Los reflejos del Mares del Sur
Esa noche, Köves volvió a presentarse en el Mares del Sur, franqueó la puerta giratoria y se dirigió a la mesa de Sziklai, que seguía sentado allí como cuando se habían despedido la última vez. Se le iluminó la cara, y una amplia sonrisa fragmentó su rostro duro, como si desde entonces sólo hubiese esperado la llegada de Köves.
—¿Qué significa eso de «mis dotes literarias»? —le espetó este sentándose en uno de los asientos sin pedir permiso a su amigo, cuya sonrisa se petrificó, pues esperaba un reencuentro más cordial:
—¿Qué quieres que signifique? No lo entiendo —farfulló, con una expresión que seguía irradiando la alegría del reencuentro, pero que también reflejaba ya cierta perplejidad. Köves le contó lo ocurrido esa mañana:
Le habían dado sus papeles en la fábrica metalúrgica y le habían ordenado dirigirse en el acto al departamento de prensa del Ministerio de Producción para evitar que perdiese el resto, esto es, la mayor parte del día de trabajo y para que el Ministerio pudiese contratarlo en el acto si lo estimaba conveniente. Así pues, Köves fue corriendo de un tranvía a otro —el Ministerio se hallaba en pleno centro de la ciudad, lejos de la fábrica—, como si le hubiesen confiado un bien común altamente sensible: su tiempo, que había de llevar intacto a meta, procurando en todo momento no arrebatarle nada para provecho propio. La sensación de estar desempeñando una misión, cual si no fuese él quien llegaba o, mejor dicho, cual si fuese él, pero como representante de sí mismo, lo alivió y le permitió superar los consabidos obstáculos de la portería, de tal modo que una autorización le abrió las puertas entre dos aduaneros para acceder a la entrada principal. Jadeando, recorrió pasillos y escaleras hasta encontrar por fin el departamento de prensa, donde descubrió, sin embargo, que debía esperar puesto que el jefe de prensa estaba ocupado con otra persona. «Está negociando con la presidencia de turno del Consejo de Administración», le reveló en tono de confianza, después de enterarse de que Köves era Köves y de averiguar para qué había venido, la secretaria, que ora tecleaba la máquina de escribir, ora cogía el teléfono. «Vaya», dijo Köves, un tanto aturdido, pero con una expresión a la que poco a poco tornaba el aplomo, como si recuperara la sobriedad después de un período de embriaguez. Movido por un instinto ancestral, que pareció recobrar de pronto su naturaleza primigenia, la querencia a la pereza, se instaló en el asiento más cómodo que ofrecía aquel despacho. Ahora, claro, no se le ocurriría abalanzarse contra la puerta acolchada, sonrió Köves para sus adentros; y si lo hiciera —pues he aquí que había recordado aquella escena—, no se debería a una voluntad decidida de acción, sino a lo sumo a la alegría del recuerdo, de un recuerdo casi dolorosamente bello que guardaba de sí mismo. «¡Oh, qué pueril que era entonces!», pensó, como quien rememora tiempos remotos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Ayer? ¿Hace veinte años? Desde su llegaba, Köves tenía problemas con el tiempo. Mientras se hallaba en su interior, se le antojaba infinito. Cuando lo veía como pasado, le parecía una nonada: su contenido podía caber perfectamente en una hora. Probablemente —pensó—, una hora crepuscular, ociosa, de una vida diferente, más verdadera, más plena, podría decirse, poco antes de cenar, por ejemplo, cuando uno no tenía nada bueno que hacer y, además, daba igual. Por último —se le, pasó fugazmente por la cabeza—, transcurriría así toda una vida humana, la suya, que rememoraría como algo que hubiese podido resolver en una sola hora, mientras que lo demás se limitaba a pérdidas de tiempo, circunstancias difíciles, luchas… ¿para qué? Le habría costado definirlo en aquel momento; sólo percibía una sensación de lucha, sin ver ni intuir siquiera su objeto preciso y menos aún su finalidad. Claro, también podía ocurrir que estuviera cansado como siempre, y que su mente, que lo abandonaba de vez en cuando, sólo le mostrara el agotamiento y el tedio torturante propios de la lucha. Puede que divagara, pero no escapó a su atención el hecho de que una mujer saliera, seguida de un hombre, por la puerta acolchada y atravesara el despacho enfilándose hacia la del pasillo. Le pareció una mujer atractiva que, por su cabello y probablemente también por su vestido, le causó la fugaz impresión del color entre rojizo, marrón y amarillento de una castaña madura; mientras, el hombre, un caballero bajito y acicalado, con bigote y algo blanco que —por muy inverosímil que fuese— parecía una flor en el ojal de la solapa, daba la impresión de explicar algo con gestos entrecortados y trataba de retener a la mujer que avanzaba a toda prisa y ni se dignaba volverse. Köves se quedó mirando la puerta acolchada, esperando a que salieran el jefe de prensa y el presidente del Consejo de Administración, a los que, quién sabe por qué, imaginaba como unos señores maduros, rechonchos y calvos o canosos. Por lo visto, se equivocó: después de acompañar a la mujer hasta la puerta y volver, aquel hombrecito distinguido dirigió la mirada distraída y aparentemente un tanto convulsa primero a Köves y luego a la secretaria, quien le explicó en voz baja y tono diligente que Köves era Köves, «el nuevo colaborador». Mientras una sacudida muscular surcada por el dolor recorría su rostro, el señor pidió entonces «una miaja de paciencia» y desapareció tras la puerta acolchada… Así pues, Köves acababa de ver al jefe de prensa y, por tanto, la mujer que se había marchado sólo podía ser la presidenta de turno del Consejo de Administración. A poco sonó el teléfono en el escritorio de la secretaria; Köves la miró, ella lo miró, y Köves se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta acolchada con la sensación, mezcla de regocijo y resistencia, de que sus miradas se habían cruzado «llenas de comprensión». El jefe de prensa, con los rasgos faciales ya del todo controlados, lo invitó con suma amabilidad a sentarse, y mientras Köves comprobaba que, en efecto, llevaba una flor en el ojal, concretamente, un clavel blanco, le dijo que se alegraba de darle la bienvenida como colaborador, cosa que Köves escuchó con una incredulidad bastante fundada. Animó a Köves a resolver tranquilamente los trámites de su registro en el Ministerio —para los cuales contaría con la ayuda de la secretaria— y le señaló que podría asumir sus funciones al día siguiente. «Aquí entregamos los artículos a la prensa para su republicación», añadió con una sonrisa surcada por el dolor. Köves pensó inicialmente que quizá le dolía el hecho de la «republicación», que tal vez consideraba indigna; sin embargo, se equivocaba, ya que en aquel rostro alargado, adornado por un bigote moreno, la sonrisa volvió a aparecer, como si ocultara una preocupación que, así y todo, lograba abrirse paso y manifestarse sin palabras. El hombre prosiguió de la siguiente manera: «¿Pero para qué te lo voy a contar, si estoy perfectamente enterado de tus magníficas dotes literarias?» Y Köves levantó la cabeza como si una noticia terrorífica acabara de despertarlo de un largo y plácido sueño. «¿De mis dotes literarias? ¿A través de quién?», preguntó estremecido. Y aunque el jefe de prensa, cambiando su sonrisa surcada por el dolor por otra enigmática, se limitó a decir: «A través de un amigo común, más no puedo revelarte…», Köves en seguida intuyó a quién se refería.
—¿No te alegras acaso? —se rió Sziklai.
Köves, sea porque quería eludir una respuesta directa, sea porque sentía curiosidad por otra cosa, preguntó:
—¿Lo conoces?
—Claro que lo conozco —respondió Sziklai arqueando las cejas, quizá sorprendido por la ignorancia de su amigo—. Pero, vamos a ver… —continuó, aunque, decidido a festejar el reencuentro, interrumpió la frase para pedir dos cervezas, rectificar y pedir luego «dos aguardientes» a Aliz, que acababa de acercarse a su mesa y que también compartía la alegría, señalando que «ya echábamos mucho de menos al señor redactor»—: Vamos a ver —retomó Sziklai el hilo—, ¿cómo crees tú que fuiste a parar de ese tajo a un puesto tan distinguido?
—¿Cómo? —preguntó Köves, curioso, pero con malos presentimientos.
—Te lo conseguí yo —le informó Sziklai.
—¿Tú? —se asombró Köves—. ¿O sea que no se debió a órdenes de arriba? —exclamó, como un niño que, movido por la curiosidad, empieza a desmontar su muñeco para comprobar quién habla en su barriga; ya puesto, contó a Sziklai cómo había sido despedido de la fábrica metalúrgica. Su interlocutor se desternilló de risa, tanto que hasta le asomó una lagrimita que, centelleando, se quedó atascada entre las arrugas de la comisura del ojo:
—¡Órdenes de arriba!… —dijo a punto de atorarse—. Claro que fueron órdenes de arriba: lo ordené yo —se calmó finalmente, añadiendo que el jefe de prensa era un «viejo cliente» suyo. Lo conocía de su época de periodista, pero volvió a «contactarlo» en el cuerpo de bomberos, a lo cual Köves lo interrumpió para preguntarle cómo se sentía entre los bomberos, y Sziklai le respondió con un gesto de desdén y superioridad:
—Fantástico. Comen de mi mano.
No podía negar el hecho, continuó, de que el cuerpo de bomberos era uno de los clientes más importantes del Ministerio de Producción, al que solicitaba coches, mangueras, escaleras, cascos y todo tipo de productos, siempre en grandes cantidades, y, claro, como solía ocurrir, la mercancía entregada no respondía, por lo general, a las exigencias de calidad. En esos casos, mientras «se negociaba a otros niveles», su tarea, la de Sziklai, consistía en amenazar con el fantasma de la publicación, mientras el jefe de prensa del Ministerio asumía la tarea de disuadirlo y tranquilizarlo con toda clase de promesas, y ambos acababan encontrando las fórmulas para llegar a un acuerdo.
—Entiendes, ¿no? —Sziklai guiñó el ojo, buscando la complicidad.
—Por supuesto —contestó Köves rápidamente para no interrumpir el relato de Sziklai, pues más que las disputas entre el cuerpo de bomberos y el Ministerio le interesaba su propio asunto.
Entonces, continuó Sziklai, en el transcurso de una de esas negociaciones descubrió que había una vacante en el departamento de prensa, y si bien no urgía ocupar el puesto, el jefe de prensa se mostró abierto a tener en cuenta al candidato que le propusiera Sziklai, si es que tenía uno. Claro que sí, dijo Sziklai, y cogió «la oportunidad al vuelo».
—¡Hombre, te dije que no me olvidaría de ti, que tarde o temprano te encontraría algo! Lo único que no sabía —se adelantó a la pregunta de Köves— era cómo localizarte, si ni siquiera tenía tu dirección. ¡Una situación insostenible, viejo! ¡Me la tendrás que dar en seguida!
Köves asintió vivamente con la cabeza, dando a entender que esa era su intención, pero que la aplazaba por el momento para no interrumpir a su amigo. Y Köves también había olvidado indicarle, continuó Sziklai la retahila de reproches, el lugar donde trabajaba. Ahora bien, hallarlo no resultó en absoluto tan difícil como a buen seguro imaginaba Köves, continuó; se puso su traje de oficial del cuerpo de bomberos, se dirigió a la oficina de empleo y preguntó si habían colocado últimamente a un individuo llamado Köves, por el que su organismo se mostraba interesado. En seguida se pusieron a su disposición, claro. Sin embargo, Sziklai no quiso avisar a Köves.
—Te has comportado de una manera tan extraña últimamente que pensé: ¡será capaz de poner obstáculos a su propia buena fortuna!
Así pues, dio el nombre y la dirección de Köves al jefe de prensa, que trasladó «a los cauces oficiales el asunto», el cual siguió su curso de departamento en departamento y llegó a la fábrica metalúrgica en forma de una orden tajante de las instancias superiores.
—¿Lo entiendes ahora? —preguntó Sziklai.
—Por supuesto —respondió Köves esbozando una sonrisa, como quien se siente víctima de un engaño, pero no se muestra insensible a su lado cómico.
A continuación, Sziklai hizo repetir a Köves las palabras del jefe del departamento de suministros, todo cuanto le había dicho respecto a la idea superior, al continuo perfeccionamiento y a la necesidad de someter continuamente a prueba a las personas; lo obligó a describir la situación, cómo se sentaron el uno frente al otro y departieron con suma seriedad, mientras él, Sziklai, y el jefe de prensa lo habían cocinado y arreglado todo días atrás. Y después de soltar una carcajada como si lo escuchara todo por vez primera, levantó el dedo índice:
—¿No ves, viejo, que es la situación típica de una comedia? —llegando así a la moraleja de la historia, válida para los dos.
Literatura. Pruebas y tribulaciones
Una noche, Köves se topó con la señora Weigand, su casera. Para ser precisos, Köves, a punto de marcharse, se hallaba ya en el recibidor cuando la mujer lo llamó desde el umbral de la cocina, pidiendo disculpas por los sucesos de la mañana. Köves, que ya empuñaba el pomo, ni siquiera recordó por de pronto qué había ocurrido por la mañana —había tenido un día difícil en el Ministerio—, pero luego le vinieron a la mente los hechos. Lógicamente, se trataba una vez más del muchacho, Péter, aunque, a decir verdad, se trataba sobre todo de las cómodas costumbres que Köves había adoptado desde que trabajaba en el Ministerio. Un buen día, por ejemplo, le entraron ganas de desayunar antes de partir de casa, obedeciendo a un deseo que quizá le había insuflado la muchacha. Esa noche compró té en la tienda, no del todo auténtico, desde luego, no té de té o, cuando menos, no el tipo de té cuyo aroma sintió ascender, como perfume del recuerdo, desde las honduras de un tiempo remoto, tal vez inexistente. Por la mañana se presentó, pues, con su té en la cocina, sin tener en cuenta, por lo visto, que ya no se levantaba de madrugada como cuando aún acudía a la fábrica metalúrgica; o sea, que se topó con los habitantes de la vivienda en pleno desayuno. Köves, farfullando unas disculpas, a punto estuvo de dar media vuelta —internamente ya había renunciado a su intención, pues sus fantasías en torno al desayuno ni siquiera incluían la posibilidad de desayunar en el círculo de una familia—, pero la señora Weigand protestó y lo invitó con tal cordialidad, haciendo espacio para su té en la cocina de gas, que Köves difícilmente habría podido echarse atrás sin mostrarse ofensivo. Tomaron el desayuno en un ambiente tenso; Péter, con un tablero de ajedrez de bolsillo a su lado sobre la mesa, con agujeritos en las casillas para las figuras, tenía su pan mordisqueado en una mano, movía con la otra las piezas y sólo alzaba la vista hacia ellos para indicarles que le resultaban una carga; Köves observó de todos modos que los diminutos ojos del muchacho, parapetados tras gruesas gafas, estaban enrojecidos por el esfuerzo o por el insomnio, o quizá por ambas cosas. La señora Weigand fue enmudeciendo poco a poco, ofreció a susurros el azúcar y el pan que parecía tierra apelotonada, y acabó a la espalda de su hijo, haciendo señas, disculpándose, manifestando su impotencia. A Köves le entraron ganas de reír, pues daba la impresión de que los dos adultos eran los niños y que por encima de ellos se alzaba el jefe de familia feroz y temido, caprichoso y arbitrario, que los tiranizaba.
—No puedo con él —se quejó la señora Weigand abriendo los brazos y dejándolos caer en un gesto de impotencia, inclinando hacia un lado la cara pálida y afilada, con aquellos lagos pequeñitos carentes ya de todo brillo, y sacudiendo luego la cabeza en señal de incomprensión—: Desde que empezó el campeonato de ajedrez, simplemente no puedo con él —repitió la mujer. En efecto, Köves, que a veces intentaba pergeñar en casa las declaraciones de prensa del Ministerio (de este modo llegó a utilizar finalmente la mesa que con tanto orgullo le había ofrecido la casera a su llegada, ofrecimiento que seguía recordando a pesar del tiempo transcurrido), arrojaba furioso el lápiz por culpa de las interminables disputas entre madre e hijo que tanto lo desconcertaban y que incluso llegaban a penetrar en su habitación, sobre todo la voz del muchacho que chillaba y soltaba gallos una y otra vez como cuando el vapor sometido a gran presión sale por una válvula. A todo esto, Köves tal vez se alegraba de las interrupciones, y su indignación y el gesto de arrojar el lápiz y levantarse furioso de la mesa a lo mejor sólo pretendían esconder o justificar su alivio. Sea como fuere, la experiencia de Köves le demostraba que al empezar a escribir en seguida se enredaba en una maraña de contradicciones de difícil o imposible resolución.
—¿Quizá no le va bien el juego? —preguntó Köves, regodeándose un poco, no podía negarlo, en la desgracia ajena.
—No tan bien como quisiera —la mujer seguía sacudiendo la cabeza, dando a entender así que ella misma no consideraba exactas sus palabras—. Según parece, no hay nada decidido todavía, pero una partida ha quedado aplazada, y ganar la siguiente es cuestión de vida o muerte… —la mujer calló, mientras sus lagos exploraban la mirada de Köves.
—¿De vida o muerte? —arqueó él las cejas, entre divertido y asombrado.
—Eso dice —se quejó la mujer. El hecho de poder hablar ya la había calmado un poco, por lo visto.
—Pueril —se sonrió Köves.
—Pueril, claro —dijo la mujer—, pero es que es un niño.
Köves tuvo la sensación de repetir un diálogo mantenido hacía muchísimo tiempo:
—Bueno —puso fin a la conversación—, si tanto le importa, a buen seguro que ganará —y si bien en la escalera no estaba ya muy convencido de haber consolado adecuadamente a la mujer, había llegado la hora de dirigirse al Mares del Sur, en parte para cenar, en parte también por obligación, ya que debía seguir trabajando con Sziklai en la comedia. En cuanto a esta, sus cavilaciones no habían dado muchos frutos hasta el momento, y la tarea de crear una comedia se había convertido, al menos para Köves, en un trabajo amargo, deprimente, en absoluto regocijante. Como antes, cuando su amistad aún carecía de tensiones y no la ensombrecía ningún interés común, Köves y Sziklai pasaban las noches sentados a su mesa de clientes fijos en el Mares del Sur, bromeando con Aliz (que nunca se callaba sus respuestas ingeniosas, aunque daba ya la impresión de esforzarse, pues los surcos trágicos en torno a sus labios parecían más profundos, y Köves tenía en esos momentos en la punta de la lengua la pregunta por su «compañero», ya que últimamente no veía a Berg en el restaurante, pero al final decidía no plantearla, sea porque lo importunaba la presencia de Sziklai, como en esta ocasión, sea porque no lo consideraba oportuno, sea incluso porque temía la respuesta), como antes, pues, se entretenían mutuamente con sus respectivas historias del cuerpo de bomberos y del Ministerio y se choteaban de algún cliente o de un grupo de comensales. No obstante, la comedia que los aguardaba proyectó desde el primer momento una sombra oscura sobre su buen humor.
—A ver —se ensombrecía, por ejemplo, Sziklai en aquel momento largamente esperado, que así y todo resultaba inesperado cuando llegaba—, ¿has pensado algo?
—Claro —solía responder, concentrándose, Köves, como quien sólo aguarda el instante de poder comunicar sus innumerables pensamientos, todos empeñados en salir a la luz.
—¿Y? —la expresión dura de Sziklai se clavaba en Köves, pidiendo cuentas—. ¿Alguna idea?
—Hay que partir del amor —declaraba Köves, decidido.
—Perfecto —asentía Sziklai—, partamos del amor. ¿Y?
—Un chico y una chica —probaba Köves, cohibido, percibiendo que no tenía mucho más que ofrecer en aquel momento y temiendo con razón que Sziklai no se diera por satisfecho.
—¿Y qué les ocurre? —oía de inmediato su voz impaciente—. ¿Qué les impide ser felices?
Y como Köves callaba, cavilando con expresión realmente lúgubre, cual si lo acuciara un impulso asesino contra aquella pareja de enamorados de su imaginación, a los que debía pilotar hacia el puerto de la felicidad en el curso de la comedia, Sziklai lo remataba:
—O sea que no tienes ninguna idea.
El silencio culpable de Köves valía por una confesión.
—Bueno, bueno, no nos desanimemos —se calmaba Sziklai—. Tendríamos que inventar una buena historia —señalaba a continuación.
—Pues sí —asentía Köves
—Tratemos de pensar —proponía Sziklai, y entonces se producía entre ellos un prolongado y aliviador silencio. Köves sólo debía procurar que su rostro mostrara, tal una máscara escénica, una expresión ajustada a la comedia, una expresión de superioridad, de alegría y reflexión, al mismo tiempo expectante y comunicativa, la de alguien dispuesto a tomar la palabra tan pronto como la idea emanara de su cerebro, lo cual, en su caso, sólo podía ser cuestión de minutos. Su mirada y su atención, sin embargo, siempre se liberaban en esos momentos, seguían sus propios sinuosos senderos, recorrían el local y acababan posándose en una mesa, en un rostro: allá, por ejemplo, parapetada tras sus copas de aguardiente, la «Hetaira Trascendental» se acodaba en la mesa y apoyaba el mentón sobre el dorso de la mano doblada hacia dentro, y su mirada vacua parecía clavada en Köves, pero sin verlo. ¿O tal vez sí? Köves apartó la vista un tanto turbado. Una embarazosa aventura lo relacionaba, en efecto, con la «Trascendental»; si buscaba las causas, sólo podía responsabilizarse a sí mismo o quizá también a la muchacha de la fábrica. Lo cierto es que el recuerdo de la muchacha llameaba de vez en cuando en Köves, pues no sólo le había insuflado el deseo de tomar desayuno, sino que había despertado también a la fiera que acechaba a la presa. Sí, Köves anhelaba el calor de la mujer, no en un sentido abstracto, sino en uno bien práctico y tangible: deseaba la calidez del cuerpo femenino, la ternura femenina, la lubricidad femenina, no necesariamente las de la muchacha (a la que podría haber encontrado y apaciguado, si no hubiera considerado demasiado alto el precio) pues su deseo carecía de objeto o, para ser precisos, era impersonal; para ser aún más precisos, Köves deseaba una mujer, pero no a una mujer concreta, y ese deseo o, más bien, ese tormento, pensó, aún lo pondrían en peligro. Tal vez pensaba precisamente en ello (Sziklai se había marchado temprano ese día aduciendo que al siguiente debía madrugar por las prácticas del cuerpo de bomberos) cuando se quedó solo ante su cerveza y creyó observar que la «Trascendental» le enviaba un mensaje con la mirada y luego también quizá con una ligera sacudida de un hombro y de la mano. Köves se levantó, pues, con una sonrisa hipócrita que extendió como un manto de hierba sobre el ansia pura y dura, y se dirigió a la mesa de la mujer, que por de pronto se mostró indignada: «¿Usted qué se ha creído? ¿Viene así sin más a sentarse a mi mesa?», preguntó con voz ronca, apagada, provocando el orgullo del recién llegado, que lo manifestó, aunque de mala gana. «¿Tiene algo que objetar?», inquirió con tono desafiante. A decir verdad, no tenía nada que objetar. Köves se sentó, pues, pidió varias copas de aguardiente, quedó un poco aturdido y escuchó pacientemente las explicaciones un tanto entrecortadas de la mujer de que el mundo, ellos dos incluidos, no existía; de que la existencia se desarrollaba en otra parte; de que el mundo sólo suponía un obstáculo para la existencia, de modo que se imponía la necesidad de suprimirlo, dado que no era una realidad, sino mera ilusión. Köves señaló al cabo de un rato (por lo visto la bebida lo había vuelto ingenioso) que había que pagar el aguardiente en la realidad, a lo cual la mujer soltó una estridente carcajada y puso la mano seca y cálida sobre el muslo de Köves como muestra de camaradería. Y aunque la proximidad de esta mujer enfrió bastante los ardientes tormentos de Köves, como si no viera en ella un incentivo, sino más bien un obstáculo para que su deseo dirigido a las mujeres cobrara forma corporal, la inquietante contradicción entre su pelo rubio y la barbilla de blanda línea, de un lado, y la nariz intrépida y decidida, de otro, lo llevó a seguir a la mujer en nocturnos tranvías y por un dédalo de calles hasta llegar finalmente a su domicilio. Era, una vez más, una habitación apartada, como todas cuantas había visitado hasta entonces, y si bien nadie lo exhortó a guardar silencio en esta ocasión, Köves percibió en la oscuridad y en el aire cargado del recibidor la presencia de personas durmientes en algún sitio. Luego, al entrar en el cuarto, quedó paralizado por el terror: en la crepuscular penumbra (más tarde se dio cuenta de que la misteriosa iluminación de la pieza se debía a la luz de la farola de enfrente) se clavaron en él, procedentes de todos los rincones, varias miradas centelleantes y fosforescentes, y Köves creyó oír incluso el jadeo de los seres a los que pertenecían aquellos ojos, hasta que los sonidos imaginados fueron sustituidos por la risa chillona de la «Trascendental»: «¿Te has asustado?», preguntó a punto de asfixiarse por la risa, y se dejó caer sobre la cama a medio hacer. «Son ojos de muñecas», dijo a continuación. Parecía haber reemplazado su desenfrenado regocijo por una tristeza igualmente desmesurada. «Así es —se quejó con voz extraña, aguda, tartamudeante—, la señora fabrica ojos para muñecas…» Sólo entonces se percató Köves de las innumerables muñecas y peluches que yacían en el suelo, los estantes, la mesa, todos ciegos todavía. «Son para ese viejo tan gordo y feo —continuó con los labios ya dispuestos al gimoteo—, para el “Sin Corona”… ¿Lo conoces?» Alzó la vista hacia Köves desde la cama; su mirada brumosa se antojaba particularmente comunicativa en ese entorno de innumerables y rígidos ojos de cristal. «Por supuesto», respondió Köves. «Entonces acércate», balbuceó la mujer. Köves obedeció y, al volver a sentir, como en el restaurante, la mano ardiente sobre el muslo, aunque esta vez un poco más arriba, inquirió: «¿Dónde está el baño?», tal vez para ganar tiempo, aunque desde luego no sabía muy bien para qué. «¿Qué quieres del baño?», preguntó la «Trascendental», poco dispuesta a soltarlo al parecer, pero como Köves se puso cabezón de un modo incomprensible incluso para él (como un borracho que se encapricha sin motivo alguno en una idea fija), le espetó, irritada, con la voz un tanto ronca: «¡Pues ve! ¡Ya lo encontrarás!» Una vez en el baño, en aquella trampa equipada con toallas, vasos para los cepillos de dientes y un espejo plagado de manchas, Köves, que realmente parecía haber bebido más de la cuenta, consideró la posibilidad de cerrar la puerta con el pestillo y pernoctar allí dentro, así como la de huir a hurtadillas de aquel piso. Al final, como el fugitivo que confiesa arrepentido sus culpas, volvió a la habitación, donde sólo vio, en el contraluz de la farola, el perfil de la mujer tumbada sobre la cama; la respiración uniforme y un tanto sibilante le reveló que se había dormido en el ínterin, con ropa y todo. Köves esperó un rato a que se despertase; a decir verdad, se limitó a esperar y no contribuyó en absoluto a acortar el sueño de la «Trascendental». Después, tras recobrar la sobriedad, abandonó la vivienda sin hacer ruido, un tanto ofendido, sí, y también aliviado en cierta medida, aunque al mismo tiempo con la vergüenza de no haber mostrado la fuerza suficiente para ceder a su propia debilidad y de haber guardado, avarienta e infructuosamente, algo destinado al derroche. Al día siguiente, la «Trascendental» parecía no acordarse de nada: tenía delante las consabidas copas de aguardiente y, con la mirada perdida como siempre en la lejanía, escuchaba el vehemente discurso del «Señor de las Bombas», que acercaba a ella su rostro tormentoso enmarcado por una blanca y ondeante melena. Devolvió el circunspecto saludo de Köves con un gesto fugaz, neutro y distraído de la cabeza. También apartaba Köves la vista de la mesa de los músicos cuando se posaba allí por azar, por costumbre, como quien dice, en busca de su viejo amigo, el pianista, al que no había visto desde que se toparan en la puerta giratoria del Mares del Sur. Una noche (casualmente Sziklai se había retrasado), Köves no pudo controlar su impaciencia, se levantó del asiento y se acercó a la mesa de los músicos. Después de disculparse por la molestia, preguntó a un hombre calvo de cara hinchada y bolsas debajo de los ojos (Köves tenía la sensación de haber oído que tocaba algún instrumento de viento, posiblemente un saxofón) si sabía algo del pianista. Para su enorme asombro, sin embargo, el saxofonista ni siquiera parecía intuir de quién hablaba, y eso que el aspecto del pianista no podía calificarse precisamente de discreto. Para más inri, Köves creía recordar haberlos visto charlar varias veces con cordialidad, de lo cual dedujo que eran amigos o, cuando menos, conocidos. «Toca el piano en el Estrella Radiante», trató Köves de avivar su memoria. «¿En el Estrella Radiante? Oiga, que allí no toca ningún pianista, sino una orquesta de cuerda llamada Tango», dijo asombrado el saxofonista. Y anticipándose a una posible pregunta de Köves, se volvió a su vecino: «¿Hay un pianista en el Estrella Radiante?» El vecino, un hombre moreno, delgado, con el rostro de color azul y olor a loción por el afeitado, mostró el mismo asombro que el saxofonista—: «¡Qué dice! En el Estrella Radiante sólo toca Tango, la orquesta de cuerda», dijo mirando casi furioso a Köves. «¡Ya ve usted!…», exclamó el saxofonista, como si lo hubiera refutado definitivamente. Köves agradeció la información y la amabilidad, y volvió a su asiento, mientras veía que el hombre de rostro azul dirigía, irritado, unas palabras al saxofonista y este abría los brazos, torcía el gesto y meneaba la cabeza como si se disculpara, probablemente de la molestia causada por Köves. Al cabo de no más de un minuto, el señor André, «El del Cloroformo», pasaba con su elegante traje oscuro y un cigarrillo largo en la mano junto a la mesa de Köves; su cabeza plateada se inclinó ligeramente para saludarlo, pero luego se detuvo como si le hubiese venido algo a la mente y, con una sonrisa cosmopolita, que contradecía de alguna manera la voz apagada y el tono familiar, dijo: «He oído que acaba de interesarse usted por el “Peque”, el pianista.» «Sí», respondió asombrado Köves; no recordaba haber visto al señor André allí cerca cuando había hablado con los músicos, pero, claro, quizá no había mirado alrededor con suficiente atención. «¿Sabe algo de él?», preguntó. «Claro, era muy buen amigo mío», asintió el señor André, y aunque no dio una respuesta precisa a la pregunta, Köves, al ver alejarse aquella espalda cimbreña, tuvo la impresión de haber recibido la contestación exacta, y ya sólo confiaba en que todo hubiera transcurrido según los deseos del pianista y no lo hubieran sacado de la cama.
En una palabra, Köves sólo necesitaba mirar en torno para encontrar historias en abundancia: contaba una que otra a su amigo, y ambos se ponían a hablar con total unanimidad y a punto estaban de olvidar para qué se habían reunido cuando Sziklai tornaba a recordarlo:
—¡Venga, volvamos a la comedia!
—¡Volvamos! —asentía Köves con expresión afanosa.
—¡Inventemos al menos a una chica buena! —lo animaba su amigo, y explicaba que con un buen papel femenino el comediógrafo tenía «media batalla ganada». Según Sziklai, la chica debía ser un pelín extravagante, pero al mismo tiempo excitante para el personal, «insoportablemente caprichosa y, por otra parte, atractiva hasta el punto de obligar a adorarla». Pero como se había hecho tarde, la chica, decía Sziklai, «quedaba aplazada para el día siguiente», para cuando volvieran a encontrarse allí mismo, en el Mares del Sur, como aseguraban el uno al otro ya en la puerta giratoria, en plena noche muda y oscura.
Continuación
Köves se las arreglaba mejor con la literatura en el Ministerio, aunque no precisamente en su ámbito de trabajo: para éste no se necesitaban dotes literarias. De hecho, nunca llegó a saber qué dotes se precisaban en general. Pasó los primeros días en el Ministerio casi exclusivamente dedicado a la lectura: concretamente, la de las obras de su colega o, para ser precisos —pues ese era su título exacto—, su «colega primero». El jefe de prensa, con una sonrisa surcada por el dolor y una flor esta vez azul en el ojal, consideró dichas obras idóneas para introducir a Köves en las tareas que le esperaban, y las tildó de ejemplos a seguir, y, podría añadir —dijo buscando la mirada de la secretaria, como si ambos conocieran un detalle en el que Köves no estaba iniciado—, de modelos ideales que le servirían de base. Köves empezó a leer, pues, estos productos de la escritura que parecían ora informaciones, ora comunicados, ora contribuciones a un debate y que empezaban todos como si pretendieran informar al mundo exterior sobre algo emocionante, fuera noticia, suceso o algo digno de conocerse, que el autor, sin embargo, olvidaba en el desarrollo de su texto o que Köves simplemente no comprendía, tanto menos cuanto que sus ojos empezaban a divagar entre las líneas después de las primeras páginas y a cerrarse más y más, hasta que comprobaba de repente, aterrado, que acababa de adormilarse. Se le antojaba, además, que el colega primero —un hombre ya mayor, de pelo ralo, por cierto— debía de haber empezado a escribir en su más tierna infancia y no había dejado de hacerlo desde entonces, pues las copias de sus obras sujetas con grapas ocupaban estanterías y cajones enteros, y cuando la mirada atormentada de Köves se posaba casualmente en la secretaria para tomar un breve respiro, ella enseguida se ponía en pie y apilaba, sin que nadie se lo pidiese, más y más torres de escritos del colega primero sobre la mesa del nuevo colaborador. Luego volvía a toda prisa a su máquina de escribir, donde o bien tecleaba el dictado del colega primero o bien pasaba en limpio alguno de los textos del colega primero. Así y todo, las lecturas dejaron huella en Köves, una impresión nebulosa, pero cuando menos uniforme, que le recordó básicamente las palabras de Sziklai pronunciadas en la noche en que anunció haber «llegado a bombero». Fundamentalmente, consideró Köves, se trataba de lo mismo, con las lógicas variaciones: es decir, el Ministerio de Producción parecía haber descubierto que la producción no era en absoluto esa actividad natural por la que la habían tenido durante años y años, sino una empresa extraordinaria y heroica, es más, una vocación de la que ni el gran público ni, de hecho, los propios trabajadores eran muy conscientes. Se limitaban a realizar su trabajo, sin saber lo que hacían, por así decirlo, y la tarea del colega primero —y la suya también, comprobó Köves espantado— consistía en despertar su autoestima, así como el respeto de los otros hacia ellos.
Lo cierto es que un buen día Köves tomó conciencia de que no sólo leía las informaciones, comunicados y contribuciones a debates del colega primero, sino que, además, los escribía. Así y todo, no sabía si estos productos de su propia mano o, es más, de su propia mente, eran buenos; de hecho, no estaba plenamente convencido de ello puesto que, por lo general, no entendía —ni podía juzgar, por tanto— las redacciones que acababa de escribir. Tanto a él como al colega primero, al jefe de prensa o a la secretaria no cesaban de llegarles informes, que eran notificados al instante a Köves siempre y cuando guardaran alguna relación con su ámbito de competencias que todo el mundo, salvo Köves, parecía conocer a la perfección. Debía dirigirse entonces al escenario de los hechos —generalmente una fábrica metalúrgica— para comprobar la veracidad de los informes recibidos, referidos a un invento, un logro o una nueva hazaña de una gran personalidad de la producción, y poner después en palabras los resultados de sus observaciones o, para ser precisos, poner en palabras lo que debía poner, pero que no siempre acababa de entender del todo. Lo mejor era escribir sobre un invento, pensaba Köves: al fin y al cabo, se trataba de un hecho perfectamente definido, de contenido indiscutible y fácilmente descriptible, una vez que el individuo se convencía de su realidad y comprendía su esencia objetiva. Poco a poco se percató, sin embargo, de que no bastaba en absoluto que él se convenciera de la realidad de un hecho, el cual, por cierto, a menudo no respondía a lo que el Ministerio deseaba o, más bien, exigía de un hecho. No, reconoció Köves, un hecho no era suficiente para contentar a nadie, y aunque en el departamento de prensa escuchaba hablar largo y tendido sobre la importancia de los hechos, mucho más importante era su manera de verlos o, sobre todo, la manera en que debía o debería verlos y, más aún, saber si el hecho podía considerarse un hecho. Y aquí solía resbalar Köves, aquí perdía el control sobre su escrito. Le pasaba con estos textos como con el trabajo de limadura en la fábrica metalúrgica: la tarea parecía fácil, no le faltaba esmero y aun así no era capaz de realizar una tarea que seres más simples que él —una muchacha, por ejemplo, o un colega primero— eran capaces de realizar con facilidad. Y la situación de Köves se veía agravada por la circunstancia de que en el Ministerio se hallaba completamente solo, mientras que en la fábrica estaba el jefe de taller, el cual, con su herramienta, siempre podía mostrarle cómo, dónde y hasta qué punto había fallado; el jefe de prensa, en cambio, mostraba una confianza ciega en él, de tal modo que Köves se habría arriesgado y habría cometido una enorme estupidez si lo hubiera importunado con preguntas e inseguridades. Por su parte, el colega primero no se interesaba sobremanera por Köves, incluso apartaba la mirada y la dirigía al vacío cuando, alguna rara vez, debía intercambiar con él unas palabras, como si lo tomara por un fenómeno pasajero, indigno de ser observado con detenimiento.
Por eso, Köves vivía en continua y torturante incertidumbre: producía casi todos los días algún escrito más o menos largo que se adaptaba en la medida de lo posible, en cuanto a sintaxis y a cierta nebulosidad que aparentaba trascendencia, a los ejemplos del colega primero; los corregía y recorregía hasta que él mismo dejaba de entenderlos, pues mientras los entendía sólo podía comprobar que carecían por completo de sentido, o sea, no podían ser buenos o, para ser precisos, no respondían al objetivo, que era —aquí radicaba quizás el problema— lo que Köves menos comprendía. Sin embargo, cuando los acababa, ya no podía decidir si respondían a los objetivos, pues no entendía sus escritos y menos aún a qué objetivos debían ceñirse. Por eso, cuando una tarde el jefe de prensa —que acababa de volver a las oficinas de las que se había ausentado media hora, más o menos, tras comunicar a la secretaria que se hallaría reunido en las oficinas de la presidencia del Consejo de Administración, participando concretamente en una importante negociación dedicada a un asunto tan extraordinario como urgente— se detuvo detrás de Köves y lo observó mientras este se las veía y se las deseaba con la redacción del día, Köves se estremeció, como si le hubiera llegado la hora de la verdad. Y cuando el jefe de prensa apoyó la mano en su hombro y le dijo, eso sí, con tono indiscutiblemente amable:
—Me gustaría que vinieras un momento a mi despacho —Köves se levantó de la mesa como quien, después de momentos de angustia, siente el alivio de recibir la sentencia.
El jefe de prensa, sin embargo, lo invitó cordialmente a tomar asiento a su escritorio, mientras Köves, antes de responder a la invitación, ya ponía, como un moribundo decidido a concluir con sus últimas fuerzas las obligaciones de esta vida, el escrito del día en la mesa de su superior.
El jefe de prensa se quedó de una pieza:
—¿Esto qué es? —preguntó.
—Un proceso de fabricación completamente nuevo —empezó Köves con voz luctuosa— que…
Pero el jefe de prensa lo interrumpió en el acto:
—¡Pero qué dices! —y apartó el texto de Köves, que fue a parar a un cajón. Sin embargo, al ver el asombro de su subordinado, dibujó una sonrisa bajo el bigote e inclinándose ligeramente por encima de la mesa le preguntó con voz suave, de amigo, y un guiño cómplice del ojo:
—¿Un nuevo proceso de fabricación? ¿A quién interesan esas estupideces?
Köves, quien por de pronto no sabía ni qué hacer con su cara, ese objeto pelado, incontrolable y siempre empeñado en su perdición —le habría gustado guardarla en el bolsillo o bajo la ropa para luego tirarla a escondidas en la calle, como cuando uno se libera de algún objeto inconveniente y embarazoso—, sonrió tímidamente y arqueó las cejas por si acaso, listo para mostrar su indignación.
Pero el jefe de prensa se reclinó en su asiento, se arregló la corbata y dijo lo siguiente, con un rictus de dolor en la sonrisa y ladeando un poco la cabeza:
—Me gustaría leerte un poema.
—¿Un poema? —se sorprendió Köves.
Y disfrutando de la sorpresa de Köves, el jefe de prensa respondió sonriendo:
—Sí, mío.
Lo dijo mientras sacaba una hoja doblada en cuatro del bolsillo interior de su chaqueta, adornada esta vez con una flor blanca de pétalos diminutos, y —para horror de Köves— empezaba a desplegarla.
Vuelco. Pasión. Desencanto
Una mañana —más bien hacia el mediodía—, Köves salió del portal silbando, aunque carecía de motivos para ello: el día era gris, soplaba un viento fresco, y sobre las calles remolineaba sin cesar el polvo de las obras, que no hacían más que aumentar el número de escombros, andamios y todo tipo de obstáculos. El polvo, a su vez, se mezclaba con olores picantes, como si se acercara, cosa que no era impensable, el otoño. Con sus ocres y amarillos, sin embargo, sugería a Köves las imágenes quiméricas de los otoños de antaño —verdaderos pero quizá nunca habidos—, de los fuegos crepitantes de las chimeneas, y despertaba en él un deseo loco por un sobretodo ligero, suave y, sin embargo, abrigado, en cuya solapa levantada clavaría el mentón en un gesto que le resultaba familiar. Silbando, pues, se dirigió a su trabajo en el Ministerio de Producción. Esa mañana, desde luego, no llegaría precisamente con puntualidad: la noche anterior había seguido tejiendo con Sziklai los embrollos todavía en agraz de su futura comedia y luego, para ventilar el cerebro, había caminado por la ciudad sumida en el silencio nocturno, silencio interrumpido de vez en cuando por sonidos inesperados, deslizantes, chirriantes, susurrantes o gimoteantes, que parecían los fragmentos audibles de los sueños inquietos y comunes de quienes dormían tras las oscuras ventanas. Así pues, se acostó tarde y se quedó dormido. Sin embargo, la relación de confianza que se había establecido con el jefe de prensa permitía a Köves, sin duda con razón, sentirse en la posición privilegiada de aquel al que no le cortan la cabeza por tomarse algunas libertades, siempre y cuando no exagere. Aunque apenas entendía nada de poesía —jamás había escrito ni leído poemas, salvo en un año desde luego crítico de la lejana adolescencia—, el jefe de prensa parecía confiar en su juicio, puesto que le leía sus versos de forma regular desde aquel primer episodio e incluso llegó a leerle, la tarde anterior, un relato que, según él, se debía definir «más bien como una balada en prosa». Evidentemente, los juicios de Köves solían ser favorables. No entendía del todo el contenido de los poemas, pues o bien eran demasiado breves, de suerte que cuando empezaba a prestarles atención ya habían acabado, o bien eran demasiado largos, de suerte que antes de poder formarse un juicio ya había caído en un agradable duermevela por las subidas y bajadas de la melódica voz del jefe de prensa y la sonora cantinela de las rimas; así pues, podía elogiar con la conciencia tranquila la exquisita ambigüedad, el temple melancólico, la atmósfera misteriosa y así sucesivamente. De todas maneras, la repetición sistemática y casi maniática de determinadas imágenes en los versos sí llamó la atención de Köves: por ejemplo, aquella flor siempre «de profundo carmesí» y «carnoso cáliz» que «absorbía sedienta» las gotas «temblorosas» de la lluvia o del rocío, así como la fuente cuyos chorros, ahora de forma irresistible, ahora de forma irisada y quién sabe de qué otras formas, salían «disparados» hacia lo alto al final de los poemas plagados de lluvias, escarchas y rocíos. Lógicamente, escuchar y sobre todo enjuiciar (esto es, elogiar) aquellos productos poéticos suponía un trabajo adicional para Köves: al concluir el horario laboral, el jefe de prensa solía invitarlo a su despacho para una «breve reunión», en la que no los molestaban ni el colega primero ni la secretaria y en la que no habían de temer tampoco la aparición de alguna tarea inesperada por resolver. Por otra parte, sin embargo, la confianza del jefe de prensa, infundada o no, pero en todo caso incondicional, daba ánimos a Köves, que ponía sus deberes con gesto seguro sobre la mesa del jefe, aunque desconocía el posterior destino de sus escritos que a lo mejor —pensó en una ocasión con arrogante regocijo— acabarían alguna vez en manos de un recién llegado, el cual seguiría sus pasos y aprendería de ellos como él de los textos del colega primero.
Tanto más se asombró, pues, cuando al entrar en el despacho encontró allí al jefe de prensa, al colega primero y a la secretaria —que formaban un grupo como si dedicaran la mañana única y exclusivamente a esperar su llegada—, y cuando a su sonoro saludo le siguió un silencio de varios segundos de duración, interrumpido por la pregunta del jefe de prensa dirigida a Köves:
—¿Qué hora es?
Presintiendo una situación desagradable, dio una respuesta aproximada, a lo cual su jefe —esta vez de nuevo con una flor blanca en el ojal— le preguntó:
—¿Y cuándo empieza el horario de trabajo?
Köves, qué más podía hacer, señaló una hora que ya había pasado hacía más de hora y media.
—¿Dónde has estado? —se oyó la siguiente pregunta del jefe de prensa.
Köves, que en más de una ocasión había salido oficialmente rumbo a una fábrica metalúrgica, pero, de hecho, había robado una brizna de tiempo para sí, para invertirlo en sueño u ocio o para resolver asuntos personales, sin que nadie, menos aún el jefe de prensa, se lo hubiese reprochado, respondió que esa misma mañana debía ir a una de las fábricas metalúrgicas para comprobar unos logros productivos de suma importancia o, para ser preciso, debería haber ido pero se había visto impedido por causas graves, de salud concretamente, puesto que se había despertado con mareos, molestias estomacales y hasta con fiebre.
—¿Y ahora estás mejor? —le preguntó el jefe de prensa. Después de un instante de duda, Köves consideró que si bien no se encontraba en perfecto estado, sí había mejorado respecto a primera hora de la mañana.
—Pues entonces —el jefe de prensa hizo aparecer la mano que escondía a su espalda y que sujetaba un montón de papeles: Köves creyó reconocer, aterrado, sus propios escritos, las innumerables redacciones que había entregado al jefe desde su llegada—, ¡entonces intenta hacer algo útil con esta ensalada! —y arrojó la pila sobre el escritorio de Köves (pues este contaba con mesa propia en el Ministerio), pero, sea porque no calculó el impulso, sea porque soltó el montón deliberadamente antes de tiempo, las hojas, todas sueltas, cayeron, circularon o volaron sin orden ni concierto por la oficina, obligando a Köves a cazarlas, por así decirlo, y a recogerlas una por una.
Entretanto, el jefe de prensa fue a ver a la presidenta de turno del Consejo de Administración, por una importante reunión, como señaló a la secretaria; poco después, el colega primero también comunicó a la secretaria que lo esperaban en una fábrica de locomotoras, por un asunto inaplazable. A todo esto, Köves, que ya llevaba un rato sentado a su mesa, concentrado en el caótico montón de papeles que tenía delante, notó de golpe una sensación nítida y excitante en la nuca: no era un contacto, sino un aliento, cálido, fragante y burbujeante, como cuando se intuye la proximidad de una mujer. Sólo titubeó un momento —no era, de hecho, un titubeo, sino una cautelosa y todavía incrédula toma de conciencia—, levantó luego los brazos sin volverse y consiguió, infalible, el botín de una manita blanda que empezó no ya a besar, sino a morder y desgarrar como una fiera hambrienta una presa aparecida de forma inopinada. Emitía sonidos sollozantes y solitarios que a él mismo le resultaban extraños: por lo visto, el trato incomprensible del jefe de prensa lo había afectado un poco. Y mientras un brazo liviano le rodeaba el cuello por atrás y un peso vivo, cálido, acariciante, se posaba sobre su nuca, Köves sintió literalmente con los pelos cómo se formaban los sonidos en un pecho de mujer y subían más y más, vibrando y cosquilleando:
—¡Pobrecito mío!… —dijo o, más bien, susurró con voz profunda y cargada de afecto la secretaria.
Bastante rato tuvo que transcurrir hasta que, hacia el final de la tarde, Köves pudo coger del brazo a esa criatura que hasta entonces se había ocultado tras un silencioso trajín, a la que había comparado a veces, en sus pensamientos, con una ardilla pequeñita, ágil y delicada y que con un solo acto había superado con creces esta modesta comparación, dejando a Köves largo rato extrañado de su ceguera. No recordó nada más de aquel día, sólo que fue larguísimo, que cada uno trató de eludir, más que buscar, la mirada del otro, como si ya se hubiesen puesto de acuerdo en lo esencial y solamente importase ocupar esas horas yermas hasta que llegase la suya, calmar la impaciencia que, a decir verdad, aumentaba hasta alcanzar grado de dolor, porque apenas nunca permanecieron solos, y cuando ocurrió jamás pudieron disfrutar de la sensación de estarlo. Así pues, cuando por fin pudo cogerla del brazo —ocurrió en una callejuela a la que habían doblado, cada uno por su cuenta, viniendo del Ministerio y por donde siguieron caminando a cierta distancia el uno del otro, como dos extraños, hasta que la mujer miró alrededor, ralentizó los pasos y dejó que Köves la alcanzara—, el sentimiento contenido casi se había enfriado y muerto en ellos, como una extremidad que se ha dormido.
—Tengo una habitación no lejos de aquí —dijo Köves casi malhumorado.
—Entonces vamos a mi casa, que yo tengo un piso —respondió la secretaria, más o menos con la voz que tantas veces había oído hablar por teléfono.
Después de entrar y cerrar la puerta, sin embargo, apenas tuvieron tiempo para despojarse de las ropas; no les dio ni para hacer la cama; se desplomaron sobre la multicolor y raída alfombra, se abalanzaron el uno sobre el otro jadeando y gimiendo, como si llevaran siglos, no, milenios esperando el momento, esperando y aguantando, como si, pisoteados y vapuleados, bajo golpes que sacudían sus cuerpos y sus almas, hubieran abrigado secretamente y hasta astutamente la quizás absurda esperanza de que alguna vez, una sola vez, sus tormentos quedarían relegados al olvido por el disfrute, de que todos sus suplicios devendrían alguna vez en placer, que los haría gemir como la tortura, pues en toda su vida siempre, siempre, sólo habían aprendido a gemir.
En cuanto a aquel día y a la noche que se les vino encima, Köves recordó perfectamente todas las palabras, los estados de ánimo, las caricias y las diversas situaciones, pero no tanto su sucesión y relación.
—¿Qué pasó, de hecho, entre vosotros? —preguntó la joven, pero Köves no sabía si fue en la oficina, en la calle o ya en la cama, porque más tarde sí hicieron la cama, a la que se arrojaron, en la penumbra que se cernía sobre ellos, como al foso de un castillo o a una casamata revestida con cojines, para ponerse a buen recaudo del mundo exterior y resarcirse con sus cuerpos entrelazados y palpitantes de lo sufrido—. ¿Te ha confiado algo, te ha iniciado en sus secretos?
—¿Qué secretos? —preguntó Köves.
—Así suele actuar —dijo la joven—. Primero se sincera contigo y después te asesina.
—A mí sólo me leyó un relato —protestó Köves.
—¿De qué trataba?
—Estupideces. Imposible de explicar —se encogió Köves de hombros.
—Inténtalo —le rogó la joven, y Köves lo intentó. No le resultó fácil, claro, pues no había prestado la suficiente atención en su día y, en consecuencia, ahora no se acordaba. Para diversión de la joven, en la que Köves creyó percibir, no obstante, cierto matiz de impaciencia e incluso de rechazo, sólo pudo describir vivamente, al principio, su propio espanto cuando, la tarde anterior, el jefe de prensa lo invitó a su despacho en un asunto que a él no le pareció sospechoso al principio; pero en vez de sacar, como siempre, la hoja de papel doblada en cuatro, extrajo del cajón de su escritorio toda una pila de papeles. «He escrito un relato», comunicó a Köves con una sonrisa modesta, pero también un tanto desafiante. «Vaya, ¡un relato!», se alegró Köves, aterrado en el fondo. «Quizá —el jefe de prensa corrigió, con expresión reflexiva, sus anteriores palabras— debería definirla más bien como una balada, como una balada en prosa.» A continuación, Köves explicó a la joven cómo el jefe de prensa se había puesto las gafas, que pocas veces utilizaba, había ajustado los puños de la camisa estirando los brazos con energía, había alisado los folios, lanzado una mirada escrutadora a Köves, había carraspeado y se había puesto por fin a leer con voz aceitosa y cargada de sentimiento. Köves, que bastante práctica tenía ya en el papel de oyente atento, se instaló apoyando el codo en el brazo de su silla, colocando la palma de la mano bajo el mentón y los dedos de tal manera que le tapasen la boca, ocultando así inoportunos bostezos, y se dedicó sobre todo a calcular el número de hojas que yacían ante el jefe de prensa, al tiempo que pensaba angustiado en la promesa hecha a Sziklai de encontrarse esa noche más temprano en el Mares del Sur. Por tanto, no pudo registrar ni el título del relato ni las primeras líneas y sólo recordaba que la época de la historia era toda una nebulosa, el escenario del todo imposible y el lenguaje anticuado y retorcido y, a juicio de Köves, plagado de errores. En resumidas cuentas, trataba de que el jefe de prensa, no, no el jefe de prensa, sino el protagonista de la historia, un tal «caminante», trató de rememorar Köves, erraba por un desierto, iba a parar de golpe a una torre (Köves pidió a la secretaria que no le preguntara por qué precisamente a esa torre ni qué tipo de torre, porque nunca se llegó a saber) y divisaba allí a una mujer maravillosa (sí, el canto de la mujer lo había atraído hasta la torre, recordó Köves), la cual bajó entonces y lo introdujo en el jardín, aunque, claro está, se desconocía la existencia de un jardín en las inmediaciones hasta ese momento. Vino a continuación la prolija y hasta exuberante descripción del jardín, explicó Köves, del césped con sus frondosos arbustos, de los pequeños y espejeantes estanques, de las flores de profundo carmesí y carnoso cáliz que absorbían sedientas las gotas temblorosas del rocío, así como de alguna fuente que osadamente lanzaba sus chorros a lo alto. Ahora bien, continuó, mientras la mujer lo conducía por los senderos, el jefe de prensa o caminante (al que Köves sólo podía imaginar como jefe de prensa, un hombre bajito, vestido cuidadosamente, que en el decorado de aquel jardín aparecía, sin embargo, con un disfraz silvestre) se percató de que su guía llevaba gruesas cadenas en las muñecas y los tobillos. Mencionó a la mujer esta observación y prometió quitárselas y liberarla, pero ella, de forma extraña y concisa, se limitó a contestarle: «Me gustan las cadenas.» Se sentaron al pie de una planta meridional (Köves no recordaba, por desgracia, su bello y sonoro nombre, tal vez fuese una magnolia, tal vez un eucalipto), salió la luna, y el jefe de prensa comprobó bajo su luz que tanto los hombros como los senos de la mujer (no se sabía por qué, pero el hecho era que la señora había perdido la ropa en el ínterin) estaban desfigurados por las huellas de cardenales, cicatrices y latigazos. «¿Te gusta el látigo?», preguntó el jefe de prensa a la mujer, la cual, sin embargo, calló y se limitó a lanzarle una enigmática mirada con sus ojos negros y profundos, «parecidos al agua de fuentes nocturnas», citó Köves. El jefe de prensa abrigaba malos presentimientos; pero ya se había despertado en él la compasión, dicho sea con una palabra blanda y poco precisa, y había apartado las consideraciones de carácter más sensato; así pues, empezó a besar a la mujer, que se levantó de misteriosa manera, cogió al jefe de prensa de la mano y lo condujo de vuelta al pie de la torre, donde se entregó a la pasión sobre el prado iluminado por la luna. Vinieron luego algunos detalles… Köves tuvo la impresión de que el jefe de prensa o, mejor dicho, el caminante, quedó más bien decepcionado y no consiguió la anhelada satisfacción, como si le supiera a poco la entrega de la mujer: no tardó en proyectarse una luz sombría tanto sobre esta circunstancia como sobre los malos presentimientos. Se oyó un grito espeluznante, y en la puerta de la torre apareció un hombre moreno y robusto, con un látigo provisto de nudos y hecho de varias tiras: el amo de la casa y de la mujer, que probablemente había presenciado la escena desde arriba, desde una de las ventanas de la torre, concretamente. A continuación vinieron amargas imágenes de traición, de crueldad y de placer, advirtió Köves a la joven, bromeando, claro, y exagerando su preocupación. El señor de la casa azuzó a «perros y criados» contra el jefe de prensa. La mujer suplicaba piedad, primero para los dos, luego, cuando el hombre la amenazó con el látigo, sólo para ella, a lo cual el hombre la alzó y la acercó a su pecho. El jefe de prensa, luchando con «perros y criados», captó entonces la mirada de la mujer, en la que observó compasión, así como un «placer furtivo». En ese momento lo abandonaron las fuerzas, y se entregó a los «perros y criados». Murió… Eso al menos creyeron el hombre y la mujer. Pero él veía y oía. Veía la sonrisa de la mujer, el gesto de su mano, la veía acariciar los músculos de los brazos y del pecho del hombre y hasta el látigo, oía su voz elogiar la fuerza del caballero, y veía también a este, que contemplaba con lúgubre placer el cadáver del jefe de prensa y a su mujer viva. La mujer respondía excitada a las miradas del hombre. La oscura pareja se tumbó en el suelo y trató de hacer el amor sobre el césped que centelleaba por la luna plateada, justo al lado de los restos mortales del jefe de prensa. El hombre, sin embargo, se esforzaba en vano; y en vano intentaba la mujer aplicarle todos los trucos y secretos del amor que acababa de aprender de él, del jefe de prensa. Se levantaron finalmente del césped y allí se quedaron, avergonzados y abatidos, con lágrimas en los ojos. «¿Esta vez tampoco…?», preguntó en voz baja la mujer. «Esta vez tampoco», respondió el hombre agachando la cabeza. En su excitación y desaliento, trató de volver a asir el látigo, pero la mujer se lo arrancó con un solo gesto. Se quitó las cadenas y encadenó al hombre. Incluso le insertó una cadenita por la nariz, los labios y las orejas. El hombre obedeció sin decir palabra, como un derrotado. Acto seguido, ella cogió la cadena y condujo al hombre al interior de la casa. El jefe de prensa, que yacía muerto, oyó ruido de cadenas procedente de arriba, de la ventana del hombre… Por lo visto, había sido atado a la pared.
En este punto, Köves, que ya llevaba rato arrastrando las palabras, calló de golpe y hasta pareció adormilarse por un momento, ya que lo despertó la voz insistente de la joven:
—¿Y…?
Köves respondió que, en lo fundamental, la historia había llegado a su fin. El hombre fue encadenado, la mujer volvió a subir a la torre, y el jefe de prensa, a escuchar su canto. Vaya, esta mujer no duerme nunca, pensó aterrado, acelerando el paso… Porque entretanto había conseguido recuperarse, quién sabe cómo, despistar a «perros y criados» y huir. Con sus «heridas desgarradas» volvía a vagar allá fuera, en el desierto, pero por fin en libertad.
—¡En libertad! —el grito agudo e inesperado de la secretaria espabiló a Köves, que casi se asustó—. ¡El desgraciado!… ¡Nunca se liberará! —añadió con tono de amargura.
Köves, a punto de perder de nuevo la conciencia, pues sus sentidos extenuados, que lo cosquilleaban satisfechos, le pedían una pausa, sueño, un sueño profundo, pesado, como si estuviese borracho, por de pronto no sabía siquiera si la luz de la ventana era la de la tarde que se extinguía o la de la mañana que se encendía. Le pesaba la lengua pero inquirió:
—¿Quién?… ¿De qué?
—¿Realmente no sabes nada? —preguntó la secretaria; en efecto, daba la impresión de que Köves no sabía nada, nada de nada—. ¡De la presidenta de turno del Consejo de Administración!… ¡De esa puta!… —la voz de la secretaria aulló como una alarma en plena noche. Köves percibió el contacto cálido y húmedo de su rostro en los dedos… Por lo visto, había apoyado la frente en la mano de Köves en la oscuridad, mientras le lagrimeaban los ojos, pero enseguida la levantó con un gesto vehemente, como si quisiese arrojar lejos el tormento que recorría su interior. Sacudió la cabeza, y el pelo sedoso y fragante rozó también el hombro de Köves.
—Llevas tiempo trabajando en el Ministerio —dijo, todavía con la voz apagada, como si tragase lágrimas—, pero te mueves entre nosotros como un extraño. Lo dijo esta mañana el jefe, y yo también lo digo.
—No puedo remediarlo —murmuró Köves. Y como si el inminente sueño u otra forma de inconsciencia le soltara la lengua, añadió relajado, con alegre determinación—: No me interesáis.
—Ya lo creo. No tenemos nada interesante —oyó la voz suave y amargada de la joven.
Si bien ella permaneció rígida y sin decir palabra a su lado —dio la impresión de llevar tiempo sin hablar—, Köves, aunque no volvió del todo en sí, no se durmió. En cambio, siguiendo un impulso inconsciente, se movió y estiró el brazo como si buscara algo, hasta que la piel de la mujer, al principio reacia, pero luego cada vez más dócil, se acomodó a la palma de su mano. Y como si el calor de los dedos que la acariciaban le soltara también la voz en la garganta, la joven empezó a hablar en voz baja:
—La presidenta de turno del Consejo de Administración… ¿Crees que es un cargo pasajero, que dura hasta que le toca al siguiente? Es lo que uno creería basándose en su título, ¿no?
—Pues sí —dijo Köves, y asintió con la cabeza, probablemente en vano, ya que la joven difícilmente podía verlo en la oscuridad.
—¡Pues no! —exclamó ella refutando con tono triunfante y a la vez amargo la afirmación de Köves—. ¡Ni hablar! Ella es la presidenta de turno permanente del Consejo de Administración. Da la casualidad que siempre le toca a ella, a ella, a ella y a nadie más. Es así desde hace años y así será durante muchos más… ¿Quién se atreve a enfrentarse a su marido?
—¿Por qué? ¿Quién es? —preguntó Köves, más por la pausa, que exigía una prueba de su voz y su presencia, que por verdadera curiosidad.
—El secretario del ministro —respondió la joven con la amargura de siempre, que, sin embargo, guardaba un matiz triunfante por la alegría de estar informada.
—¿Conque hay un ministro? —se extrañó Köves, provocando ya el enfado de la joven:
—En serio, no puedes preguntar eso —dijo—. Vamos, su retrato cuelga en todos los despachos, incluso en el nuestro y, para colmo, justo encima de tu cabeza.
Köves recordaba desde luego esas fotografías, aunque, por otra parte, las había visto tantas veces que sólo se acordaba de manera un tanto difusa de la cara, como suele ocurrir con las personas que uno ve una y otra vez, fugazmente, a determinadas horas y en determinados lugares, pero que al final sólo le recuerdan aquellas horas y aquellos lugares. Le dio la sensación de que la joven había malinterpretado su pregunta, pero él mismo olvidó quizá qué dudas pretendía expresar realmente, de suerte que se limitó a decir, para guardar las apariencias:
—Eso no prueba su existencia.
—Vaya —se burló la joven—, o sea, que eres un incrédulo y necesitas pruebas. Te sientes un estúpido si no sospechas, y a lo mejor te enorgulleces incluso de tu mala fe. Eso sí, no tienes ni la menor idea de la realidad, ¡ni la menor idea de nada!
Köves calló, pues, como alguien a quien le han leído la cartilla, y escuchó sin decir ni pío la voz fluida de la joven, las palabras que empezaron a manar con el rumor al mismo tiempo refrescante y agotador de una lluvia tibia.
El ministro… ¡y tanto que existía! ¡Y tanto que era real! Y más real aún era su poder, el poder en general. Era una maraña de hilos que lo abrazaba todo y arrastraba a todos. Quizás existían aquellos a los que no alcanzaba y que hasta ni lo veían: Köves, por ejemplo, era uno de los pocos que no tenían ni idea de él. Y no por corto; ella, la secretaria, lo había observado durante un tiempo y había llegado a la conclusión de que no era corto. Pero ¿qué quería Köves entonces?, se preguntó la secretaria, y acabó confesando que no lo sabía. Quedaba por ver, claro, si, a la larga, era posible vivir fuera del círculo. No cabía la menor duda de que Köves no llegaría lejos, pero al menos podía preservar quizá la independencia de su alma. En ese momento, la secretaria, después de tantear un poco en la oscuridad, apoyó los dedos sobre los labios de Köves, como si hubiera deducido de su aliento que se disponía a interponer una protesta por las cáusticas palabras. Cierto era, continuó la joven, que la independencia tenía su atractivo, no cabía la menor duda… ¿Se necesitaban más pruebas que el hecho de que Köves se hallara ahora en su cama? Desde luego que no. Köves probablemente no tenía ni la menor idea de lo vulnerable que era, de lo desprotegido y entregado que estaba. Esa misma mañana, cuando lo alcanzó «la humillación», que tarde o temprano había de producirse, pues todo el mundo lo sabía, todo el mundo lo esperaba, salvo Köves, claro, esa mañana, cuando ocurrió por fin, ella, la secretaria, sintió un dolor, sí, un dolor físico en el sentido estricto de la palabra, un malestar y, aunque pareciese extraño, el malestar le aclaró su opinión respecto a Köves.
—¿Qué opinión? —preguntó Köves en tono de burla, como si protestara de antemano no ya contra el juicio de la joven, sino contra el hecho mismo de que pensara sobre él. La joven respondió después de una breve pausa, como si hubiera esperado que el tono hostil de Köves se extinguiera por doquier, hasta en los rincones más lejanos de la habitación.
—De que eres inocente —dijo.
—¿Cómo? —contestó Köves en el acto—. ¿Crees que quien no tiene culpa ya es inocente?
—No, no —respondió la joven—, bastante culpable es ya tu forma de vivir. Tu inocencia es la del niño, es ignorancia.
Köves calló entonces, como si buscara argumentos para contraatacar, pero tardó mucho, lo cual en sí puso ya en entredicho su refutación. De hecho, prosiguió la joven, Köves ni siquiera había tomado conciencia… la joven titubeó un momento en este punto, como si buscara la expresión idónea para hacerlo entrar en razón… ni siquiera había tomado conciencia de que su situación era la más inestable, la más frágil en el departamento, de que era la única persona prescindible. El jefe de prensa, por ejemplo, empezó a enumerar la joven… imprescindible: no sólo por ser jefe, sino por escribir los discursos del ministro… A ella no le extrañaría, dijo, que Köves no supiera ni esto. No lo sabía, claro, soltó triunfante la joven. Tal vez ni siquiera había oído hablar al ministro, ni siquiera sabía que el ministro pronunciaba discursos de vez en cuando. De hecho, el secretario del ministro debía escribir sus discursos, pero este prefería recurrir a los servicios del jefe de prensa. Aunque no se mencionara nunca, el departamento de prensa sólo se mantenía con este fin… También había trabajo de prensa, claro, pero de él se encargaba el colega primero. Por tanto, este también era imprescindible porque, confesémoslo, dijo, Köves apenas había contribuido a volverlo prescindible. En cuanto a ella, la secretaria… Las secretarias se precisaban en todos los departamentos, pero esto se refería a la imprescindibilidad del puesto, no de la persona. Y a ella no le cabía la menor duda de que algunos «se habrían liberado encantados» de ella, aunque no era el momento de hurgar en las causas…, si no hubiera sido precisamente ella la que, de hecho, escribía los discursos del ministro. Sabía perfectamente, dijo, que Köves estaba poniendo cara de duda al abrigo de la oscuridad, pero debía creerle, no se necesitaba ninguna brujería para fabricar los discursos del ministro, ya que siempre se basaban en el mismo esquema —que, claro, había que conocer, no todos eran capaces de entenderlo—, y la cosa funcionaba más o menos como cuando uno debía rellenar un impreso. Claro, el discurso no acababa allí, la secretaria se limitaba a preparar la «versión base» o «reunir, sistematizar y esbozar el material»; a continuación la entregaba al jefe de prensa, el cual hacía sus observaciones. Fundamentándose en estas, la secretaria volvía a redactar el trabajo y volvía a entregarlo al jefe de prensa, el cual introducía a mano las correcciones que todavía juzgaba necesarias y lo pasaba todo al secretario del ministro. El secretario lo estudiaba, hacía asimismo sus observaciones, lo devolvía al jefe de prensa, el cual lo devolvía a su vez al secretario, el cual lo pasaba ya al ministro, que también hacía sus observaciones, lo devolvía al secretario, este lo pasaba al jefe de prensa, el jefe de prensa quizás a ella, la secretaria, desde donde todo se ponía en marcha de nuevo, hacia arriba, punto en el que tal vez se quedaba atascado por un período más o menos largo, oscilando entre secretario y jefe de prensa como una brújula temblona, hasta que volvía a llegar a manos del ministro y entonces podía ocurrir que regresara abajo y después otra vez arriba… La joven se rió con voz profunda y ronca: por lo visto, nunca se había atrevido a contemplar la operación desde este ángulo, como hacía ahora al abrigo de la oscuridad: como una carrera sin sentido, ridícula, arriba y abajo por la escalera de la vía administrativa, que a la luz diurna del día siguiente, sin embargo, volvería a ver con los colores de lo serio e inapelable, porque así debía ser, porque así quería verlo, igual que al levantarse de la cama revuelta por el amor se pondría un vestido y otra cara, el blindaje invulnerable de la secretaria. Su cuerpo desnudo tocó entonces el de Köves, como si esa conciencia básica hubiera despertado en ella el ansia sensual, que había de saciar rápido, rápido, con jadeante aliento. En una palabra —continuó luego—, ellos tres resolvían por completo el trabajo del departamento, y Köves sólo había sido contratado para devolver precipitadamente un favor a alguien, al cuerpo de bomberos, si mal no recordaba la secretaria.
—Sí, al cuerpo de bomberos —confirmó Köves.
—Así y todo, no has hecho nada para fortalecer tu posición —le reprochó la joven.
—¿Qué debería haber hecho? —preguntó Köves, como si de pronto despertara en él cierto interés por sus propios asuntos. Ocurría demasiado tarde, por supuesto, o sea, no tanto por un afán de actuar, sino más bien por la curiosidad perezosa de la resignación.
—¡Andar con los ojos bien abiertos, manejarse en los entresijos del poder! —le informó la joven.
—Vaya —murmuró Köves, con la sensación de que esa tarea lo ponía de mal humor incluso a posteriori, cuando ya no podía resolverla—. ¿Y qué habría ganado? —inquirió de todos modos. Por ejemplo, respondió la joven, Köves habría entendido el relato del jefe de prensa. Se habría enterado de lo que todo el mundo sabía: que entre el secretario y el jefe de prensa se libraba una lucha por el poder. Habría sabido, además, quién era el instrumento de esta lucha. Le habría gustado saber si Köves al menos estaba al tanto de esto… claro que no estaba al tanto. Pues bien, era la honorable presidenta de turno del Consejo de Administración y al mismo tiempo la puta casada con el secretario del ministro, sí, ella… A través de ella se tenían agarrados los dos, por el cuerpo de ella chocaban el uno contra el otro, en el sentido estricto de la palabra. Sí, en apariencia, la situación del secretario era incomparablemente más favorable, por ser tanto el marido de la mujer como el secretario del ministro, capaz de aplastar, de pulverizar al jefe de prensa… Por otra parte, los tres sabían perfectamente que, precisamente porque podía aplastarlo y pulverizarlo, no podía hacerlo. Ella, la secretaria, se imaginaba la cara de Köves en la oscuridad: una cara de ignorante, de no entender nada, pues su mente operaba de otra manera… Ella no lo decía con desprecio, sino todo lo contrario, con reconocimiento y en cierto sentido hasta con admiración por la forma de pensar de Köves. Pero las cosas no cambian, el poder es así, funciona así, si no se ejerce, no es poder. Oh, qué sabía Köves de todo esto… nada, menos que nada. Un buen día, por ejemplo, el jefe de prensa recibe de la mujer una carta de despedida gélida, implacable, que arrastra por el fango de manera despiadada todos los sentimientos que se confesaron en su día. El jefe de prensa no entiende lo sucedido, se pasea durante días con aspecto cadavérico por las oficinas, incapaz de ocultar el dolor, con el rostro desfigurado por el sufrimiento y la humillación, intenta llamar por teléfono o hacer llegar un mensaje a la mujer, pero no la encuentra, le dicen que se ha ausentado, y ella, aduciendo una enfermedad, se pasa días sin poner el pie en el Ministerio. Hasta que, al cabo de una semana más o menos, llega una llamada o una carta. En ella, la mujer le comunica, por ejemplo, que las palabras de la anterior misiva le fueron dictadas por su marido, el cual se dio cuenta de algo, se topó con algún papel traicionero o se enteró de algún rumor. Y la mujer, sometida a una coacción espantosa, escribió lo que le dictaban con el único fin de alejar las amenazas momentáneas, pero sufrió tormentos indecibles con cada palabra que ponía sobre la hoja. Claro, pero resulta que entretanto el jefe de prensa también estaba sometido a su particular suplicio: aunque no era el primer caso (¡oh no, ni el segundo!), se creyó al pie de la letra el contenido de la carta, se figuraba haber sido traicionado y abandonado, veía que se habían conjurado contra su persona y que la furia vengadora del secretario podía caer sobre él en cualquier momento; se los imaginaba en la cama de matrimonio, extrayendo de su existencia, por así decirlo, nuevos alicientes para su alicaído amor y quizá vomitando injurias sobre su nombre en el momento culminante del placer; sí (aunque no resultaba muy creíble, podía encontrar ejemplos para ello), hasta jugaba con la idea de que lo asesinaban, imaginaba con verdadera voluptuosidad la escena en que el secretario regresaba a casa con la mano manchada de sangre, confesaba el crimen a su mujer y ella se limitaba a decir: «Gracias». Sí, tales escenas se figuraba el hombre, de tal modo que a ella, la secretaria, le dolía verlo, presenciar su suplicio, su tortura. Qué desamparado parecía a veces, qué necesitado de protección, de tal modo que una no sabía qué hacer, cómo consolarlo, cómo enderezarlo cuando… cuando, de hecho, sólo era una cuestión de poder, el teatro del poder y nada más. Así funciona, estas son sus leyes, este es su aspecto cuando se ejerce; y ella, la secretaria, sentía una enorme curiosidad por saber si el jefe de prensa amaba a la esposa del secretario del ministro tal como él imaginaba o (como había concluido ella, la secretaria, después de muchos quebraderos de cabeza y noches de insomnio) si sólo amaba la presa, personificada en aquella mujer. ¿Qué le valdría aquella mujer si no se la birlara al secretario del ministro? ¿Y qué le valdría al secretario su esposa si no abrigara una continua sospecha, si no la pillara a veces in fraganti, si no pudiese ordenarle que se pusiera a sus pies como un perro gimoteante y propinar de paso una buena patada al jefe de prensa? ¿Y qué significaría todo ello a la mujer si no sintiera que tenía a los dos hombres en su poder? Así pues, estaban los tres tan imbricados que no sabían quién mandaba a quién, ni quién estaba arriba y quién abajo, ni por qué hacían todo esto; pero lo hacían, pues ya lo habían empezado y no sabían cómo dejarlo…
Así estaban, pues, las cosas, y desde luego lo pagaba caro aquel que las desconocía, que se creía inocentemente las apariencias, las palabras del jefe de prensa… o, como Köves, aquel relato.
—Seguramente manifestaste tu opinión sobre la narración —preguntó o, más bien, afirmó la joven.
Claro, respondió Köves, era lo que esperaba de él el jefe de prensa, para eso se la había leído.
—¿Y qué le dijiste? —quiso saber la joven. Köves, que al parecer no lo recordaba mucho, respondió que banalidades, básicamente palabras huecas, los elogios de siempre, interesante, original y cosas por el estilo.
—¿Nada más? —preguntó, incrédula, la joven.
—Pues sí —Köves parecía recobrar la memoria—, le dije que la consideraba una historia simbólica en la que, sin embargo, se traslucía la vivencia personal.
—Ya ves —la voz de la joven era la expresión misma del triunfo lleno ya de suavidad y consuelo—. Debió de creer que conocías su secreto y que se hallaba definitivamente en tus manos —la joven hablaba casi con cariño, y su mano encontró el rostro de Köves en la oscuridad y empezó a acariciarlo como a un niño—. Sí, sí, la ignorancia —le reprochó.
—Pues sí —dijo Köves—, por lo visto, no me interesa tanto como a ti.
La mano se detuvo sobre su rostro y se retiró, como si, con este comentario, Köves se hubiese alejado de sus preocupaciones conjuntas, de su dependencia conjunta, como si se hubiese apartado del camino y hubiese lastimado así a la joven.
—¿Qué sabes de él? —continuó él, con una voz que denotaba no ya asombro, sino admiración—. Lo conoces como quien conoce a su torturador —añadió.
—¿Mi torturador? ¡¿Qué dices?! ¡¿Cómo osas?! —exclamó la joven, indignada, casi ofendida: sólo la verdad podía ofender así—. ¿Y si fuese cierto? —preguntó al cabo de un rato, con un tono relajado, de familiaridad, casi de desdén, un resto, al parecer, de las horas imborrables de su intimidad—. ¿Qué quieres? ¿Que me resigne? ¿Que acepte que me atropellen, que me pisoteen?
Todo ello ocurrió ya por la mañana, cuando la luz que irrumpía parecía restablecer también el orden, y separarlos y ponerlos a cada cual en su sitio, lejos el uno del otro; y se miraron con extrañeza y hasta con hostilidad, como si la luz sobria del día destruyera su empresa abocada de entrada al fracaso. Así al menos lo percibió Köves, todavía aturdido por el repentino despertar y la precipitación del vestirse, mientras la joven se hallaba ante él, impecablemente vestida y envuelta en fresca fragancia. Parecía fría y radiante como una espada desenvainada, se le pasó a Köves por su dolorida cabeza, y lo exhortaba a darse prisa y a marcharse cuanto antes para evitar llegar juntos al Ministerio.
—Eres terriblemente ambiciosa —dijo o, más bien, se quejó Köves mientras aún buscaba una última prenda, el abrigo quizás o la corbata—. La ambición te consume. ¿Qué quieres en realidad? —preguntó, impulsado no tanto por la curiosidad sino más bien por el deseo de llenar con sonidos los embarazosos minutos que dedicaba a vestirse.
Pero la joven no lo entendió bien, por lo visto, pues le respondió con acaloramiento, con pasión, con la familiaridad y el desdén de antes:
—A él —dijo— quiero recuperar —y en seguida volvió la espalda a Köves, que vio cómo se le estremecían los hombros y oyó, a continuación, una voz que prorrumpía en llanto y se apagaba de inmediato. Pero cuando quiso acercarse—: ¡No me toques! —gritó la joven y—: ¡Vete, vete ya! —añadió de repente con una rabia que Köves creyó no merecer, pues no la había lastimado y, si lo había hecho, había sido sin querer—. ¡No creas que entraré contigo del brazo en el Ministerio, donde te espera tu despido!
—¿Mi despido? —preguntó Köves perplejo, no tanto por la afirmación en sí, sino por lo inesperado: sólo lo asombraron, de hecho, el escenario, el momento, la circunstancia—. ¿Cómo lo sabes? —continuó al cabo de un instante, pues no tenía ni la más mínima intención de marcharse.
—Lo escribí a máquina ayer por la mañana —respondió la secretaria volviéndose hacia Köves, con voz suave y tímida expresión de simpatía en la cara.
Poco después, Köves se hallaba en una escalera extraña y acto seguido en la calle, donde se quedó unos instantes pensando en la dirección que debía tomar.