Cambio de sentido
No mucho más tarde —aún era por la mañana, hacia las diez—, Köves se encontraba en otra escalera, tocando, tal como le habían indicado, una y dos y tres veces el timbre de una puerta carente de letrero, desgastada, que había visto días mejores y tras la cual se oyó un trajín desganado. En la mirilla aparecieron entonces una cabeza calva y ovoide, una cara carnosa y unos ojos de mirada lúgubre, y se percibió una voz metálica, aguda, parecida al son de una trompeta:
—¿Usted?… —se extrañó Berg. Se oyó entonces ruido de llaves, el crujido de la cerradura, y Köves entró en una pieza sombría que parecía el recibidor. En seguida topó con un hombro contra uno de dos armarios burdos y de diferente tamaño, y tras franquear una puerta abierta, con vidriera, pasó a una habitación un poco más amplia y luminosa. Resultaba extraña a primera vista, no tanto por las mantas extendidas en el suelo, una clara y otra oscura, que servían a todas luces de alfombras, ni por los dos sillones de mimbre (deshilachados donde se entretejían con el armazón de madera), ni por el taburete también de mimbre y también deshilachado, ni por los muebles destinados a sentarse o a tumbarse que parecían récamiers, que estaban junto a la pared y presentaban su parte central hundida, no tanto por todo ello sino por una ausencia. Sólo después se percató Köves de que quizá faltaba una mesa, aunque luego la descubrió ante una estufa de azulejos situada en un rincón, con una desgastada lámpara de oficina que ardía incluso de día, un montón de papeles escritos, un lápiz puntiagudo y otro romo, un sacapuntas rojo, una bandeja metálica y encima, en fila india como si desfilasen hacia la estufa, un pastelito verde, otro blanco, otro rosado y otro color chocolate, así como un vaso de agua. En el hueco entre la estufa y la mesa divisó otro taburete de mimbre, del que, según todos los indicios, acababa de levantarse Berg al oír el timbre.
—¿A qué debo…? ¿Cómo se le ocurrió…? ¿Cómo sabe usted lo del timbre? —Berg consiguió a duras penas concluir sus preguntas. Por lo visto, no le gustaba mucho recibir visitas.
—Por la persona que me dio también su dirección —sonrió, disculpándose tímidamente, Köves.
—¿O sea, que viene del Mares del Sur?
—Así es —asintió Köves, todavía un tanto inseguro, como si él mismo se asombrara. En efecto, aunque en un principio, tras salir de la casa de la secretaria, se había enfilado hacia el Ministerio de Producción con el único fin de recibir el despido, debió de cambiar de dirección en el camino, ya que poco después tomó conciencia de estar en el Mares del Sur, pidiendo un sustancioso desayuno a Aliz. Una palabra propició la otra y, sea por no haber dormido lo suficiente, sea por los caóticos hechos y pensamientos que todavía le rondaban por la cabeza, y, básicamente, por el aturdimiento, se le escapó una pregunta a la que llevaba tiempo dándole vueltas: ¿cómo está su… compañero? A lo cual Aliz le replicó que lo visitara si tanto le interesaba. «¿Dónde?», preguntó Köves, menos sorprendido de lo imaginado por la sorprendente propuesta. «En casa», contestó Aliz con naturalidad, como si Köves hubiera sido un amigo íntimo de la pareja que entraba y salía con total libertad. No obstante, Köves creyó percibir algo así como una súplica en aquella mirada. Luego recordó que Aliz se le había quejado, le había contado que Berg llevaba semanas y quizá meses sin poner el pie fuera de casa, que si no fuera porque ella le llevaba el almuerzo y la cena no comería, ni siquiera se daría cuenta de que no comía y se moriría sin más de inanición. En vano le sugería ella que saliera de vez en cuando, que bajara al café a ver algo más que sus cuatro paredes; pero los discursos resultaban inútiles, Berg apenas abría la boca, no hacía más que pensar. «¿En qué?», preguntó Köves. «En su trabajo», contestó la camarera evitando pronunciarse con claridad, como si no entendiera y le angustiara esa actividad extraña para ella. A Köves le recordó por de pronto la inquietud de la señora Weigand, que se le quejaba de su hijo. Y aunque a su escéptica pregunta: «¿Usted qué espera de la visita?», sólo pudo responder, con una sonrisa que expresaba una difusa esperanza: «La última vez charló tan a gusto con usted…» Köves se presentó.
—Se preocupan por usted —dijo a modo de explicación, sonriendo ligeramente, como si sólo fuese el fiel mensajero de la preocupación, pero también con la debida seriedad, como el encargado de cumplir una misión.
No obstante, no pudo engañar a Berg:
—Tal vez se preocupen —dijo con su voz sonora—, pero a usted no lo ha traído la preocupación.
—No —reconoció Köves, y, como si le avergonzara confesarlo, añadió con una sonrisa forzada—: El desconcierto… ¿Lo molesto?
—Ya ve —Berg lanzó una mirada sombría a la mesa—, estoy trabajando —puso la mano sobre los papeles como sobre un animal inquieto y dejó caer en el taburete su cuerpo pesado, aunque no desproporcionado, al tiempo que paseaba la mirada por los pastelitos, fugazmente, pero no sin rigor y cálculo, como un carcelero que pasa revista a sus presos.
—¿Usted escribe…? —preguntó Köves en voz baja tras una breve pausa, mostrando sin querer respeto y también compasión.
Abriendo un poco los brazos y torciendo el gesto, Berg respondió:
—Yo escribo —confesó de mala gana, como si lo hubieran pillado en un vicio vergonzoso que él mismo maldecía.
—¿Qué? —siguió tanteando Köves en voz baja, después de otra pausa que parecía impregnada de respeto, y Berg posó en él esa mirada grave que dio la impresión de atravesarlo:
—¿Qué? —devolvió la pregunta, como si se la planteara por primera vez—: La escritura —dijo a continuación, pasando el turno del asombro a Köves:
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué quiero decir? —Berg sacudió los hombros repetidas veces, en un gesto que expresaba al mismo tiempo alegría e impotencia. De repente, se despojó de cualquier atisbo de tensión, como si la presencia de Köves ya no lo incomodara—: Uno siempre escribe la escritura; o al menos eso debería hacer cuando escribe.
—Bien —aunque Berg, al parecer, había olvidado ofrecerle un asiento, Köves se sentó en el sillón situado en diagonal frente a Berg, aplastando con cuidado el mimbre que se había desprendido del armazón y le pinchaba el muslo—, entonces le plantearé la pregunta de otra manera: ¿de qué trata la escritura?
—De la gracia —respondió Berg de inmediato, sin dudar.
—Comprendo —dijo Köves, sin comprender, pues acto seguido formuló la siguiente pregunta—: ¿Qué entiende por gracia?
—Lo necesario —sonó la respuesta, tan rápida como la anterior.
—¿Y qué es lo necesario? —insistió Köves en su interrogatorio, considerando, por lo visto, conveniente y deseable no dejar escapar la oportunidad.
Pero Berg lo reprendió:
—Vuelve a formular mal la pregunta —y su mano, que parecía responder a una decisión irrevocable, se precipitó de golpe y abrió una brecha entre los pastelitos mientras su mirada recorría la mesa. Por lo visto, buscaba una servilleta (quién sabe, tal vez se creía en el Mares del Sur), pero no la encontró, claro, de modo que se vio obligado a limpiarse los dedos a buen seguro pegajosos frotándolos delicadamente—: Debería preguntar: ¿qué no es necesario?
—Vale —dijo Köves, dando, por así decirlo, autorización a Berg, que parecía haber planteado un enigma—: ¿Qué no es necesario?
—Vivir —respondió el otro esbozando una sonrisa gélida, como si acabara de cometer un acto cruel, realizado con determinación implacable; de hecho, sólo había liquidado un pastelito, por lo que Köves había podido observar.
—Jamás he oído a nadie preguntar si era necesario vivir —replicó Köves, quizá con un tono más agudo del previsto.
—El hecho de que no lo planteen no significa que no sea una pregunta —se encogió de hombros Berg.
—Tal vez lo entendería mejor si pudiese conocer lo que escribe —sugirió Köves.
—¡Hombre, ¿cómo lo va a conocer?! —exclamó Berg con una sonrisa casi arrogante a pesar del desgarro.
—Tengo una solución —propuso Köves con cautela—. Podría leerme algún escrito suyo —continuó, y su propuesta fue seguida por un prolongado silencio.
—Para ser sincero —dijo por fin Berg—, algo así tenía previsto hacer cuando tocó usted el timbre. Vamos a ver —empezó a titubear—, vamos a ver… —continuó—, he acabado una parte, y yo… bueno, qué me importa lo que a usted le parezca… lo que quiero es probar cómo suena. Pero no contaba con un oyente… —añadió.
—Así quizá sea más natural —opinó Köves.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Berg. Esta vez era él quien no comprendía.
—Quiero decir que, puesto a escribir —intentó explicarse Köves—, resulta natural que… Vamos —sonrió animando a su interlocutor—, lo natural es que un artista tenga un público…
Pero por lo visto cometió un error, ya que la cara de Berg se ensombreció como si, en vez de sentirse estimulado, hubiese perdido las ganas.
—El instinto natural de ser un artista ya no es en absoluto natural —murmuró.
Köves no respondió, y Berg se puso a manipular algunos objetos en la mesa. Köves no entendió ninguna de aquellas mínimas manipulaciones, pero sí llegó a una conclusión general: se estaban realizando preparativos para la lectura, o sea, continuó callado. Al final fue Berg quien rompió el silencio, pero no para empezar a leer:
—¿Quiere un pastelito? —se limitó a preguntar, con voz sombría, extrañamente temblorosa por el miedo escénico.
—No, gracias —rehusó Köves la oferta—, acabo de desayunar.
Berg pareció luchar consigo, pero tomó finalmente un trago de agua y, sin prestar atención a su interlocutor, comenzó a leer con su voz sonora, de forma articulada, claramente comprensible, empezando por un título que en seguida llamaba la atención y resultaba, por así decirlo, chocante: «Yo, el verdugo…»
Yo, el verdugo.
La escritura, damas y caballeros, es un deseo peculiar e inexplicable de dar forma y expresión a las vivencias de nuestras vidas, una tentación tan seductora como peligrosa. No podemos descifrar el secreto onírico de nuestra vida; para eso, es mejor callar humildemente y apartarse en silencio. Algo, sin embargo, nos obliga a ponernos bajo las candilejas de la atención general y tratar, tal comicastros, de granjearnos algunos aplausos y un poco de comprensión. ¿Pero qué modifica esto en lo ocurrido y en lo venidero?
Tal vez pueda contar con su cordial aquiescencia al iniciar con tales pensamientos mi libro, que contendrá la verdadera historia de mi vida o, en todo caso, la historia auténtica de una vida interesante e instructiva. Por supuesto, toda vida es interesante e instructiva. Sin embargo, no a toda vida le es dado manifestarse al mundo después de un análisis minucioso y profundizar en su materia para generalizarla. Yo, concretamente, hablaré así de mi vida. Lo decidí en aquellos días estériles en que la idea o, más bien, la necesidad de escribir surgió en mí por vez primera, aunque entonces aún me resistí a la tentación y hasta luché contra ella. Así pasé toda una semana, una semana valiosa e irrecuperable; ahora que me he decidido definitivamente, empiezo a valorar el tiempo del que en estos momentos apenas dispongo. Esa semana —la semana pasada para ser concretos— fue la de la decisión, y sus dolores de parto introdujeron variedad y emoción en mi vida. Quizá necesitaba aquella semana de alteraciones afectivas y dudas intensas, ya que me sacó de la monotonía de los últimos meses y años; y mi resistencia interna a la escritura tal vez era solamente el natural instinto de defensa, el deseo de proteger mi constitución psíquica, segura y cómoda a su manera, ante el asedio de la expresión que, contra mi voluntad como quien dice, me obligaba a observarlo todo de manera viva e intensa, a una temperatura afectiva elevada, a revivir de modo más intenso que en la realidad cuanto ya había experimentado. Esta era la tentación tan seductora como peligrosa de la que hablaba arriba.
Y, sin embargo, me pongo manos a la obra. Me siento un poco como si empezara de nuevo, aunque sólo pueda avanzar por el camino ya recorrido, con la emoción de volver a empezar, pero con la resignación de lo inamovible. De lo contrario, mi escritura no podría reivindicar el hecho de que ocurrió y de que ocurrió así, es decir, carecería de la necesaria cobertura moral para confirmar la realidad y sería una divagación irresponsable como la de cualquier novela. Debo decir, sin embargo, que el desafiante amor propio que despierta en mí precisamente la inalterabilidad de las cosas me importa demasiado para ponderar seriamente, ni que fuese por un momento, otra posibilidad de vida. No, no deseo en absoluto cambiar los hechos… Simplemente porque no me da la gana. Y esta expresión aparentemente descuidada es al mismo tiempo muy precisa. No es que la mirada retrospectiva ofrezca muchas alegrías: mi vida no está llena de ellas, pero es una vida acabada y resuelta, sí, resuelta de modo ejemplar. Es una vida de la que merece la pena hablar; esa es al menos mi sensación, aunque el derecho a la decisión definitiva corresponda necesariamente al Lector. Porque, damas y caballeros, para hablar de nuestras vidas hemos de valorar nuestro destino, contemplar con pasmo infantil el camino que hemos recorrido. Mi libro es fruto del asombro recuperado en los meses tranquilos de mi detención y encarcelamiento, de la admiración infantil ante lo que fue mi vida y ante lo que ahora, en el nebuloso y melancólico tiempo de mi prisión, me afecta con tan extraño encanto…
Animémonos, pues.
Quizá no sea necesario indicar una fecha exacta. Sea como fuere, es otoño, el cielo aparece cubierto por grises nubes, como muestra el diminuto y rectangular campo visual que me ofrece el ventanuco de mi cuartito o, para ser preciso, de mi celda, de mi cámara de castigo, y el plúmbeo crepúsculo encaja perfectamente como mi meditativo estado de ánimo. Me encuentro en la favorable situación de no haber de salir a la calle, es más, lo tengo estrictamente prohibido; precisamente por eso estoy encerrado aquí, sometido a una rigurosa vigilancia que, si bien sólo persigue el fin de castigarme, me quita de los hombros la responsabilidad de asumir la ulterior evolución de mi destino. Así al menos interpreto mi forma de vida actual, y mucho me dolería que esto se atribuyese a mi depravación por la obstinada parcialidad y la desgraciada incomprensión que tan tristemente caracterizan al mundo.
Así pues, el hecho de que me separasen del mundo con benéfica severidad —jamás he aguantado el tiempo lluvioso y menos aún el viento, ese viento húmedo que penetra hasta en los huesos, que es una de las muchas maldiciones de nuestra ciudad tan expuesta a los aires y que siempre me ha deprimido e irritado—, el hecho de que me separasen del mundo, digo, y me confinasen en esta celda agradablemente temperada, me ha permitido, sin la molesta tentación de las influencias externas, dedicarme con libertad a mi afición, la de poner sobre papel esto y aquello, lo que considero bueno y necesario en un momento dado. Es una forma refrescante de resarcirse de los interrogatorios protocolarios y de las vistas en los tribunales, donde sólo puedo responder a lo que me preguntan y sólo mostrarme, necesariamente, a la luz que ellos proyectan sobre mí. Vanidad, me dirán ustedes; y tendrán razón, claro, y no la tendrán, como suele ocurrir. Porque, en mi opinión —y soy, dicho sea de paso, un hombre de espíritu y cultura que, ya concluida su carrera mundana, vuelve a la actividad intelectual—, en mi opinión, digo, siempre merece la atención aquel que pretende mostrarse bajo una luz más intensa, con el fin de completar la imagen siempre unilateral que el mundo se ha hecho de él; y este afán, insisto, no se puede despreciar ni considerar, con ceguera, inútil. Sea como fuere, resulta regocijante que aún me quede tiempo y oportunidad para consagrarme a esta necesidad mía tardía y sin duda sorprendente… Y demuestra también las ventajas de las cárceles civilizadas, en contraposición a nuestras cárceles, que se caracterizaban únicamente por sus desventajas, como quien dice.
De entrada, debo pedirles perdón por aproximarme de manera un tanto caprichosa a mi autorretrato y por introducir de vez en cuando algunos razonamientos que considero necesarios y que, en definitiva, forman parte del cuadro; porque, aun siendo hombre de espíritu y cultura, no soy un literato, no lo soy al menos en un sentido práctico. No me queda más remedio que confiar en mi talento natural, en mi preciso sentido de la forma y en mi extraordinaria sensibilidad a los fenómenos de la vida, en una palabra, en mi cultura tanto innata como adquirida. Lo cual no es poco porque, si bien no soy un literato, como he dicho, el principiante dispone de grandiosos ejemplos de confesiones y autobiografías, de modelos impactantes de períodos más ilustrados e incluso de la época misma de la Ilustración, así como de testimonios de grandes penitentes y confesores, ejemplos todos que no pretendo superar, pero que me animan por su matizada precisión, su heroica sinceridad y su grato esfuerzo por testimoniar.
Tienen ustedes todo el derecho de sacudir la cabeza en señal de desaprobación al escuchar estos sublimes ejemplos, de reprenderme por mi descarada falta de respeto y de considerar típica la desfachatez con que yo, un presidiario, tal y como se deduce de mis anteriores palabras, me atrevo a establecer una relación con las fecundas mentes arriba mencionadas. ¡Ay, si supieran quién soy, aunque el título de mi libro ya lo insinúa! ¡Si conocieran, además, mi nombre, ese nombre justa y tristemente célebre que en los próximos párrafos revelaré al Lector! Nada puedo aducir para justificarme ante tales reproches, sino sólo comprobar con amargura que el mundo concede más importancia a la inamovilidad de sus ideas morales que a la aceptación de la verdad; que se muestra más capaz de condenar que de juzgar, y que en vez de mirar a lo hondo de las cosas prefiere resolverlas con unos cuantos tópicos eficaces. Sí, yo, que pronto me presentaré ante el tribunal acusado de la muerte de treinta mil personas, puedo alzarme por encima de mi destino, y para mi agradable sorpresa —y del mundo sin duda— aún siento suficiente responsabilidad por la vida para pasar mis últimos días, mis últimas horas, moralizando con bastante talento e ingenio, deberán ustedes admitir. Y si bien no puedo exigirles que, en contra de sus convicciones, me respeten sobre todo como moralista, sí puedo pedirles que al menos profesen a este fenómeno la admiración que merece. Pues he aquí que en mi particular carrera he sido capaz de conservar mis convicciones originarias, basadas en mi educación y en mi cultura psíquico-espiritual, cual si nada hubiese ocurrido, cual si todo cuanto sucedió se hubiese producido de pasada, sin mi plena atención y entrega, sí, sin mi aquiescencia, de hecho, sino única y exclusivamente porque mi conciencia me imponía no oponerme a las obligaciones que se me asignaban, al orden, a la misión que se me encomendaba desde instancias superiores aunque se contradijera tristemente con mi postura y mis inclinaciones.
¿Creerán ustedes que este hecho, cuya comunicación sólo puede provocar una nueva marea de horror e indignación contra mi persona en vez de despertar una brizna de compasión (que, dicho sea de paso, no es mi meta, pues carezco de objetivos respecto a ustedes), creerán, insisto, que este hecho es el menos agradable a mis ojos y que me proporciona demasiada amargura, demasiadas tediosas cavilaciones, para poder mostrarme satisfecho de esta perseverancia de mi naturaleza? Créanme, en mi peculiar carrera he recurrido a todas las artimañas, he aprovechado cualquier oportunidad para embrutecerme, para volverme insensible como una bestia, embotado como un ser arcaico. Lamentablemente no lo he conseguido. Mi cultura psíquica es demasiado elevada para ello; mi espíritu, demasiado refinado. Y la destrucción que se llevó a cabo y a la que contribuí con mis fuerzas, obligado por la necesidad de adaptarme —y también por la curiosidad, por el afán de conocimiento—, no logró, en definitiva, aniquilar las particularidades fundamentales de mi carácter; éste, al fin y al cabo, adaptándose razonablemente a las circunstancias, sólo cedió en apariencia, aunque la apariencia a veces se mezclara de manera terrible con la realidad. Aquí estoy, sentado, para ser preciso, cargando con las consecuencias, y me resulta cada vez más urgente la necesidad de complementar esa realidad-apariencia, o sea, mis actos, ofreciendo una imagen más completa de mí mismo, una necesidad que, a mi entender, merece toda la atención, y que ustedes antes han denominado vanidad, aunque deben reconocer que se trata de la forma socialmente más saludable del envanecimiento.
Y así he llegado al instante en que ustedes sacudirán la cabeza en señal de desaprobación y expresarán sus mezquinas reservas. Me atrevo a preguntar lo siguiente: ¿por qué conceder menos valor a las confesiones de un hombre que ha pasado por ciertas hondonadas de la vida y que pretende poner, sin arrogancia, alguna de sus experiencias a disposición del mundo, que a las de otro, que se ha movido entre extremos más inofensivos, suponiendo en todo momento que el primero concibe e interpreta su vida desde el mismo punto de vista moral y posee osadía y alegría creativa en cantidad suficiente para establecer una relación con lo general, aunque, por falta de práctica y tiempo, deje bastante que desear en cuanto a los aspectos artísticos y formales? Sin embargo, precisamente en nombre de la moral se oponen ustedes a escucharme, cual si hubiese perdido el derecho a ello, cual si no se me pudiese escuchar sino sólo interrogar, cual si no fuese digno de compasión y no estuviese en condiciones de ofrecer ninguna novedad útil, ninguna enseñanza capaz de despertar a las personas. Creo no equivocarme al afirmar que el interés de ustedes por las grandes confesiones no se debe tanto a su extrema particularidad, a su rabiosa individualidad, sino más bien a lo común y general que se manifiesta hasta en el extremo más extremo, que los implica también a ustedes y que descubren, felices y contentos, en las palabras de un señor de alma sensible, dotado del don de la expresión y de la imaginación, pero que por lo demás es un caballero impecable, engrandecido por su talento y su inocencia, dispuesto a satisfacer placenteramente las fantasías que ustedes mismos abrigan. Conmigo, en cambio, no quieren tener nada en común; prefieren verme como un monstruo, como una bestia salvaje, o cuando menos como alguien totalmente ajeno a la naturaleza de ustedes, con el que no pueden establecer relación alguna; y encuentran sosiego en el hecho de que la realidad-apariencia creada por mis actos encaja perfectamente con esas hipótesis, puesto que la realidad plena no les interesa en absoluto. Entiendo este afán suyo, pero me atrevo a recordarles que no es más que un autoengaño indigno de ustedes. Y ahora que proclamo con modestia, pero al mismo tiempo con determinación, mi derecho a considerarme humano, a guardar un nexo con lo universal, no quieren ustedes saber nada de mí, apartan de mí la vista en nombre de la moral para no sentirse obligados a una mínima comprensión y compasión hacia mí, es decir, para no tener ustedes que reconocerse en mi persona.
Creo ver ya con claridad: temen ustedes mis confesiones. A mí, sin embargo, no me importa. Es más, no me arredra; incluso me supone un acicate. Conozco el temor que provocaba en la gente nuestra mera presencia, presencia terrible e irresistible de botas, cinturón y pistola, y en el que se mezclaba —contra su voluntad— un placer repugnante, repelente precisamente por ser contrario a su voluntad. Oh sí, conozco ese sentimiento, que me impulsó a mi carrera y que luego perseguí con pasión creciente, cual si me vengara en el mundo, temblando de deseo de que lo experimentaran otros, de que sometiera a otros, de que se incrustara en sus almas y atizara allí la lujuriosa libertad, ese placer odioso y destructivo para el alma del que los impregnaba su temor: como he dicho, conozco ese temor que ahora trato de transmitir a ustedes como enseñanza moral, no ya mediante mi presencia real y violenta, sino mediante la presencia mágica de las palabras, del lenguaje.
Y es en este punto donde siento, donde siento decididamente, que, considerando mi objetivo, no tengo motivos para sonrojarme ante las fecundas mentes antes mencionadas, y que mi confesión no va en zaga a las suyas en cuanto a fecundidad, siempre y cuando posean ustedes el valor de reconocer aquello que les resulta fecundo en la exposición de mi carrera extrema y rabiosamente individual.
No puedo evitar la sensación de que esta formulación resulta un tanto opaca y puede dar pie a malentendidos, y provocar incluso que se malinterprete deliberadamente. He de hablar con claridad, como todos cuantos luchan contra la tenaz resistencia que el mundo muestra a las verdades implacables. ¿Por qué habría de andar yo con rodeos? Mi fecundidad reside precisamente en el rigor —reside allí hasta que la saco implacablemente a la luz—, en el rigor, digo, por el que todos saldrán ganando, como ya verán ustedes más adelante. ¿Qué quería decir? Nada, salvo que deben reconocer ustedes su redención en mi destino extremo y rabiosamente individual, en tanto podría haber sido su destino y en tanto yo lo asumí, no contra ustedes, sino en lugar de ustedes.
Ahora que he manifestado estas palabras, primero dentro de mí, después por escrito y finalmente, con gran placer, de viva voz, cosa que recomiendo encarecidamente al Lector, me embarga una increíble emoción, pues noto haber captado por fin la esencia de las pasiones y pensamientos que borboteaban caóticamente en mi interior; sí, la esencia incluso de mi destino, la esencia del sentimiento que marcó mi carrera, que me hizo sensible a la voluntad de mi entorno y que es el propio de mi relación secreta, íntima, con el mundo. Ahora bien, esta sensibilidad mía me ha hecho decir la última frase del párrafo anterior. Sí, cuando cometí mi acto decisivo —mi primer acto asesino que luego resultó ser una elección irrevocable por el mero hecho de que ocurrió y pudo ocurrir, es decir, de que se planteó esa posibilidad y no se planteó otra— cuando cometí, digo, mi acto decisivo presionado por la coacción externa, esta coacción —como podrán ver ustedes en el transcurso de los posteriores acontecimientos— no existía en absoluto; sólo se había depositado dentro de mí, se había convertido en coacción interna, esto es, había vuelto a su forma originaria. Porque la coacción externa sólo es secundaria, no es más que la plasmación de la verdadera voluntad, que se hace realidad cuando la realidad le es propicia. Y el mundo podría haber roto con facilidad los hilos sueltos de aquella coacción externa, que no son las ataduras de la verdadera voluntad. El mundo, sin embargo, no hizo nada; esperó los acontecimientos con tensión reprimida, quiso ver lo que ocurría para luego espantarse… y se espantó de sí mismo. Cuando empecé mi carrera y la seguí de manera consecuente, lo único que ocurrió fue que capté con mi extraordinaria sensibilidad la voluntad del mundo, la voluntad de ustedes o, si les parece, la voluntad surgida en contra de su conciencia, y mediante la realidad de mis actos, de mi carrera, acabé redimiendo y devolviéndoles su conciencia. Pero ustedes —con la inconsecuencia que caracteriza al mundo— no querían saber nada de esto, y cuanto más reconozcan la vigencia de la relación que existe entre nosotros, más la negarán y tanto más odioso me considerarán. Yo, sin embargo, no cedo; como el director que señala con gesto amplio la orquesta después del concierto, dando a entender que la fuente del éxito reside en el común esfuerzo, yo también los señalo a ustedes. Ustedes, no obstante, saben que, en el fondo, no deben aplaudir, es decir, que su obligación es mandarme a la horca.
De hecho, es lo correcto; es el papel que me asignaron en el juego y lo asumí, no sin titubeos y reservas, dado que, como ya he dicho, tengo una particular sensibilidad a lo ritual. Ninguna acusación me deprimiría tanto como la de ser un aguafiestas en estos juegos tan delicados; mi sensación es, sin embargo, que no tendrán ustedes motivos para plantearla. Eso sí, me opongo a que traten de atribuir a mi depravación la serenidad moral de la que dan testimonio todas y cada una de mis palabras, porque, de hecho, no es más que verdadera paz espiritual.
Ya escucho yo su pregunta. ¿Cómo? ¿Pretende elogiar una carrera que desafía de manera tan palmaria el consenso general y se aparta del mundo de un modo tan radical que acaba incluso ante los tribunales? He ahí precisamente mi intención. Si no lo hiciera, engañaría al Lector, el cual, de todas formas, nunca entenderá la gracia que se me concede.
Sí, he dicho gracia. Porque es una gracia mirar atrás sobre la vida con tranquilidad: quemado y extenuado, infinitamente agotado, pero con tranquilidad. Es una gracia y en sí también una victoria. He de confesar, a todo esto, que me entristece y al mismo tiempo me divierte ver el afán del mundo por interpretar, sea por candidez o por parcialidad deliberada, mi carrera como un fiasco, como un fracaso sobre todo en el sentido moral práctico, y su pretensión, además, de obligarme con presuntuoso alboroto a aceptar esta su concepción. Al mismo tiempo, percibo un insaciable deseo en este insistente esfuerzo; una súplica tan apremiante como impotente en el fondo, cual si de mí y de mis palabras, esperadas con tensión y preocupación, dependiera la devolución al mundo de la pueril fe en sus ideales. Aquí todo gira en torno a una pregunta, en la que el mundo demuestra, por una vez, una capacidad de discernimiento sumamente refinada: la pregunta de si me siento culpable. Ya han decidido que lo soy, de lo contrario no estaría yo encarcelado y expuesto a las miserias de los interrogatorios. Pero no es esta la cuestión… Para mi enorme asombro, quienes han asumido la tarea de enjuiciarme siguen una pista correcta al establecer una diferencia entre culpa y conciencia de culpa. Porque el sentido moral de la sentencia, ese efecto liberador que busca toda sentencia que se considera asentada en el suelo de la moral, depende única y exclusivamente de mí, de si la sello con mi conciencia de culpa, la impregno de espiritualidad y la elevo al plano de las ideas. ¡Con qué compasión, con qué sentimiento de lástima… y con qué desprecio miro esta lamentable pretensión del mundo, que sólo expresa el terreno resbaladizo sobre el que se asienta su equilibrio moral!
Así pues, no soy yo el aguafiestas, sino ustedes. Ustedes, que me rechazan, que no quieren saber nada del tácito consenso existente entre nosotros, que se remilgan y tuercen las narices al oír esta posibilidad; ustedes, que pretenden considerar mi destino, convertido en lo que ha sido mediante nuestro común acuerdo, como una particularidad extrema y rabiosamente individual que no guarda relación alguna con lo general, que es preciso quitarse de encima cuanto antes y olvidar después del obligado estremecimiento.
Deben ustedes reconocer que mi deber es protestar contra una solución tan falsa, en parte por rigor humanitario, por un rigor capaz de despertar la conciencia del hombre, y en parte también por mi dignidad, que no puede tolerar que la esquiven de manera tan alevosa por mor de una barata tranquilidad del alma.
Si están dispuestos a mirar más en su interior, me comprenderán. Porque, damas y caballeros, juntos estamos encerrados en este mundo, sin esperanza, en una amarga comunidad de destino; cuanto ocurre posee tal importancia que no podemos hacerlo desaparecer, suprimirlo, negarlo los unos a los otros. Hemos de asumirnos mutuamente y asumir también nuestras historias, e incluso en un caso extremo no nos queda más remedio que pensar en la mejor manera de librarnos del asunto que nos plantea esta situación. Y si recuerdan así lo que les contaré confidencialmente, tanto yo como ustedes podemos darnos por satisfechos, aunque no sé, en definitiva, si ustedes, obligados a seguir viviendo con la carga de mi destino, lo tendrán más fácil que yo, que quedaré benéficamente liberado de la supervivencia ya que seré, según todas las previsiones, apartado de su círculo. Sea como fuere, me tranquiliza la idea de que mi autobiografía, escrita con la intención de formar y educar, también tome dulce venganza en el mundo por mi destino: en el mundo que lo permitió, lo toleró y tal vez incluso lo deseó. Hablo de una dulce venganza… Por eso mismo he procurado preparar con tanto esmero las almas de ustedes: para volverlas receptivas a esta venganza.
Argumentos, contraargumentos, y una triste conclusión
Berg dejó caer la última hoja sobre la mesa y alzó la vista hacia Köves. Éste, que no había osado ni moverse durante la lectura, buscó una posición más confortable en su incómoda y crujiente silla, y preguntó con voz tensa y expectante:
—¿Y…? —como si no necesitara una pausa y prefiriera seguir escuchando de inmediato.
Berg extendió ligeramente los brazos:
—Se acabó —dijo con una sonrisa.
—¿Cómo? —exclamó Köves, perplejo—. ¡Si ni siquiera ha comenzado!
—Para ser preciso: ha escuchado usted la introducción —le informó Berg—. Hasta aquí he llegado, ahora falta el resto.
—¡O sea, todo! —Köves parecía decepcionado, que no molesto—. Sólo he escuchado un sermón, un montón de aseveraciones que puedo creer o no, porque… —buscó la palabra y, al parecer, no había acudido en vano a la dura escuela de Sziklai, ya que añadió:—… ¡porque no se basa en ninguna acción!
Así formuló finalmente su objeción, no precisamente respetuosa. Berg dio, en efecto, la impresión de ensombrecerse por un instante, pero reconoció quizá que la impaciencia de Köves se debía fundamentalmente a su agrado o, cuando menos, a su interés.
—Cuénteme como mínimo cómo se desarrolla la trama —siguió protestando Köves—. ¿Quién es ese hombre? ¿En quién se basó usted?
—¿Podría basarme en alguien que me fuese ajeno? —respondió Berg con otra pregunta.
—¿Quiere decir —inquirió Köves con incredulidad— que ese hombre es usted?
—Digamos que es una de mis posibilidades —contestó Berg—. Uno de los caminos posibles de la gracia.
—¿Y cuál es el otro camino posible?
—El de la víctima.
—¿Y hay otro? —insistió Köves.
Y Berg le respondió:
—En este caso sólo existen dos caminos.
Se produjo una breve pausa. La mano de Berg se acercó tanteando, con los gestos de un ciego, a los pastelitos; dio con el de color verde, lo asió, lo devolvió a su sitio, se decidió por el de color chocolate, pero también lo dejó caer, con ademán decidido, dando la impresión de obedecer a una promesa que acababa de surgir del olvido.
—¿Y la escritura? —empezó Köves de nuevo—: ¿Escribir no es una gracia?
—No —la voz aguda de Berg sonó como un breve ladrido.
—¿Qué es entonces?
—Aplazamiento. Escapatoria. Excusa —fue enumerando Berg—. El retraso, imposible, claro está, de la elección de la gracia.
—¿Y qué es usted entonces —preguntó Köves—, víctima o verdugo?
—Los dos —respondió Berg con cierta impaciencia, como si debiera informar sobre cosas consabidas. Paseó la mirada por la mesa, hasta topar con un papelito que extrajo de entre varias hojas—. «Quizá sea bueno —leyó— ser alternativamente víctima y verdugo.» —Berg dejó el papelito y volvió a mirar a Köves—: Esto dice la escritura, y yo soy su ejecutor —añadió.
—¿Qué escritura es esa? —inquirió Köves—. ¿La escribe usted?
—No —contestó Berg—. Cuando esto fue escrito, no había llegado el momento todavía. El momento —hizo resonar la palabra con su voz metálica como si en vez de hablar cantara—, el momento acaba de llegar ahora.
Calló, apoyó la espalda en la estufa de azulejos, cruzó los brazos sobre el pecho, quizá para inmovilizarlos, e inclinó la cabeza. En esta posición habló al cabo de un rato, con la cabeza agachada, como si ni siquiera se dirigiera a Köves, igual que en su día cuando se conocieron en el Mares del Sur.
—Durante mucho tiempo, el hombre fue superfluo pero libre. De él dependía si suplicaba entrar en la necesidad, o en la gracia, que es lo mismo como ya he dicho. Ahora, en cambio —levantó la voz—, el hombre sólo es superfluo, y únicamente el servicio lo redime de la superfluidad.
—¿Qué servicio? —preguntó Köves tras dejar pasar, por cortesía, unos segundos.
—El servicio del orden —dijo Berg, alzando la vista y clavando una vez más en Köves su mirada inhibitoria.
—¿De qué orden? —Köves formuló la pregunta con cierta timidez, temeroso de que Berg diera por concluida la conversación antes de tiempo, pero no quería perder la oportunidad de enterarse de algo.
La respuesta llegó, aunque a todas luces con un matiz de fastidio:
—Da igual, con tal que sea un orden. —Berg volvió a rebuscar en la mesa y cogió unos apuntes—. He aquí —continuó mientras tanto— unas palabras que quedaron fuera de la introducción, pero que de todas maneras acabarán insertadas en algún punto de la obra: «Porque, damas y caballeros, las exigencias que plantea la vida superan tarde o temprano la capacidad moral del hombre, y créanme que sólo el orden, la inclusión de las exigencias en un sistema cautivador, puede redimir al hombre…»
En esta ocasión fue Köves quien empezó a perder la paciencia.
—¡No cesa de utilizar palabras que yo nunca oigo! —exclamó sin esperar siquiera que Berg bajara la voz—. ¡«Capacidad moral»! —gritó—. ¿Qué entiende por moral?
—El sentido de la culpa —respondió Berg.
—¡Culpa! —Köves seguía irritado—. ¿Qué es la culpa?
—El hombre —dijo Berg con una sonrisita gélida.
—¡El hombre! —exclamó Köves a modo de eco—. ¿Cuál es la culpa del hombre?
—El ser acusado.
—¿De qué? —insistió Köves.
—De ser culpable.
—Pero, ¿en qué consiste su culpa?
—En ser acusado —y aunque habían llegado al final del círculo, Köves gritó como si existiera un modo de escapar:
—¡Pero, ¿para qué sirve?!
—¿Qué? —preguntó Berg.
—¡El que lo acusen! —y en torno a los labios carnosos de Berg volvió a aparecer aquella sonrisa gélida y exangüe:
—Le sirve para entender su superfluidad y, al entenderla, anhelar la gracia en su miseria.
—Entiendo —Köves calló un rato, aunque no parecía satisfecho con la respuesta. Después preguntó de golpe—: ¿Existe otro mundo aparte de este en que vivimos?
—¿Cómo va a existir? —Berg daba la impresión de sentirse realmente ofendido—. No debe existir —añadió con tono riguroso, como si lo prohibiera.
—¿Por qué no?
—Porque completaría nuestro desvalimiento. Hasta nuestra superfluidad resultaría superflua.
—¿Con quién habla entonces su «verdugo» todo el tiempo? —preguntó Köves, dando al parecer en el nervio de Berg, que acabó por responder después de una larga y visible lucha interna:
—Aunque parezca crearse otro mundo durante el proceso de escritura, ello sólo se debe a las malditas exigencias del género, a las malditas exigencias del juego, a las malditas exigencias de la ironía… Y sólo da esa impresión porque el otro mundo no existe —dijo finalmente.
—Pero debe existir en nuestras esperanzas —le contradijo Köves con voz apenas audible.
—No puede existir porque no existe nada en que podamos depositar nuestras esperanzas —cortó Berg.
—Sin embargo, usted escribe —señaló Köves sin ocultar su escepticismo.
—¿Qué quiere decir?
—Que aun así concibe una esperanza.
—¿Conque me acusa de estafa? —preguntó Berg con una sonrisa dolida, apenas perceptible.
—Traza usted unos límites demasiado estrechos —Köves procuró rehuir una respuesta directa—. Algo —añadió titubeando—, algo falta en su edificio…
—Sí —dijo Berg mirando con sorna—, ya sé lo que dirá: la vida.
—Exactamente —asintió Köves—. Habla usted de orden, pero lo confunde con la vida.
—El orden —señaló Berg— es el terreno, la arena sobre la que se desarrolla la vida.
—Tal vez, pero no es la vida —objetó Köves—. Usted destierra el azar y toda otra posibilidad…
—¿Posibilidad? —se extrañó Berg—. ¿En qué piensa? —sonrió como cuando se sonríe a un niño.
—No lo sé —dijo Köves cohibido. Probablemente no lo sabía, aunque su conversación le recordó el diálogo que había mantenido con otra persona hacía mucho, muchísimo tiempo, en la aurora de su llegada o de su vida, podría decirse, y en el transcurso del cual había argumentado de manera parecida: no había aprendido mucho desde entonces, por lo visto.
—Habla usted —continuó con una sensación de impotencia, pero también consciente de tener razón y, por eso mismo, sin poder ocultar cierta irritación— como si todos nosotros estuviéramos metidos hasta el cuello en el barrizal mientras que usted, según compruebo, ha podido salir quién sabe cómo.
—Son palabras duras —señaló Berg asombrado—. Ofrézcame pruebas —exigió con expresión sombría.
Pero, al parecer, Köves no aprovechó la oportunidad:
—¿Cuál es… —preguntó con expresión meditabunda— ese acto primero, decisivo, que, si mal no recuerdo, su protagonista cometió presionado por la coacción externa que, sin embargo, ni siquiera existía en aquel momento?
—Sí —respondió Berg sobresaltado, como si viniera de divagar entre pensamientos muy alejados—, es el elemento determinante, químicamente puro, por así decirlo, de la construcción. Aún no sé, sin embargo, cuál es ese acto, aún he de descubrirlo.
—Entonces —quiso saber Köves—, ¿cómo sabe que lo cometió?
—Tuvo que cometerlo porque, como he dicho, la construcción ya está lista —se impacientó Berg—. El comienzo y el final están claros, pero aún no veo con claridad el camino que transcurre entre ambos.
—Pues sí —asintió Köves—, ese camino es la vida. —Luego señaló, como si acabara de percatarse—: Tiene pastelitos frescos.
—Ya ve —dijo Berg, con voz apagada e incrustando la mirada en Köves—, procuro abstenerme de su disfrute.
—Lo veo, sí —se apresuró a reconocer Köves.
Y de pronto se precipitó a la siguiente pregunta:
—Y el amor… —pero se detuvo un instante, como si mirara atrás estupefacto y viera la palabra que acababa de pronunciar como un obstáculo que había considerado insalvable—, ¿el amor no es una gracia? —preguntó por fin.
Sin embargo, dio la impresión de haber violado una frontera secreta porque en el rostro de Berg se desató una tormenta de pasiones que realmente asustó a Köves.
—¿Qué tengo yo que ver con eso? —gritó con voz sonora, al tiempo que se levantaba de su asiento—. Si es gracia, no es la mía, desde luego, porque a lo sumo soy una víctima del amor… Sí —continuó—, me toleran tal como soy, y ya ve usted cómo soy, y con la voluntad o, más bien, con el pretexto de la atención, sí, puedo decirlo sin ambages, me tiranizan, aunque seguramente lo viven como sufrimiento…
—¿Por qué como sufrimiento? —Köves, espantado al principio por haber desquiciado tanto a Berg, cedió, sin embargo, a la curiosidad:
—Porque el tirano siempre sufre.
El hecho de poder argumentar lo calmó un poco, por lo visto.
—Sufre —continuó—, en parte por sí mismo, y en parte por ambición insaciable: como no puede dominar del todo a los otros, porque es imposible, porque siempre queda un último refugio inconquistable, aunque sea la locura o la muerte, al final se vuelve contra sí mismo. Sabe usted, a veces pienso que el mártir es el tirano perfecto. Es al menos la forma más pura de la tiranía, ante la cual todos se inclinan…
Pareció reflexionar un rato:
—¡Oh —gritó de repente, de manera terrorífica, y su expresiva voz estaba tan impregnada de queja que Köves agachó la cabeza, por respeto y discreción—, es horroroso! Sí, deseamos amar y ser amados, pero ¡cómo nos humilla el amor al mismo tiempo! ¡Qué victoria es el amor! ¡Qué tiranía! ¡Y qué servidumbre!… No cesa de roer nuestra conciencia, como la infamia del crimen más sanguinario…
Después del primer grito desgarrador, la voz de Berg fue bajando paulatinamente, hasta el punto de que Köves apenas entendió las últimas palabras. Berg siguió musitando algo, pero ya no se oía. Al cabo de un rato, cuando ya no podía parecer una falta de cortesía, Köves se incorporó poco a poco, adujo su cansancio por el hecho de haber dormido apenas durante la noche —lo cual, en el fondo, era verdad, o sea, no se trataba de una mera excusa—, y señaló que se veía obligado a despedirse. Berg alzó la vista y lo miró como si acabara de enterarse de que seguía allí. Después se levantó él también y con insólita amabilidad —que confundió a Köves, porque era como si algo hubiese estallado en Berg, hundiéndolo aún más sin que, para colmo, se diese cuenta, de tal modo que una timidez angustiante, rayana en la sumisión, se instaló en su rostro— lo acompañó hasta la puerta, donde dijo, sin poder expresar del todo sus pensamientos, pues tal vez ya no pensaba en Köves ni en las palabras que procuraba dirigirle:
—Continúo como siempre a su disposición.
Köves, indudablemente aliviado, volvía a encontrarse fuera, primero en la escalera, luego ya en la calle. A pie se dirigió a su casa. El aire fresco no podía hacerle daño, sobre todo si luego dormía a pierna suelta en su cuarto. Ya despedido, al menos disfrutaría de las ventajas de la libertad recuperada. Al parecer, siguió dándole vueltas a la conversación mantenida con Berg porque, al acercarse a su casa, de pronto tomó conciencia de hallarse en medio de una aglomeración. Tuvo que abrirse paso entre mujeres, ancianos y enfermos, entre ociosos e inútiles, para llegar hasta el portal; de las palabras que revoloteaban a su alrededor le llegaron algunas que no pudo eludir: «de la araña», «soga», «hubo que derribar la puerta», «horroroso», «por su mano», «la llamaron por teléfono a la oficina». Al llegar por fin al edificio vio un coche oscuro, rectangular y cerrado estacionado delante de la puerta, de la cual salieron dos hombres con gorra y uniforme inclasificables; sobre la camilla, que introdujeron por la puerta trasera del vehículo, yacía un cuerpo cubierto de pies a cabeza por algo así como una sábana; lo que se perfilaba bajo la tela sólo podía ser el cuerpo de un adolescente. En ese instante, un grito entrecortado, irregular e inverosímilmente agudo desgarró el silencio que se había producido como por ensalmo, y de repente apareció en la puerta la señora Weigand. A Köves, que vio la escena con colores intensísimos posiblemente por el agotamiento o por la sorpresa, le dio la impresión de que quien gritaba a través de la garganta y movía la cabeza y los brazos de la señora Weigand no era ella sino otra cosa o persona, un ser extraño que acababa de mudarse a su interior y al que la mujer, pasmada y sin entender nada, se entregaba por completo: el dolor inconcebible.