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Exposición de motivos

Los editores son los mejores amigos de los autores. Como yo había publicado sólo uno o dos libros al año, mi amigo Olivier Orban empezó a temer que me viera cada vez más hundido en la pereza. Temió los efectos devastadores que tendría en mí la ociosidad, conque, pisoteando la Declaración Universal de Derechos Humanos, que prohíbe la tortura, me propuso que en el año 2000 «celebrara», si se me permite la antífrasis, el trigésimo aniversario de mi libro Ni Marx ni Jesús, en parte dedicado a los Estados Unidos, redactando otro que fuera la continuación del primero y en el que hiciese balance de la evolución de ese país desde 1970.

En el momento no me pareció una idea descabellada. Entre 1970 y 1990 sobre todo y después un poco menos, yo había viajado con mucha frecuencia por los Estados Unidos. Había pasado incluso períodos bastante largos en ese país. Había sido, en particular, un observador atento —creo yo— de la ampliación del papel de los Estados Unidos en el mundo, visto desde dentro y desde fuera, después de la desaparición de la Unión Soviética y durante la lenta descomposición del comunismo chino. Además, creo haberme mantenido, también mediante la lectura, bastante al corriente de los trabajos y reportajes dedicados tanto a la evolución interior de la sociedad americana como a la metamorfosis de las relaciones internacionales después de la accesión de los Estados Unidos al rango inédito de primera y única «superpotencia» mundial, por emplear el término politológicamente correcto.

No obstante, no tardé en verme obligado a reconsiderar mi reacción inicial y a refrenar el entusiasmo con el que había aceptado la tarea a la que me había incitado la alegría comunicativa de Olivier. A medida que avanzaba mi trabajo o, mejor dicho, avanzaba apenas, la empresa me parecía de una dificultad y una complejidad cada vez más abrumadoras. Me costaba cada vez más abrirme un camino «por entre las espinas y los abrojos de la dialéctica», como dice Taine, y sobre todo por entre la maleza de la observación y la síntesis.

Antes de explicar por qué, y a fin de poder hacerlo, pido autorización al lector para comenzar contando en qué circunstancias y por qué experiencias me sentí movido —casi podría decir aspirado— en 1970 a escribir Ni Marx ni Jesús.

Fue un libro que, a falta de un adjetivo mejor, puedo calificar de involuntario y accidental. Al releerlo, cosa que no había vuelto a hacer desde hacía quince años (cuando hube de preparar su reedición en la colección «Bouquins» en 1986) y redescubrirlo, me llama la atención su ritmo jadeante. Cierto es que lo escribí de un tirón. Fue un precipitado más que una elaboración. La razón por la que se produjo la estancia en los Estados Unidos que sirvió de desencadenante de mi libro tuvo, a su vez, carácter fortuito.

En 1969, el conocido semanario americano Time concibió el proyecto de producir una edición en francés. La dificultad consistía en encontrar en la lengua francesa el equivalente del inglés conciso, condensado, comprimido —casi podríamos decir—: esa sucesión de frases cortas, sin digresiones ni ripios, que caracteriza el estilo de Time y que desde la fundación de ese semanario en el decenio de 1920 ha servido de modelo a los periodistas de numerosas publicaciones periódicas. Esa forma de escribir, que debe unir la brevedad a la claridad, es más fácil de practicar en inglés que en francés o en las otras lenguas latinas. El inglés yuxtapone, el francés subordina. El inglés puede prescindir con frecuencia de las preposiciones entre las palabras e incluso de las conjunciones de coordinación entre las oraciones, mientras que el francés, heredero de la sintaxis latina, no puede hacerlo. Para contar una story, el periodista americano enuncia, el periodista latino diserta. Bien lo saben los traductores del inglés al francés. Su versión francesa, sean cuales fueren sus esfuerzos para ajustarse al texto, siempre es más larga que el original inglés.

No obstante, si se hace el esfuerzo, también en francés se puede lograr una aproximación a la densidad de la redacción periodística moderna. Françoise Giroud ha hecho escuela al respecto en L’Express, no sólo en sus propios artículos, sino también al abreviar los de sus colaboradores más prolijos. Pues la concisión es particularmente necesaria en un news magazine, en el que el espacio es limitado y a cuyo lector repugna tener que enterarse en diez líneas de lo que se podría haber dicho en cuatro, ya se trate de un reportaje o un editorial, de hechos o ideas.

Yo conocía muy bien al jefe y a los corresponsales permanentes de la oficina de Time en París, primero como colega y después porque Time era entonces el accionista principal de Robert Laffont, editorial de la que yo era uno de los asesores literarios. Al parecer, consideraron la factura de mis artículos en L’Express compatible con su concepción de la eficacia periodística, pues propusieron a su casa matriz que me preguntara si aceptaría probar la experiencia de una transposición en francés del inglés de Time. Según me dijeron, iría a instalarme unas semanas en Nueva York y me esforzaría en recomponer en mi lengua materna algunos números del semanario americano, conforme a las normas establecidas. Si el resultado parecía convincente, la dirección del célebre semanario pondría en marcha su proyecto de edición en francés.

Todo fue muy rápido. Mis efímeros «empleadores» me habían reservado una habitación en un hotel neoyorquino. Ya tenía mi visado y mi billete de avión. En aquel momento tardío me embargó una duda y me atormentó de pronto un escrúpulo: era más que evidente que un Time en francés estaría destinado a ser el competidor de L’Express, con el que me unía un contrato y amistades profundas. Así, pues, no había ni que pensar que yo aceptara definitivamente la propuesta americana sin disponer antes de la autorización del autor de El desafío americano, Jean-Jacques Servan-Schreiber, mi director. Éste no dudó ni medio segundo antes de expresarme su rotunda oposición a mi participación en los preparativos del proyecto. Françoise Giroud, jefa de redacción, que, naturalmente, asistió a nuestra entrevista, lo aprobó vigorosamente y también me incitó sin circunloquios a retirarme al instante de aquella operación. No me planteé siquiera la posibilidad de resistirme por un momento a sus reprobaciones, pues mis buenas relaciones con ellos y mi trabajo en L’Express me resultaban mucho más preciosos que la posible aventura americana, divertida pero marginal.

Fui en seguida, avergonzado, a ver a Prendergast, jefe de la oficina parisina de Time, para comunicarle el veto de mis jefes y rogarle que excusara mi atolondramiento, pues debería, le dije, haber pensado en consultarlos antes de darle mi consentimiento. Yo había cometido una incorrección para con él y sus jefes de Nueva York. Prendergast era hombre cordial y benevolente. Aunque visiblemente contrariado, no me hizo ningún reproche. Por lo demás, después de aquel episodio, no volví a oír hablar nunca del proyecto de un semanario Time francés, que no dejó de ser un mortinato.

Pero, unos días después, se me ocurrió otra idea, de nuevo con cierto retraso. Puesto que L’Express me había obligado —con razón seguramente, pero, aun así, obligado— a desistir, la revista me debía una compensación en forma de un viaje a los Estados Unidos. Invité a Françoise Giroud a almorzar, en Taillevent —recuerdo—, y le expuse mi deseo de lo que consideraba una justa compensación. No titubeó ni el tiempo de un abrir y cerrar de ojos y, en cuanto llegó a la oficina, dio las instrucciones necesarias para que me prepararan todos los billetes de avión y todos los anticipos de gastos que pidiera.

No había vuelto a los Estados Unidos desde el otoño de 1952, momento en el que, de regreso de México después de tres años de formar parte de la misión universitaria francesa, me detuve una buena temporada en Nueva York (como había hecho a la ida) antes de tomar el barco para El Havre. Durante aquellos tres años en México, había tenido muchas ocasiones de trasladarme a los Estados Unidos, sobre todo al sur, naturalmente. De 1953 a 1969, durante los años que siguieron a mi regreso, mientras vivía en Italia y después en Francia, yo había visto América y me había formado una opinión sobre ella a partir de Europa y de la prensa europea exclusivamente. Por tanto, había de ser por fuerza una opinión mala. Entonces América, para los europeos, era el maccarthysmo, la ejecución del matrimonio Rosenberg, necesariamente inocentes, el racismo, la guerra de Corea, que había acabado precisamente en 1953, el dominio de la propia Europa: la «ocupación americana en Francia», como decían Simone de Beauvoir o el Partido Comunista. Durante el decenio siguiente, la guerra de Vietnam proporcionó la razón principal para odiar a los Estados Unidos.

Desde el hundimiento de la Unión Soviética, que acarreó la liberación de sus satélites de Europa central, el fin de la guerra fría y del mundo bipolar, se dice de buena gana que «el grito universal de antiamericanismo», the universal shout of antiamericanism, como dice Alexander Pope, se debe a que, a consecuencia de esas conmociones, los Estados Unidos han pasado a ser la única superpotencia mundial o incluso «hiperpotencia», según el término puesto de moda por un ministro francés de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine. Esa interpretación presupone que la preponderancia americana parecía antes más justificada, en primer lugar porque se ejercía sobre un número más limitado de naciones y, en segundo lugar, porque respondía a la necesidad de protegerlas del imperialismo soviético. Ahora bien, no es así: el antiamericanismo era casi tan virulento en la época del peligro totalitario como ha seguido siendo después de que éste desapareciera, al menos en su versión soviética.

En los países democráticos, o algunos de ellos, una fracción de la población, partidos políticos y la mayoría de los intelectuales eran partidarios del comunismo o al menos daban alguna forma de apoyo a las ideas próximas al comunismo. Así, pues, el antiamericanismo por su parte era racional, ya que se identificaba a América con el capitalismo y el capitalismo con el mal. Menos racional era —cierto es— que, para preservar su creencia, aquellos comunistas y el inmenso rebaño de los compañeros de viaje se tragaran las mentiras más flagrantes y más estúpidas sobre la sociedad o la diplomacia americanas y rehuyeran cuidadosamente toda información exacta sobre la realidad de los sistemas comunistas. A decir verdad, el antiamericanismo irracional y el rechazo de la información verdadera y verificable sobre los Estados Unidos y sobre los enemigos de la democracia eran aún más paradójicos en los sectores de la opinión occidental, en verdad mayoritarios, que temían y rechazaban el comunismo, y, sin embargo, triunfaban en ellos y siguen haciéndolo a comienzos del siglo XXI. No obstante, el antiamericanismo de derecha e incluso de extrema derecha, tan ciegamente pasional, aunque diferente por sus motivos del antiamericanismo de izquierda, es una característica sobre todo francesa.

El antiamericanismo de derecha en Europa se debe a que este continente perdió en el siglo XX el papel que le correspondía desde el siglo XV como principal centro de iniciativa y conquista del planeta, y dejó de ser el foco artístico y científico más importante y casi el amo de la organización político-estratégica y de la actividad económica del mundo. Ora uno ora otro país europeo era el que encabezaba esa mundialización antes de tiempo, pero todos participaron en ella poco o mucho, simultánea o sucesivamente. Ahora bien, hoy no sólo ha perdido Europa esa capacidad para actuar sola a escala mundial, sino que está, a su vez —en grados diversos, según los problemas, pero siempre en cierto grado— situada en la estela de la capacidad de acción de los Estados Unidos y obligada a recurrir a su ayuda. En Francia es donde la pérdida de la condición —real o imaginaria— de gran potencia causa la amargura más intensa. En cuanto al antiamericanismo de extrema derecha, su motor, como el de extrema izquierda, es simplemente el odio a la democracia y a la economía liberal, que es su condición.[1]

A lo largo del decenio de 1960, yo había empezado a abrigar dudas sobre el fundamento de aquel antiamericanismo mecánico, que infamaba confusamente y en su totalidad a la vez la política exterior americana, el «imperialismo» —el de los soviéticos era simple filantropía— y la sociedad americana en su funcionamiento interno. Pero, durante la gira de varias semanas que hice por América al comienzo del invierno de 1969 y que me llevó de la costa oriental a la occidental, con una estancia en Chicago entremedio, me sentí fulminado por la evidencia de la falsedad de todo lo que se contaba sobre ese país en Europa. Mientras que me describían una sociedad conformista, me encontré con una sociedad agitada por la efervescencia de la «impugnación» y la puesta en entredicho de todos sus hábitos sociales y de las bases de su cultura. Los franceses se imaginaban y siguen imaginándose que fueron los inventores, en mayo de 1968, de esa impugnación que inflamaba las universidades y a las minorías americanas desde hacia ya varios años. No sólo los impugnadores americanos habían tomado impulso mucho antes que los nuestros, sino que, además, los impugnados, es decir, los dirigentes y los representantes elegidos democráticamente, se comportaban de forma mucho más democrática que los nuestros. Además, la impugnación americana, aunque no exenta de tonterías, no dejó de conservar su originalidad, sin esforzarse por copiar precedentes antiguos, mientras que la europea perdió en seguida su frescor para fundirse en el tedio de los antiguos moldes ideológicos, en particular el maoísmo, antes de caer en un terrorismo sanguinario y limitado, sobre todo en Alemania e Italia. En 1969 también me llamó la atención en los Estados Unidos la amplitud del abismo que separaba nuestras informaciones televisadas, controladas por el Estado, afectadas, charlatanas y monótonas, entregadas a la versión oficial de la actualidad, y las chispeantes, agresivas, Evening news de NBC o CBS, cuya vivacidad desbordaba de informaciones e imágenes inesperadas, sin miramientos para con las taras sociales o políticas de América ni para con su acción en el exterior. La guerra de Vietnam constituía, naturalmente, su blanco principal. Entonces luchaban cada vez más contra ella sectores cada vez mayores de la opinión pública y los medios de comunicación tenían mucho que ver con ello. ¡Y aquélla era la sociedad que los europeos, desde lo alto de su ignara altivez, describían como una sociedad sometida a censura! Otra experiencia que me asombró —siento la tentación de decir que me sosegó— fue la de las conversaciones que mantuve con toda una serie muy diversa de americanos, personalidades políticas, periodistas, hombres de negocios, profesores universitarios, republicanos, demócratas, liberales o radicales, simples transeúntes o vecinos de asiento en avión, numerosos estudiantes, pintores, cantantes, actores, funcionarios y obreros (blue collars). Mientras que en Francia conocía de antemano más o menos las afirmaciones que cada cual iba a hacer en función de su categoría o familia socio-político-intelectual, lo que oía en América me resultaba mucho más variado y, la mayoría de las veces, imprevisto. Dicho claramente, significaba que muchos más americanos que europeos tenían lo que se llama trivialmente una opinión personal —inteligente o idiota, eso es otra cuestión—, en lugar de limitarse a repetir la opinión prevaleciente en el círculo en el que se movían. En una palabra, la América que yo descubría contrastaba totalmente con la representación habitual que de ella se proponía y se aceptaba en Europa. De ese choque entre la impresión que yo llevaba conmigo desde Francia y la realidad que se desplegaba ante mis ojos brotó Ni Marx ni Jesús.

Aun sin salir de Francia, no hacía falta, por lo demás, entregarse a un trabajo sobrehumano de investigación para demostrar la falsedad de ciertos argumentos particularmente groseros de la vulgata antiamericana. Así, por odiosos que fueran el maccarthysmo y McCarthy, ¿por qué no hacer constar que los propios americanos, encabezados por los republicanos, habían desmontado en cuatro años a aquel molesto senador? Además, está demostrado que el espionaje soviético permitió a Moscú ganar varios años en la construcción de su bomba atómica.[2] En la actualidad ha quedado más que de sobra confirmado, y ya se había demostrado en 1970, que el matrimonio Rosenberg era efectivamente espía del Komintern y que su papel fue de lo más nefasto o que Alger Hiss, uno de los colaboradores más próximos del Presidente Franklin Roosevelt, en particular en la conferencia de Yalta, trabajaba también para los servicios del Este e informaba a Stalin. Aquellos agentes y muchos otros durante mucho tiempo disfrazados de mártires de la histeria anticomunista ya han encontrado el lugar que les corresponde en la Historia, al menos para quienes respetan la verdad histórica.[3]

O incluso, por asombrosa que pueda parecer esa barbaridad medio siglo después, la propaganda soviética, gracias a sus numerosos repetidores en el mundo «libre» (pero ingenuo), había logrado durante años hacer creer a millones de personas, no todas ellas de mala fe, que había sido Corea del Sur la que había atacado a Corea del Norte en 1950 y no al revés. El propio Picasso se había alistado en aquella cohorte de fraudes ideológicos al pintar sus Matanzas en Corea, en las que se ve una escuadra de soldados americanos abriendo fuego sobre un grupo de mujeres y niños desnudos. Con ello mostraba que se puede ser pictóricamente genial y moralmente servil. Naturalmente, dichas matanzas sólo podían haber sido perpetradas por los americanos, ya que a José Stalin y Kim Il-Sung les repugnaba desde siempre —resultaba notorio— cualquier acto que pudiera atentar contra la vida humana. Mencionaré sólo a título informativo la inmensa broma de la «guerra bacteriológica» americana en Corea, inventada in situ por un agente soviético, el periodista australiano Wilfred Buchett.[4] Pierre Daix, entonces redactor jefe del periódico comunista Ce soir, contó más adelante, en 1976, en J’ai cru au matin, cómo se montó aquel fraude periodístico. Lo asombroso no es que los comunistas lo montaran, sino que en aquella época obtuviese cierto crédito, fuera de los círculos comunistas, en países en los que la prensa era libre y las comprobaciones fáciles. El misterio del antiamericanismo no es la desinformación —la información sobre los Estados Unidos es muy fácil de conseguir—, sino la voluntad de ser desinformado.

Al desplegar ese antiamericanismo, inspirado o, mejor dicho, decuplicado en 1969 por la guerra de Vietnam, los europeos y sobre todo los franceses, de forma más notablemente injustificada, olvidaban o fingían olvidar que la guerra americana de Vietnam era el retoño directo de la expansión colonial europea en general y de la guerra francesa de Indochina en particular. Precisamente porque la Francia ciega había rechazado cualquier descolonización después de 1945, porque se había extraviado inconsideradamente en una guerra lejana e interminable durante la cual había implorado, por lo demás, en numerosas ocasiones y a veces había obtenido la ayuda americana, porque la Francia derrotada en Dien Bien Fu había tenido que firmar en 1954 los desastrosos acuerdos de Ginebra, que la obligaron a entregar la mitad septentrional de Vietnam a un régimen comunista, que al instante se apresuró a violarlos, y, por tanto y sin lugar a dudas, a consecuencia de una larga serie de errores políticos y de fracasos militares de Francia fue por lo que los Estados Unidos se vieron obligados a intervenir más adelante.

Así se desarrollaba un guión que vemos con frecuencia en la base de las relaciones geoestratégicas y psicológicas entre Europa y América. En un primer momento, los europeos o determinado país europeo suplican a una América reticente que vuele en su ayuda, que entre en acción y, en general, pase a ser comanditaria y operadora de una intervención destinada a sacarlos de un peligro que ellos mismos han creado. En un segundo momento, se transforma a los Estados Unidos en únicos instigadores de todo el asunto. Ahora bien, si éste sale bien, como en el caso de la guerra fría, no se les demuestra agradecimiento alguno. En cambio, si sale mal, como en el caso de la guerra de Vietnam, se centra en ellos todo el oprobio.

En Ni Marx ni Jesús,[5] ya había tenido yo ocasión de exponer numerosas muestras del carácter intrínsecamente contradictorio del antiamericanismo pasional. Voy a tener que alargar aquí esa lista, en vista de lo poco que han cambiado las mentalidades en treinta años. Esa falta de lógica consiste en reprochar a los Estados Unidos sucesiva o simultáneamente una cosa y su contraria. Se trata de una señal que demuestra que no nos encontramos ante un análisis, sino ante una obsesión. Las muestras que he mencionado, extraídas del período del decenio de 1960, pero respecto de las cuales podemos encontrar fácilmente antepasados muy anteriores y vástagos muy posteriores, revelan un hábito profundamente anclado. No se ha modificado lo más mínimo en la actualidad, como acabo de decir, pese a las enseñanzas que se desprenden de los acontecimientos del último tercio del siglo XX y que no han quitado la razón precisamente a los Estados Unidos. Antes de abordarlo más por extenso, quisiera servir como aperitivo una de las manifestaciones más flagrantes, porque ha sobrevenido en el momento en que escribo estas líneas (comienzos de septiembre de 2001). Hasta mayo de 2001, aproximadamente, y desde hacía varios años, la queja principal formulada contra América era la del «unilateralismo», propio de una «hiperpotencia» que se entrometía en todo y se consideraba el «gendarme del mundo». Después, durante 2001, resultó que el Gobierno de George W. Bush era menos propenso que los anteriores a imponerse como socorrista universal en las crisis del planeta, en particular en la crisis palestino-israelí en vías de alarmante agravación. Conque el reproche contra los Estados Unidos se convirtió de repente en el de «aislacionismo» de un gran país que no cumple con todos sus deberes y sólo se ocupa, a costa de un monstruoso egocentrismo, de sus intereses nacionales exclusivamente… Con una falta de lógica admirable, la misma rabia inspiraba la primera y la segunda requisitoria, aunque fueran espectacularmente antitéticas. Esa falta de lógica me recordó la de un razonamiento del general De Gaulle, quien, para explicar en 1966 la retirada de Francia del mando integrado de la OTAN, arguyó que en dos ocasiones, en 1914 y en 1940, cuando Francia se encontraba desamparada, los Estados Unidos habían tardado varios años en acudir en su ayuda. Ahora bien, ¿acaso no servía precisamente, por su concepción misma, la Organización del Tratado del Atlántico Norte para desencadenar, en función de las experiencias pasadas, automática e inmediatamente la intervención militar americana (y la de los demás signatarios) en caso de agresión contra uno de los Estados miembros? La pasión puede cegar a un gran hombre hasta el punto de hacerlo proferir barbaridades. Así, Alain Peyrefitte consigna en C’était de Gaulle[6] estas palabras del general: «En 1944, a los americanos les importaba tan poco liberar a Francia como a los rusos liberar a Polonia». Cuando sabemos la forma como trataron los rusos a Polonia, primero durante la última fase de las operaciones de la Segunda Guerra Mundial (retrasando el avance del Ejército Rojo para dejar a los alemanes el tiempo de hacer una carnicería con los habitantes de Varsovia) y después, cuando convirtieron el país en su satélite, el lector no puede por menos de sentirse estupefacto ante la audacia de semejante paralelismo, establecido por semejante inteligencia o pese a ella.

Pero un tercio de siglo después, hemos visto cosas peores. Después de la destrucción terrorista de la parte baja de Manhattan, en Nueva York, y de una parte del Pentágono, en Washington, el martes 11 de septiembre de 2001, pocos fueron los franceses que se negaron a participar en los tres minutos de silencio observados en todo el país como homenaje a la memoria de los millares de muertos. Entre los recalcitrantes figuraron los delegados y los militantes de la CGT, en la fiesta de L’Humanité, que se celebró durante el fin de semana de los días 15 y 16 de septiembre. Después, durante el fin de semana siguiente, les tocó el turno a los adeptos del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, en la fiesta tradicional de los de Azul-Blanco-Rojo. ¡Era la primera vez que la CGT desobedecía de forma tan pública al Partido Comunista! Así, pues, volvíamos a ver juntos bajo el estandarte del antiamericanismo, en el mismo bando, fueran cuales fuesen sus cantinelas ideológicas propias e incluso cuando eran en apariencia antagonistas, a todos los xenófobos, a todos los partidarios de los regímenes regresivos y represivos, sin olvidar a los antimundialistas y a nuestros seudoverdes.

En la esfera del antiamericanismo, el grado máximo de degradación intelectual —ni siquiera menciono la ignominia moral, que produce hastío, hablo sólo de la incoherencia de las ideas— se alcanzó en septiembre de 2001, después de los atentados contra las ciudades de Nueva York y Washington. Pasado el instante de la primera emoción y de las condolencias, en muchos puramente formalistas, se empezó a representar aquellos actos terroristas como una réplica al mal que, al parecer, causaban los Estados Unidos al mundo. Esa reacción fue, en primer lugar, la de los países musulmanes, pero también de dirigentes y periodistas de ciertos países del África subsahariana, todos los cuales no son de mayoría musulmana. Se trataba de la evasiva habitual de sociedades en quiebra crónica, que han fracasado completamente en su evolución hacia la democracia y el crecimiento y que, en lugar de buscar la causa de su fracaso en su propia incompetencia y su propia corrupción, acostumbran a imputarlo a Occidente de forma general y a los Estados Unidos en particular. Pero, aparte de esos casos clásicos de ceguera voluntaria aplicada a uno mismo, también en la prensa europea, sobre todo en la francesa, naturalmente, entre los intelectuales y algunos políticos, no sólo de izquierda, sino también de derecha, afloró al cabo de unos días la teoría de la culpabilidad americana.

¿Acaso no había que preguntarse por las causas profundas, las «raíces», del mal que había movido a los terroristas a llevar a cabo su acción destructiva? ¿Acaso no tenían los Estados Unidos una parte de responsabilidad en su propia desgracia? ¿Acaso no había que tener en cuenta los sufrimientos de los países pobres y el contraste de su miseria con la opulencia americana?

Esa argumentación no fue formulada únicamente en los países cuya población, exaltada por la yihad, aclamó, ya en los primeros días, la catástrofe de Nueva York, a su juicio castigo bien merecido. Se abrió paso también en las democracias europeas, donde, muy pronto, se dio a entender aquí y allá que el deber de llorar a los muertos no debía ocultar el derecho a analizar los motivos.

En este caso reconocemos el rudimentario razonamiento marxista, repetido por los adversarios de la mundialización, según el cual los ricos se vuelven cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres y la riqueza de unos es la causa de la pobreza de los otros. Marx creyó poder predecir que en los países industrializados que estudiaba el capital se concentraría entre las manos de un grupo cada vez más limitado de propietarios cada vez más opulentos que afrontarían a hordas cada vez más numerosas de proletarios cada vez más miserables.

Ante la prueba de la Historia, esa teoría ha resultado tan falsa respecto de las relaciones entre las clases sociales dentro de la sociedades desarrolladas como de las relaciones entre las sociedades desarrolladas y las llamadas en vías de desarrollo. Pero la falsedad nunca ha impedido prosperar a una opinión, cuando va apoyada por la ideología y protegida por la ignorancia. El error, cuando satisface una necesidad, rehúye los hechos.

Rápidamente se dio un paso suplementario hacia esa degradación intelectual que he señalado, cuando empezaron a cundir las declaraciones que instaban a los Estados Unidos a no desencadenar una guerra cuyas consecuencias sufriría todo el planeta. Así, pues, unos fanáticos suicidas, adoctrinados, entrenados y financiados por una potente y rica organización terrorista multinacional, asesinaban al menos a tres mil personas en un cuarto de hora en América, ¡y esa misma América resultaba ser la agresora! ¿Por qué? Porque se proponía defenderse y erradicar el terrorismo. Aquellos inconscientes, obnubilados por su odio y repantigados en su falta de lógica, olvidaban, además, que, al hacerlo, los Estados Unidos obraban no sólo en pro de su interés, sino también del nuestro, de nosotros, los europeos, y de muchos otros países amenazados o ya subvertidos y arruinados por el terror.

Así, pues, ahora como antes y antes como en el pasado, un libro sobre los Estados Unidos está condenado, en cierto modo, a ser un libro dedicado a la desinformación sobre los Estados Unidos, tarea temible e interminable, sin cesar y en vano reanudada, ya que esa desinformación no es consecuencia de errores, siempre posibles, perdonables y rectificables, sino de una necesidad psicológica profunda de los desinformadores y de quienes los creen. El mecanismo de la «mentira desconcertante»[7] que afecta a América y del rechazo de todo lo que podría disiparlo recuerda a la mentira simétrica y generalizada que actuaba desde 1917 en sentido inverso, no en detrimento, sino a favor, de los países comunistas. También en aquel caso había como un espantamoscas mental que apartaba toda información exacta, al menos en aquellos, muy numerosos, que se alimentaban políticamente de la imagen falsificada e idealizada del «socialismo real».

Además de la colisión entre la rutinaria representación de los Estados Unidos en Europa y lo que era efectivamente el país que yo volvía a descubrir en 1969 —tanto más pasmosa cuanto que ese país estaba sacudido por una metamorfosis acelerada—, descubrí algo que se podía, a mi juicio, calificar de revolución.

Esta palabra puede prestarse a discusión. La mayoría de las veces se entiende por revolución, en sentido estricto y técnico, la substitución de un régimen político por otro, generalmente mediante un golpe de Estado violento secundado por insurrecciones y seguido de proscripciones, depuraciones, detenciones y, en su caso, ejecuciones. Pero eso es confundir el fondo con el guión. Muchas «revoluciones» acordes con ese esquema escolar han acabado, de hecho, en regresiones y dictaduras. En Ni Marx ni Jesús precisé en varias ocasiones que entendía por revolución americana menos un epifenómeno político sobre las camas visibles del poder que una serie de transformaciones habidas espontáneamente en las profundidades de la sociedad. Aquellas transformaciones radicales habían nacido, habían crecido, proseguían y proseguirían independientemente de las alternancias de mayoría que había habido o habría en el nivel federal. Se puede cambiar de régimen sin cambiar de sociedad y se puede cambiar de sociedad sin cambiar de régimen. El Free Movement americano brotó y perseveró con presidencias tanto demócratas como republicanas. Es que nunca o muy raras veces cayó, como sus réplicas europeas, en las ideologías atrasadas del siglo XIX y los yugos teóricos de las seudorrevoluciones marxistas del XX. Quien dice revolución, sostenía yo, dice, por definición, acontecimiento hasta entonces inusitado y que sobreviene por vías diferentes de los cauces históricos conocidos. Quien dice revolución habla de lo que no se puede pensar ni concebir siquiera mediante conceptos antiguos. Resultaba una evidencia para mí: la verdadera revolución no estaba en Cuba, sino en California. Dicha evidencia impresionó igualmente a Edgar Morin, en el mismo momento que a mí, y la narró en su Diario de California (1970), sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo lo más mínimo. No intercambiamos algunas ideas al respecto hasta después de la publicación de nuestras obras respectivas, tras haber comprobado la convergencia de nuestras impresiones.

Así, pues, la prueba en sentido contrario que había hecho yo, aquella brutal confrontación entre lo que se repetía por doquier sobre los Estados Unidos y lo que se veía en ese país cuando se accedía a contemplarlo in situ, en su vida real, me inspiró una requisitoria que, al parecer, tocó una cuerda sensible en numerosas personas de todo el mundo. Ni Marx ni Jesús fue un éxito de librería en Francia y, en su versión inglesa, en los Estados Unidos. Un éxito que despegó por sí solo de forma prodigiosa antes de que se publicara crítica alguna y después prosiguió, pese a las críticas, con frecuencia reservadas o incluso hostiles. Se tradujo a unos veinte idiomas. Aquella conmoción evidenciaba el divorcio entre el deseo de saber de las «mayorías silenciosas» y la voluntad de ignorar de las potencias intelectuales, de los amos de la información, no sólo en los países bajo influencia comunista declarada, como Francia, Italia o Grecia, sino también en países socialdemócratas incluso, opuestos en principio al totalitarismo y dispuestos a aceptar la verdad: por ejemplo, Suecia. Mi editor sueco, un sibarita gran aficionado a los cangrejos, me invitó para el lanzamiento del libro a Estocolmo. Pero no consiguió ni una sola aparición mía en televisión, cosa que, por lo demás, no perjudicó lo más mínimo a las ventas. En Finlandia, tuve que afrontar a dos delegaciones de apparatchiks intelectuales comunistas psicorrígidos, una procedente de Rumania y la otra de Polonia. El escritor alemán Hans-Magnus Enzensberger fue quien me prestó una voz compasiva para intentar mantener el debate en un nivel decente, aunque sus propios ensayos fueran críticas violentas del «imperialismo» americano. Mi editor griego llevó el masoquismo hasta el extremo de escribir él mismo (sin consultarme ni avisarme, por lo demás) un prefacio en el que pedía perdón a sus compatriotas por haber encargado la traducción y la publicación en su lengua de semejante sarta de errores e imbecilidades. Me calificó de sectario, cuando emití una tímida protesta contra esa clase de procedimiento. El Corriere della Sera, al tiempo que me honraba con una aprobación moderada, se refirió al escándalo indignado (scalpore) provocado en Francia y en Italia por mi tesis, tan ultrajantemente a contracorriente. Mi traductor italiano sembró su versión de notas en las que reprobaba mis ideas. Me divertí felicitándolo en un artículo titulado «II traduttore bollente». A juzgar por el éxito internacional de mi libro, es como para creer que a veces ciertos ataques están redactados de tal manera; que, lejos de ahuyentar al lector, tienen, al contrario, la virtud de picar su curiosidad. Se dice que, si el autor no hubiera acertado en el blanco al menos en algunos aspectos, no se habrían producido semejantes convulsiones y que el crítico se deja llevar más por el desvarío que por el razonamiento.

La izquierda lo veía perfectamente: en aquel libro se trataba menos de América y del americanismo que de la lucha del siglo entre socialismo y liberalismo. Temía que la victoria empezara a inclinarse a favor de este último. La función principal del antiamericanismo era —y lo es aún hoy— la de difamar al liberalismo en su encarnación suprema. Disfrazar a los Estados Unidos de sociedad represiva, injusta, racista, casi fascista, era una forma de clamar: ¡ya veis cuál es el resultado de la aplicación del liberalismo! Cuando precisamente yo describía en los Estados Unidos no sólo un sistema democrático clásico que funcionaba bastante mejor que en otros países, sino también una sociedad en plena mutación revolucionaria, que trastornaba sus valores tradicionales, perturbaba con brutalidad el sueño dogmático y la comodidad ideológica de la mayoría de las minorías selectas de todo el mundo, incluidos los propios Estados Unidos, pues el antiamericanismo era —y sigue siéndolo— fuerte, próspero entre sus minorías selectas universitarias, periodísticas y literarias. La consigna Blame America First («Lo primero culpar a América») a propósito de cualquier problema fue durante mucho tiempo y sigue siendo en gran medida la máxima de los amos de la cultura de ese país.

Cuando Richard Nixon fue reelegido Presidente, el 7 de noviembre de 1972, tras aplastar a George McGovern, su adversario demócrata «liberal» (la izquierda del Partido Demócrata, en el léxico de allende el Atlántico), fui blanco en Francia de diversas pullas. ¿Acaso no ridiculizaba mi tesis aquel triunfo de un republicano considerado de derecha? ¡Ah, bonita estaba mi revolución americana! Objetarme aquella lección era no comprender nada de lo que yo había entendido por revolución, en el caso de los Estados Unidos de aquel período. En el núcleo de la realidad social y cultural, el Movement nunca cesó de avanzar hasta el final del siglo y más allá de él. Gertrude Himmelfarb, en su libro de 1999, One Nation, Two Cultures [Una nación, dos culturas], muestra perfectamente que la sociedad americana contemporánea constituye «una sola nación», pero «está compuesta de dos culturas». Según la autora, la contracultura revolucionaria de los decenios de 1960 y 1970 (en la que no ve sólo cualidades, como tampoco yo, y volveré a abordar ese asunto) ha llegado a ser actualmente la cultura dominante. Quienes profesan los valores morales tradicionales son los que representan, a su vez y a la inversa, la cultura minoritaria y disidente, que no ha cesado de hundirse en esa condición minoritaria, incluso durante la «revolución conservadora»[8] de Ronald Reagan, por la sencilla razón de que la revolución reaganiana no fue una revolución de las costumbres, sino una revolución de la economía, una revolución liberal, en el sentido europeo de ese adjetivo.

Pero, al desreglamentar la economía, al substraerla lo más posible a la férula del Estado, al abrirla también más a todo el mundo, Reagan no contrarrestaba —y créase que no se trata de una paradoja— la contracultura de los decenios de 1960 y 1970: al contrario, la realizaba. En efecto, la tesis central de Ni Marx ni Jesús es la siguiente: la gran revolución del siglo XXI no habrá sido, a fin de cuentas, la socialista, cuyo fracaso por doquier resultaba ya patente en 1970, sino la liberal. Una serie de capítulos del libro levanta acta de ese fracaso del socialismo, tanto en los países del «socialismo real» (¡demasiado real, por desgracia!) como en aquellos países del Tercer Mundo (¡demasiado numerosos, por desgracia!) que habían creído encontrar en recetas dirigistas y socialistas la clave del desarrollo, y, por último, su fracaso en las democracias industriales, en las que la estatalización de la economía no iba a cesar de retroceder, bajo la presión de las realidades, hasta el final del siglo.

Aquella revolución liberal americana estaba volviéndose, además, el centro motor y propagador de lo que más adelante se llamaría mundialización (en francés, pues en la mayoría de las demás lenguas el término generalmente empleado para designar ese fenómeno es el de «globalización», menos exacto a mi juicio). En efecto, me permito recordar que el subtítulo de Ni Marx ni Jesús es: «De la segunda revolución americana a la segunda revolución mundial». Esa mundialización liberal, que triunfaría de forma clamorosa a partir de 1990, después de la desintegración de los comunismos, es lo que Francis Fukuyama denominaría, en el momento de aquel hundimiento, «el fin de la Historia», expresión que quienes se la reprochaban no habían entendido bien, pues mucha gente considera, por desgracia, que ha leído un libro cuando ha leído su título. Fukuyama no quiere decir que la Historia se haya detenido, cosa absurda, sino que la experiencia ha refutado la concepción hegeliana y marxista de la Historia, imaginada como un proceso dialéctico que debe necesariamente acabar en un modelo final hacia el cual tendía supuestamente la Humanidad, sin saberlo e independientemente de su acción, desde el origen de los tiempos.

Así, pues, Ni Marx ni Jesús no era tanto un libro sobre los Estados Unidos como tales cuanto sobre América como laboratorio de la mundialización liberal. En efecto, en todas las épocas, al menos en todas las épocas de progreso, existe lo que podemos llamar una sociedad-laboratorio, en la que se inventan y prueban soluciones de civilización —no necesariamente buenas todas, pero que prevalecen irresistiblemente— que posteriormente otras naciones transpondrán de grado o por fuerza en sus ámbitos. Atenas, Roma, la Italia del Renacimiento, Inglaterra y Francia en el siglo XVIII fueron sucesivamente una de esas sociedades-laboratorio, no por obra de determinado «proceso», sino por la acción de los hombres. En el siglo XX, le tocó el turno a los Estados Unidos de llegar a serlo. Así, pues, no carece de motivo, aun cuando sea a costa de una manifiesta exageración, que, para miles de millones de seres humanos, al comienzo del siglo XXI, mundialización liberal sea sinónimo de americanización. Ésa es la evolución cuyo despegue intenté describir en Ni Marx ni Jesús. ¿En qué medida debemos atribuirla exclusivamente a América y a su «hiperpotencia»? ¿Han asumido los Estados Unidos voluntaria o involuntariamente esa función de laboratorio? ¿Se debe a su «imperialismo», a su «unilateralismo», o al vigor de su capacidad de innovación? ¿No es el modelo americano criatura al menos tanto como creador de una necesidad mundial? A esa pregunta es a la que intento responder en el presente libro.