Interludio matutino
Una mañana, después de que Köves cerrara la puerta de su vivienda a toda prisa —aún amanecía, de hecho, pero como trabajaba en una fábrica metalúrgica que se hallaba bastante lejos, debería haberse marchado de casa más temprano—, un alboroto desacostumbrado lo frenó en la normalmente silenciosa escalera del edificio. Ruidos agudos, parecidos a explosiones, hicieron temblar y resonar las paredes: eran los inofensivos ladridos de un perro, convertidos en insoportable estruendo por el eco en el interior del edificio. Y de repente apareció en el descansillo, encima de Köves, una cara de mofletes colorados enmarcada por un pelo blanco. El primer sentimiento de Köves fue de mezquino fastidio, consecuencia, a buen seguro, de su continuo ajetreo, que lo volvía ciego a su entorno y lo obligaba a ver un obstáculo en cualquier casualidad, por nimia que fuese: al final, pensó, tendría que gastar su escaso tiempo en inútiles cortesías. Aun así, se sonrió al ver el aspecto del anciano: aunque la promesa de un sol de justicia se había infiltrado ya en el edificio todavía cerrado a cal y canto, llevaba pesadas botas, calcetines gruesos de lana, pantalones que le llegaban hasta las rodillas y anorak; sobre los hombros cargaba una enorme mochila, en una mano tenía una maleta pesada y con la otra sujetaba a su perro contra el pecho. Al ver a Köves, el téckel en seguida se puso a ladrar, y su cola, dinámico portavoz de alegrías caninas, tamborileaba sobre el anorak como un chaparrón. Köves dio un paso adelante, con un fugaz saludo en la punta de la lengua: en ese momento, dos hombres le llamaron la atención. Aparecieron tras el viejo con sendas maletas, que sin duda no eran suyas, sino del anciano, maletas grandes desde cuyos costados las descoloridas pegatinas abigarradas saltaron a la vista de Köves, que reconoció en una de ellas el mar espumoso y la terraza de un hotel en la playa, con sus características sombrillas. Evidentemente, le ayudaban, formaban un grupo, Köves podría haberlos tomado por los mozos del anciano, si no hubiera divisado sus uniformes y pistoleras.
Ya era tarde para bajar raudo las escaleras, haciendo como si no hubiese visto nada o sacudiendo la cabeza en señal de desaprobación, si a pesar de todo hubiese pretendido manifestar sus sentimientos. Tampoco podía volver a su vivienda; la idea le vino a la mente por un instante, pero la descartó por considerarla fuera de lugar… con las prisas, no se le ocurrió mejor expresión. Además, el efecto paralizante de la sorpresa también contribuyó a que permaneciese inmóvil allí donde estaba.
El anciano dio en un principio la impresión de querer pasar por su lado sin decir palabra: desde luego habría sido la mejor solución, ya que Köves, después de perder un tiempo mínimo, habría salido corriendo tras ellos y franqueado la puerta con ciega precipitación, por así decirlo, para llegar cuanto antes al tranvía. Sin embargo, se detuvo, en parte para explicarse, en parte quizá para justificarse —aunque esto tal vez sólo a Köves le pareció así—. Sea como fuere, quiso poner a su vecino por testigo de su caso, de modo que dijo con su voz hueca, que en esta ocasión pareció menos sonora de lo habitual:
—Así estamos, señor Köves.
Köves, a punto de preguntar algo —aunque no sabía qué, claro, pues no había cabida allí para preguntas, a lo sumo podría haber deseado suerte al anciano si no hubiera sonado a disparate antes incluso de que pronunciara su deseo—, vio, no obstante, que uno de los aduaneros rompía el silencio. No registró con precisión sus palabras, pero venía a decir, básicamente, que el viejo «no se estuviera allí» sino que «circulase». Hasta llegó a levantar la mano, asustando seriamente a Köves: la posibilidad de convertirse en testigo impotente de un acto violento superaba sus fuerzas: esa fue al menos su sensación en aquel instante.
Sin embargo, no ocurrió nada, y el anciano, como si tomara conciencia de la fuerza inherente a la indefensión, continuó sin dejarse perturbar:
—Por fortuna me han dejado llevarme a mi perro —y esbozó una sonrisa amarga, como quien ya sólo recibe este favor de la vida y debe dar, además, las gracias. El perro, que pareció percibir que se hablaba de él, empezó a zangolotearse en el brazo de su dueño y a ladrar hacia el suelo, deseoso de acercarse a los pies de Köves. Los aduaneros se impacientaron, quizá por temor a que el alboroto sacase a la gente de sus viviendas; por otra parte, no parecía muy reglamentario que llevaran las maletas del anciano como criados. Posiblemente, se vieron obligados a llevarlas por la premura: quién sabe qué noche habían pasado, qué trabajos cargaban ya sobre sus espaldas y quién les metía prisa. El segundo aduanero, irritado más que nada por la inactividad a que lo obligaba la presencia del vecino, comunicó a gritos al anciano que tenía prohibido hablar. Para poner énfasis en las palabras de su compañero, el primero se volvió, a su vez, hacia Köves:
—¿Usted quién es? —y Köves se estremeció un poco: de repente empezó a rondarlo la sensación difusa de que su imprudencia podía meterlo en un buen lío, si bien no sabía qué imprudencia había cometido aparte del hecho de estar allí.
Y como si la rabia por la intimidación hubiera vencido hasta el miedo, espetó al aduanero, sin saber si atacaba o si se defendía o si simplemente decía la verdad:
—¿Quién quiere que sea? ¡Nadie! —A punto estaba de añadir que acababa de salir de su casa por un mero azar, pero, aunque respondía plenamente a la verdad, se le antojó, quién sabe por qué, una traición al anciano: era como decir que él, Köves, no tenía nada que ver con el asunto, lo cual era desde luego rigurosamente cierto.
Por tanto, dijo lo siguiente:
—Me llamo Köves —y agregó con un tonillo de reproche—: Trabajador —aunque ni él sabía quizá qué implicaba el reproche ni a quién iba dirigido. Así pues, probablemente nadie tomó nota de él.
Se quedó varios minutos en la escalera, titubeando y tanteándose los bolsillos como si buscara algo que no atinaba a encontrar, los cigarrillos tal vez, aunque últimamente no fumaba. A todo esto, una serie de ruidos apenas audibles empezó a poblar la escalera a su alrededor. Köves creyó percibir un ligero crujido de llaves que giraban en las cerraduras, un tintineo de ventanas que se cerraban con cautela, hasta que escuchó, procedentes de la calle, los golpes sordos de las maletas que eran arrojadas sobre una superficie de carga; a continuación, se oyó el estruendo del motor de un camión que arrancaba, y Köves pudo bajar corriendo las escaleras y salir por la puerta del edificio, con sigilo, eso sí, para que no lo viera el conserje y no creyera que había visto algo.
Accidente. Amiga
Esa mañana, Köves fue solo desde la parada del tranvía a la fábrica metalúrgica, por una calle ya despoblada. En la puerta, el portero jefe le preguntó a quién buscaba, como si no lo conociera: bien podía ser cierto, ya que en la fábrica trabajaban muchos. Köves, probablemente con la absurda esperanza de entrar sin llamar la atención, se limitó a responder:
—Obrero del taller de máquinas —mostrando de lejos el pase provisto de fotografía que había recibido no hacía mucho.
—Conque llega tarde —determinó el portero jefe, cerrando el paso a Köves y retirándole el documento con el fin de apuntar los datos que luego introduciría en la notificación de su retraso. Köves, sabedor de que los retrasos eran tratados allí con mayor severidad incluso que el propio trabajo (como si dedujeran de ellos alguna disposición general o, más bien, la ausencia de disposición) trató de argumentar, aunque con escaso convencimiento:
—Pero no mucho.
—Tres minutos —dijo el portero, obligado a mirar el reloj. Entró luego en su cabina acristalada y se sentó a la mesa. Köves, que se había quedado en el umbral, apoyado en la jamba como si ya sintiera cansancio, un cansancio plúmbeo que pesaba sobre su cuerpo cuando ni siquiera había empezado el día, señaló más por su estado de turbación que por la esperanza de persuadir al portero jefe:
—La culpa no es mía —pero en seguida se arrepintió, puesto que a la pregunta del portero:
—¿De quién entonces? —apenas pudo dar una respuesta que despejara las dudas. Lo cierto es que, en aquel momento, Köves simplemente no sabía a quién responsabilizar de su retraso: básicamente a él mismo quizá, ya que, desde el punto de vista del portero, la obligación de Köves habría consistido en apartar a empujones a cuantos le obstaculizaban el camino, abrirse paso entre ellos, sea con cortesía, sea de forma implacable, pero en todo caso remitiéndose a la puntualidad que de él se esperaba, dejarlos allí plantados y dirigirse a la fábrica. Mirándolo bien, el portero jefe difícilmente habría podido aprobar los confusos sentimientos que lo retuvieron en la escalera. Aún más gravedad revestía la circunstancia de que Köves abrigara la sensación de no poder exponer sus argumentos, de ser incapaz de explicar lo ocurrido aquella mañana, cuando menos tal y como habían transcurrido los hechos. Allí, junto a la mesa del portero, donde todo lo obligaba a lo racional y esencial, Köves consideró simplemente inenarrable la historia. Si la hubiera contado, confundiéndose con toda probabilidad, se habría visto forzado a recurrir a respuestas evasivas y a poner de manifiesto sus sentimientos. Estos se le presentaban ahora como si no los sintiera; como una panda maligna, lo rondaban con el único fin de culpabilizarlo cuando, a decir verdad, Köves no era culpable de nada salvo de haber llegado tarde. Así pues, prefirió decir lo siguiente:
—Me metí en un atasco.
Por fortuna, el portero no se percató de su turbación. Ya había intuido la respuesta a buen seguro —se suponía que había oído ya esta clase de excusas—, de modo que concluyó la redacción del informe y se levantó de la mesa:
—Siempre hay que estar preparado para eso. La próxima vez, salga de casa media hora antes —recomendó a Köves y le devolvió su documento.
Poco después, Köves estaba ante la mordaza de tornillo, tratando de enderezar, limando, la superficie superior de una pieza de hierro. El limado era, por lo visto, la música de acompañamiento más importante del taller mecánico. Köves había sido contratado como mecánico en la fábrica metalúrgica, aunque no era mecánico ni quería serlo. Tenía sus propias ideas respecto al hecho de ser obrero, hasta que se encontró con la realidad. En su imaginación, veía una sala grande y limpia, y se veía a sí mismo con una bata blanca junto a una de las mesas dispuestas en hileras y perfectamente iluminadas; se veía rodeado de diminutas herramientas y minúsculas máquinas de precisión, fabricando con la ayuda de una lupa —inspirada quizás en el «Señor de las Bombas» al que tantas veces había visto en el Mares del Sur— un mecanismo microscópico que luego se movería, zumbaría, giraría o haría tictac. No tardó en descubrir, sin embargo, que anhelaba en vano tal tipo de trabajo, que la ciudad contaba sobre todo con fábricas metalúrgicas y que estas fábricas consumían las fuerzas, de modo que no cesaban de contratar a gente; así pues, en la oficina de empleo recomendaron a Köves el oficio de mecánico-cerrajero. Köves dudó. Por qué mecánico-cerrajero, por qué no simplemente cerrajero, alguien dedicado, según su idea, a la fabricación de candados, llaves, cerraduras y cosas por el estilo; cuando diera, pensaba, algún exhaustivo paseo por la ciudad, mirando al interior de los portales o recorriendo incluso la galería de algún edificio, comprobaría con modesta satisfacción que él había fabricado o montado esta y aquella cerradura, y que los objetos aún guardaban, aunque fuese anónimamente, las huellas de sus manos. Poca idea tenía, en cambio, del oficio de mecánico, a lo sumo quizá la que recibió en una ocasión, hacía tiempo —hacía mucho, muchísimo tiempo, se le antojó—, de niño, en una estación de ferrocarril. Por aquel entonces le interesaban sobremanera las locomotoras, y dos hombres negros —todo en ellos era negro, la ropa, las herramientas, las caras y las manos— golpeaban con enormes martillos las ruedas. Preguntó a su acompañante —uno de sus padres, a buen seguro, el padre o la madre— quiénes eran, y le respondieron que mecánicos. A partir de ese momento, cuando pensaba en mecánicos, cosa que ocurría en contadas ocasiones, desde luego, veía monstruos legendarios, seres intermedios entre gigantes y diablos. No tardó en descubrir, sin embargo, que la oficina de empleo sólo le ofrecía esta posibilidad. Lo que en un principio le fue comunicado como una recomendación pasó a ser, a la postre, una orden. Sólo debía firmar un formulario que, para su asombro, lo aguardaba listo y relleno, como si en la oficina ya hubiesen esperado su llegada. Podía tratarse, claro está, de un formulario impersonal que rellenarían a posteriori con sus datos personales. Las prisas, sin embargo, le impidieron ver con claridad el papel que le pusieron delante y que luego retiraron en el acto. Llegó a objetar tímidamente que no sabía nada del oficio. No importaba, le respondieron, se lo enseñarían en seis semanas. Köves se marchó de la oficina con sentimientos confusos: debía presentarse en la fábrica metalúrgica al día siguiente. Cierta incredulidad se apoderó de él ante la idea de poder aprender en sólo seis semanas todos los trucos de un oficio que difícilmente podía calificarse de fácil; por otra parte, le repugnaba la posibilidad de tener que realizar tareas de criado o mensajero entre jóvenes aprendices.
Por fortuna, nada de esto ocurrió. Quienes aprendían el oficio de mecánico-cerrajero a su alrededor eran todos adultos: uno por un motivo, el otro por otro. Las preguntas, para las que Köves no tenía ni tiempo ni ganas, dicho sea de paso, no parecían estar bien vistas en el lugar. Sea como fuere, un hombre delgado, de bigote y aspecto agradable, limaba a su lado, sumido en pensamientos y sin decir palabra, en mangas de camisa y con una gorra bastante raída, por cierto, que Köves a lo sumo podría haber visto en el extranjero si se hubiera interesado por la hípica, y con unos guantes que una mirada experta habría identificado como de gamuza a pesar de las manchas, agujeros y zonas estropeadas por el uso. ¿Lo habían despedido de algún sitio? ¿Cargaba su alma con algún delito, igual que Köves quizá? ¿Le habían asignado un puesto de mecánico-cerrajero como castigo o por clemencia? ¿O se había dedicado a un oficio que carecía ya de sentido y se había vuelto superfluo en la actualidad, como el de aquel hombre un tanto corpulento y perezoso que limaba a cierta distancia y al que sus amigos más íntimos llamaban «Señor Jurisconsulto» incluso en presencia de Köves? No podía saberlo.
De todos modos, había allí toda clase de personas, algunas enigmáticas, otras más transparentes, algunas de buena actitud, otras más apáticas, e incluso había gente ruda; hasta mecánicas y cerrajeras había. Al otro lado de Köves limaba, por ejemplo, una muchacha, y procedía con bastante habilidad. Köves observaba con envidia, aunque también con sonriente reconocimiento, cómo temblaba de celo su cuerpo flexible, de tal modo que el pañuelo que le cubría la cabeza se desplazaba hacia atrás sobre la cabellera negra, densa, de brillo grasiento, y aparecían sobre sus labios unas diminutas gotas de sudor que resplandecían como perlas. La muchacha captaba a veces las miradas de Köves; al principio lo hacía con cierto retraimiento, pero fue sonriendo más y más animada, hasta que al final le dirigió alguna palabra que él devolvió candongueando; aunque prestara poca atención, siempre era como si aceptara el reto. En ocasiones, en cambio, su mirada se clavaba en dos hombres idénticos, que tal vez no lo eran, pero así los veía él; sea como fuere, ambos eran rechonchos y casi calvos, ambos llevaban monos azules recién estrenados que Köves consideró, quién sabe por qué, la señal externa de alguna determinación, cual si fuesen nuevos penitentes que se ponían la túnica, pero que la mandaban hacer a su sastre, por no perder la costumbre. Limaban con sombrío afán, llegaban por la mañana, se marchaban por la noche, no hablaban con nadie, ni siquiera entre ellos. Köves oyó decir que habían sido despedidos en otro sitio, pero que ellos lo consideraban una equivocación; así pues, esperaban trabajando como mecánicos-cerrajeros a que se proyectara luz sobre el error cometido contra ellos y se mostraban reservados por temor a ser víctimas de otro error o a cometer ellos mismos alguno.
En resumen, allí se estaba Köves, más o menos como si no estuviera allí o como si no fuese él quien allí estaba. Una sensación ilusoria porque era él, claro. Y para su asombro y regocijo, lo afectaban de vez en cuando las pequeñas y ambiguas alegrías de la vida de trabajador: la pausa del almuerzo, el cambio de turno y hasta el trabajo bien hecho, aunque este no transcurría sin dificultades puesto que, a decir verdad, Köves no sabía manejar la lima y jamás habría imaginado que alisar una pieza de hierro superara de tal manera sus capacidades. En este sentido, su permanencia allí resultó todo un aprendizaje. Llegó a considerar el limar una cuestión de honor y a soñar con ello —se hallaba ante la mordaza de tornillo, las virutas caían al suelo en medio de los chirridos y rechinamientos de la lima—, pero en vano: el jefe de taller, un tipo corpulento, de pelo color estopa, deambulaba entre los hombres inclinados sobre sus mordazas de tornillo mostrando buena voluntad, pero también cierta apatía, corregía con gesto paciente, pero sin muchas esperanzas, la postura del codo o de la mano de Köves, y siempre acababa demostrando con su instrumento de medición parecido a una horca que la pieza metálica trabajada con tanto ahínco presentaba algún abombamiento o abolladura, alguna deformación o torcedura.
Köves encontraba cierto consuelo en la especialidad de perforación: se manejaba bien, hasta podría decirse de maravilla, jamás rompía la broca como hacían otros. Y también aguardaba confiado el corte de planchas, que probaron esa misma tarde. A la máquina cortadora se puso primero el jinete aficionado, después Köves y a continuación venía la muchacha, que le dijo algo sonriendo: él no la entendió, pero parecía estimularlo, ya fuera para darle ánimos, o para darle prisa. Köves le respondió a la ligera al tiempo que ajustaba su plancha y tiraba, rebosando confianza, de la palanca de la máquina cortadora; acto seguido escuchó un grito y llegó a ver la cara aterrorizada de la muchacha. Sólo entonces sintió un calor en la frente: por lo visto, se había posicionado incorrectamente ante la máquina, y cuando tiró de la larga palanca de hierro, el extremo de esta le dio de lleno en la cabeza.
Entregado y entretenido, se dejó llevar por lo que ocurría en torno a él, como si hubiera depuesto las armas y dejara que los acontecimientos —poco importantes desde luego— lo arrastraran. En el alboroto que se produjo a su alrededor oyó claramente el grito aterrado, pero también casi suplicante de la muchacha: «¡Ha sido por mi culpa, ha sido por mi culpa, porque le di prisa!» A continuación, una tela blanca, que también parecía pertenecer a la joven, se posó sobre su frente. Köves dejó la tela bien manchada de sangre; lo acostaron entonces sobre un banco para detener la hemorragia y acto seguido volvieron a levantarlo, pues decidieron acompañarlo al médico de la fábrica. Si mal no recordaba, ya no vio entre los acompañantes a la muchacha, a la que, no obstante, buscaba para devolverle el pañuelo; así pues, lo guardó en el bolsillo, embadurnándolo todo de sangre. Atravesaron diversos patios y llegaron por último a una consulta; el médico declaró que a Köves no le había ocurrido nada serio aparte del susto; de hecho, sin embargo, no estaba en absoluto asustado. Los acompañantes, un tanto desilusionados al parecer, lo dejaron solo con el médico y la enfermera. A continuación, la cabeza de Köves fue sometida a una serie de manipulaciones realizadas con gestos rápidos y expertos —percibió el olor penetrante de los desinfectantes y notó también un poco de dolor—. En consecuencia, un emplasto no muy grande, cortado con maña en diagonal, fue a parar sobre su frente, justo debajo del pelo. El médico le comunicó que le había «grapado» la herida y, hablando pausadamente para que lo entendiese un obrero sencillo como Köves, le instó a no tocar el emplasto y a volver al cabo de tres días para continuar el tratamiento. Köves pudo permanecer media hora tumbado sobre la camilla de la consulta, y cuando transcurrió ese tiempo ya había acabado también el turno.
Así y todo, Köves volvió al vestuario para cambiarse, pero en particular para no dejar pasar la ducha. Podía ducharse todos los días en los baños de la fábrica, de suerte que, las veces que lo embargaba el hartazgo, solía llegar a la conclusión de que sólo por la ducha ya había valido la pena ingresar allí como trabajador. En esta ocasión tuvo que torcer un poco la cabeza para que el agua no le tocase la herida. Mientras se cambiaba, algunos le dieron palmadas en la espalda en gesto de compañerismo, y no tardó en dejarse arrastrar por la corriente humana que abandonaba la fábrica.
En la puerta, o quizás antes —Köves no lo recordaba—, la muchacha se colocó a su lado. Köves aceptó sin particular asombro, ni aprobación, ni rechazo, cuanto les ocurrió después: como un proceso lógico y perfectamente planificado, como un hecho decidido hacía tiempo que sólo debían admitir para dejarse llevar, aunque, desde luego, aún dependía en cierta medida de ellos; en este sentido, Köves podía estar un tanto equivocado. Empezó con un divertido intercambio de palabras; él recordaba sobre todo la primera frase de la muchacha: «¡qué parche tan bonito!» Después, ninguno de los dos se subió al tranvía; anduvieron por el barrio periférico, por una zona desconocida para Köves, fueron a parar a un bosquecillo, y de repente tomó conciencia de estar paseando bajo el follaje de una umbrosa hilera de árboles junto a una joven morena de buena planta, y observó, desde muy lejos, con una sonrisa mezcla de asombro e indulgencia, que algo extraño y ajeno le ocurría: concretamente que él, Köves, paseaba bajo el follaje de una umbrosa hilera de árboles junto a una joven morena de buena planta. Lo embargaba una turbia sensación de angustia, quizás el presentimiento de un peligro inminente, pero en el cálido oleaje también surgió en él la necesidad imperiosa de ceder y perderse.
—¿No tienes que volver a casa? —preguntó la muchacha, y Köves, como si volviera en sí de un sueño, repitió:
—¿A casa? —como si le asombrara el sabor de aquella palabra y la idea de que él tuviera que volver a alguna casa—: No —continuó, y la muchacha apartó la vista, como si no dirigiese la pregunta a Köves, sino a los árboles que orillaban el camino:
—¿No tienes esposa? —preguntó. Por lo visto, esto interesaba en todas partes y en todas épocas a las jóvenes.
—No —respondió Köves, y la muchacha calló por un momento como si quisiese quedarse sola con la respuesta.
Al cabo de un rato dijo:
—Aún es temprano.
—¿Para qué? —inquirió Köves.
—Para subir a mi casa —contestó la muchacha. La promesa inherente a estas palabras era bastante lejana y daba tiempo a Köves; por otra parte, sin embargo, resultaba excitante, tanto que lo incitó a emprender una acción… En eso, sintió que su brazo se movía y rodeaba los hombros de la joven.
Más tarde, Köves recordó un restaurante, una especie de cervecería con jardín donde desafinaba una estridente orquesta y daban alaridos unos tipos desafiantes, de rostros rubicundos, sentados en mangas de camisa a algunas mesas, mientras que en las otras se habían instalado unas familias gordas y solemnes que permanecían rígidas, sin abrir la boca, como paralizadas por su inimitable presencia. Köves, al que empezó a dolerle la cabeza y perdió un poco la concentración, se enteró allí de que la muchacha había venido de lejos a la ciudad, en contra de la opinión de sus padres, quienes habían previsto para ella su propio estrecho destino de campesinos. Así pues, huyó del futuro trazado para ella por sus progenitores y encontró empleo en la fábrica:
—Tenía que empezar en algún sitio, ¿no? —dijo.
Köves asintió vivamente, aunque cada sacudida de la cabeza suponía clavar allí un dolor. Luego se subieron a un traqueteante tranvía, que los alejó aún más del centro de la ciudad. Se apearon en alguna parte, la muchacha condujo a Köves entre casas macizas de nueva construcción que, sin embargo, quizá por las tablas de madera, los montones de tierra y los hoyos sin tapar que habían quedado allí, ya parecían ruinas a la luz incierta de las escasas farolas. Entraron en un portal, subieron por las oscuras escaleras, la muchacha abrió una puerta después de tantear con su llave, exhortó a Köves a guardar silencio en el recibidor, cosa que él —aunque no podía saber la verdadera causa— aceptó con absoluta naturalidad, como si sólo pudiesen llegar a hurtadillas al lugar al que se dirigían. Por último se introdujeron en una habitación diminuta y apartada, la muchacha encendió una lámpara de mesa de pantalla color rosado, y Köves recorrió fugazmente con la mirada los objetos que, a su manera, conferían perfección y plenitud al cuarto: el espejo medio roto, el tosco ropero, los manteles de ganchillo, el perrito de goma que sonreía con la lengua fuera bajo la pantalla de la lámpara, la cuerda tendida vergonzantemente en un rincón umbrío, de la que colgaban unas medias y ropa interior, las flores artificiales en un florero rajado, la silla, la mesa y, sobre todo, la amplia cama con los muelles que, probablemente, pronto empezarían a chirriar. Olor a pobreza, a pulcritud, a perfume barato y a aventura inundó su nariz, aunque en seguida intuyó que el último era el único olor fugaz entre los otros, todos duraderos.
A continuación, Köves ya sólo tomó conciencia de que estaba haciendo el amor. A pesar de todo cuanto allí le había ocurrido, ¿cómo pudieron hacerle olvidar que era un hombre? De repente se dio cuenta de su deseo insaciable y ancestral; fue como si quisiera enfriar el miembro dolorido y ardiente. Sin embargo, fue a parar a una lava candente que no hacía más que avivar el fuego, y la muchacha, a susurros al principio y luego ya en voz alta, no cesó de animarlo. Después de varias medias horas de olvido de sí mismo que lo sacudieron a rachas, Köves sintió de pronto una preocupación protectora y preguntó a la joven:
—¿No temes quedar embarazada?
La mirada de la muchacha, sin embargo, pareció asustarlo más a él:
—¿De qué iba a tener miedo?… —preguntó, pero no continuó, pues oyó un ruido que había escapado a los oídos de Köves. Lo exhortó a guardar silencio y se levantó rápidamente de la cama; su cuerpo, que se inclinaba hacia un lado y otro, centelleó blanco ante los ojos de Köves mientras buscaba precipitadamente alguna prenda para ponerse sobre los hombros y salía corriendo de la habitación. Sus ágiles pies, sin embargo, no tardaron en traerla de vuelta, como si no hubiera querido dejar mucho tiempo solo a Köves para que no se apoderaran de él, allí en la cama, la soledad, el miedo y el vértigo del absurdo. Se despojó de la bata con desenvoltura, se inclinó por encima de Köves, apagó la lámpara y se acomodó a su lado con una confianza absoluta, que lo sorprendió un poco, pero al mismo tiempo lo desarmó, como si lo asaltara, pero con tacto.
—Era la señora —dijo en la oscuridad.
—¿Qué señora? —preguntó Köves.
—La señora —repitió ella.
—Vaya.
—Le ha dado sed —dijo la muchacha y después de un silencio añadió—: Tiene cáncer. Morirá —su voz sonaba firme, casi esperanzada, y al oírla Köves se estremeció sin saber muy bien por qué. Pero la muchacha, deseosa, al parecer, de introducirse como una cuña entre Köves y las preguntas que lo inquietaban, se arrimó a él y susurró:
—No tengas miedo. Ya se ha dormido. Ya no nos molestará —y después de unos instantes de duda Köves sintió, desarmado, que poco a poco volvía a inundarlo el ardor.
Llaman a Köves. Es obligado a comprender
Llamaron a Köves. Estaba precisamente concentrado en un trabajo con la lima cuando el jefe de taller se le acercó y le comunicó que lo esperaban con urgencia arriba, en las oficinas. Recordó en seguida el retraso del otro día y, si bien el jefe de taller le encareció que lo dejara todo y se diera prisa, él, un simple obrero al fin y al cabo —difícilmente podía hallarse más bajo, pero así se había ganado su libertad, que, para ser sinceros, sólo consistía en no tener nada que perder—, consideró que se tomaría su tiempo para escuchar la reprimenda. Así pues, colocó la lima con toda calma en su sitio, se sacudió y dio patadas al suelo para quitarse las virutas metálicas de pantalones y zapatos, recurrió a un trapo aceitoso para frotarse las manos con gestos cómodos y generosos —como había visto hacer a los verdaderos mecánicos-cerrajeros que trabajaban en las naves contiguas—, y sólo entonces salió del taller con pasos pausados, contoneándose y respondiendo con un guiño a la mirada interrogativa de la muchacha. Había pasado varias noches en su casa, habían llegado incluso a desayunar juntos en la diminuta cocina, y juntos partían entonces rumbo a la fábrica; a la muchacha le gustaba ir de la mano en el breve trayecto entre la parada y la factoría, aunque Köves solía encontrar alguna excusa —la necesidad imperiosa de sonarse la nariz, por ejemplo— para retirar su mano. Entretanto, se enteró también de que la señora —a la que nunca llegó a ver, por fortuna— era una lejana pariente de la joven; había acogido a la muchacha, que se encargaba de cuidarla; de este modo, cuando muriera, las autoridades le asignarían la habitación grande, ocupada actualmente por la mujer; incluso existía la posibilidad de conseguir toda la vivienda, posibilidad que aumentaban si la joven tenía una familia y, sobre todo, hijos. Köves escuchaba los planes de la muchacha asintiendo con la cabeza, pero siempre como un espectador bien intencionado que, si bien la vida de la joven no le resultaba indiferente, tampoco pretendía intervenir en ella. Sin embargo, este hecho no molestaba a la muchacha, que se limitaba a sonreír a Köves como si estuviera mejor informada. Él no había pasado la noche anterior en casa de la joven, aduciendo que había de visitar a su tío; pero dio vueltas en la cama, insomne, y tomó conciencia de que ella le faltaba. Sí, ya que era obrero, por lo visto necesitaba una mujer; por otra parte —pensó—, si tuviera una mujer, se convertiría definitivamente en obrero, aunque la diferencia tampoco se le antojaba muy grande, puesto que ya lo era. En su inquieto duermevela, ni él mismo sabía en qué punto se hallaba. La muchacha acabaría teniendo razón: si cediera, el tiempo lo iría atando imperceptiblemente a la vida de ella, y ella a la fábrica y al ascenso, y juntos esperarían la muerte de la enferma de cáncer mientras iban llegando, uno tras otro, los hijos.
Köves tenía que buscar el departamento de suministros: el jefe de departamento pretendía hablar con él. Deambuló un rato por los pasillos hasta que por fin divisó a unos hombres que sacaban con cuidado y gestos ceremoniosos unos pesados cajones por una puerta. Sin embargo, la empleada sentada en el interior, después de preguntar primero a Köves si era camionero, a lo que él le respondió que no, le informó que se hallaba en el lugar equivocado, puesto que este era el departamento de transportes; los suministros —dijo— eran otra cosa. Köves pidió perdón y argumentó que no lo sabía.
—¿No? —se extrañó la empleada—. Pues ya lo sabrá —y le señaló el camino.
En otro pasillo, e incluso en otra planta, descubrió por fin un letrero con la palabra SUMINISTROS colgado de una puerta. Debajo, con letras más pequeñas, ponía: ASUNTOS ADUANEROS — ASUNTOS PERSONALES — AYUDA DE MATERNIDAD. Un tanto desconcertado, sobre todo por la AYUDA DE MATERNIDAD, entró en una oficina relativamente sencilla donde, aparte de la consabida empleada, se hallaba un hombre con aspecto de mecánico que, las manos en los bolsillos y visiblemente impaciente, iba y venía por el despacho. Mirándolo con más detenimiento, Köves se percató en seguida de que sólo su vestimenta lo identificaba como mecánico: para ser precisos, su mono desabrochado de color azul pálido y sobre todo la gorra de tela que, por causas desconocidas, llevaba puesta a pesar del calor. Por lo demás, tenía una camisa blanca y corbata bajo el mono, y, contradiciendo los mechones espesos y canosos que emergían bajo la gorra, una cara juvenil, aunque un poco fláccida y surcada por alguna arruga. Sus ojos, de expresión viva, centellearon cuando Köves franqueó el umbral:
—¡¿Köves?! —gritó. A la respuesta afirmativa de este, casi se abalanzó sobre él—: ¿Dónde se había metido?… —a lo cual Köves, imitando a un obrero ignorante, se limitó a encogerse de hombros, como uno que ha venido porque ha sido llamado pero que, por lo demás, no se responsabilizaba de nada.
—Venga, venga —el hombre pareció calmarse y, con gesto amable, lo invitó a pasar por la puerta que ponía «jefe de departamento» y que cerró cuidadosamente. Indicó a Köves que tomara asiento y se sentó tras el escritorio, justo frente a él. Calló un rato, mientras su mirada recorría los papeles y legajos que se amontonaban sobre la mesa; se acercaba uno u otro, lo miraba y lo apartaba insatisfecho:
—Vamos a ver —dijo con tono distraído, pero claramente amable e incluso familiar, para asombro de Köves—, ¿cómo se siente entre nosotros?
Köves, que por el momento no sabía si considerar un error o una trampa la cordialidad inherente a la pregunta, ni si debía tomársela en serio, dudó antes de responder, como si juzgara inútiles las formalidades y prefiriera ir en seguida al grano.
Pero como no ocurrió nada —el hombre seguía rebuscando en los documentos y daba la impresión de esperar una respuesta—, Köves contestó:
—De maravilla —para no decir nada y romper, sin embargo, el silencio.
—¡De maravilla! —el hombre repitió las palabras de Köves y hasta su entonación, al tiempo que abría un cajón, se inclinaba hacia un lado y echaba un vistazo a su interior—. No sabía que ejercer de mecánico en nuestra fábrica fuera una maravilla —dijo, acallando definitivamente a su interlocutor—. Es usted muy listo… —y de pronto se le iluminó la cara, pero sólo por un instante: al parecer, acababa de encontrar sobre el escritorio el documento buscado y en seguida se sumió en su lectura—: Con sus capacidades… —prosiguió refunfuñando—, con sus conocimientos…
Y como si de pronto hubiera concluido su doble actividad y deseara centrar toda su atención en Köves, dio una impresionante palmada al documento y clavó los ojos azules, penetrantes y centelleantes, en su interlocutor:
—¿Y hasta cuándo pretende estar tumbado a la bartola? —le espetó casi a voz en cuello—. ¿Creía usted que podía esconderse ante nosotros? A ver, dígame sinceramente: ¿está satisfecho aquí?
Köves, que se movía incómodo y cada vez más asombrado en el asiento, se quedó realmente de una pieza. ¿Cómo? ¿Le estaban tomando el pelo? Lo despedían de todas partes, se mostraban a lo sumo dispuestos a contratarlo en la fábrica metalúrgica; él, un hombre hecho y derecho, debía trabajar de mecánico, y ahora, para colmo, se lo echaban en cara, ¡como si su único deseo hubiera consistido en ganarse la vida como mecánico-cerrajero! ¿No había bajado la cabeza a la fuerza, obligado por la necesidad? ¿No había ido a parar allí porque no podía ir a otro sitio? Y he aquí que hacían como si, entre las múltiples y abundantes posibilidades de la vida, él hubiera elegido precisamente la peor ¡todo por un simple y arbitrario capricho para colmo! ¿Cómo iba a estar satisfecho?… Ni siquiera se lo había planteado. Ni se le había pasado por la cabeza: a decir verdad, no había venido para estar satisfecho. Ahora que se lo preguntaban —aunque quizá no del todo en serio— e incluso, quizás, esperaban de él una respuesta —que quedaría debiendo desde luego—, Köves percibió el tiempo transcurrido allí como un único día, con sus mañanas y noches, claro está, pero aun así como un único día largo y monótono, sumido en todo momento en los colores grises del crepúsculo, como un día que no cesaba de trabajar con la lima, igual que una pieza de hierro reacia a cualquier desgaste, alternando el aburrimiento, el engañoso alivio al concluir el turno y la fugaz desconexión que le ofrecía la muchacha y que implicaba, en contrapartida, una sensación de pertenencia. Köves pensó que así había de transcurrir su vida. De hecho, no lo pensó, por supuesto; de hecho, pensó más bien que sólo habría de vivir así de forma provisional, hoy, mañana y quizá pasado, porque así no se podía vivir, pero —consideró después— ¿no vive uno como no debe vivir y descubre luego que esa ha sido su vida, a pesar de todo? Sea como fuere, Köves se sentía, en cierto sentido, indiscutiblemente tranquilo, y ahora que el jefe de departamento hurgaba en su tranquilidad como antes en sus papeles y la ponía en duda, Köves intuyó de manera difusa que, hasta cierto punto, se había encontrado a sí mismo en la tranquilidad, más que nunca en su vida tal vez.
Así pues, preguntó con frialdad y cierto sarcasmo, como si la emoción le hubiera hecho olvidar su identidad de mecánico:
—¿Por qué? ¿Sabe usted de algo mejor para mí?
El jefe de departamento, sin embargo, no pareció en absoluto ofendido por su actitud:
—Pues sí —sonrió—, por eso lo he llamado.
Y lanzando una fugaz mirada bajo la mano que acababa de levantar ligeramente y que seguía apoyada en el documento que tanto le había costado encontrar, continuó:
—Usted es periodista. A partir de mañana trabajará en el ministerio que nos corresponde, concretamente, en el departamento de prensa del Ministerio de Producción —y quizá no había acabado de pronunciar estas palabras, y quizá Köves ni siquiera las había acabado de escuchar, cuando este último soltó con voz áspera, como si amenazaran su vida:
—¡No!
—¿No? —el jefe de departamento se inclinó sobre la mesa, su rostro se ablandó y se relajó inopinadamente, sus labios se entreabrieron, y desde debajo de la visera clavó la mirada turbada en Köves—: ¿Cómo que no? —preguntó, y Köves, que dio la impresión de haber recobrado la serenidad, fortaleciendo aún más su determinación en vez de debilitarla, repitió:
—No —como quien defiende una verdad frente a una ilusión. Sin embargo, para no parecer un patán maleducado con el que no se podía hablar siquiera, añadió a modo de explicación—: No soy la persona adecuada para eso.
—Claro que no —dijo el jefe de departamento, que se había calmado y parecía decidido a mostrar la máxima paciencia y a aclarar algunos puntos a Köves—: Claro que no es la persona adecuada, lo sabemos perfectamente. —Tras una breve pausa, en que una fugaz mueca de preocupación se dibujó en su cara, alzó poco a poco la vista como si hubiera despejado sus dudas y clavó los ojos azules en Köves—: Por eso lo enviamos allí —continuó—, para que se adecúe.
Perplejo, Köves se inclinó hacia adelante en la silla.
—¿Cómo me adecuaré a algo para lo que no soy la persona adecuada? —gritó, y el jefe de departamento acogió su indignación con una sonrisa.
—Vamos, no nos venga con puerilidades —trató de calmarlo—. ¿Cómo puede saber usted para qué es adecuado y para qué no?
—¿Quién puede saberlo sino yo? —exclamó Köves, en voz más alta todavía—. ¿Ustedes quizá?
En su nerviosismo, había respondido mecánicamente, por lo visto, a la primera persona del plural que acababa de utilizar el jefe de departamento, aunque este seguía solo frente a él en el asiento.
—Naturalmente —el jefe de departamento se quedó con los ojos desorbitados al ver semejante ignorancia y arqueó una de sus cejas de tal manera que casi se desplazó hasta la mitad de la frente—. Mire usted —continuó, adoptando un tono de inesperada suavidad; su mano libre, la que no tapaba el documento, se movió y se acercó a Köves, que tuvo el difuso deseo de asirle cariñosamente la mano, pero se trataba sin duda de una jugada de su confusa imaginación, porque la distancia era demasiado grande y nada de eso ocurrió—… Mire usted, podría explicarle muchas, muchísimas cosas. ¿Quién puede saber de sí mismo si es la persona adecuada o no? ¿Por cuántas pruebas hemos de pasar hasta descubrir quiénes somos? —El jefe de departamento se fue acalorando, y su pálida piel dejó traslucir el color de la sangre que empezó a circular con más ahínco—. Arriba, en las instancias superiores —levantó la mano abriendo los dedos como si alzara un cáliz—, ya han decidido sobre usted. ¿Cómo puede usted oponerse a esa decisión?
—Pero se trata de mí, ¿no? —intervino Köves, ya un tanto inseguro. De hecho, no estaba convencido de sus palabras, sino más bien interesado en saber qué diría el jefe de departamento, que volvió a mostrar su perplejidad:
—¿De usted, dice? ¿Quién habla de usted? ¿Qué papel se atribuye aparte del de obedecer? —Con la cara encendida, como si no fuese capaz de controlar su entusiasmo, exclamó—: ¡Somos servidores, todos somos servidores! Yo soy servidor, usted es servidor. ¿Existe algo más edificante, más maravilloso?
—¿Servidores de quién? —quiso saber Köves.
—De una idea superior —sonó la respuesta.
—¿Qué idea? —preguntó en el acto Köves, que parecía confiado en enterarse por fin de algo.
Pero se precipitó en la pregunta, pues el jefe de departamento se lo quedó mirando sin poder pronunciar palabra, como si no diera crédito a sus oídos, y volvió a echar un vistazo al documento que escondía su mano:
—Claro —dijo finalmente—, usted ha vuelto del extranjero.
No obstante, respondió a la pregunta de Köves, aunque en un tono mucho más seco:
—El continuo perfeccionamiento.
—¿Y este en qué consiste? —Köves, como si hubiera aceptado ya su vuelta al periodismo, no cejaba.
—En poner a prueba continuamente a las personas. —Con un breve ademán, el jefe de departamento señaló que habían agotado el tema y que era el momento de volver a las cuestiones prácticas—. Considérelo una fortuna —añadió— que se hayan fijado en usted.
Dio la impresión de que esta frase devolvía la serenidad a Köves:
—No quiero la fortuna —dijo él también en tono seco y decidido. Se le antojó que ya había dicho estas palabras a alguien, pero aquella vez estaba menos pertrechado contra la fortuna que en esta ocasión—: Quiero ser obrero —continuó—, un buen obrero, y si entiendo de algo, entonces… —titubeó un instante, pero tuvo la sensación de no arriesgar mucho poniendo sus cartas sobre la mesa—, entonces no pueden bromear conmigo con tanta ligereza.
El jefe de departamento, sin embargo, pareció aprobar su sinceridad. Su rostro era todo buena voluntad y su voz transmitía calidez:
—Usted nunca será un buen obrero. O se marcha de aquí, o no llegará a ninguna parte. Si ni siquiera ha aprendido a limar. —Calló, escrutó a Köves ladeando la cabeza y continuó luego, equilibrando con una sonrisa amable la dureza de sus palabras—: De hecho, podríamos despedirlo —continuó—, por no cumplir con las exigencias. Pero —añadió rápidamente— desearíamos, claro está, que aceptara nuestra propuesta por propia voluntad.
De repente, un agotamiento inconmensurable se adueñó de Köves. De hecho, no lo había abandonado desde su llegada.
Aún intercambiaron unas palabras. Köves firmó algo al parecer, pero después sólo tomó conciencia, como tantas veces durante su permanencia en el lugar, de que volvía a salir de un despacho con pasos inseguros, sin saber ni un ápice más que antes de entrar, y pensó con cierta vergüenza en la mirada suplicante, luego incomprensiva y finalmente perpleja de la muchacha cuando lo viera recoger sus cosas y abandonar la fábrica sin decir nada.