterior en el distrito XVIII de París, en el que vive una importante comunidad musulmana. «¡Ben Laden se los va a follar a todos! Hemos empezado con América, después vendrá el turno de Francia». Ése era el tipo de declaraciones «moderadas» dirigidas a los transeúntes cuya fisonomía parecía indicar que no eran magrebíes. O también: «Voy a festejarlo esta noche, pues no veo esos actos [los atentados de Nueva York y de Washington] como una empresa criminal. Es un acto heroico. Va a servir de lección a los Estados Unidos. A vosotros, los franceses, os vamos a hacer saltar a todos».

Aquel reportaje de Le Parisien no tuvo equivalente en ningún otro órgano de la prensa escrita y fue silenciado por casi todos los medios de comunicación. En todo caso, como oyente asiduo que soy, todas las mañanas, de diversas revistas de prensa radiofónicas, no oí mencionarlo en ninguna de ellas, salvo error, aquel 12 de septiembre.

Pese a la imprecisión de las estadísticas, se considera que la población musulmana que vive en Francia está formada por entre cuatro y cinco millones de personas. Es la comunidad musulmana más numerosa de Europa, seguida, muy atrás, por las de Alemania y Gran Bretaña. Si «la inmensa mayoría» de esos musulmanes fuera moderada, como afirman los muftis y sus seguidores políticos y de los medios de comunicación, me parece que se vería un poco más. Por ejemplo, después de las bombas de 1986 y de 1995, en París, que mataron a varias decenas de franceses e hirieron a muchos más, podría haber habido, entre los cuatro millones y medio de musulmanes, algunos millares de «moderados» para organizar una manifestación y desfilar de la République a la Bastilla o por la Canebiére. Nadie vio siquiera su sombra.

En España, hubo con frecuencia en 2001 manifestaciones que agruparon hasta cien mil personas para denunciar a los asesinos de la ETA militar. Las hubo no sólo en todo el país, sino también en el propio País Vasco, donde los manifestantes podían temer represalias, aunque los partidarios de los terroristas fueran efectivamente muy minoritarios en ese país, como lo demostraron una vez más las elecciones regionales de noviembre de 2000.

Y al revés: si los musulmanes moderados de Francia se atreven tan poco a manifestarse, ¿no será porque saben que son ellos los minoritarios dentro de su comunidad y no los extremistas? Ésa es la razón por la que son moderados… con moderación. Lo mismo ocurre en Gran Bretaña, donde en 1989 se vio a los musulmanes, la mayoría de origen paquistaní, desgañitarse gritando en pro de la muerte de Salman Rushdie, pero no se vio a ninguno de ellos protestar contra esos gritos bárbaros. Después del 11 de septiembre, un portavoz autorizado de los musulmanes británicos, El Misri, calificó los atentados contra el World Trade Center de actos de «legítima defensa». Otro, Omar Bakri Mohammed, lanzó una fatwa en la que ordenaba matar al Presidente de Pakistán, culpable de haberse manifestado a favor de George Bush y contra Ben Laden[59]. De nada sirvió aguzar los oídos, nadie oyó a la menor multitud islámica británica protestar en las calles contra esas incitaciones al asesinato, porque no existe, como tampoco hay una multitud «moderada» islámica francesa. La idea de que «la inmensa mayoría» de los musulmanes instalados en Europa es supuestamente moderada resulta ser un simple sueño, como se reveló espectacularmente durante los dos meses que siguieron a los atentados contra los Estados Unidos.

El Presidente Bush hizo bien, cuando proclamó solemnemente, el día siguiente al de los atentados, que estaba seguro del patriotismo de los ciudadanos americanos de confesión musulmana, y estuvo acertado al trasladarse a mezquitas para demostrar esa confianza por su parte. Se trataba de evitar que, por efecto de la furia provocada por la amplitud del crimen, los arabigoamericanos fueran objeto de represalias indignas. Así, George Bush se ajustó a la mejor moral democrática y varios Jefes de Estado o de Gobierno europeos actuaron del mismo y prudente modo. Ese escrúpulo democrático honra a los americanos y a los europeos, pero no debe volverlos ciegos ante el odio a Occidente de la mayoría de los musulmanes que viven entre nosotros.

Después del 11 de septiembre de 2001, los dirigentes democráticos procuraron subrayar cuidadosamente que la de los occidentales contra el terrorismo no era una lucha contra el Islam. Pero los islamistas no tuvieron, por su parte, inconveniente en proclamar que su lucha terrorista era una lucha contra los occidentales. Su objetivo es el fruto de un delirio, seguramente, pero es sin lugar a dudas el de destruir la civilización occidental en cuanto impía e impura. Por eso, todas las explicaciones del hiperterrorismo mediante la hiperpotencia americana y la mundialización capitalista, mediante causas económicas y políticas —en una palabra— analizables racionalmente, carecen en este caso de pertinencia. Lo que los integristas reprochan a nuestra civilización no es lo que hace, sino lo que es, no aquello en lo que falla, sino lo que logra. Por eso, todas las cantinelas sobre la necesidad de buscar una «solución política» al terrorismo islámico se basan en la falsa ilusión de que semejante solución puede existir en un universo mental hasta tal punto separado de la realidad.

Un manual distribuido a los aprendices de terroristas en los campamentos de entrenamiento de Ben Laden y que circula también en Gran Bretaña en traducción inglesa especifica inequívocamente los principios y los fines de la guerra santa. Las referencias filosóficas que contiene muestran que sus autores no son unos ignaros iluminados de aldea y seguramente han frecuentado las universidades occidentales. Así, pues, se pronuncian con todo conocimiento de causa. Podemos leer en él: «La confrontación con los regímenes apóstatas que pedimos pasa por alto los debates socráticos, los ideales platónicos y la diplomacia aristotélica. En cambio, conoce los ideales del asesinato, las bombas, la destrucción, así como la diplomacia del cañón y la ametralladora. Misiones asignadas: la principal misión de que se ocupa nuestra organización militar consiste en derrocar los regímenes sin Dios y substituirlos por un régimen islámico». Ese opúsculo es una simple muestra en medio de un torrente de exhortaciones del mismo estilo. He subrayado las expresiones que prescriben la aniquilación de nuestras civilizaciones y sus pensadores. En modo alguno se trata, en la intención de los terroristas, de ordenar la mundialización o aumentar la ayuda a los países en ascenso, se trata de extirpar el Mal de todo el planeta y substituirlo por el Bien, es decir, el Islam.

Por lo demás, los enemigos de la democracia en nuestros propios países no se equivocan. Jóvenes de extrema derecha, adeptos de Jean-Marie Le Pen, celebraron con champán, en un local del Frente Nacional, mientras contemplaban las imágenes televisadas de las Twin Towers desplomándose entre las llamas, el 11 de septiembre. En el otro extremo del espectro político, los delegados de la Confederación General del Trabajo, el sindicato comunista, en la fiesta de L’Humanité, el 16 de septiembre, acogieron con silbidos el discurso con el que el propio secretario general del Partido Comunista, Robert Hue, pedía tres minutos de silencio en memoria de las víctimas americanas de los atentados. La misma hostilidad para con la civilización democrática es la que movió a miles de espectadores, franceses de origen magrebí, a silbar a la Marsellesa, el 6 de octubre, antes del comienzo del partido de fútbol Francia-Argelia.

A esos júbilos y vociferaciones se sumaron en medios políticos e intelectuales de izquierda ciertas reacciones más matizadas, pero no por ello no dejaban de insinuar que los atentados perpetrados contra los Estados Unidos no estaban moralmente injustificados. Conviene observar que todos esos puntos de vista antiamericanos empezaron a circular y a propagarse sin moderación antes del 7 de octubre de 2001, es decir, antes del comienzo de los bombardeos contra los talibanes de Kabul. Después de esa fecha, los bombardeos pasaron a ser el motivo con más frecuencia invocado para pronunciarse en contra de los americanos, pero fue un simple elemento suplementario en una requisitoria que quitaba la razón desde el principio a América en cuanto modelo del capitalismo democrático y la civilización «materialista». Todo el mundo sabe que en los países de África o Asia, en particular en los musulmanes, reina el desinterés más puro y que la corrupción universal que los arruina y los asola es la expresión de una profunda espiritualidad.

Muchas personas sensatas, aun sin caer en una furia tan patológica, sobreentienden un sistema explicativo que estaba ligeramente emparentado con ella.

El propio Primer Ministro francés, Lionel Jospin, no dejó de subscribir discretamente esa interpretación cuando preguntó: «¿Qué lección van a sacar los americanos de lo que acaba de ocurrir?». Esa lección —indicó nuestro anterior Primer Ministro— deberá consistir en que los Estados Unidos moderen su «unilateralismo». Tal vez sean los Estados Unidos culpables de «unilateralismo», pero la cuestión que se planteaba en aquella ocasión era la de si la respuesta apropiada a ella era la destrucción terrorista de ciudades americanas. Así, pues, al tiempo que confirmaba la solidaridad francoamericana en la lucha contra el terrorismo, el señor Jospin no descartaba del todo la idea de que el castigo terrorista infligido a América el 11 de septiembre no era del todo inmerecido. Un portavoz de Atrae fue más lejos y citó el adagio: «Quien siembra vientos recoge tempestades». Esa opinión, muy difundida, según las diversas declaraciones que transmitieron los medios de comunicación, era compartida, evidentemente, por los musulmanes llamados «moderados» de Francia, Gran Bretaña u otros sitios, aun cuando, según los sondeos, condenaban, al parecer, el principio del terrorismo. Pero ¿condenaban su práctica? Aparentemente, no.

En todo caso, si bien la mundialización es reprobada por las minorías de izquierda, cuando es liberal, es adoptada sin la menor falsa vergüenza por los musulmanes integristas, cuando pasa a ser islámica. «Islam will dominate the world», («el Islam dominará el mundo»): ésa es la divisa que figuraba, por ejemplo, en las pancartas blandidas por manifestantes islámicos de nacionalidad británica, que desfilaban en octubre de 2001 en Luton (55 kilómetros al norte de Londres). Cuando los biempensantes occidentales se declaran convencidos de la tolerancia fundamental del mundo islámico, toman sus sueños por realidades… o a sus oyentes por imbéciles. Podríamos haber imaginado que musulmanes bastante numerosos, al tiempo que hicieran, con razón o sin ella, responsables a los occidentales de las dificultades y los retrasos del mundo islámico, señalaran que el terrorismo era un absurdo criminal que en modo alguno resolvería el problema. Si existen, apenas se los oyó. Los dirigentes políticos musulmanes que, por razones diplomáticas y estratégicas, en Pakistán o en Arabia Saudí, condenaron los atentados, lo hicieron pagando esa audacia con su popularidad en sus respectivos países.

De modo que la evolución global de una gran parte de las opiniones públicas, los «expertos» y los medios de comunicación, durante los dos meses que siguieron al 11 de septiembre de 2001, los movió a sacar esa conclusión o, al menos, esta interpretación constantemente sobreentendida: la única agresión real no había sido el ataque de los hiperterroristas islámicos, sino la réplica de los Estados Unidos contra los talibanes y Ben Laden. Naturalmente, esa versión de los hechos fue la de la mayoría de los musulmanes desde el principio. Pero el fenómeno interesante es el de que después se propagó bastante ampliamente por Occidente. Los críticos más moderados reconocían vagamente que América había sido atacada, pero sostenían que el riesgo supremo era el de causar víctimas civiles en Afganistán. Peor aún: el de provocar una «catástrofe en materia humanitaria». Cierto es que ese riesgo era —trágicamente— demasiado real. Resultaba más que evidente que había que hacer todo lo posible para dispensar a las poblaciones de las consecuencias y socorrer a los refugiados. Pero hacía falta una importante dosis de «unilateralismo» para imputar la responsabilidad de aquella situación a América exclusivamente. La desgraciada población afgana sufría desde hacía más de veinte años los efectos de los crímenes cometidos primero por el Ejército Rojo y después por los fanáticos talibanes. Desde 1980 hordas de afganos hambrientos no habían cesado de huir de su país para buscar refugio allende una u otra de sus fronteras, pero para muchos los horrores no comenzaron hasta 2001, por culpa de los americanos, cuando éstos lanzaron una operación contra los talibanes y los terroristas. La conclusión que se debía sacar de aquellas consideraciones era muy clara. Según los biempensantes occidentales, los Estados Unidos son la única nación que no tiene derecho a defenderse, cuando un enemigo la agrede. Una de las objeciones más indecentes opuestas al derecho de legítima defensa de los americanos consiste en decir que utilizaron a Ben Laden en la guerra contra la URSS durante el decenio de 1980 e incluso que la CIA (¡horror!) lo inició en la lucha. (¡Sabido es que los Estados Unidos son el único país del mundo que tiene servicios secretos!). Pero ¿qué tenía de anormal o reprensible que Ronald Reagan aceptara los servicios de los que querían oponer resistencia a la URSS, aunque fuera en nombre del Islam? ¿Acaso había que esperar, para rechazar al Ejército Rojo, a que todos los afganos y todos los saudíes hubieran leído a Montesquieu o se hubiesen convertido al cristianismo? ¿Se imagina alguien lo que habría representado para la India, Pakistán, los países del Golfo, para todos nosotros, un dominio definitivo de los soviéticos en Afganistán? Nunca habría surgido un Gorbachov. Esa crítica sobre las posibles relaciones entre la CIA y Ben Laden, procedente de los europeos, que en aquella época babeaban de cobardía y sólo se preguntaban si había que ir o no a los Juegos Olímpicos de Moscú (gracias a Georges Marchais, Francia se precipitó a asistir), resulta en cierto modo… subdesarrollada.

Por último, entre las reacciones occidentales a la guerra hiperterrorista que golpeó a los Estados Unidos en septiembre de 2001, se inscribe la recuperación del hiperterrorismo por los antimundialistas. Naturalmente, éstos se quedaron al principio estupefactos por la amplitud de los crímenes cometidos y reducidos al silencio por la oleada de solidaridad con los americanos resultante. Durante unos días el antiamericanismo tuvo mala prensa, pero sólo durante unos días. Muy pronto apareció la idea de que «Ben Laden se suma a la lucha de los antimundialistas».[60] Para el cardenal Karl Lehmann, Presidente de la Conferencia Episcopal alemana, la enseñanza que se desprende del terrorismo es la siguiente: «Occidente no debe intentar dominar al resto del mundo».[61] Y para Ulrich Beck, profesor de Sociología en la Universidad de Múnich, los atentados señalan «el fin del neoliberalismo».[62] Aunque ninguno de los textos en los que los terroristas islámicos exponen los móviles de su acción menciona la lucha contra el liberalismo, según numerosos representantes de la izquierda occidental, los perjuicios causados por éste explican supuestamente los atentados.

Con una persistente hipocresía, los antimundialistas han atribuido cada vez más la pobreza de los países en vías de desarrollo a la libertad de comercio, cuando resulta que esos mismos países no cesan de quejarse de los obstáculos que impiden o limitan la exportación de sus productos agrícolas y sus textiles a los países ricos.

La Unión Europea en particular, cuyos agricultores obtienen la mitad de sus ingresos de subvenciones, encabeza ese proteccionismo, que, por lo demás, incita a una producción excesiva y que cuesta muy cara a los contribuyentes de la Unión. Así, los antimundialistas europeos y americanos son totalmente incoherentes, pues pretenden luchar a favor de los países pobres, ¡al tiempo que rechazan la libertad de los intercambios que esos países pobres reclaman! Es lo que quieren los países del llamado grupo de Cairns (creado en 1986 en Cairns, en Australia). Dicho grupo comprende, entre otros, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Filipinas, Indonesia o Tailandia, para los cuales las exportaciones agrícolas son vitales. Por eso, el Grupo de Cairns luchó para lograr que se incluyera en el programa de la cumbre de la Organización Mundial del Comercio en Al-Dawa (Doha), en Qatar, en noviembre de 2001, al menos una supresión gradual de las subvenciones y las protecciones con que se engorda la agricultura de los países más ricos. Una vez más, la Unión Europea examinó ese asunto de mala gana, al tiempo que atribuía, de forma clásica, la responsabilidad del proteccionismo a los Estados Unidos. ¡No faltaba más! El ministro francés de Economía, Laurent Fabius, al comentar los imperativos de la cumbre de Al-Dawa, se entregó al extraño análisis siguiente: «Hay que actuar sobre los desequilibrios que alimentan a los terroristas, es decir, gobernar la mundialización», con lo que se ve que un hombre inteligente y que dista de ser un extremista subscribe, en primer lugar, la tesis antimundialista según la cual la libertad de los intercambios es supuestamente el origen del hiperterrorismo islámico y, en segundo lugar, el programa según el cual convendría, por tanto, reducirla, cuando resulta que los países en ascenso a los que se finge ayudar piden, al contrario, que se amplíe. Así, pues, incluso para mentalidades sensatas, la enseñanza que se desprendía de la irrupción hiperterrorista era la de que se debía yugular el liberalismo… Por lo demás, si el grupo Attac[63] consideraba que América había sido el único agresor de verdad, es porque «la guerra [en Afganistán] es la línea del frente de la futura liberalización del mundo» y, por tanto, hay que oponerse a ella.

De todos modos, los antimundialistas deberían haber estado encantados de los resultados del terrorismo, ya que los atentados de septiembre provocaron, como ya he dicho más arriba, un hundimiento del comercio mundial. Por desgracia, como hemos visto, lo que también provocaron, como consecuencia, fue la disminución vertiginosa de las exportaciones de los países pobres, lo que entrañó la desaparición de decenas de millones de puestos de trabajo, la agravación de la miseria y la extensión del hambre[64]. Se trataba de un pequeño inconveniente del retroceso de la mundialización liberal que los antimundialistas no parecían notar.

Asimismo, si bien la cuestión israelí y la nueva degradación de las relaciones palestino-israelíes desde el año 2000 avivaron indiscutiblemente el odio antiisraelí de una gran parte del mundo árabe, no parecen ocupar un lugar de primer plano en la ideología de los combatientes hiperterroristas de Ben Laden. Sus textos «teóricos» atestiguan mucho más su odio contra los judíos en general que contra Israel. Además, dadas la complejidad y la multiplicidad de los medios aplicados, parece evidente que los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron concebidos y puestos en marcha mucho antes del comienzo de la segunda Intifada y la llegada de Ariel Sharon al poder. Además, como se ha observado atinadamente, el primer atentado contra el World Trade Center en 1993 (un coche-bomba había explotado en el subsuelo), que se debió, como ya está demostrado, a la red de Ben Laden, se produjo en el preciso momento en el que acababa de iniciarse en Oslo el proceso de paz. Los islamistas de la escuela de Ben Laden se burlan de los compromisos y apuntan a algo que es mucho más que Israel: toda la civilización moderna es su verdadero blanco.

En efecto, dicha civilización es, a su juicio, intrínseca y, por decirlo así, metafísicamente incompatible con la civilización islámica. El delirio paranoico según el cual los americanos «atacan por todas partes a los musulmanes»,[65] como dijo Ben Laden y han repetido sus discípulos, no consistía en inventarse pretextos empíricos para justificar a posteriori una voluntad de exterminación de origen transcendente. «Los verdaderos blancos de los atentados eran los iconos de los poderes militar y económico americanos», precisa Ben Laden. Al periodista que le objeta que en el desplome de las torres perecieron también centenares de musulmanes, responde: «Según la sharia islámica, los musulmanes no deben vivir en el país de los infieles durante un largo período».[66] Así, pues, las víctimas musulmanas de los atentados recibieron pura y simplemente su merecido. Como se ve, la crítica del neoliberalismo no figura precisamente entre las prioridades de los «neoislamistas».

Si bien el resurgimiento de ese neoislamismo debe mover a las democracias a revisar su visión del mundo, no hay razón alguna para que el antiliberalismo sea el motor principal de dicha revisión. Pues no se puede negar la extensión y el alcance de los cambios provocados por la «nueva guerra»[67] declarada a las democracias —y a varios otros Estados que no lo son, pero han cometido el delito de aliarse con las democracias— en septiembre de 2001. Esa agresión sin precedentes, tanto por la forma como por la amplitud, seguramente modificó de manera duradera la idea que los Estados Unidos tienen de sí mismos y de sus relaciones con el resto del mundo. Entrañó una transformación tan rápida como profunda de las relaciones internacionales y, naturalmente, un cambio radical de las concepciones estratégicas, frente a amenazas inéditas y en gran medida imprevistas, si no imprevisibles.

Habrá que evaluar dichos cambios, caracterizarlos y apreciarlos con el tiempo, pero tienen poco que ver con los sueños pasadistas de los antimundialistas, anticapitalistas y antiliberales.