NOVENO CAPÍTULO

Concluimos

… aunque no acaba puesto que, como bien sabemos, nunca nada acaba: hay que continuar, más y más, con la misma locuacidad confiada y repugnante con que charlan dos asesinos. A todo esto, sin embargo, lo que debemos decir es tan áridamente objetivo como el asesinato que se ha simplificado hasta el punto de carecer de alma, de ser un dato estadístico más, tan superfluo como, por ejemplo, el hecho de que transcurrieron los años y Köves escribió su novela. La mandó pasar a máquina y la presentó a una editorial como si fuese una solicitud. Un buen día, el cartero le trae un paquete grueso. Köves reconoce la novela en cuanto lo palpa. Abre el sobre y encuentra una carta junto al manuscrito: ítem de unas palabras desagradables, se le comunica que la novela ha sido considerada inadecuada para la publicación.

En este instante suyo, similar a un descenso por un precipicio que se pierde en la oscuridad, en esta pausa de su vida, Köves nos interesa una vez más, aunque por poco tiempo ya. Sigue en el recibidor, con la novela entre las manos, con una sonrisa lacerada en la cara que, no obstante, parece intuirlo todo: es la mueca que suele guardar para el sino. Probablemente imagina haber recibido un golpe grave, quizás insuperable. Por un breve tiempo, antes de decidirse a emprender el camino cuesta abajo, se refugia en su fiasco como si se retirara allí a descansar, igual que el águila en su nido, con el ala rota, sí, pero con la mirada lo suficientemente aguda todavía para recorrer la pradera de las verdades y autojustificaciones en busca de una presa. Al final, sin embargo, deberá partir —digámoslo así—. Si presta mucha atención, verá al borde del camino algunas plantas servibles que podrá arrancar tranquilamente aunque no puedan competir, por ejemplo, con la siempreviva. Antes que nada trata de decidir si el editor tiene razón: si es bueno o malo el libro que ha escrito. No tarda en tomar conciencia de que da igual desde su punto de vista —que bien puede ser limitado, pero es el único desde el que puede contemplar el mundo—, siempre y cuando considere que su libro es tal como debe ser. Porque —pronto lo reconoce, y este descubrimiento le llega desde luego como una sorpresa— más importante que su novela es para él lo que vivió por el hecho de escribirla. Fue una elección y una lucha, la forma de lucha que le estaba dada. Libertad dirigida contra él mismo y su destino, superación de las circunstancias, tentativa que minaba la necesidad… ¿Qué es, si no, la obra, cualquier obra humana?

¿Y después? Lo espera un happy end. Antes de llegar al fondo del abismo se entera de que su libro se imprime a pesar de todo. Una nostalgia dolorosa lo atraviesa entonces, y saborea con la amargura de la añoranza, insaciablemente, los recuerdos dulces de su fracaso, el tiempo en que vivía una vida intensa, lo consumía la pasión y lo nutría la esperanza secreta que luego un viejo —el que está ante el secreter, pensando— ya no podría compartir. Su singular aventura, su época heroica, llegó a su fin. Convirtió su persona en objeto, diluyó y generalizó su obstinado secreto, destiló en signos su realidad inefable. La única novela posible para él devendrá en un libro entre otros y compartirá su destino de masa, esperando a que la mirada del raro comprador se pose en él. Su vida será una vida de escritor que escribe y escribe sus libros hasta consumirse del todo y purificarse para quedar hecho un esqueleto, liberándose de lo superfluo, la vida. Nos cuentan que debemos imaginar a Sísifo como un hombre feliz. Desde luego que sí. Pero a él también lo amenaza la misericordia. Sísifo —y el servicio del trabajo— es eterno, no cabe la menor duda; pero la roca no es inmortal. Al final se gasta de tanto rodar por su accidentado camino, y Sísifo descubre de improviso que, silbando distraídamente, lleva mucho tiempo pateando un trozo de piedra gris en el polvo.

¿Qué hará con él? Seguramente se agachará, lo recogerá, lo guardará en el bolsillo, lo llevará a casa… Al fin y al cabo, le pertenece. En sus horas vacías —ya sólo le esperarán horas vacías— sin duda lo sacará. Sería desde luego ridículo empujarlo hacia arriba, hacia las cumbres. Pero podrá contemplarlo con sus viejos ojos afectados por las cataratas, como si siguiera ponderando el peso y la mejor manera de agarrarlo. Lo rodeará con los dedos insensibles y temblorosos y sin duda también lo tendrá agarrado en el momento del último y definitivo impulso… Cuando se desplome sin vida de la silla situada frente al secreter.