Köves vuelve. Cambios. Alguien a punto de ahogarse
Un buen día, Köves volvió a presentarse en el Mares del Sur; ya llevaba mucho, muchísimo tiempo sin pasar por allí. Había ingresado en el ejército, pues con el mismo correo que le traía el despido del Ministerio, vino también el llamamiento a presentarse de inmediato para cumplir el servicio militar. Así pues, el servicio lo absorbió y lo devoró, hasta que se hartó y, una buena mañana —precisamente en los solemnes minutos de la lectura de la orden del día—, se desplomó con gran estruendo, casi derribando de paso una silla y a dos de sus camaradas, y en los días siguientes no se mostró dispuesto a volver en sí, a despecho de amenazas, castigos, intentos de convencerlo y de ponerlo en la picota. Acabó, pues, en el hospital, donde lo rodearon las caras escépticas de los médicos, le hicieron preguntas capciosas, le sacaron sangre, le palparon las extremidades, le clavaron una aguja en la columna vertebral, y cuando Köves ya temía el desenmascaramiento y sus inevitables y poco halagüeñas consecuencias, fue licenciado en un abrir y cerrar de ojos y de extraña manera, sin darle apenas tiempo ni para la estupefacción, ya que uno de los controles demostró que tenía un muslo, aproximadamente, dos centímetros más delgado que el otro. Se suponía que Köves padecía por tanto, sin saberlo, de atrofia muscular.
La risa de Sziklai le fragmentó la cara en trocitos cuando Köves le contó el caso:
—¡Apenas podían esperar el momento de quitarte de en medio, viejo! —gritó dando palmadas en el mencionado muslo de su amigo, y añadió que el afortunado desenlace se explicaba «exclusivamente por los cambios».
—¿Qué cambios? —preguntó extrañado Köves, que, por supuesto, no sabía nada de nada, entretenido como había estado en otros asuntos en los últimos tiempos.
Sziklai, sin embargo, tampoco se mostró mucho mejor informado:
—¿Se puede saber? —replicó como si acusara de indiscreción a su amigo. Köves había escuchado esta pregunta hacía tanto, tantísimo tiempo que, por primera vez desde su salida del hospital y del ejército, lo embargó la sensación de haber vuelto a casa.
—Cuando menos soplan otros vientos —continuó Sziklai, incorporándose ligeramente de su asiento y lanzando una mirada escrutadora al local, como si buscase a alguien—. Mira para allá —señaló una mesa lejana con un gesto de la cabeza—, ¿conoces al caballero que ocupa el trono a la cabecera de aquella mesa?
Köves vio allí a un hombre ya mayor, corpulento. Tuvo la impresión de haber visto ya aquel mentón eminente y aquella nariz que denotaba energía y capacidad de mando, pero prefirió esperar las aclaraciones de Sziklai:
—¿Conque ya no conoces a nuestro todopoderoso redactor jefe? —y Köves se sintió inundado de repente por las amarguras de una época remota, que reaparecían ahora a la luz lejana y, por así decirlo, conciliadora de la memoria. Creyó reconocer incluso a los dos hombres rechonchos y casi calvos que flanqueaban al redactor jefe: parecían los dos hombres idénticos de la fábrica. No estaba del todo seguro, sin embargo, la mesa se hallaba bastante lejos, y bien podía equivocarse en la penumbra del local.
—Lo han despedido —sonrió Sziklai.
—¿Despedido? —preguntó Köves perplejo.
—Sí, señor. Así son los tiempos que corren —dijo Sziklai al tiempo que volvía a acomodarse en su asiento. A él también habían ido a buscarlo, contó luego, le habían propuesto volver al periódico, como jefe de sección además, porque descubrieron que lo que le habían hecho en su día era contrario no ya a la justicia, sino al sentido común, tratándose, en el caso de Sziklai, de uno de los colaboradores más destacados de la redacción.
—Se dieron cuenta un pelín tarde —concluyó Sziklai encogiéndose de hombros—. Estaría loco si volviera al periódico, ahora que me he instalado de maravilla en el cuerpo de bomberos.
No obstante, se apresuró a añadir, a buen seguro que volverían a contratar a Köves; él, Sziklai, ya había dado algunos pasos en ese sentido…
Köves, sin embargo, dio un respingo en la silla. Parecía que le habían clavado un cuchillo:
—¡Yo no vuelvo al periódico! —protestó a voz en cuello, como atormentado por una pesadilla.
—¿No me digas que tienes otro empleo? —preguntó Sziklai.
—¡Yo no quiero otro empleo! —declaró Köves de forma tan gélida, decidida y extraña que no dio la impresión de hablar en su nombre, sino por encargo de otra persona, ocupada en asuntos mucho más importantes y urgentes y, por tanto, reacia a derrochar su precioso tiempo en un trabajo cualquiera.
—¿Y de qué quieres vivir? —inquirió Sziklai.
—No lo sé —respondió Köves, esta vez con tono de seria preocupación: al parecer, acababa de tomar conciencia de su dura y definitiva decisión, como si no la hubiera adoptado por voluntad propia, sino presionado por una fuerza externa. Por tanto, sus consecuencias lo encontraron menos preparado que a Sziklai, que lo veía todo desde un punto de vista práctico y consideraba que su amigo bien podía vivir sin un empleo fijo. Los del periódico, señaló, se alegrarían de que Köves no les viniera «con exigencias», a cambio le ofrecerían la posibilidad de trabajar como «colaborador externo», en lo cual él, Sziklai, «alguna palabrita» tendría que decir. Si Köves actuaba con habilidad y diligencia, hasta podría «colocar un articulillo» por semana.
—Por otra parte, viejo —continuó Sziklai con una sonrisa—, el Tablado de Bomberos te espera con los brazos abiertos, claro.
Contó entonces a un divertido Köves que mientras este consagraba su tiempo y sus fuerzas al ejército, él, Sziklai, no se había «tumbado a la bartola». Poco a poco, y no sin dificultades, había logrado convencer a «los jefes» de que, en vez de contar con una compañía de aficionados propia, los bomberos debían recurrir a actores profesionales conocidos y admirados por el gran público con el fin de popularizar de forma más eficaz y operante el cuerpo, siempre y cuando se los lograra persuadir de poner, de vez en cuando al menos, su talento al servicio de los bomberos. Ahora bien, no podía esperarse de unos actores profesionales que «actuaran en cualquier cosa»; por tanto, era preciso conseguir que unos escritores profesionales, lo mismo que los actores, pusieran sus capacidades a disposición del cuerpo y crearan un programa para una velada que tocara de alguna manera la problemática de la extinción de incendios, eso sí, con ingenio, con profesionalidad, mezclando con eficacia los elementos trágicos y cómicos. Tratándose de profesionales, no se podían eludir, además, los honorarios habituales, e incluso convenía incrementarlos un poquito para poder disponer de ellos en una tarea extraordinaria y hasta, diríase especial. Así se fundó, pues, el Tablado de Bomberos, pequeña compañía ambulante que, yendo de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, estrenaba cada dos meses espectáculo nuevo, consistente en «números de cabaré» y algunas «escenas».
—Los números de cabaré los escribo siempre yo —aclaró Sziklai con expresión implacable, deseoso, por lo visto, de frenar de entrada cualquier protesta de Köves—, y las escenas, una yo y la otra mi jefe, el subcomandante… Porque, claro, acaba de descubrir al escritor que lleva dentro… Entiendes, ¿no?… —guiñó el ojo a su amigo—. A partir de ahora escribirás siempre una escena y hasta podríamos escribir otra firmando los dos, como coautores. Escribiremos juntos los tres, eso está más claro que el agua, viejo.
En consecuencia, Köves podría vivir —modestamente, eso sí— de las escenas y de sus artículos hasta concluir la comedia, tras la cual ambos se convertirían en hombres de éxito y nunca más los atormentarían las cuitas materiales. Así lo animó Sziklai y levantó la mano para llamar, se suponía, a Aliz: al parecer, quería regar sus floridas esperanzas con algún trago de una bebida de calidad. Sin embargo, en vez de Aliz apareció un camarero de cutis grasiento, pies planos y barriga prominente, porque la camarera había desaparecido un buen día del café, para amargura de todos los clientes fijos del Mares del Sur.
—¿Adónde se fue? —preguntó Köves estupefacto, pero en vano. Ni Sziklai ni, más tarde, los otros pudieron responderle. Había renunciado de un día para otro, y su puesto no había sido ocupado por nadie: todo se debía, según los indicios, a aquel personaje antipático, sospechoso y retorcido al que tampoco habían vuelto a ver desde entonces y en el que Aliz había invertido su tiempo, su cariño y, sin justificación alguna, también sus ingresos… Fue, más o menos, todo cuanto logró averiguar aunque, claro, tras hurgar más a fondo, no tardó en descubrir que se trataba de suposiciones y que sólo un dato se sabía a ciencia cierta: Aliz ya no trabajaba en el Mares del Sur.
En cambio, reapareció, como el de Köves, otro rostro muy conocido, ausente durante mucho tiempo. Volvió cambiado —todos coincidieron en ello—, pues se había estirado y, aunque pareciera extraño, encogido, había envejecido pero seguía siendo el mismo: un semblante que miraba a los demás desde una enorme altura, desde encima de una pajarita de color indeterminable. Era el «Peque», el pianista, cuya aparición no fue recibida con claras muestras de alegría, sino más bien con cierta turbación, como comprobó Köves asombrado. Se levantó un rumor en el Mares del Sur como cuando un repentino oleaje golpea un acantilado; así se movieron también las cabezas, subieron y bajaron alternativamente como las olas, pero —de la mesa de los músicos, por ejemplo— sólo unos pocos se alzaron para saludarle, eso sí, titubeando, con una sonrisa cautelosa y un tanto torcida. Otros, en cambio, reanudaron la conversación momentáneamente interrumpida como si nada hubiese ocurrido, en particular un grupo bastante nutrido de hombres, todos vestidos con frac y una faja roja de seda en la cintura: la orquesta de cuerda Tango. Hasta que de pronto se oyó el ruido de una silla empujada hacia atrás, un estruendo tal que no parecía de una silla sino de un trono, y de allí se incorporó con la ayuda de ágiles manos que lo cogían por las axilas el «Sin Corona»; abrió los gruesos y cortos brazos y abrazó, sudando y jadeando, al estupefacto músico, o, para ser precisos, se le colgó del cuello; y por singular que fuese el espectáculo ofrecido por el abrazo de los dos obesos —el grande y el pequeño—, los clientes fijos del Mares del Sur interpretaron el acto del «Sin Corona» como una solemne apertura, una autorización o, es más, una exhortación, porque todos se levantaron de golpe, como obedeciendo a una señal, decididos a abrazar al pianista, a estrecharle la mano o cuando menos a tocarle el dobladillo de la chaqueta, a pasarlo de mano en mano, a festejarlo y a interrogarlo sobre sus sufrimientos.
Luego, sin embargo, se convirtió en centro de interminables y acaloradas discusiones. Köves se asombró de ver cuánta excitación y pasión carente de objeto concreto se había acumulado en el Mares del Sur. Hasta entonces, la emoción no tenía contornos definidos al parecer; como el humo del tabaco, se concentró de repente en torno al «Peque», en torno a la personalidad casi magnética del pianista, para borbotear allí como un remolino, adoptando la forma de vehementes discusiones, amargos estallidos y hasta de sombrías acusaciones y apenas veladas amenazas. Ocurría a veces que, al menguar los argumentos o porque los parroquianos se habían hartado de debatir, se lanzaban en tono duro concisas consignas de una mesa a la otra, sellando así la secesión producida entre los músicos. Divididos en dos mesas, los unos ocupaban la de los partidarios del «Peque» y los otros, sobre todos los miembros de la orquesta de cuerda Tango, la de sus enemigos, aunque tampoco faltaban quienes se sentaban hoy a una mesa y mañana a la otra y los que no se sentaban a ninguna, sino que correteaban entre las dos, incapaces de tomar una decisión o deseosos de mediar y apaciguar los ánimos o, todo lo contrario, empeñados en atizar las contradicciones. Se oían, pues, consignas rítmicas tales como «¡El “Peque” al piano!», a las que se contestaba con un «¡No aceptamos chantajes!», si bien el «Peque» no quería sentarse al piano y anulaba, por tanto, cualquier acusación de este tipo, cosa que empezó a quedar clara poco a poco, al menos para Köves. Las verdaderas discusiones, los argumentos de mayor calado se oyeron, claro está, en la mesa del «Sin Corona». Köves, que sólo logró captar algunos fragmentos, dedujo que un buen día, como consecuencia de los cambios por todos conocidos —o, mejor dicho, que nadie conocía con precisión, pero que a todos resultaban evidentes—, lo dejaron marchar del campo al que había sido deportado para realizar trabajos agrícolas y, es más, calificaron de «carente de todo fundamento legal» su deportación, aunque, eso sí, no le devolvieron el puesto de trabajo: «el piano que le habían arrebatado al llevárselo». Quedaba por ver, pues, si el «Peque» se conformaría con lo que encontrara y tocaría el piano en algún garito de mala muerte o si insistiría de forma consecuente en su derecho de recuperar —«por la vía legal si no cabía otra solución»— su puesto de trabajo usurpado actualmente por la orquesta de cuerda Tango.
—Vamos a ver —levantó el índice a modo de advertencia un feriante ya mayor con abrigo de cuero, pues entre los tintoreros, feriantes, fotógrafos y demás empleados del «Sin Corona» también había, como se descubrió de pronto, abogados y juristas que desde luego no podían ejercer su profesión en aquella época—, vamos a ver —insistió el feriante de abrigo de cuero esbozando una sonrisa de marcado carácter didáctico—, no nos tiremos los conceptos precipitadamente, caballeros. En vez de decir «usurpador» podríamos formularlo de otra manera… Podríamos decir, por ejemplo, «usufructuario», dado que refleja objetivamente los hechos.
El director de la orquesta, hombre de mirada ardorosa que se pegaba el pelo negro, grasiento y brillante a las sienes, se apresuró a manifestarse de acuerdo. La orquesta de cuerda Tango, explicó con ojos encendidos al tiempo que agitaba la mano amarilla y huesuda, con uñas cortadas casi hasta la lúnula y dedos con forma de pala, deformados sin duda por su instrumento, se mostraba desde luego satisfecha porque se hubiese puesto fin a las indignas humillaciones vividas por un «colega músico», por un colega músico, para más inri, «poseedor de enormes conocimientos». Podía afirmar que todos los miembros de la orquesta compartían su punto de vista. Pero se permitía preguntar por qué presentaban ahora «como chivo expiatorio una inocente orquesta» cuyo único «pecado» consistía, sí, en estar «ligada por un contrato legal» al club nocturno, relación esta que ella, la orquesta, no estaba dispuesta a romper mientras el contrato siguiera «legalmente vigente». Alguien señaló entonces que si tanto se alegraba la orquesta Tango de la libertad recuperada por un artista, un «gran artista, dicho sea sin exagerar», no debería insistir en el «contrato legal» vigente, sino considerar una «obligación moral» devolver el puesto a la persona a la que «realmente» correspondía. En el alboroto generado por estas palabras volvió a alzarse entonces el dedo índice, y su dueño, el feriante ya mayor, indicó que, si bien no deseaba ser considerado una persona «insensible a las cuestiones morales», no juzgaba conveniente llevar la discusión «exclusivamente a un terreno moral»:
—No olvidemos, caballeros, que la «obligación moral» es una obligación moral, pero ello no quiere decir que devenga en concepto jurídico —recordó a la clientela del local dibujando una sonrisa llena de ingenio y delicadeza.
Sus palabras, sin embargo, no consiguieron el eco deseado al parecer, puesto que la discusión se trasladó a un terreno exclusivamente moral, donde continuó desarrollándose sin cesar, con referencias a los «sufrimientos del “Peque”» y, a modo de respuesta, a la «inocente orquesta» y al «contrato legal», para pasar luego a la contraacusación del «chantaje», de tal modo que en medio del alboroto generalizado que se produjo acto seguido Köves llegó a oír incluso la palabra «venganza», pronunciada para su indecible asombro por el saxofonista de bolsas bajo los ojos, el cual, como pudo comprobar Köves no sin cierta indignación, se había convertido, junto con el músico de rostro azul y olor a loción, en el defensor más ruidoso y acérrimo del pianista. Difícilmente habría osado Köves —ni quería, de hecho— recordarles aquella conversación asaz desgraciada que mantuvieron cuando se interesó por el paradero del «Peque».
Ahora bien, sólo se enteró de que el pianista también tenía su opinión respecto a su propio asunto, una opinión que para colmo difería de todas las demás, cuando a última hora —con la única presencia, en el café casi vacío, de unos músicos que libraban aquel día, de algunos clientes fijos incorregibles y de Köves, claro, pues Sziklai no había aparecido aquel día por el Mares del Sur, ya que el Tablado de Bomberos presentaba su nuevo programa en una localidad de provincias— el músico se acercó a la mesa de Köves con una copa medio llena de coñac en la mano, a la que lo había convidado mucho antes el «Sin Corona», y le preguntó:
—¿Me permites? —y Köves, claro, lo invitó encantado a sentarse. En ese momento recordó que llevaba días sin ver al músico en el café, días, precisamente, en los que más habían arreciado las pasiones en torno a él, como si la ausencia del objeto de las discusiones no sólo no molestara a los polemistas, sino que la consideraran incluso conditio sine qua non de las controversias sobre dicha persona.
—¿Estos qué saben? —dijo el pianista a Köves, con una sonrisa que mezclaba desprecio e indulgencia y señalando con gesto indefinido las mesas en su mayoría vacías. Luego le contó que lo habían obligado a realizar trabajos agrícolas. Había cavado la tierra para las patatas, había dado de comer a los cerdos—. Me levantaba a horas en que antes me iba a dormir… Podría explicártelo todo, pero ¿para qué? —continuó—. Tengo un buen físico, o sea, que aguanté.
La comandancia se enteró después de que era músico profesional: los oficiales lo llamaron para que tocara algo. Primero le consiguieron un violín, el instrumento preferido del comandante, que quería escuchar en este instrumento sus melodías favoritas. Se enfadaron al comprobar que no dominaba el instrumento y hasta pusieron en duda que una persona incapaz de tocar el violín pudiera calificarse de músico. Al final le consiguieron un piano, de hecho, un piano vertical desafinado, y lo obligaron a tocar. Recibió de premio alguna ración adicional y algún privilegio, sí, y hasta le embutieron aquel vino amargo que emborrachaba a los oficiales. Después pudo tocar incluso en las fiestas de las granjas y en ocasiones se vio obligado a acompañar a una murga ambulante que hacía rechinar sus violines y clarinetes baratos. Bien podía uno imaginar aquellas escenas. Cientos de veces se maldijo por haber confesado su condición de músico, pero, claro, era un trabajo más limpio que dar de comer a los cerdos.
—¿Y ahora quieren que empiece de nuevo?… —El pianista esbozó una sonrisa titubeante, surcada por la duda—. Antes —continuó reflexionando—, cuando pasaba dos días sin tocar, sentía el hormigueo y el cosquilleo en los dedos, tanto que a punto estaba de salirme de mi piel. ¿Ahora?… Ojalá no pueda ver un piano. Estoy quemado, amigo. Aquí —se golpeó el pecho con el nudillo del dedo medio, con cautela, como si quisiera escuchar la respuesta del interior, como si fuese una puerta cerrada y llevase tiempo pidiendo entrar pero en vano—, aquí ya no hay música…
Los intentos de Köves de animarlo resultaron inútiles: que descansara, que retomara la vida normal, que entonces le volverían las ganas… Escéptico, apesadumbrado, el músico sacudía la cabeza.
Otro caso ocupaba, además, a la clientela fija del Mares del Sur, provocando largas y tendidas discusiones, pero de carácter más alegre que controvertido. Por Sziklai se enteró Köves por qué llevaba tiempo sin ver últimamente al «Señor de las Bombas» y por qué veía tan contadas veces a la «Trascendental», la cual ya no aparecía parapetada tras las consabidas copas de aguardiente, sino en estado perfectamente sobrio. La mirada nebulosa y reflexiva se había convertido en una un tanto amarga, como si la realidad la hubiera despertado de golpe de un largo sueño, y siempre se la veía cargada de bolsas y paquetes, cosa que antes no ocurría jamás.
—Cocina, al horno, a la sartén… —se rió Sziklai.
—¡¿Qué dices?! —exclamó Köves asombrado.
Sziklai, que todo lo sabía «de primera mano», al menos hasta que los acontecimientos no dieron «un vuelco trágico», le explicó los detalles. En este caso los conocía por el propio «Señor de las Bombas», al que había dado la posibilidad de actuar regularmente en el Tablado de Bomberos. Cuando empezó a «mejorar su situación», el «Señor de las Bombas» hizo de tripas corazón y pidió la mano de la «Trascendental». La mujer, sin embargo, se indignó ante la idea de ser, en un mundo inexistente, la mujer inexistente de un hombre inexistente que ni siquiera era actor, sino relojero y, mirándolo bien, ni siquiera relojero, sino fabricante de encendedores, y declaró no querer ver nunca más al «Señor de las Bombas». Pasó el tiempo, pero la «Trascendental» se mostró inflexible. Explicó a Sziklai, deseoso de «mediar», que simplemente no entendía cómo había podido «torcerse tanto su relación». El «Señor de las Bombas» también se quejó a Sziklai, calificó a la mujer de «última llamarada» y anunció que su vida carecería «de sentido» si no la conseguía. Por último, escribió una carta a la señora, pidiendo «un único y último encuentro». La mujer aceptó y prometió ir a verlo en la fecha y hora indicadas. El «Señor de las Bombas», a su vez, montó para la ocasión, con toda clase de alambres, un ácido y una simple batería para lámparas, un artefacto que ató prieto a su cuerpo, debajo del abrigo. La idea consistía en que, tan pronto como se abrazaran, el artefacto estallara y acabara «con los dos». Sin embargo, o se produjo un error de cálculo, o el mecanismo adolecía de algún defecto, o se conjugaron ambas circunstancias. La «Trascendental» tal vez se zafó del abrazo antes de que el «Señor de las Bombas» pudiera accionar el artefacto; la cantidad era tal vez insuficiente; o faltó tal vez la presión de los «dos cuerpos pegados el uno al otro», prevista por el «Señor de las Bombas», para que la detonación alcanzara la intensidad necesaria: lo cierto es que la única víctima de la explosión fue el «Señor de las Bombas», que sufrió algunas magulladuras, algunas quemaduras y, claro está, un gran susto. La «Trascendental» corrió en busca de un médico y de una ambulancia; el «Señor de las Bombas», que, según Sziklai, exageró como siempre su papel, fue trasladado a un hospital, y si bien no tardó en curarse de sus lesiones, le descubrieron un problema estomacal. Así pues, la «Trascendental» lo visitaba regularmente y le llevaba la comida, puesto que los médicos habían prescrito una dieta al paciente.
—¿Cómo acabará esto? —preguntó Köves sin poder ocultar su hilaridad, y Sziklai le respondió riendo:
—Mucho me temo que, igual que nuestra comedia, con un happy end.
En efecto, después de tantas desgracias, interrupciones y reinicios, la comedia ya empezaba a cobrar forma; Köves trabajaba en los diálogos sobre todo en el Mares del Sur para que, al menos mientras escribía, no lo tentara el espectáculo deprimente del duelo que la señora Weigand le ofrecía a diario desde el suicidio de su hijo. Los ojos de la mujer no eran ya aquellos pequeños lagos cristalinos que Köves viera en su tiempo: ahora los cubría una capa de hielo eterno. Y el ruido de llantos apagados que se filtraban por la pared llegaba por las noches a los oídos de Köves. Además, para escribir la comedia prefería el jaleo del café a la soledad del cuarto, donde siempre corría el riesgo de que su atención se desviara y se descontrolara: actores extraños subían entonces al escenario, un anciano, por ejemplo, con un perrito bajo el brazo y una maleta en la otra mano. Cuando tenía que devanarse los sesos pensando en las chicas divertidas, excitantes, caprichosas y adorables de la comedia, acudían a sustituirlas otras, en las cuales no acababa de reconocer aquellas características, sino a lo sumo la penuria: la muchacha de la fábrica, por ejemplo, la que esperara la muerte de la señora enferma de cáncer y que, quién sabe, a lo mejor seguía esperándola. Le surgían imágenes, lo acechaban recuerdos, imágenes y recuerdos —pensó Köves— que nada tenían que ver con una comedia, pero que jamás le habrían venido a la mente si no lo hubieran contemplado aquellas hojas en blanco y no hubiera tenido que estar allí sentado, frente a su vacío. Y en sus pesadillas —porque dormía mal últimamente y, es más, había empezado a soñar— percibía, como un objeto a la deriva que se hunde pero vuelve a surgir obstinadamente, una palabra que casi podía verse a pesar de no estar escrita en ninguna parte, que empezaba como su nombre, pero era más larga —¿követelés, exigencia, o kötelesség, obligación?—, y que, bien mirada, no era una palabra sino un náufrago a punto de ahogarse entre las olas. Köves tuvo la sensación de tener que lanzarse al agua para salvarlo de las corrientes. Sólo que en ese momento se adueñó de él la indignación: «¿Por qué yo precisamente?», pensó en el sueño. Pero miró alrededor en vano, pues se hallaba solo ante aquella persona en trance de perecer ahogada. A punto estaba de saltar, aunque temía que se tratara de un salto funesto y que el náufrago lo arrastrara consigo al remolino… Por fortuna, se despertaba a tiempo, pero el ambiente torturante de aquel estúpido sueño le estropeaba el día.
Carta. Asombro
Una mañana estaba Köves sentado a la mesa de su solitario cuarto. Poco antes, una ligera tormenta, típica de los últimos estertores del verano, había pasado por la ciudad, de modo que había decidido quedarse a trabajar en casa para no mojarse. Probablemente, él mismo creía estar pensando si era preferible empezar la escena para el Tablado de Bomberos, escribir el artículo que tocaba para el periódico o avanzar con la comedia, cuando se percató de pronto de que su mano ponía sobre papel las siguientes líneas, a todas luces las primeras de una carta:
«Últimamente me viene usted a la mente de continuo. Para ser preciso, no usted, sino lo que me leyó o, para ser aún más preciso, no aquello que me leyó, sino más bien…
»De esto, precisamente, quiero escribirle. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que he acumulado ciertas experiencias que a usted sin duda le vendrán de perilla y que yo, en cambio, no sé cómo utilizar. En resumen: quiero echarle una mano porque no puede negarme que se ha atascado. Le creo cuando dice que la “construcción ya está lista”, pero entre el “hombre de espíritu y cultura” y los treinta mil cadáveres se alza algo, un simple cadáver tal vez, pero el primero y por tanto el más importante, y queda por ver, por tanto, si se puede superar o si constituye un obstáculo insalvable. Sí, se trata de aquel primer acto decisivo que luego, si mal no recuerdo, “resultó ser una elección irrevocable” por el mero hecho de que ocurrió y pudo ocurrir, es más, por el hecho de que no pudo ocurrir otra cosa y que se produjo por la presión de una coacción externa pero de un modo tal que esa coacción ni siquiera estaba presente, sino a lo sumo como un factor de la situación, añadiría yo con su permiso.
»Me guía, por consiguiente, un simple afán de ayuda, aunque también intervenga quizá cierta protesta; sí, en este momento no encuentro mejor palabra que “protesta” aunque no sé con exactitud contra qué la dirijo. Me inclino ante su saber, pero, tal como he mencionado en diversas ocasiones, su saber carece del color de la vida, que se mueve entre tonos grises. Ve usted con precisión los extremos, pero se queda atascado en aquel simple, gris y absurdo comienzo que condujo al extremo, incapaz de imaginar ya aquel acto simple, gris y absurdo y el camino simple, gris y absurdo que llevó a él. Dicho sea entre nosotros, no es fácil y hasta resulta casi imposible, me atrevería a afirmar.
»Escúcheme, pues.
»Sí, me llamaron a filas. Obedecí de mala gana a la orden, pues el hombre siempre se muestra reacio a cumplir su determinación personal, tanto más cuanto que, generalmente, ni siquiera la reconoce. Todas las excusas posibles e imposibles me vinieron a la mente, incluida la posibilidad de saltar desde algún punto elevado con el fin de romperme una pierna. No obstante, un amigo, oficial del cuerpo de bomberos, me aclaró que no tenía ningún sentido, ya que esperarían a que se curara la fractura y me incorporarían luego al ejército.
»Aturdido e indiferente fui, pues, como la res de matanza al matadero, y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que me habían puesto el uniforme. No me pida usted que le explique los horrores de la vida cuartelada, archiconocidos todos aunque nos parezcan nuevos cuando los experimentamos en nuestra carne. Podría decir que lo peor es la absoluta ausencia de la singularidad, su negación incluso, que se suma a la vivencia continua e intensa de la corporeidad. No es verdad que nuestra personalidad deje de existir; antes bien, se multiplica, lo cual, desde luego, no supone gran diferencia. Para mi enorme asombro, por cierto, me defendí de maravilla en el fangoso campo del rendimiento físico —fangoso muchas veces en el sentido estricto de la palabra— y con el tiempo hasta me colmó de cierta vanidad, como si el espacio vacío de mi singularidad hubiera sido ocupado por un caballo de carreras que en las pausas entre entrenamientos y competiciones descansaba cómodamente en el dormitorio común, en medio de cálidas emanaciones corporales, en el ambiente relajante y fantasmagóricamente familiar de la ligereza y la marginación. La ciudad del cuartel se hallaba en un zona desconocida, en una llanura desolada donde no cesaban de silbar el viento y de sonar las campanas de los lejanos asentamientos; recuerdo perfectamente un amanecer cuando, con la escudilla en la mano, hacía cola a la intemperie, esperando el café delante de la cocina. Acababa de alborear, el cielo pendía sucio y andrajoso sobre nosotros, la ropa interior, en la que acababa de realizar los ejercicios físicos dirigidos por un sonoro altavoz, se me pegaba a la piel, húmeda por la lluvia y el sudor. Y en esa mezcla de olores a café de cebada, ropa mojada, cuerpos sudorosos, campos matutinos, retretes y una indefinida descomposición, de pronto irrumpió en mí un recuerdo, que no parecía mío sino de otro, al que creía haber visto en una situación similar, en otro tiempo, en otro lugar, lejos, en un mundo sumergido situado más allá de unos abismos llenos de toda clase de prohibiciones. Lo veía de forma nebulosa, apenas perceptible: era un niño, un muchacho, al que un día se llevaron para asesinarlo.
»Permítame prescindir de más detalles.
»¿Qué sucio sueño me viene de súbito a la mente? Estoy en un cuarto, ante un escritorio tras el cual se ha sentado un hombre de cuerpo grasiento, pelo enmarañado, dientes picados, sacos lagrimales hinchados, mirada maliciosa: un comandante que pide mi firma al pie de un documento para sellar el pacto por el que me convertiré en carcelero de la prisión militar central.
»Listo…
»Le digo (¿qué puedo decirle si no?): “No soy la persona adecuada para ello.” ¿Y qué cree usted que me responde aquel, el ulceroso, el patas? “Nadie nace para carcelero”, me dice para darme ánimos. Y añade que mire, que los otros también han firmado, los otros, esto es, mis compañeros de fatigas, ya que toda la unidad había sido elegida para este trabajo. “Pero soy un hombre de espíritu y cultura”, volví a intentarlo (¿sabrá casualmente por qué se me ocurrió esa frase?). A lo cual replicó: “¿Ama usted al pueblo?” Y, le pregunto ahora, ¿qué podía contestarle uno que amaba la vida pero no al pueblo, pues quién podía albergar tanto amor como para abarcar toda una población? Al fin y al cabo, el hijo de puta no quería contratarme como Dios, sino como carcelero. “Sí”, le respondí pues. “¿Odia usted al enemigo?”, inquirió entonces, y, una vez más, ¿qué podía contestarle uno vestido de uniforme, aunque no le hubiera visto ni el pelo al enemigo y sólo odiase, a lo sumo, al propio comandante, de forma pasajera, además, como manda la naturaleza humana, caracterizada por la atención dispersa y la disposición al olvido? “Entonces firme usted aquí”, dijo, y señaló el documento con aquel dedo índice repugnante, corto y grasiento, de uña plana y manchado por el tabaco. Cogí la pluma y firmé donde me indicaba.
»Me pregunto por qué. Por muchas vueltas que le dé, sólo veo una causa real: el tiempo. Sí, firmé por el tiempo. Le parecerá extraño, pero sólo porque, como ya he mencionado, no conoce usted los matices de la vida y no sabe que lo que más tarde nos parecerá un acontecimiento importante, se presenta primero en forma de minúsculas peculiaridades. En definitiva, no encontré ningún argumento aplastante y no podía quedarme eternamente con la pluma en la mano. Podría objetar usted que no tenía por qué aceptarla. Y tendría razón. Sólo que todo me pareció tan irreal que mi firma tampoco se me antojó real. Me hallaba totalmente excluido del momento, por así decirlo. No participaba de él, mi existencia dormía en mí, o estaba paralizada; sea como fuere, no recurrió a la angustia para advertirme de la importancia de la decisión. ¿Era, además, una decisión o, cuando menos, mi decisión? Yo no había elegido esta situación en la que había de elegir entre dos opciones. Concretamente, no quería elegir ninguna de ellas: no quería ser ni carcelero, claro, ni que me castigaran, aunque debo decir, en honor a la verdad, que nadie me amenazó con el castigo; uno, empero, se lo imagina de entrada y no suele equivocarse. A ello se sumaron otros motivos secundarios: por naturaleza, prefiero complacer a las personas a enfrentarme a ellas, de tal modo que, he de confesar, también me guió la buena educación en cierta medida, así como la curiosidad por saber cómo eran allí las prisiones, pero de una manera que me brindara seguridad. Como ve usted, son todos argumentos de aquel espíritu de la ligereza y de la fantasmagórica familiaridad del que acabo de hablarle y que transmitía todo mi entorno.
»Hablo como si quisiera disculparme cuando, de hecho, solamente lo justifico a usted: porque he emprendido el camino de la gracia o, al menos, de lo que usted denomina gracia.
»Pronto me encontré en la prisión. Jamás olvidaré el primer impacto: un frío pasillo de piedra orillado de macizas puertas de madera y unos hombres que, situados a bastante distancia uno de otro, con las manos juntas a la espalda, apoyaban la frente en la pared. Llevaban uniformes desechados, sin cinturón ni insignia ni distintivo. Centinelas apostados a ambos extremos del pasillo los vigilaban. De vez en cuando pasaba un soldado: sus brillantes botas y abigarrados emblemas, su pistola que le bamboleaba en la cadera y su imperial indiferencia suponían, en efecto, un desafío. Por lo demás, tiempo interminable y silencio eterno y asfixiante. Y un olor determinado, en vano busco un adjetivo preciso: olor a cárcel.
»Allí había ido a parar, y no tardé en mirar alrededor con una sensación de fantasmagórica familiaridad. ¿Qué más podía hacer? Mucho me cuido de tener por simple aquello que sólo lo es en apariencia; así, por ejemplo, no oirá de mí ninguna palabra sobre la habituación o sobre cualquier cosa que haga aparecer la realidad como realidad por el mero hecho de ser realidad; en ningún momento consideraba natural el estar allí, pero ningún momento pudo pasar sin que lo considerara natural, puesto que estaba allí. Eso sí, de entrada no me espantaron: no vi cámaras de tortura ni hombres famélicos. Algunas noches, sí, procedían a ejecuciones en el patio, pero en parte no las veía, en parte las cubrían con el manto de la ley: se limitaban, decían, a ejecutar las sentencias de muerte decretadas por los tribunales, y punto. En general, todo tenía su explicación. Nada iba más allá de las medidas y proporciones que, por lo visto, yo aún admitía. La prisión militar no era la peor de las prisiones, sus prisioneros estaban condenados por delitos comunes o cometidos en el ejercicio de sus funciones o estaban a la espera de sentencia; no era como “allá”, pues así se solía referir entre nosotros, con expresión secretista, a la cárcel de los aduaneros, separada de la nuestra por un muro infranqueable.
»Pero dejémoslo: suena a un intento de describir las circunstancias —esto es, una vez más, a disculpa—, como si, en general, las circunstancias fuesen descriptibles. No lo son. Hace tiempo que me he resignado a no saber nunca dónde vivo ni qué leyes me rigen, y a depender única y exclusivamente de mis sentidos y de mis experiencias más inmediatas, aunque estas también son engañosas, quizás incluso lo más engañoso de cuanto existe.
»Lo divertido es que, para empezar, tuve que pasar por la escuela, completar algo así como un curso en el que aprendí, con mis compañeros, las tareas del carcelero. Aún recuerdo la sonrisa con que me senté en el curso: la sonrisa del condenado, del que estaba dispuesto a todo conforme al pacto y sólo expresaba su última reserva mediante la sonrisa del observador amargo.
»No ocurrió, empero, lo que esperaba. ¿Qué esperaba, de hecho? No lo sabía con exactitud… ¿cómo iba a saberlo? Esperaba, básicamente, que trabajaran mi mente, mi alma e incluso quizá mi cuerpo a su retorcida manera —de la que, desde luego, no tenía una idea muy precisa—, que me aleccionaran, me intimidaran y me inculcaran una conciencia ciega y salvaje, en una palabra, que me prepararan para mi lúgubre trabajo. ¿Y qué escuché en cambio? No me lo creerá: no cesaron de hablarme de leyes, derechos y obligaciones, reglamentos, procedimientos y criterios de evaluación, circuitos administrativos, normas de salud, etcétera; y no crea usted que lo hicieron de una manera alevosa, frotándose las manos y esbozando una sonrisa repelente, no, no, sino con expresión absolutamente seria, sin ningún desliz en el vocabulario, sin ningún guiño cómplice. No salía de mi asombro: ¿conque estos eran sus métodos? ¿Me meterían entre los presos a que me las arreglara solo? ¿Confiaban en que mis tareas ya me transformarían y me adaptarían a ellos? Bueno —pensé—, ya que me habían elegido para sus objetivos —en vano me calentaba yo los cascos sobre la misteriosa elección, si se había producido con una intención pedagógica o por el simple e impersonal azar, cosa esta que con el tiempo me pareció lo más plausible—, debían saber también lo que esperaban de mí… Pero, se me ocurrió de pronto, ¿lo sabía yo?
»En una palabra, tenía miedo. Como carcelero temblaba ante los presos. Temblaba, mejor dicho, ante la perspectiva de entrar en contacto con los presos en mi calidad de carcelero. Parecía, empero, inevitable, pues por eso me habían trasladado allí. En mis pesadillas surgía una y otra vez la pregunta de aquel comandante ulceroso, cuyo aliento olía a azufre, de si odiaba al enemigo. Miles de veces me ponía a tiritar ante la posibilidad de que me otorgaran el miserable poder y me obligaran a hacer efectiva mi palabra, ¡de la que me había arrepentido en otras tantas ocasiones! De un modo natural o, mejor dicho, instintivo, partía de la base de que un preso era sólo un preso y que el delito no hacía más que acechar a quienes ejercían el poder sobre ellos. En el curso escuché en innumerables ocasiones, por supuesto, que el fundamento del juicio era la ley, y que los prisioneros eran, por tanto, violadores de la ley, a los que esta había condenado a penas de privación de libertad por sus delitos. Vi también que algunos de mis compañeros convertidos a contrapelo en carceleros se aferraban a esta argumentación, como si el hecho de hallarse ante delincuentes aclarara su trabajo en el acto. La necesidad extrema también me obligó a probar este método, pero la experiencia siempre me enseñó que buscaba en vano mi fortuna por este camino. No sé por qué, pero lo cierto es que no soy nada proclive a enjuiciar y siempre he acabado sintiendo que no existe delito en la tierra que —a mis ojos al menos— pueda justificar el oficio de carcelero.
»Con estas convicciones, pues, empecé a prestar servicio como carcelero de una prisión.
»Pero debieron de observar en mí algo que, con la debida cautela —o, si se quiere, por cobardía—, yo también les había hecho notar a cada paso, puesto que me asignaron un servicio al que, en efecto, mi fantasmagórica familiaridad nada tenía que objetar. Sabe usted, aquel abismo de seis pisos de la prisión militar era un precipicio que estaba vuelto patas arriba. La sexta planta era el departamento cerrado, separado de la escalera por un muro metálico pintado de gris. Sus habitantes iban vestidos con sayos o con los uniformes a rayas de los reclusos, y su vigilancia corría —¡por fortuna!— a cargo de unos pocos suboficiales ya mayores, curtidos, profesionales, adiestrados única y exclusivamente para este fin, los cuales, como cucarachas, sólo se sentían a gusto en las tinieblas de la prisión y, claro está, en el bar cercano. A medida que se iba bajando, disminuía también el ambiente umbrío, y la segunda planta era algo así como el purgatorio, habitado por presos que podían salir a trabajar y ocupado también por los talleres internos: allí estaban la cocina, la lavandería, la sastrería, la zapatería, los privilegiados del mantenimiento, los cocineros, peluqueros, los presos que ejercían de secretarios en las oficinas, allí vivían en cómodas celdas los médicos y farmacéuticos presos, allí se hallaban la consulta y la peluquería y de allí salía la pasarela que conducía al edificio de los tribunales, a los jueces y fiscales, y que, según tengo entendido, se llama “puente de los suspiros” en todas las cárceles del mundo.
»A ese servicio me adscribieron y, la verdad sea dicha, no me supuso un esfuerzo excesivo. Cuando empezaba el turno por la mañana, ya podía dar más o menos por acabado el trabajo del día. Las grandes celdas de arresto estaban en gran parte vacías, sus reclusos se dedicaban a sus faenas, cada uno en su lugar de trabajo. Más como un servicial lacayo que como un malhumorado carcelero, abría y cerraba las puertas para los presos que volvían en grupos de sus trabajos, y ni siquiera debo mencionar que siempre omitía el obligatorio cacheo. Después de cenar iba a charlar un rato a la celda de los médicos, procedía luego al recuento de los presos, comunicaba el número de reclusos presentes por el teléfono interno al cuerpo de guardia y después de la queda me estiraba yo también en mi catre de hierro para dormir pacíficamente, si me dejaban, hasta el toque de diana del día siguiente. Sabe usted, yo era el carcelero bueno de nuestra prisión. Si se aburre, pídame que le cuente todo lo que hice por los pobres presos. ¡Un montón! Pero no tiene ningún mérito. A algunos incluso les sacaba cartas de contrabando, a los más fiables, claro, porque era una misión arriesgada. Durante el día asomaba las narices para observar a los presos que, arrimados a la pared, esperaban poder pasar por el “puente de los suspiros”, y cuando veía síntomas de desánimo o cansancio en alguno de ellos, lo llamaba y lo conducía hasta el retrete para que pudiese moverse y descansar al menos unos minutos; y, por qué negarlo, disfrutaba bastante del papel de vicario de la misteriosa providencia que de repente —¡zas!— concedía a un preso el favor de poder vivir, de manera tan inesperada como sospechosamente injustificada, el milagro de la caridad.
»Así vivía, pues, sumido en un mar de quejas contra el destino que me había arrojado allí, pero instalándome con la máxima comodidad posible en esa situación: veinticuatro horas de servicio, veinticuatro horas libres. Algún día me licenciarían, pensaba yo, y así acabaría mi servicio.
»Mirando atrás, no encuentro ninguna explicación a esta fantasmagórica familiaridad. Cuando trato de rememorarla, se me antoja ver la vida de un extraño con el que nunca he tenido nada que ver y del que, en la medida de lo posible, tampoco querría saber nada. Sólo que —he ahí lo asombroso— no cesan de hablarme de él, y quien habla soy yo. ¿Recuerda usted nuestra primera conversación en el Mares del Sur? Decía usted entonces que la pregunta es: ¿para qué es adecuada la persona? Tenía usted razón, es realmente la pregunta, y tengo, además, la sensación de que se trata de una pregunta sumamente embarazosa.
»Una mañana, cuando empecé mi turno, mi colega, el otro carcelero —un hombrecito moreno, rechoncho, de piernas cortas y aspecto pulcro, en el que, no obstante, la vocación de carcelero anidaba como un repelente reptil—, me recibió con el aviso de que un preso recluido en una celda individual rechazaba la comida. Resulta que se habían instalado celdas individuales también en el purgatorio, esto es, en nuestra planta, concretamente en los pasillos que salían de los dos extremos del pasillo principal. No se usaban, empero, como celdas de aislamiento permanente —¡y menos aún de castigo!—, como solía ocurrir en los círculos superiores del infierno, sino, más bien, para los primeros días de detención de los desdichados, hasta que superaban los primeros interrogatorios de la fiscalía y eran trasladados a las celdas comunes. Sus habitantes cambiaban, por tanto, con frecuencia; cuando se me había grabado uno, ya encontraba la mirada de otro al abrir la puerta o al observarlo —lo quisiera o no— por la mirilla. Entre mis deberes de carcelero, esta tarea infame fue la que más me costó aceptar. ¿Y si yo me quejaba, cómo no iba a quejarse el espiado? La primera vez —recuerdo que aún me preparaba para el oficio en el curso—, tuvieron que ordenármelo a gritos para obligarme a obedecer. Se me hizo un nudo en la garganta, tanto temía el espectáculo que me aguardaba. Al final resultó diferente de lo que esperaba, nada horroroso, aunque quizá peor: desolador. Vi por la mirilla una celda, un catre, un váter sin tapa, un lavabo y, claro, al hombre que había de vivir allí. Más adelante traté de mirarlo todo como si no mirase yo, sino un carcelero… Desde luego, pronto hube de resignarme a que sólo podía mirarlo como carcelero, como aquel carcelero que, por las vueltas del azar, lamentablemente era yo. Nunca pude acostumbrarme a esa maldita abertura por la que se podía espiar al recluso en cualquier momento, incluso en los instantes menos oportunos para él. Me lo explicaron, claro: la mirilla servía precisamente para observar y controlar al preso, para ver si estaba enfermo, si se autolesionaba, o para pillarlo in fraganti, en plena comisión de un acto prohibido. Sólo que yo no quería pillar a nadie en nada, ni observar nada que me provocase asco, repugnancia. Sencillamente no quería saber qué hacía tras su puerta un hombre que, casualmente, había ido a parar a una celda individual. No me resultó difícil descubrirlo, claro: tenía miedo y se aburría. Y por ciertas señales, que con el tiempo fueron cundiendo hasta convertirse en conclusión en mi interior, comprobé asombrado que de algunos se adueñaba una sensación de absoluto desamparo si el carcelero no les abría la puerta. Me ingenié diversos métodos, todos evidentes: avanzaba por el pasillo con pasos retumbantes para anunciar mi llegada (lo cual contravenía el reglamento; el carcelero jefe, un hombre con cara de simio, se ponía suelas de fieltro sobre las botas y así se aproximaba a las celdas, como una hiena que lleva meses sin probar bocado); en vez de llamar, me quedaba largo rato tratando de encajar torpemente la llave en la cerradura antes de abrir la puerta de una celda; y aunque esas puertas, fabricadas con miserable practicidad, contaban, además, con una abertura provista de una especie de lengüeta abatible, por la que se pasaba la comida a aquellos desdichados, siempre abría toda la puerta para que les entrara un poco de aire, el ruido de la vajilla y el espectáculo mínimamente reconfortante de aquel trasiego.
»En una palabra, que uno de los presos no comía, me dijo el paticorto. Le dije que a lo mejor estaba enfermo. Que no, que seguro que estaba maquinando alguna guarrada, el muy guarro, dijo. Epa, dije, no hay que sacar enseguida… Vale, dijo, él ya dio parte del asunto, o sea que yo tendría que dar parte de la evolución de los acontecimientos porque de lo contrario se vería obligado a dar parte de que yo no había dado parte. Tu puta madre, le dije en tono amistoso, vete a cagar, que el encargado del servicio ahora soy yo.
»Así charlamos, y procuré olvidar cuanto antes el asunto. Pero ¿qué me tocó vivir? Pues que realmente no quería comer. Ni al mediodía ni a la tarde.
»Esperé la queda, y cuando se cernió sobre la prisión el silencio carcelario de la noche —una calma especial, una noche iluminada, intemporal, la eternidad de los infiernos, llena de ruidos sordos, misteriosos, apagados, sibilantes, borboteantes, como si fuesen subacuáticos—, abrí con una difusa esperanza la celda individual como una herida ardiente. “¿Por qué?”, le pregunté, así sin más. Apenas le veía la cara delgada porque la tapaba una barba larga y delgada que acababa en una punta larga, también delgada y enmarañada (ya lo raparán cuando lo trasladen a la celda común, pensé con la arrogante melancolía del carcelero). Me farfulló algo así como que se lo pedía su convicción… Recuerdo perfectamente la palabra “convicción”. “¿Y en qué consiste esa convicción?”, le pregunté con una sonrisa bondadosa, convencido como estaba en aquel momento de que no existían en el mundo convicciones que yo no pudiese refutar. “En que soy inocente”, me gruñó, y he ahí que ni siquiera me sentí en la obligación de refutarlo porque ¿quién de nosotros no es inocente, y qué significa, además, eso de ser inocente?
»Lo dije o lo pensé, ya no me acuerdo. Sea como fuere, entré en su celda, renunciando a todas mis cautelas de carcelero. No tardé en descubrir, empero, que todos mis esfuerzos resultaban inútiles: ni escuchaba mis argumentos, ni obedecía a mis órdenes, ni me dirigía la palabra. Sólo su mirada oscura y obstinada recorría mi rostro, palpándolo como la mano de un ciego. Como quien no desea dejarse cautivar ni un instante por la engañosa palabra, miraba alrededor igual que una bestia acorralada, listo para refugiarse bajo el catre o para escurrirse entre mis piernas a la primera señal sospechosa. Lo vi preparado para todo: me consideraba un enemigo o, mejor dicho, ni siquiera un enemigo, sino el carcelero, el verdugo, con el que no se discute. Los ojos le ardían, sendas manchas coloradas se le habían encendido en las mejillas; ya llevaba dos días sin comer. Yo hablaba y hablaba, y al final no sabía si me molestaba más su mirada, que me desterraba, implacable, del mundo de la comprensión y la comunicación, o la situación que me veía obligado a vivir, que poco a poco me apresaba a mí también y me encerraba con el prisionero en esa celda: así, el tiempo se cerraría detrás de nosotros antes de que pudiera huir y la noche nos arrastraría consigo.
»“¿Sabes lo que te espera?”, le pregunté por último. Había pasado a tutearlo sin atenerme al reglamento, pero no crea usted que por desprecio, no, en absoluto. Para formularlo con precisión, sólo me impulsó a ello el reproche amistoso a un prójimo.
»“¿No comes?”, continué. “Venga —me reí, pero no por alegría—, aquí no te permiten esos lujos, puedes pasar hambre, sí, pero cuando ellos te la hagan pasar. Y si no comes, te obligarán a comer —lo animé—. Te llevarán a la consulta y te meterán un tubo en el estómago, procurando lesionarte de paso el esófago. Lo he visto con mis propios ojos —le mentí, aunque fuese perdonable porque, si bien había oído hablar de los procedimientos, siempre había procurado evitar tales espectáculos—. Y si lo expulsas por la boca, te lo encajarán por abajo —continué—. O te atarán a la cama, te clavarán unas agujas y así te introducirán el alimento en el organismo. ¿Crees tú que eso te ocurrirá así sin más? ¿Como si ni siquiera estuvieras presente? ¿Sin tu participación? ¿Y que podrás superarlo sin pringarte? Te equivocas, ¡y mucho! —grité, y ni yo mismo sabía qué fragmentos del recuerdo me arrancaban aquellas palabras, qué imágenes se alzaban de las honduras como del sótano de una casa en ruinas cuando el viento se introduce silbando—. ¡Ninguna persona torturada —grité—, ninguna queda sin mácula! Lo sé perfectamente, y no me preguntes por qué. Nunca más podrás hablar de inocencia, sino a lo sumo de supervivencia. Y si por causalidad quisieras morir, no te lo permitirían. ¿Crees tú que se compadecerán de ti? No te preocupes, te recuperarán hasta de la séptima muerte… Aquí sólo se puede morir de la manera autorizada: o sea, matándote ellos.”
»Así hablé pero, evidentemente, mis palabras no surtieron ningún efecto. “¿Es esto lo que quieres? —insistí—. Te ofreces directamente a que te humillen, ¿no lo ves?”
»Y de repente se me ocurrió algo… No entiendo cómo no me había venido a la mente… ¿O es posible que, secretamente, me guiara durante todo el tiempo?
»“Además —continué—, también arrastras a los otros al oprobio. Debo dar parte sobre tu actitud —se me escapó de pronto, antes de pensármelo dos veces—. ¿No piensas en la inocencia de los demás? —oí mi propio lamento—. Aquí nunca he cometido nada contra nadie…” balbuceé, y en un tris estuve yo, un carcelero, de suplicar al preso… pero algo me detuvo. ¿Qué fue? Abra bien los oídos, o los ojos, porque escuchará usted, o leerá, lo más horrible y al mismo tiempo lo más evidente: el genio del instante desplegó las alas como quien dice. La barba lo tapaba bastante; aun así, me dio la impresión de que una fugaz e irónica sonrisa se dibujó en el rostro del preso.
»Innumerables veces he intentado analizar fríamente aquel momento… Puede servirme de excusa que tanto el análisis como la frialdad siempre me hayan resultado perjudiciales. De todos modos, quiero recordar que la sonrisa me enfureció, que de repente me encolericé. Por mucho que me esfuerce, no recuerdo, empero, que la pasión me cegara o simplemente me confundiera. No. Sólo sentía asco, una repentina resignación, enfado y más asco; y en ese cúmulo de sensaciones estaba confinado, igual que yo, aquel preso cuyo aliento olía a cárcel, cuya miseria me resultaba de pronto del todo extraña y con el que en aquel instante me había encerrado por una serie de causas que también me era ajena. Todo, absolutamente todo, me impulsaba a la solución más sencilla, siempre y cuando considere solución el intento de liberarme de aquel instante de la manera más fácil posible, a toda prisa y perdiendo la cabeza, o sea, dejándome arrastrar. No obstante, percibí cierta resistencia, una resistencia absurda, acorralada, tozuda, que se enfrentaba de un modo tan inconcebible como injusto precisamente a mí, que sólo deseaba la luz de la razón y sin duda no me equivocaba; sí, de una manera casi abstracta percibía yo la inconmensurable desproporción de fuerzas existente entre un preso recalcitrante y un carcelero, capaz de ofrecer, si así lo quería su capricho, una imagen de terror y arbitrariedad, con la camisa arremangada hasta los codos, la bandolera que le atravesaba el pecho en diagonal, la pistola que le colgaba en la cadera y el pantalón encajado en la blanda caña de la bota.
»No sé por qué, pero di un paso adelante. Un paso minúsculo. En seguida me detuve. El recluso debió de malinterpretar el gesto —o de captarlo mal, como quise creer en aquel momento—, porque en seguida retrocedió de espanto. Como no había mucho espacio, su pierna topó con el catre. Sólo pudo echar atrás la parte superior del cuerpo y así se quedó, mirándome. Levanté entonces la mano y la dejé caer sobre el rostro de un preso indefenso, que se desplomó sobre el catre y alzó la vista, no sin terror, pero aun así con cierta satisfacción e incluso, si no me equivoco, con cierto oculto desafío.
»Yo, empero, ya ni le presté atención. Retrocediendo salí de la celda, cerré la puerta con mano temblorosa y, como si desfilara al ritmo de la música fúnebre de una ejecución, me dirigí a paso lento por el pasillo hasta mi cuarto…
»Ecce epistola. No podía desear usted una mejor. El acto “químicamente puro” (¿ve cómo me acuerdo?), la herida incurable.
»Por cierto, a partir de aquí se puede, si se quiere, abrir el camino hacia los treinta mil cadáveres.
»Sólo por amor al orden y a la coherencia le cuento, además, que, en lo que respecta a mi persona, al día siguiente me desplomé cuan largo era sobre el suelo, en el solemne e impactante momento de la lectura de la orden del día, y durante semanas y meses me aferré hasta en sueños al ser que había creado mi enfermedad —no del todo aclarada, desde luego— y en el que yo devine o, mejor dicho, quise devenir. Era la locura, sin la menor duda, el único refugio que podía encontrar entonces… El otro era provocar mi detención, por así decirlo, y no sé si era eso lo que realmente quería, porque el deseo se manifestaba en secreto, tan en secreto que ni yo podía saberlo, porque, de haberlo sabido, no lo habría querido. Lo eximo a usted de la obligación de escuchar por cuántas prisiones pasé, a cuántos castigos me sometieron (en un tris he estado de decir “humillaciones”, como si aún hubieran podido humillarme). Fui a parar finalmente al hospital, donde, ya expuesto al fuego cruzado de las miradas expertas, continué mis juegos quizás arbitrarios, pero no carentes de lógica. Al fin y al cabo, todo depende de la firmeza de nuestras decisiones, y la experiencia me demostró que uno puede pasar con aterradora facilidad a la locura, siempre y cuando lo desee con ahínco. Tuve que reconocer, empero, que no podía considerarlo una solución. No porque me pareciera barata, sino porque mi vida normal me resultaba tan extraña como la locura. A continuación se interrumpieron de pronto los exámenes y me dejaron un rato en paz; aduciendo no sé qué excusa traída por los pelos me echaron luego del hospital y me despidieron del servicio… a raíz de los cambios, como escucho ahora por doquier.
»Aquí estoy, sentado para ser preciso, con mi historia, que le ofrezco porque no sé qué hacer con ella. De hecho, no ha ocurrido nada irreparable: no me asesinaron ni me convertí yo en asesino; sólo se rompió la coherencia y algo ha quedado en ruinas, ni yo sé exactamente qué. Procuro introducirme más y más bajo esas ruinas para que me tapen del todo… ¿qué más puedo hacer? No he podido emprender el camino de la gracia que usted me señaló; a lo sumo logré lo que le he contado y acabé consumiendo mis fuerzas. Sé que existe otro camino posible: pero a mí no me servirá. He perdido la oportunidad, por así decirlo, al menos por el momento. Debo tomar conciencia de que el sino está de vacaciones en este largo y difícil instante. Vivo, pues, oculto en la masa, en una situación de protegida y, casi diría, feliz insignificancia. Escribo artículos periodísticos y una comedia. Sin duda podría llegar a algo si me lo propusiera con firmeza. No puedo contar a nadie lo que me ocurrió: o me absolverían con gesto comprensivo o me condenarían con severidad, y no necesito ni lo uno ni lo otro pues ni lo uno ni lo otro puede mover ya lo inamovible. Necesito otra cosa, y vuelvo a recordar una palabra suya, la gracia, aunque no en el sentido en que usted la usa. No hay nada que perciba tan lejano como la gracia. Los ruidos estériles de mi desconcierto son superados ferozmente por el miedo en mi interior. No es el miedo al miedo, esto es, la cobardía, sino más bien algo distinto: y a veces abrigo la sensación de que sólo puedo confiar en el miedo, que es lo mejor que albergo y que con el tiempo tal vez pueda llevarme a algún sitio o, para formularlo mejor, que tal vez pueda sacarme de algún sitio aunque luego no me lleve a ninguna parte…
»A usted, empero, ya no le interesa. Simplemente se ha situado por encima de todo en virtud de un juicio y se ha encerrado con fantasmagórica familiaridad en el mundo de las construcciones, donde niega la salida viva a todo cuanto está vivo y lo hace en nombre de la única gracia posible que es, de hecho, una forma de maldición. A todo esto, tiene usted toda la razón, lo reconozco, aunque por otra parte no la tenga, porque no es tan fácil y sencillo aunque, mirándolo bien, es realmente fácil y sencillo…»
Köves interrumpió de repente su escrito, quizá porque sentía enmarañarse en una argumentación confusa de la que para colmo no estaba en condiciones de salir: por cansancio, probablemente, pero también por haber perdido de pronto la paciencia. Se quedó un rato sentado ante las hojas escritas, ponderando tal vez la posibilidad de revisarlas; pero las recogió rápidamente y las dobló, miró alrededor titubeando, como si buscara un sobre —en vano, claro—, las guardó finalmente en el bolsillo y se marchó a toda prisa de casa.
Ya se hallaba bastante cerca de su meta —había decidido introducir la carta por el resquicio de la puerta del destinatario— cuando algo lo detuvo en una calle estrecha y bastante concurrida. Torciendo el cuello, buscó un hueco entre la multitud: en efecto, por la otra acera avanzaba una mujer ni joven ni vieja. Dos arrugas profundas, trágicas, surcaban aquel rostro limpio, agradable, que llevaba tanto tiempo sin ver. A su lado o, más bien, detrás de ella, rezagado, iba un hombre robusto, de coronilla calva, cabeza ovoide, cara carnosa. Köves lo reconoció en seguida, claro. Y, sin embargo, no lo reconoció. Allí se quedó, inmóvil. A aquel rostro le faltaba algo, precisamente aquello que en otro momento lo volvía tan reconocible, tan claramente identificable. Sólo al cabo de unos instantes pudo Köves precisar la carencia, susurrando para sí con labios gélidos por el terror: la razón.
En ese instante, el hombre se detuvo inopinadamente ante un escaparate. Pertenecía a una especie de pastelería, toda clase de tartas, pasteles y pastelitos decoraban el espacio contiguo al cristal. La mujer dio un paso, pero al ver que no podía arrastrar al hombre, también se detuvo y se dio la vuelta. Köves vio que le decía algo y asentía con la cabeza; tal vez lo animaba a seguir. El hombre, sin embargo, se puso a todas luces terco, se acuclilló, estiró los brazos como un niño y obligó a la mujer a acercarse al escaparate. Ella acabó cediendo y, por mucho que meneara la cabeza, entró con él en la tienda.
Köves se quedó un rato perplejo en la acera, en medio de la multitud, pero acto seguido dio media vuelta y se marchó corriendo, desconcertado, rumbo al centro de la ciudad, como si confiara perder en las calles aquello que acababa de ver, tal un objeto inconveniente y embarazoso, al tiempo que, no obstante, lo embargaba la sensación contraria: de que era preferible guardarlo y sacarlo a la luz cuando quisiese comprender la advertencia implícita en aquel espectáculo.
La carta quedó en su bolsillo.
L
Köves recibió el encargo de investigar y escribir un artículo sobre las causas de los continuos retrasos de los trenes. Los trenes siempre llegaban tarde, por supuesto; lo raro era, sin embargo, que se percataran cuando ya todo el mundo se había acostumbrado a ello. Köves, que poco sabía de trenes —ni siquiera solía viajar, de modo que la cuestión de los retrasos lo dejaba, a decir verdad, bastante indiferente—, ya llevaba dos días yendo de aquí para allá, corriendo de una oficina a otra, para recabar los datos básicos necesarios, ponerse la coraza de la superioridad y la irrefutabilidad y presentarse así con el artículo, evitando el reproche de la falta de información. Accedió incluso a los entresijos de una de las estaciones y contempló con sumo interés el complejísimo sistema de cambios de aguja y señalización, escuchó, un tanto soñoliento, sí, pero asintiendo con la cabeza, las prolijas explicaciones de altos funcionarios de ferrocarriles que le expusieron, casi disculpándose, la situación de los medios de locomoción, las dificultades del transporte de mercancías y más asuntos por el estilo; al final se encontró en la oficina desde donde se dirigían, tal como le explicaron, todos los trenes que corrían —o quizá precisamente se detenían— por lejanos raíles. Y como el director con el que tenía que hablar dirigía en aquel momento gran cantidad de convoyes entre complicados gráficos y diversos sistemas visuales y acústicos, pidieron a Köves que hiciera el favor de esperar un poco. Ya lo llamarían, dijeron.
Por lo visto lo olvidaron, o quizá se les presentaron dificultades imprevistas a la hora de dirigir los trenes. Sea como fuere, llevaba largo rato deambulando por un pasillo estrecho y desierto, carente de ventanas e iluminado por unos tubos fluorescentes cuya luz parecía la propia de una pesadilla —uno de los extremos del pasillo daba a una pared y el otro doblaba en ángulo recto a un corredor supuestamente mucho más largo, de modo que Köves debía de hallarse en el tramo corto de un pasillo con forma de «L»—; llevaba, pues, largo rato yendo y viniendo, hasta tal punto que él mismo había olvidado ya qué buscaba allí, a quién o a qué esperaba e incluso si, de hecho, esperaba algo o se hallaba allí por casualidad, igual que podría haber estado en otra parte. A todo esto, su estado de ánimo era extraño: animado y distraído, desconcentrado y eufórico al mismo tiempo, como todo el mundo aquel día, según pudo comprobar él mismo. Había partido por la mañana desde el Mares del Sur, no sin antes tomar un copioso desayuno. El local lo había recibido con nerviosismo y alboroto: en la mesa del «Sin Corona», que a esa hora temprana ya había ocupado su asiento a la cabecera, estaban desenrollando una tela, una especie de tira larga que, reforzada con sendos palos en los extremos, podía levantarse —era precisamente lo que probaban en aquel momento— y que mostraba, escritas con letras bordadas, delicadas y multicolores, las siguientes palabras: «¡Queremos vivir!» Uno de los camareros se vio obligado a acercarse a la mesa y pedir a los señores en nombre del gerente —que no podía acudir personalmente por falta de tiempo, pero enviaba sus saludos y muestras de comprensión— que procuraran amablemente no llamar la atención «en interés de la tranquilidad de todos». Mientras iba de oficina en oficina por las calles quizás un poco más animadas de lo normal, Köves oía aquellas dos palabras con que se topara por vez primera en el Mares del Sur. Los síntomas de la agitación también se observaban entre los directivos que —a pesar de la preocupación inherente a sus pensamientos sobre el tema de los retrasos— empezaban a sonreír en el transcurso de sus explicaciones, perdían el hilo de sus argumentos o incluso callaban unos instantes para prestar atención a la ventana, por donde entraba el vocerío de la calle. Todo ello repercutió en Köves de una manera difícil de plasmar en palabras.
La excitación, la disposición que no sabía a qué estaba dispuesta y aumentaba, por tanto, de modo inconcebible cualquier minucia, todo ello contribuyó a que Köves oyera de pronto unos pasos de marcha en el pasillo. Desfilaban decenas de miles, cientos de miles. ¿Tal vez millones? Köves no habría sabido decirlo. De hecho, se trataba de una sola persona, que no iba por su tramo, sino por el otro, el más largo del pasillo con forma de «L». Köves no llegaba a ver hasta allí. Era a buen seguro un funcionario que, a buen seguro, acababa de salir de su despacho y que, haciendo resonar los pasos en el estrecho pasillo, se dirigía a buen seguro a otro despacho. Köves era consciente de ello, sin duda, sólo que su estado de ánimo momentáneo no estaba dispuesto a tomar en consideración unos hechos tan simples y deprimentes. Sólo sentía la vorágine de los pasos retumbantes, la atracción del desfile que realmente lo mareaba, lo tambaleaba, lo incitaba a sumarse, lo arrastraba, por así decirlo, a incluirse en las filas de aquella columna que avanzaba irresistiblemente. Sí, allí, en la muchedumbre —porque Köves ya no oía en el andar del funcionario la marcha de muchos, sino que veía literalmente la muchedumbre—, lo esperaban el calor, la seguridad, la marea ciega e imparable de los pasos incesantes y la felicidad difusa del olvido eterno: ni por un momento tuvo Köves la menor duda. Pero en ese mismo instante divisó otra cosa en el pasillo, un fenómeno nebuloso parecido al náufrago que rondaba sus sueños. Lo veía como a la muchedumbre, claro; o sea, no lo veía. Pero al mismo tiempo tenía la sensación de verlo mejor que si lo viese: allí se debatía su singularidad, su vida abandonada y sin dueño. Köves sintió entonces con una claridad casi hiriente que su tiempo había transcurrido y se había consumido de manera definitiva: lanzarse o no lanzarse, tenía que elegir… Sí, hasta llegó a percibir con oscuro alivio que ya ni siquiera debía elegir. Saltaría porque no le quedaba más remedio, saltaría aun sabiendo que sería un salto de consecuencias funestas, que el náufrago lo arrastraría consigo: quién sabía cuánto tiempo lucharían en las profundidades, quién sabía si alguna vez lograrían abrirse paso hacia arriba, hacia la luz.
¿Cuánto tiempo estuvo en el pasillo? ¿Cuánto duró aquel estado de ánimo peculiar y, según parecía, en absoluto pasajero, que, por así decirlo, se precipitó sobre él como un repentino estremecimiento provocado desde fuera? Köves difícilmente habría podido calcularlo. Lo cierto es que tan pronto como se desvanecieron los pasos que le habían causado aquella emoción febril, aquella sensación de embriaguez, se abrió la puerta y lo llamaron. Köves entró y se comportó como un tal Köves, el articulista interesado única y exclusivamente en saber por qué se retrasaban los trenes; contempló los gráficos, escuchó las explicaciones, puede que formulara incluso alguna pregunta; asintió con la cabeza, sonrió, estrechó manos, se despidió, y todo ello no lo turbó en absoluto, puesto que no le afectaba. Era como si no le sucediese a él o, para ser precisos, como si le sucediese únicamente a él, ya que —tal como percibió de improviso mientras bajaba las escaleras y salía a la calle— justamente en este sentido le había ocurrido un vuelco irrevocable: todo cuanto había sucedido y sucedía, le había sucedido y le sucedía a él, y no podía suceder nada en el futuro sin esta conciencia tajante. Si bien aún estaba con vida, ya casi la había vivido toda; de pronto la vio a gran distancia, como una forma cerrada, perfecta, redonda, tanto que le sorprendió por extraña. ¿Cómo había podido imaginar la posibilidad de esconderse, de desembarazarse de la carga de la vida como un animal de su cadena? No, no. Así debería vivir a partir de ahora, con la mirada clavada en la existencia; la contemplaría largo rato, con mirada penetrante, asombrada e incrédula, no cesaría de contemplarla hasta descubrir en ella algo que casi no perteneciese ya a esta vida, algo palpable, aferrado a la esencia, indiscutible y acabado como las catástrofes, algo que se desprendiese poco a poco de esta vida como un cristal helado, algo que cualquiera pudiese levantar para observar su forma definitiva y pasarlo a otro con el fin de que examinase esa notable estructura de la naturaleza…
Así recorría Köves las calles, ora deteniéndose, ora volviendo a emprender la marcha sin una meta, mientras ya fijaba, al parecer, sus objetivos. Claro que se percataba de que topaba con obstáculos, de que tenía que eludir a personas y grupos de personas; eran muchos los transeúntes y grande su alboroto. Vio incluso un desfile —esta vez uno de verdad—, y en las pancartas que se alzaban entre las filas se leían siempre las mismas palabras: «¡Queremos vivir!» Köves notó una fugaz y regocijada sensación de aprobación al verlas, así como aprobaba, por ejemplo, la luz del sol, aunque su solitaria ocupación no le permitiese estar muy pendiente de ella, claro está. Ya debía de ser tarde, aunque seguía reinando la claridad en aquella noche, cuando dobló a su calle y creyó oír su nombre pronunciado a voz en cuello en medio del griterío, pero sólo se estremeció al sentir que alguien lo cogía del brazo: era Sziklai. Por lo visto, había pasado por su casa y dejado a la «señora casera» una nota para él, y llevaba un rato esperándolo en la calle, yendo arriba y abajo. Acababa de decidir que no lo esperaría más cuando vio… ¿a quién? A Köves.
—¡Viejo —gritó, y parecía, a todo esto, sumamente agitado, tanto que su rostro duro, de matices oleosos y rasgos afilados, daba la impresión de una talla de madera—, agarra tus pertenencias y prepárate, que esta noche te venimos a buscar con el camión!
—¿Qué camión? —preguntó Köves aturdido, como si no se sintiera muy seguro de que le hablaran a él y lo cogieran a él del brazo ni de que la persona a la que hablaban y a la que cogían del brazo fuese idéntica a él. Sziklai, enfadado al ver el asombro de Köves, soltó una risa nerviosa, pero no le quedó más remedio que explicarle lo ocurrido: toda la ciudad estaba patas para arriba, el cuerpo de bomberos se había disuelto, los soldados habían regresado a sus casas, el Mares del Sur había cerrado, nadie vigilaba ya, decían, las fronteras, y algunos (entre ellos él, Sziklai), que llevaban años esperando de forma consciente o inconsciente el momento de huir de esta ciudad empeñada en frustrar toda esperanza, se habían «congregado», habían conseguido un camión, y partirían al abrigo de la noche y lo llevarían también a él, a Köves.
—¿Adónde? —preguntó Köves. Sziklai se detuvo irritado, porque entretanto ya casi corría, y Köves se había juntado a él mecánicamente, sin saber adónde iba.
—¿Importa acaso? —respondió sin ocultar ya el enfado—. ¡A cualquier sitio! —reemprendió la carrera—. Al extranjero.
Al parecer, la palabra hizo sonar campanas de fiesta en los oídos de Köves. Avanzó un rato con la cabeza inclinada, sin decir palabra, junto a Sziklai.
—Lo siento, pero no puedo ir —dijo luego.
—¿Por qué no? —volvió a detenerse Sziklai, y su expresión reflejaba sorpresa—. ¿No quieres ser libre? —preguntó.
—Claro que sí —respondió Köves—. El problema es que —se sonrió a modo de disculpa— tengo que escribir la novela.
—¡¿Una novela?! —exclamó Sziklai—. ¿Justo ahora…? Ya la escribirás en otro lugar —añadió, pero Köves seguía sonriendo tímidamente:
—Sí, pero sólo conozco esta lengua —advirtió.
—Pues aprenderás otra —repuso Sziklai con un ademán de desprecio, pateando el suelo con impaciencia: por lo visto, lo llamaban urgentes deberes.
—Cuando la aprenda, habré olvidado la novela —dijo Köves.
—Entonces escribirás otra —la voz de Sziklai ya sonaba enojada, y Köves se limitó a señalar por mor del orden, sin depositar ninguna esperanza en la posibilidad de ser comprendido:
—Sólo puedo escribir la única novela posible para mí.
Sziklai ya no halló más contraargumentos; quizá no los buscó. Se quedaron un rato frente a frente en la calle, sin decir palabra. A su alrededor arreciaban los gritos: «¡Queremos vivir!» Acto seguido, se abrazaron rápidamente… ¿por iniciativa de Sziklai, de Köves? Sziklai desapareció luego entre la multitud y Köves dio media vuelta y emprendió el camino de regreso arrastrando los pasos, como quien ya no tiene prisa pues intuye todos los dolores y vergüenzas del futuro.