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Sobre algunas contradicciones del antiamericanismo

Es una paradoja: desde el fin de la guerra fría los Estados Unidos son más detestados y desaprobados, a veces incluso por sus propios aliados, que durante ella por los partidarios declarados o no del comunismo. Observemos la diligencia y la constancia con que las autoridades democráticas o religiosas se han puesto de parte de Fidel Castro, por la única razón de que es objeto del embargo americano, por lo demás falazmente bautizado «bloqueo» para las necesidades de la causa. Ahora bien, Cuba no ha cesado de comerciar con el mundo entero, salvo con los Estados Unidos, y el bajo nivel de vida de los cubanos se debe ante todo al régimen socialista. Durante el invierno 1997-1998, el anuncio por Bill Clinton de una posible intervención militar en Iraq para obligar a Sadam Husein a respetar sus compromisos de 1991 hizo aumentar también varios grados en Europa el sentimiento hostil para con los Estados Unidos. Sólo el Gobierno británico se puso de su parte.

Sin embargo, el problema estaba claro. Desde hacía varios años, Sadam se negaba a destruir sus depósitos de armas de destrucción en gran escala e impedía a los inspectores de las Naciones Unidas controlarlas, con lo que violaba una de las principales condiciones por él aceptadas con ocasión de la paz consecutiva a su derrota de 1991. En vista de cómo las gasta ese personaje, no se podía negar la amenaza para la seguridad internacional que representaba la acumulación en sus manos de armas químicas y biológicas. Pero el principal escándalo que a una gran parte de la opinión internacional le parecía oportuno denunciar era, una vez más, el embargo infligido a Iraq. Como si el verdadero culpable de las privaciones sufridas por el pueblo iraquí no fuera el propio Sadam, que había arruinado a su país al lanzarse a una guerra contra Irán en 1981 y después contra Kuwait en 1990 y, por ultimo, al oponerse a las resoluciones de las Naciones Unidas sobre su armamento. Por lo demás, Sadam vendía al extranjero mucho más petróleo de lo que su contingente «petróleo por alimentos» le autorizaba, pero no utilizaba el dinero para alimentar a su pueblo. Prefería comprar armas. Ahora bien, el apoyo dado —por odio a los Estados Unidos— a un dictador sanguinario procedía tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda (Frente Nacional y Partido Comunista en Francia) o de los socialistas de izquierda (el semanario The New Statesman en Gran Bretaña o Jean-Pierre Chevènement, entonces ministro del Interior, en Francia) y de Rusia como de una parte de la Unión Europea. Así, pues, se trata de un común denominador antiamericano pasional más que de un razonamiento estratégico compartido.

Muchos países, entre ellos Francia, no negaban la amenaza representada por el armamento iraquí, pero declaraban preferir la «solución diplomática» a la intervención militar. Ahora bien, hacía siete años que Sadam Husein, que había puesto numerosas veces en la calle a los representantes de las Naciones Unidas, rechazaba la solución diplomática. En cuanto a Rusia, clamó que el uso de la fuerza contra Sadam pondría en peligro sus propios «intereses vitales». No se veía en qué. La verdad es que Rusia no perdía oportunidad de manifestar su rencor por haber dejado de ser la segunda superpotencia mundial, cosa que era o creía ser en la época de la Unión Soviética. Pero la Unión Soviética murió de sus propios vicios, cuyas consecuencias sigue soportando Rusia.

En el pasado ha habido imperios y potencias de escala internacional, antes de los Estados Unidos de este final del siglo XX. Pero nunca había habido ninguno que alcanzara una preponderancia planetaria. Eso es lo que subraya Zbigniew Brzezinski, antiguo consejero de Seguridad del Presidente Jimmy Carter, en su libro El gran tablero mundial.[9] Para merecer el título de superpotencia mundial, un país debe ocupar el primer rango en cuatro esferas: económica, tecnológica, militar y cultural. Los Estados Unidos son actualmente el único país —y el primero en la Historia— que cumple esas cuatro condiciones a la vez a escala planetaria y ya no sólo continental. En economía, desde la recuperación de 1983 hasta el comienzo de la recesión en 2001, destaca, al aunar crecimiento, pleno empleo, equilibrio presupuestario (por primera vez desde hace treinta años) y ausencia de inflación. En tecnología, en particular desde el desarrollo fulgurante que imprimió a los instrumentos de comunicación de vanguardia, goza casi de un monopolio. Desde el punto de vista militar, es la única potencia capaz de intervenir en todo momento en cualquier punto del globo.

En cuanto a la superioridad cultural, es más discutible. Se trata de saber si entendemos «cultura» en sentido estricto o amplio. En el primer sentido, es decir, el de las altas manifestaciones creadoras, en las esferas de la literatura, la pintura, la música o la arquitectura la civilización americana es brillante, desde luego, pero no es la única ni siempre la mejor. En ese nivel prestigioso, no se puede comparar su irradiación con lo que fueron las de la Grecia antigua, Roma o China. Se podría decir incluso que la cultura artística y literaria americana tiene tendencia a provincializarse, en la medida en que, dado el predominio del inglés, cada vez menos americanos, incluso cultos, leen las lenguas extranjeras. Cuando los universitarios o los críticos americanos se abren a una escuela de pensamiento extranjera, a veces es más por un conformismo de moda que por un juicio original.

En cambio, Brzezinski tiene razón en lo relativo a la cultura en sentido amplio, la cultura de masas. La prensa y los medios de comunicación americanos llegan al mundo entero. Las formas de vida americanas —vestimenta, música popular, alimentación, distracciones— seducen en todas partes a la juventud. El cine y los seriales americanos de televisión atraen en todos los continentes a millones de espectadores, hasta el punto de que algunos países, entre ellos Francia, intentan establecer un proteccionismo en nombre de la «excepción cultural». El inglés se impone de facto como la lengua de Internet y resulta ser, desde hace mucho, la principal lengua de comunicación científica. Buena parte de las minorías políticas, tecnológicas y científicas de las naciones más diversas son diplomadas de las universidades americanas.

Más decisiva aún ha sido seguramente, mal que pese a los socialistas pasados y presentes, la victoria mundial del modelo liberal, a consecuencia del hundimiento del comunismo. Asimismo, la democracia federalista a la americana suele ser imitada en otros países, empezando por la Unión Europea. Sirve de principio organizador de muchos sistemas de alianzas, entre ellos la OTAN, así como las Naciones Unidas. No se trata de negar aquí los defectos del sistema americano, sus hipocresías y sus desviaciones, pero el caso es que ni Asia ni África ni América Latina tienen muchas lecciones de democracia que darle. En cuanto a Europa, ella fue la que inventó las ideologías criminales del siglo. Ésa es la razón precisamente por la que los Estados Unidos tuvieron que intervenir en dos ocasiones en nuestro continente, con ocasión de las dos guerras mundiales. Y ese fracaso europeo es la causa de su situación actual de única superpotencia.

Pues la preponderancia de América se ha debido seguramente a sus cualidades propias, pero también a faltas cometidas por los demás, en particular por Europa. Aún recientemente, Francia reprochó a los Estados Unidos querer arrebatarle su influencia en África. Ahora bien, Francia tiene una enorme responsabilidad en la génesis del genocidio ruandés de 1994 y en la posterior descomposición del Zaire. Así, pues, se desacreditó sola y ese descrédito fue el que excavó el vacío que después colmó una presencia en aumento de los Estados Unidos. La propia Unión Europea apenas avanza hacia la consecución de un centro único de decisión diplomática y militar. Es un coro en el que cada uno de sus miembros se considera solista. ¿Cómo va a poder, sin unidad, hacer contrapeso a la eficacia de la política exterior americana, cuando resulta que, para esbozar la menor acción, debe lograr antes la unanimidad de sus quince miembros? ¿Y qué ocurrirá cuando sean veintisiete y más heterogéneos aún que ahora?

Por una parte, la superpotencia americana es resultado exclusivo de la voluntad y la creatividad de los americanos y, por otra, se debe a los fallos acumulados por el resto del mundo: el fracaso del comunismo, el naufragio de África, las divisiones europeas, los retrasos democráticos de América Latina y de Asia.

Como la palabra superpotencia le parecía demasiado débil y trivial, Hubert Védrine, ministro de Asuntos Exteriores francés en el gobierno de la «izquierda plural», la substituyó en 1998 por el neologismo «hiperpotencia», más fuerte y adecuado, según él, para la hegemonía actual de los Estados Unidos en el mundo. No se ve demasiado bien en qué sentido, puesto que el prefijo griego «hiper» tiene el mismo sentido exactamente que el prefijo latino «super». Según el señor Védrine, define la posición dominante o predominante de un país en todas las categorías, incluidas «las actitudes, los conceptos, la lengua, las formas de vida». El prefijo «hiper», comentó el ministro, está considerado agresivo por los medios de comunicación americanos, pero, aun así, carece del menor carácter peyorativo. Simplemente, «no podemos aceptar un mundo políticamente unipolar y culturalmente uniforme, como tampoco el unilateralismo de una sola hiperpotencia». Argumentación contradictoria, pues, si la palabra hiperpotencia no es peyorativa, ¿por qué es inaceptable la realidad que designa? Lo sea o no, resulta innegable que existe. Y lo que falta a la reflexión europea, que dista de ser la única en este caso, es preguntarse por qué razón se ha instaurado. Sólo descubriendo e interpretando correctamente esas razones tendremos la posibilidad de propiciar los medios de contrapesar la preponderancia americana.

Los europeos, muy en particular, deberían forzarse a responder sobre sus propias responsabilidades en la génesis de esa preponderancia.

Son los europeos, que yo sepa, quienes hicieron del siglo XX el más negro de la Historia… en las esferas política y moral, se entiende. Ellos fueron los que provocaron los dos cataclismos de una amplitud sin precedentes que fueron las dos guerras mundiales; ellos fueron los que inventaron y realizaron los dos regímenes más criminales jamás infligidos a la especie humana. ¡Y esas cimas del mal y la imbecilidad las alcanzamos nosotros, los europeos, en menos de treinta años! Cuando digo que no se pueden comparar esas calamidades con ninguna otra del pasado, me refiero sólo, naturalmente, a los desastres provocados por el hombre, excluidas las catástrofes naturales y las epidemias. Si a la degradación europea, engendrada por las dos guerras mundiales y los dos totalitarismos, sumamos los quebraderos de cabeza resultantes en el Tercer Mundo de las secuelas de la colonización, en Europa es donde hay que buscar una vez más a los responsables, al menos parciales, de los callejones sin salida y las convulsiones del subdesarrollo. Fue Europa, fueron Inglaterra, Bélgica, España, Francia, Holanda, más tardíamente y en menor grado Alemania e Italia, las que conquistaron o quisieron apropiarse de los demás continentes. En vano se objetará la exterminación de los indios y la esclavitud de los negros a los Estados Unidos. Pues, al fin y al cabo, ¿quiénes eran los ocupantes de los futuros Estados Unidos sino colonizadores blancos procedentes de Europa? ¿Y a quiénes compraban sus esclavos aquellos colonos europeos sino a negreros europeos?

A la situación creada por los intentos de suicidio europeos que constituyeron las dos guerras mundiales y a la propensión de los europeos a engendrar regímenes totalitarios, también intrínsecamente suicidas, se sumó, a partir de 1990, la obligación de acondicionar el campo de ruinas dejado por el comunismo después de su hundimiento. Tampoco a ese respecto tenía apenas Europa solución que proponer. Como la mayoría de sus dirigentes políticos, culturales y de los medios de comunicación nunca habían entendido el comunismo (pensemos en las alabanzas con que, incluso en la derecha, se cubrió a Mao en los peores momentos de su fanatismo destructivo), estaban mal equipados intelectualmente para comprender el fin del comunismo y actuar en consecuencia.[10] Ante ese problema suplementario e inédito, la «hiperpotencia» americana actual no es sino la consecuencia directa de la impotencia europea antigua y contemporánea. Colma un vacío debido a las insuficiencias no de nuestras fuerzas, sino de nuestro pensamiento y nuestra voluntad de acción. Pensemos en la perplejidad de un ciudadano de Montana o de Tennessee, al enterarse de la intervención americana en la antigua Yugoslavia. Puede preguntarse con toda razón qué interés tienen los Estados Unidos en meterse en el sangrante atolladero de los Balcanes, obra maestra multisecular del innegable ingenio europeo, pero Europa, que confeccionó con sus propias manos ese caos asesino, no es capaz de poner orden en él. Para hacer cesar o disminuir las matanzas balcánicas, deben encargarse los Estados Unidos de la operación, sucesivamente en Bosnia, en Kosovo y en Macedonia. Después los europeos se lo agradecen tachándolos de imperialistas, al tiempo que tiemblan de canguelo, y calificándolos de cobardes aislacionistas desde el momento en que hablan de retirar sus tropas.

Algunas críticas infundadas revelan más las debilidades o los fantasmas de quienes las formulan que las faltas o los crímenes de aquellos a quienes las dirigen. Cierto es que, como todas las sociedades, incluso las democráticas, la americana tiene muchos defectos y merece numerosas críticas. Pero, para expresar otra cosa que las fobias de sus detractores, sería necesario que esas críticas estuvieran justificadas y que esos defectos fuesen los verdaderos. Ahora bien, las risas burlonas y compasivas de que son objeto ritual los Estados Unidos en los medios europeos de comunicación emanan la mayoría de las veces de una falta de información tan profunda, que acaba pareciendo intencional. Por atenernos tan sólo al período de surgimiento de los Estados Unidos como única superpotencia, han aparecido decenas de libros y centenares de artículos serios sobre América, debidos a autores americanos y europeos. Contrastan con la morralla de la literatura y del periodismo puramente obsesivos. Aportan a quien quiera enterarse una información exacta, equilibrada y matizada, sobre el funcionamiento interno y externo de la sociedad americana, sobre sus éxitos y sus fracasos, sus virtudes y sus defectos, sus lucideces y sus cegueras. Como la pereza no lo explica todo, la ignorancia de esa documentación por la masa de los creadores de opinión europeos ha de ser por fuerza, la mayoría de las veces, voluntaria y sólo puede explicarse por las ideas fijas de los que se confinan en ellas. No es que no se puedan extraer de esos inventarios escrupulosos conclusiones sobre muchos aspectos muy graves. Al menos no están dictados por la incompetencia.

El rechazo intencionado de la información, que es el caso más frecuente, afecta en primer lugar a las cuestiones sociales en los Estados Unidos, la supuesta ausencia de protección y solidaridad, el famoso «umbral de pobreza» (expresión empleada a tontas y a locas por personas que no conocen, visiblemente, su sentido técnico, como si ese indicador tuviera el mismo valor cifrado en el Canadá que en Zimbabue) o la tasa de desempleo. Que éste haya caído desde 1984 por debajo del 5 por ciento, cuando el nuestro subía por las nubes del 12 por ciento, no quería decir nada bueno para América, según nuestros comentaristas, ya que los empleos en este país eran «trabajillos». ¡Ah! ¡Cómo nos ha consolado el mito de los trabajillos! Cuando se produjo la aminoración del crecimiento económico en el primer semestre de 2001, el desempleo americano aumentó de 4,4 por ciento de la población activa a… 5,5 por ciento. En seguida, el diario económico francés La Tribune (7 de mayo de 2001) tituló a toda página en su portada: «Toca a su fin el pleno empleo en los Estados Unidos». Ahora bien, en aquel mismo momento, el Gobierno francés se ovacionaba a sí mismo frenéticamente por haber devuelto nuestro desempleo al… 8,7 por ciento, es decir, casi el doble que el americano (sin contar las decenas de miles de desempleados efectivos a los que se mantiene en Francia fuera de las estadísticas). En septiembre de 2001, el desempleo francés había vuelto a subir ya por encima del 9 por ciento. Le Monde (15 de febrero de 2001) publicó un artículo titulado: «El fin del sueño económico americano». Así, un crecimiento casi ininterrumpido durante diecisiete años (1983-2000), una revolución tecnológica sin precedentes desde el siglo XIX, la creación de decenas de millones de empleos nuevos, un desempleo reducido al 4 por ciento, un aumento tan enorme como imprevisto de la población (que pasó de 248 millones a 281[11] millones entre 1990 y 2000), ¡todo eso no era sino un sueño! ¡Qué lástima que Francia no hubiera tenido ese sueño! El autor del artículo, aferrándose también —cierto es— a la cantinela de los «trabajillos», deplora que Francia se haya americanizado a veces hasta «copiar el triste ejemplo de los working poors», único, evidentemente, que ofrece la economía americana, de la que no parece desprenderse ninguna enseñanza. A Francia le ha ido mejor seguramente al permanecer fiel a su modelo de los not working poors.

Tendremos ocasión de volver a referirnos al desolador catálogo que los acusadores públicos confeccionan de la civilización americana. En este breve bosquejo me he limitado a señalar el carácter intrínsecamente contradictorio de sus diatribas, pues, a fin de cuentas, si, según el panorama que presentan, esa civilización no fuera otra cosa que un montón de calamidades económicas, políticas, sociales y culturales, ¿cómo es que el resto del mundo se inquieta hasta ese punto de su riqueza, de su primacía científica y tecnológica, de la omnipresencia de sus modelos de cultura? Esa desdichada América debería dar más piedad que envidia y suscitar menos animosidad que conmiseración. ¡Qué enigma el de ese éxito del pueblo americano, procedente enteramente de su abismal nulidad y nunca, según nosotros, de sus propios méritos!

Después de las cuestiones sociales, lo que no se entiende bien ni se quiere entender es el funcionamiento de las instituciones americanas. Voy a citar un solo ejemplo de momento: las reacciones a la vez gozosas y despreciativas que acogieron en el mundo entero, y muy en particular en Europa, la larga incertidumbre sobre los resultados de la elección presidencial americana de noviembre de 2000.

Hace muchos años, estaba yo contemplando una función cómica en el teatro de variedades El Salón México (inmortalizado por la composición para orquesta de Aaron Copland que lleva ese título): era una discusión entre un peón (hombre del pueblo) mexicano y un turista americano. El turista elogiaba las proezas de su país con este ejemplo: «En mi país, los Estados Unidos, conocemos el nombre del nuevo presidente tres minutos después del escrutinio». A lo que el peón replicaba: «Mire, amigo, en mi país lo sabemos seis meses antes». En efecto, en aquella época, y durante mucho tiempo más, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) acaparaba en México todos los poderes y amañaba todas las elecciones. Cada presidente designaba en la práctica a su sucesor.

¡Cómo han cambiado los tiempos! En el año 2000, el candidato de un partido de la oposición mexicana conquistó por primera vez la presidencia gracias a unas elecciones limpias cuyo resultado no se conocía de antemano. Y, en cambio, en los Estados Unidos hicieron falta semanas para saber a quién correspondería. Así, pues, la democracia ha progresado indiscutiblemente en México. ¿Quiere eso decir que ha retrocedido en los Estados Unidos? Ésa es la interpretación que muchos comentaristas extranjeros creyeron poder dar de la larga incertidumbre que siguió a las elecciones del 7 de noviembre de 2000.

Ahora bien, se trata de un grosero contrasentido. Recordemos en primer lugar una verdad elemental: que un escrutinio muy igualado, que obliga incluso a volver a contar las papeletas, es más una muestra de democracia que de su contrario. En las dictaduras, aunque estén disfrazadas de presidencias, es en las que el vencedor gana por márgenes colosales. Además, el sistema de los grandes electores, que se ha considerado antidemocrático, en modo alguno lo es. Es un mecanismo para convertir el escrutinio proporcional en mayoritario, por eliminación de los pequeños candidatos, y «premia» al candidato que haya obtenido más votos, Estado por Estado.

Existen varios métodos para obligar a los electores a inclinarse por el voto útil. Francia tiene el método de las dos vueltas: sólo pueden participar en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales los dos candidatos que hayan llegado en cabeza a la primera. El método inglés de escrutinio mayoritario con una sola vuelta para las elecciones a la Cámara de los Comunes es aún más brutal cuando los postulantes a un mismo escaño son numerosos. Un candidato puede ganar el escaño con un cuarto o un tercio de los votos, siempre que llegue el primero.

En comparación, el sistema americano de los grandes electores parece notablemente más justo. En efecto, su número es proporcional a la población de cada uno de los Estados. El candidato que supera el 50 por ciento de los sufragios populares en un Estado recibe la totalidad de sus grandes electores, del mismo modo que en Francia un candidato recibe la totalidad del poder presidencial en la segunda vuelta, aun cuando el 49,9 por ciento de los electores hayan votado contra él. Nadie discute su legitimidad. Entonces, ¿por qué hablar de «elitismo» a propósito del sistema americano de los grandes electores? Éstos, según la tradición, ya que no la Constitución, tienen un mandato imperativo en 30 de los 50 Estados. En otros 19 Estados, así como en el District of Columbia, pueden en teoría no ratificar el escrutinio popular y elegir el candidato minoritario. Pero nunca ha ocurrido desde el comienzo del siglo XIX.

Así, pues, se puede ver la mala fe de ciertos dirigentes o intelectuales de países poco o nada democráticos, cuando tachan a los Estados Unidos de «República bananera». Esa apreciación, en boca de un Muamar el Gadafi o un Robert Mugabe, enterradores patentados de la democracia en sus países, resulta cómica. Por parte de Rusia, donde la restauración del sufragio universal fue —cierto es— alentadora, pero no estuvo exenta de algunas sombras, resulta hipócrita. ¿Y cómo no sonreír cuando leemos la afirmación del novelista Salman Rushdie de que «la India queda mejor que los Estados Unidos gracias a su sistema de elección por sufragio universal directo»? Rushdie parece ser el único que ignora que la India bate todas las marcas de fraude electoral. Fingimos no verlo, pues nos conformamos con que siga siendo, mal que bien, una democracia.

Así, pues, lo que nuestra prensa europea llamó todo el tiempo con condescendencia el «serial» americano fue un proceso perfectamente acorde con la Constitución. En ésta se previó el caso de un empate: se rompe mediante la elección del futuro presidente por la Cámara de Representantes, en caso necesario.

También se ha comentado con cierto desdén, en Europa y en otros sitios, el recurso a los tribunales, requeridos para que se pronunciaran sobre el derecho de los candidatos a pedir o no un nuevo recuento de las papeletas de voto en Florida. Por tratarse del cargo mundial que más ocupa el primer plano, aquel lío pareció de un nivel deplorable.

Objetemos en primer lugar que el arbitraje de los jueces es, en cualquier caso, preferible al de la calle. Ahora bien, durante todo el período crítico, pese a la intensidad de la polémica, no hubo en los Estados Unidos la menor violencia ni la sombra de una pelea, pese a una confusión que habría incitado a muchos otros países al golpe de Estado, a la guerra civil o incluso a la comisión de matanzas.

Además, los comentarios irónicos sobre los jueces americanos revelan una incomprensión del lugar que ocupa el poder judicial en los Estados Unidos y de su acción sobre el poder político. Ya en 1835, Tocqueville escribía (La democracia en América, Primera parte, capítulo VI): «Lo que más cuesta entender de los Estados Unidos a un extranjero es la organización judicial. No hay, por decirlo así, acontecimiento político sobre el que se descarte la posibilidad de recurrir a la autoridad del poder judicial».

De que determinadas cuestiones políticas se transformen, así, en asuntos judiciales el extranjero deduce aún con frecuencia que los jueces usurpan el poder político. Tocqueville muestra claramente por qué es falsa esa afirmación. En efecto, la justicia, en los Estados Unidos, sigue ateniéndose a los límites clásicos de su funcionamiento apropiado. Por tres razones: sirve siempre y únicamente de árbitro; sólo se pronuncia sobre casos particulares y no sobre principios generales; sólo puede actuar cuando se recurre a ella, nunca cuando no es así.

Así, pues, es erróneo hablar de un «gobierno de los jueces». Los jueces no pueden substituir ni al poder ejecutivo ni al poder legislativo. Lo que es cierto es que el derecho prevalece sobre el Estado en las instituciones y en las mentalidades americanas. Sólo mediante la interpretación del derecho tiene el poder judicial una influencia política y sólo si alguien se la solicita.

Por último, se ha criticado, no sin fundamento, la complejidad de las papeletas de voto, que a algunos electores les cuesta descifrar, y las (supuestas) incertidumbres de su lectura por las máquinas electrónicas. Y, en efecto, en los Estados Unidos se vota, en el mismo día, a representantes, senadores, gobernadores de Estados, sheriffs o… jueces. Cierto es que se puede procurar que esos procedimientos sean más sencillos y más seguros. Pero en ese caso se trata de conjurar un inconveniente técnico, no una amenaza a la democracia.

De hecho, la democracia en la Unión Europea funciona mucho peor que en la Unión de Estados Americanos. El peso respectivo de cada uno de los países europeos en el Parlamento y en la Comisión tiene tan sólo una lejana relación con su peso demográfico real. En la Europa de los Quince, los diez países menos poblados tienen en total una población equivalente a la de Alemania, pero en el Consejo de Ministros tienen treinta y nueve votos y Alemania sólo diez. En el Parlamento, Alemania tiene un eurodiputado por cada millón doscientos mil habitantes y Luxemburgo uno por cada sesenta y siete mil habitantes. La Cumbre de Niza, celebrada en diciembre de 2000, se limitó a tratar superficialmente la corrección de esos desequilibrios. Así, pues, a los europeos les pareció menos equitativa que a los americanos la transacción consistente en dar a los Estados más pequeños una representación y poderes mínimos sin por ello dejar de respetar cierta proporcionalidad en la representación entre el peso demográfico y los poderes políticos de los Estados más grandes.

Además de satisfacer la pasión antiamericana, la función en última instancia de las descripciones falsificadas de las relaciones sociales y del nivel de vida de los Estados Unidos es la de denigrar la economía liberal. Asimismo, el desconocimiento o la caricatura de las instituciones americanas difunden la idea de que los Estados Unidos no son una verdadera democracia y, mediante una extrapolación, que las democracias liberales sólo son democráticas en apariencia. Pero en la esfera de las relaciones internacionales es, evidentemente, en la que la «hiperpotencia» se ve vituperada con toda la execración que merecen los monstruos. Vuelvo a precisarlo: la política exterior americana merece sin lugar a dudas, en muchos sentidos, que se la critique. La prensa americana, en primerísimo lugar, no se abstiene de hacerlo. Esas críticas, aun cuando no sean enteramente convincentes, son legítimas y útiles, a condición de que se basen en una mínima argumentación racional. Pero, cuando Vladimir Putin afirma con una seguridad admirable que los «crímenes» de la OTAN, es decir, según él, de América, en Kosovo, en 1999, y la comparecencia de Slobodan Milosevic ante el Tribunal Penal Internacional en 2001 fueron los que «desestabilizaron» a Yugoslavia —que se «desestabilizó» solita a partir de 1991—, no se trata de una crítica racional, sino de una mentira deliberada o de una alucinación intrínsecamente contradictoria. ¿Acaso no consiste en tomar el efecto por la causa? Su único fin es psicológico: halagar no sé qué amor propio eslavo. Su utilidad política, para el propio interesado y para los servios, es nula. Si recurriendo a fábulas de esa índole es como Putin espera restaurar el estatuto de «gran potencia» de Rusia, corre el riesgo de comprobar muy deprisa que a partir de análisis erróneos no se puede actuar eficazmente. Si Rusia no es, al comienzo del siglo XXI, una superpotencia, es porque en 1917 se lanzó a la absurda experiencia del comunismo, que la convirtió en una sociedad mucho más atrasada de lo que había sido antes de ella. Partiendo del reconocimiento de esas realidades es como Rusia podrá superar ese atraso y no acusando sin ton ni son a los Estados Unidos.

La Unión Europea y por extensión toda la «comunidad internacional» (como se dice mediante antífrasis) se lanzaron también con impetuosidad a esa mezcla de autodesinformación consoladora e inconsecuencia narcisista en su forma de acoger las primeras iniciativas del Presidente George W. Bush en política exterior, durante las semanas que siguieron al comienzo efectivo de su mandato. Contentémonos de momento con un solo ejemplo: las reacciones internacionales a la negativa de Bush a confirmar los compromisos, puramente platónicos, por lo demás, de su predecesor en materia de medio ambiente.

Sabido es que en 1997, bajo la égida de las Naciones Unidas, los delegados de ciento sesenta y ocho países reunidos en Kyoto firmaron un protocolo[12] de reducción de las emisiones de gases con efecto de invernadero. Ahora bien, después de su entrada en funciones, en enero de 2001, Bush retiró la adhesión americana a dicho protocolo de Kyoto. En seguida, brotaron la indignación e incluso los insultos, procedentes principalmente de Europa. Según los clamores, Bush sacrificaba cínicamente el futuro del planeta al beneficio capitalista y, en particular, a las compañías petroleras, cuyo lacayo notorio es, según nos aseguraban. Los autores de tan fino análisis pasaban por alto, desgraciadamente, algunos hechos sobre los que, sin embargo, podrían haberse informado. En primer lugar, ya en 1997, siendo presidente Clinton, el Senado de los Estados Unidos había rechazado el protocolo de Kyoto por 95 votos contra cero: acertadamente o no, eso es otro problema. El caso es que Bush nada tenía que ver con ello. Además, Bill Clinton, justo antes de transmitir sus poderes a su sucesor, había firmado un executive order (decreto-ley) por el que se restablecía el apoyo americano al dichoso protocolo. La decencia democrática exige que las executive orders de un presidente al final de su mandato no afecten nunca a cuestiones de gran importancia que comprometan el futuro político del país. En aquel caso, la intención evidente de Clinton era la de hacer una mala pasada a Bush legándole una corona de espinas. Si la aceptaba, el nuevo presidente afrontaría la enorme dificultad de reducir el 5,2 por ciento de las emisiones de gases sin por ello amputar demasiado dolorosa y precipitadamente la producción industrial y el consumo de energía de los particulares, objetivo insostenible. Si la rechazaba, desencadenaría las vociferaciones del mundo entero contra él, cosa que no dejó de suceder. Vociferaciones tanto más hipócritas cuanto que quienes más gritaban y ponían al margen de la Humanidad a los Estados Unidos en nombre de la moral ecológica se guardaban mucho de aplicarse a sí mismos los criterios de dicha moral. En efecto, a mediados del 2001, cuatro años después de la conferencia de Kyoto, ¡ni uno de los demás ciento sesenta y siete signatarios y, en particular, ninguno de los países europeos había ratificado el protocolo!

Dejo momentáneamente de lado la cuestión de si el protocolo de Kyoto era realista o incluso si el calentamiento de la atmósfera está científicamente comprobado. Limitémonos a hacer constar que la Unión Europea, junto con ciertos países muy contaminantes —Brasil, China, la India—, exige a los Estados Unidos que apliquen restricciones que ellos mismos no se sienten obligados a observar. En un informe publicado el 29 de mayo de 2001, la Agencia Europea de Medio Ambiente observaba una agravación en Europa de la contaminación, sobre todo porque «el transporte está en constante aumento, en particular los modos menos respetuosos con el medio ambiente (aéreo y por carretera)». La Agencia observaba, además, un aumento de la contaminación por las calefacciones domésticas y la contaminación de las aguas con nitratos. Los que dan lecciones no son los que dan ejemplo.

De ahí a pensar que existe una psicopatología antiamericana, que consiste en transformar a los Estados Unidos en chivo expiatorio acusado de todos los pecados que comete todo el mundo hay un pequeño paso que sentimos la tentación de dar. Los ecologistas responderán que es falso, que América, pese a representar el cinco por ciento, más o menos, de la población mundial, produce el 25 por ciento de la contaminación industrial del planeta. Tal vez sea cierto. Pero entonces habría que añadir que también produce el 25 por ciento de los bienes y servicios del mismo planeta y que, aún a mediados del año 2001, los demás ciento sesenta y siete signatarios de Kyoto no habían hecho nada para empezar a reducir colectivamente y cada uno por su lado su 75 por ciento de contaminación. Así, pues, nos movíamos en plena incoherencia. Cierto es que se trataba menos de descontaminar que de excomulgar.

En efecto, sean cuales fueren los reproches que merezca o no la política americana de medio ambiente, no se puede dejar de ver que el centro del debate en modo alguno radica en eso. El objetivo de los ecologistas occidentales es el de hacer de los Estados Unidos, es decir, del capitalismo, el culpable supremo o incluso el único culpable de la contaminación del planeta y del supuesto calentamiento de la atmósfera. Pues nuestros ecologistas en modo alguno son ecologistas: son izquierdistas. Sólo les interesa el medio ambiente en la medida en que, al fingir defenderlo, lo utilizan para atacar a la sociedad liberal. Durante los decenios de 1970 y 1980, nunca denunciaron la contaminación en los países comunistas, mil veces más atroz que en el Oeste. No era una contaminación capitalista. Guardaron silencio cuando sucedió la catástrofe de Chernóbil, como ahora respecto de las deterioradas centrales nucleares que aún constelan los antiguos territorios comunistas. Guardan silencio a propósito de centenares de submarinos ex soviéticos atestados de armas atómicas que los rusos hundieron en el mar de Barents. Exigir que se libre a la Humanidad de ese peligro mortal que va a planear sobre ella durante milenios carecería, desde su punto de vista socialista, de utilidad. Pues esa fastidiosa empresa en nada fortalecería su cruzada contra el azote, a su juicio mucho más temible, que es la mundialización liberal. En tiempos hubo un ecologismo sincero, ¡aparecido durante el decenio de 1960, en los Estados Unidos, precisamente! Pero desde entonces ha sido manipulado y desviado por un ecologismo mendaz, que ha pasado a ser la máscara de antiguallas marxistas coloreadas de verde. Ese ecologismo ideológico ve amenazada la naturaleza sólo en las naciones en que reina más o menos la libertad económica y ante todo en la más próspera de ellas, naturalmente.

Si los partidos verdes aspiraran sinceramente a obtener resultados prácticos, empezarían a esforzarse por lograr la adopción cada cual en su país del draconiano 5,20 por ciento de reducción del consumo de energía acordado en Kyoto. Que se dediquen ellos —y sobre todo los que participan en gobiernos— a la tarea de lograr que se acepte una limitación de velocidad disminuida a la mitad en las autopistas y una calefacción doméstica reducida en un tercio en los pisos, por no hablar de los inevitables aumentos de facturación de la electricidad por encima de determinado límite máximo de consumo. Pero recomendar sin ambigüedad un programa tan drástico y, más aún, aplicarlo a corto plazo expondría a los Verdes y a sus aliados a humillantes reveses electorales. Por eso, condenar a los Estados Unidos a las llamas del infierno es, en su caso, el substituto de la acción.

Así, Francia, que tuvo ministros verdes desde 1997 hasta 2002, durante los cincos años del gobierno de Jospin, no adoptó, durante ese largo período, ninguna de las medidas de protección del medio ambiente que habría requerido valor: entre otras, ni la prohibición de los nitratos, que habría permitido volver a disponer de un agua más pura, ni la ecotasa, que habría ahuyentado los votos de numerosos contribuyentes ya despiadadamente desvalijados por el Estado. Las autoridades francesas no intentan siquiera hacer respetar las limitaciones de velocidad, pese a ser poco severas, actualmente establecidas. ¿Cómo iban a proponerse reducirlas aún más? ¿Acaso fue América quien impidió al Gobierno francés empezar a esbozar el proceso de Kyoto con la previsión de una reducción del consumo de energía de 5,2 por ciento por debajo del nivel de 1990 de aquí a 2012? Cierto es que el 31 de mayo de 2002 los quince miembros de la Unión Europea acabaron ratificando, con cinco años de retraso, el protocolo de Kyoto firmado en 1997. Ya veremos si a dicha ratificación seguirá la aplicación en los plazos previstos…

Ese comportamiento contradictorio se ve facilitado en gran medida, como ya he dicho, por el rechazo de la información o incluso por la fabricación sin escrúpulos de una falsa información. Veamos una ilustración de ello. A comienzos de junio de 2001, la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos hizo público un informe, fruto de varios años de observaciones, sobre el cambio climático. En seguida los medios de comunicación presentaron ese texto como un grito de alarma que confirmaba las peores inquietudes de los ecologistas izquierdistas sobre el calentamiento de la atmósfera. El primero, la CNN, proclamó que el informe era el resultado «de una decisión unánime de la Academia, del que se desprende que el calentamiento del planeta es real, va empeorando y se debe a la acción del hombre. Ya no se puede seguir vacilando a ese respecto».[13] Gran parte de la prensa reprodujo esa versión de la tesis de los científicos, en las dos riberas del Atlántico, hasta el punto de que la Academia Americana de Ciencias, indignada con aquella grosera falsificación, publicó (véase el comunicado en The Wall Street jornal del 12 de junio) una rectificación en la que precisó exactamente lo que había dicho y lo que no. Subrayaba, en particular, en el informe que veinte años era un período de observación demasiado corto para permitir la evaluación de las tendencias a largo plazo. Lo que podía afirmar con certidumbre —proseguía— era lo siguiente: 1) que la elevación global de la temperatura media había sido de medio grado en el siglo transcurrido; 2) que el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera había aumentado durante los dos últimos siglos; 3) que ese dióxido de carbono engendra sin duda un efecto de invernadero, pero menos importante que el producido por el vapor de agua y las nubes.

Sobre todo, concluía la Academia, nada permite atribuir con certeza al dióxido de carbono un cambio climático ni prever siquiera lo que será el clima en el futuro. Hace treinta años —recuerda— ¡lo que constituía la preocupación mayor de los climatólogos era el enfriamiento del planeta!

Se pasó por alto deliberadamente esa puntualización. Un semanario mundialmente apreciado por su seriedad, The Economist, publicaba con soberbia tranquilidad después del comunicado, en su número del 16 de junio, un artículo titulado «Burning Bush», en el que, pese al desmentido ya aparecido, se repetía la mentira según la cual «un reciente informe de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos confirma la realidad del calentamiento global».[14]

De modo que los Estados Unidos nunca tienen razón y, al mismo tiempo, su intervención financiera o militar es universalmente deseada. Por ejemplo, los dirigentes africanos, en la reunión de la Organización de la Unidad Africana, celebrada en junio de 2001, en Lusaka (Zambia), reclamaban «un plan Marshall para África». «Plan Marshall» evoca, evidentemente, un precedente histórico de origen americano, una iniciativa que sacó a Europa de las ruinas provocadas por la segunda guerra mundial. Ahora bien, casi todos los jefes pedigüeños que «gobiernan» (¡si podemos decirlo así!) África profesan un antiamericanismo habitualmente frenético. Acusan a los Estados Unidos de ser los culpables de la pobreza del continente o de la epidemia del sida. Así, pues, el antiamericanismo funciona como un agente de irresponsabilización. Pues las ayudas internacionales recibidas por África desde las independencias equivalen a cuatro o cinco planes Marshall, cuya cuantía ha sido derrochada, dilapidada o desviada, cuando no se la han tragado guerras incesantes o la han aniquilado reformas agrarias estúpidas, copiadas del asfixiante sistema colectivista soviético o chino. Pero resulta cómodo atribuir a América la responsabilidad de los errores cometidos por uno mismo, al tiempo que se pide socorro. La propia Europa no está exenta de esa fisión intelectual. En el momento en que se beneficiaba por su cuenta del plan Marshall, los partidos de izquierda se mostraban hostiles a él, por considerarlo un medio mediante el cual América sometía a su férula a la Europa occidental. Era una maniobra neocolonialista e imperialista. Su actitud era una simple aplicación del dogma marxista, pero los partidos socialistas o de centro derecha demócrata cristiano que entonces ejercían el poder en la mayoría de los países europeos aliados de los Estados Unidos, se guardaban, a su vez, de expresar el menor sentimiento de gratitud, por considerar que América, con la generosidad que demostraba, beneficiaba a sus propios intereses. Al parecer, ¡debería haber ido contra sus intereses, además! No se atribuía en modo alguno al crédito de su inteligencia política haber comprendido que ayudar a Europa a recuperarse económicamente redundaría en su propio beneficio. Además, también conforme a la habitual estructura contradictoria del razonamiento antiamericano, acusábamos y seguimos acusando a los Estados Unidos de oponerse a una Europa fuerte. O sea, ¡que la fortalecen porque quieren debilitarla! Está claro que el pensamiento europeo respecto de los Estados Unidos es un modelo de coherencia.

El mundo entero tiene por fuerza que observar que América es, al menos de momento, la única potencia capaz a la vez de salvar a México de la quiebra económica y financiera (en 1995); de disuadir a la China comunista de atacar militarmente a Taiwán, de intentar hacer una mediación entre la India y Pakistán a propósito de Cachemira, de presionar eficazmente al Gobierno servio para que acceda a enviar a Slobodan Milosevic a La Haya a comparecer ante el Tribunal Penal Internacional o que esté en condiciones de laborar con cierta posibilidad de éxito en pro de la reunificación de las dos Coreas dentro de un mismo régimen democrático. La Unión Europea no dejó de intentar abordar este último problema enviando a Pyongyang, en mayo de 2001, una delegación dirigida por el Primer Ministro sueco, pero ésta nada consideró más oportuno que echarse a los pies de Kim Jong-Il, jefe criminal de una de las últimas prisiones totalitarias del planeta. La «solución» europea, si no hemos entendido mal, consistiría en que el régimen de Corea del Sur se adaptara al de Corea del Norte y no al revés. Si con aciertos de esa clase es como creen los europeos que pueden poner fin al «unilateralismo» de los Estados Unidos, la primacía diplomática americana puede durar aún mucho tiempo.

Pues el unilateralismo es, en efecto, consecuencia mecánica del fracaso de las otras potencias, a menudo más intelectual que material, es decir, debida más a errores de análisis (como en el caso de Corea) que a la influencia de los medios económicos, políticos o estratégicos. Nada obligaba, por ejemplo, a los europeos a dejar a los Estados Unidos acudir en socorro de los resistentes afganos que luchaban contra el invasor soviético durante el decenio de 1980. No fue por falta de medios por lo que Europa se abstuvo de ayudar a los afganos. Fue por obsequiosidad para con la Unión Soviética y como consecuencia de un análisis lamentablemente erróneo, con la falsa ilusión o la excusa de «salvaguardar la distensión», que entonces estaba muerta y bien muerta, si es que había existido alguna vez, por lo demás, salvo en el optimismo occidental.

La misma confusión mental reina a propósito de las realidades económicas. Por una parte, los extranjeros reprochan a los americanos querer «imponer a los demás su modelo económico y social». Por otra parte, en cuanto se produce una aminoración del crecimiento económico en los Estados Unidos, los otros países sufren a plazo más o menos corto sus consecuencias. Entonces todos acechan la «recuperación» americana con la esperanza de que la suya se le pegue. De modo que sentimos perplejidad: ¿cómo es que una economía tan mala, cuyas recetas no quiere, supuestamente, copiar nadie, tiene la capacidad de servir de locomotora o de freno a las economías de tantos otros países?

En esas condiciones, ante tantas inconsecuencias por parte de los demás, es comprensible que los Estados Unidos se consideren de buen grado investidos con una misión universal en cierto modo. Dicha convicción mueve con frecuencia a sus portavoces a hacer declaraciones irritantes, que rayan en la megalomanía, lo odioso o lo cómico. Esas desafortunadas declaraciones requieren tres observaciones.

La primera es la de que, por exageradas que sean, parten de una indiscutible situación de hecho, experimentalmente verificada.

La segunda es la de que se pueden descubrir miles de declaraciones igualmente grotescas en labios de franceses que celebran a lo largo de los siglos la «proyección universal» de Francia, «patria de los derechos humanos», encargada de difundir por el mundo entero la libertad, la igualdad y la fraternidad. También la Unión Soviética se considera investida de la misión de transformar el universo mediante la revolución. Los musulmanes quieren obligar incluso a los países no musulmanes a respetar su sharia.

La tercera es la de que el principio de la razón de Estado, indiferente a la moral y a los intereses de los demás, fracasó en política internacional a partir de la guerra de 1914-1918. Lo substituyó el principio de la seguridad colectiva, traído de los Estados Unidos a Europa por Woodrow Wilson en 1919 y reafirmado con fuerza por Franklin Roosevelt y Harry Truman en 1945.[15] La política internacional inspirada por dicho principio es de invención americana y funciona desde 1945 bajo la dirección americana. No se ve otra que pueda conducir a un mundo menos inaceptable. Para que esa política de seguridad colectiva (incluida, naturalmente, la lucha contra el terrorismo) no propiciara el surgimiento de una «hiperpotencia» americana, sería necesario que muchos otros países tuvieran la inteligencia de participar en su elaboración y su aplicación, en lugar de denigrar a sus promotores.