CUARTO CAPÍTULO

La residencia permanente.
La casera, el conserje

Köves se dirigió a la administración para registrar su residencia provisional como permanente y recibir un documento que lo acreditase. La señora Weigand, la casera, le había recordado en dos ocasiones que debía registrarse cuanto antes si quería seguir viviendo en su piso:

—No sé qué planes tiene —levantó aquellos lagos claros y pequeñitos hacia Köves, que sonrió inseguro, dando a entender que sabía menos de sus proyectos que la propia señora Weigand.

—Desde luego —dijo—, estoy sumamente satisfecho —como si sólo permaneciera allí por ese motivo y ningún otro, de tal modo que la mujer le respondió:

—Pues me alegra —al tiempo que retiraba algún hilo o miga invisible del mantel. Se hallaban en el cuartito de Köves, que en vano la invitó a sentarse en la única silla de la habitación; así pues, él también se mantuvo de pie. La tarde ya lobreguecía, pero aún no había llegado el momento de encender las luces. La casera acababa de llamar a la puerta, y Köves se estremeció ligeramente pensando que el muchacho volvía a irrumpir en su cuarto, pero antes de decir «¡Pase!» recordó que difícilmente podía ser él, ya que Péter jamás llamaba antes de entrar.

—Ni siquiera ha mencionado —continuó la mujer— que es usted periodista —su voz denotaba cierto falso reproche, y en aquel rostro pálido y afilado apareció una tímida sonrisa como si se encontrara ante una celebridad a la que debía tratar con respeto. Köves, que, en efecto, jamás había mencionado nada parecido, se quedó realmente perplejo al verla tan bien informada. ¿Cómo? ¿Tan rápido funcionaban aquí los servicios de información? No obstante, en vez de pedir una explicación, consideró más urgente ofrecer él mismo una, como queriendo despejar un malentendido desagradable, rayano en la calumnia:

—Pues sí —dijo—, pero no trabajo para ningún periódico. —Y a continuación añadió rápidamente, sin importarle la desilusión que podía causar a la mujer que, quién sabe, tal vez se había jactado de contar con un periodista en su casa—: Me han despedido.

Aunque se hubiera sentido decepcionada, no lo hizo notar; más bien, dio la impresión de relajarse; su cara, antes la expresión misma de la cautela, adoptó ahora un gesto de asombro y al mismo tiempo de cierta calidez, y dijo con una voz aterciopelada que a Köves se le antojó más natural:

—Conque lo han despedido —y alzó la vista hacia él ladeando un poco la cabeza, y como era de pelo rubio, probablemente teñido, Köves pensó en un canario—. Pobrecito —añadió, y su interlocutor arqueó las cejas, como si se dispusiera a protestar, pero no supo qué decir. Así pues, la casera volvió a hablar, ya con más confianza, dando a entender que entre ellos no había nada que ocultar: preguntó en voz baja, tratando de evitar, al parecer, que otros los oyeran, a pesar de que, aparte de ellos, no había nadie en la habitación:

—¿Y por qué?

A lo que Köves respondió:

—¿Se puede saber por qué?

—No —dijo la mujer, sentándose poco a poco en el asiento que antes le había sido ofrecido, pero que ella había rechazado, mientras de su rostro desaparecía toda expresión, como si de pronto tomara conciencia de su inconmensurable cansancio—, no se puede. —Callaron un rato. Para no cohibir a la casera, Köves se sentó sobre la cama; a falta de más hilos o migas, la señora Weigand jugaba con los flecos del mantel, inclinando la cabeza.

—Sabe usted —continuó con esa voz profunda que Köves sólo había escuchado una vez, en la mañana de su llegada—, a veces tengo la sensación de no entender nada —levantó poco a poco la cabeza y miró a Köves con aquellos lagos inesperados entre las enrevesadas arrugas, de pronto ensombrecidos por oscuros nubarrones—. De hecho, debería pedirle perdón. —E interpretando el silencio de Köves como incomprensión o como una forma de espera, añadió—: Por mi hijo; seguro que le supone una carga. —En efecto, el muchacho había causado bastantes problemas a Köves. Ya en la primera noche, cuando Köves se disponía a acostarse tras casi dos días sin dormir, abrió sin más la puerta con el tablero de ajedrez bajo el brazo: «Aquí estoy», dijo, como si, debido a una serie de asuntos urgentes, sólo hubiera encontrado un hueco en aquel momento para atender a una obligación de necesario cumplimiento. En vano buscó Köves una excusa, en vano se remitió a su cansancio, a su desgana: el muchacho puso el tablero sobre la cama y empezó a colocar las figuras. «Negras o blancas», preguntó mirando con severidad a Köves desde detrás de sus gafas y respondió él mismo en el acto: «Blancas, que así puedes empezar tú.» Köves abrió, pues, la partida, esperó el movimiento de su contrario y volvió a mover una pieza. Apenas prestaba atención al tablero, su mano movía las figuras de forma automática, casi con independencia de él, basándose en un orden de combate onírico que sus dedos recordaban, quién sabe de dónde, tal vez de su infancia, pues él también (Köves se sonrió al pensarlo) él también había sido niño, claro. Sólo alzó la cabeza al oír una voz susurrante: era Péter, que torcía el gesto; le temblaba la cabeza, y su cara parecía abandonada hasta por la última gota de sangre. «¡Vaya truco más barato… vaya truco más barato…! ¡y yo he caído en la trampa!», balbuceaba, mientras lanzaba una mirada de odio a Köves desde detrás de las gafas empañadas. «¡Me rindo!», añadió, y el tablero, las piezas, todo voló por la habitación; en su primer momento de confusión, Köves se inclinó para recogerlo, pero en seguida se dio cuenta de que se trataba de un niño, al que no había que malcriar, sino más bien castigar. «¡Ahora mismo recoges lo que has tirado!», le gritó, pues, con el tono más duro de su registro. Pero dio la orden en vano: Péter ya se arrastraba por el suelo, y al cabo de unos minutos ya estaban ante Köves el tablero y las figuras colocadas en sus respectivas casillas. «¡Ahora te derrotaré treinta veces seguidas!», anunció el muchacho apretando los dientes, como si no se dispusiera a jugar al ajedrez, sino a pelear. En seguida se puso manos a la obra; Köves se durmió varias veces durante el juego, y el muchacho le palpaba entonces la rodilla o le gritaba: «¡Te toca!» En ocasiones, la señora Weigand introducía la cabeza: «¿Estáis jugando?», preguntaba indecisa y volvía a desaparecer, pero el muchacho ni siquiera le prestaba atención, sólo una vez hizo un comentario, obedeciendo más a un impulso que a la intención de dirigirse a Köves: «¡Lo que más odio es que lo llame juego!» «¿Por qué? —preguntó Köves con cierta curiosidad— ¿acaso no lo es?» «No», contestó el muchacho parcamente. «¿Entonces qué es —insistió Köves— trabajo quizá?» «Has dado en el clavo», y el muchacho pareció mirar a Köves con un atisbo de respeto. «¡Quiero salir de esta mierda!», añadió, pero no dio más explicaciones. Mordiéndose los labios, con expresión severa, ya ponderaba el siguiente paso, movía la pieza, y su voz sonaba en el acto, breve, seca, como un disparo contra Köves: «¡Jaque!» Al final, después de comprobar la inutilidad de todos los argumentos sensatos (por ejemplo, de que era ya tarde, que el inquilino podía estar cansado y, sobre todo, que ya era hora de ir a dormir puesto que al día siguiente los esperaban la escuela a uno y la oficina a la otra), la señora Weigand tenía que sacarlo a rastras de la habitación, y Köves seguía escuchando durante la noche la voz áspera y recalcitrante del muchacho y la profunda de la mujer que trataba de calmarlo.

—Es un muchacho extraño —señaló Köves ahora.

—Sí, pero hay que entenderlo —la respuesta de la mujer llegó rápido y parecía estudiada, como si no la diera por primera vez y la tuviera, se le antojó a Köves, siempre preparada—. Su situación no es fácil —continuó la señora Weigand—, y a mí también me lo pone difícil. Precisamente a esta edad, cuando más necesitaría al padre…

Calló, y Köves, por una necesidad difusa, sintiéndose obligado a algo que no podía definir con precisión, dijo:

—Desde luego, se fue muy pronto…

Sin embargo, debió de pronunciar sus palabras con escasa claridad, pues la señora Weigand lo miró sin comprender:

—¿Quién? —preguntó.

—Quiero decir —Köves buscó las palabras con cautela: había pisado un terreno resbaladizo, pero una vez allí, no podía retroceder—, quiero decir que la dejó viuda muy pronto…

—Entiendo —dijo la mujer. Calló un rato, pero luego le soltó a Köves en la cara:

—¡Lo deportaron y sucumbió! —y lo miró con la cabeza bien alta, casi desafiante, con un extraño gesto de provocación, como si arrojara todo su dolor a los pies de Köves y esperara que este lo pisoteara.

Nada de eso ocurrió, sin embargo; Köves asintió con la cabeza unas cuantas veces, con gesto comprensivo y un tanto sombrío, como quien no considera correcto, claro, que alguien sea «deportado» y «sucumba», para utilizar las palabras de la señora Weigand, pero que tampoco lo toma por cosa fuera de lo común. Además, pareció conformarse con lo oído y no esperar más aclaraciones y detalles; y la expresión tensa de la mujer se relajó poco a poco, como si se hubiera cansado por la calma que cayó sobre ellos o intuyera cierta complicidad secreta urdida entre ellos por el silencio.

—Sí —repitió en voz más baja y en apariencia con apatía—, lo deportaron y sucumbió. Esa es la raíz de todo. No lo puede aceptar de ninguna manera.

—¿Cómo? —inquirió Köves.

—Se avergüenza de su padre —dijo la señora Weigand.

—¿Se avergüenza? —se extrañó Köves.

—Dice: ¿por qué se dejó? —con las manos y la cabeza hizo un gesto que parecía una sacudida, como si, en vez de convivir con su marido, conviviera continuamente con esta pregunta que iba dirigida contra ella misma y a la que se había acostumbrado tanto como a su propio desconcierto.

—Una argumentación pueril —se sonrió Köves.

—Pueril, claro —dijo la señora Weigand—, pero es que es un niño.

—Desde luego —asintió Köves.

—Apenas conoció a su padre. Y en vano intento explicarle… —La señora Weigand calló, y aquellos pequeños y tristes lagos centellearon en el paisaje invernal de su rostro—. Además, ¿cómo explicarlo? —preguntó luego, y Köves reconoció:

—Difícil.

—¿Y si mi hijo tiene razón? —insistió la mujer—. ¿Y si es realmente vergonzoso?

—Creo —respondió Köves después de reflexionar un instante—, creo que sí. Es vergonzoso. A pesar de que —añadió encogiéndose de hombros— no hay nada que hacer en esos casos: a uno lo deportan y sucumbe.

Volvieron a callar. Y entonces la mujer gritó, otra vez con aquella voz profunda que, sin embargo, sonó estridente como una cuerda a punto de romperse:

—¡Qué eterno remordimiento de conciencia: traer a un hijo al mundo!… ¡Nunca se supera! Precisamente a un mundo así…

—El mundo —trató de consolarla Köves— siempre es duro.

Pero la mujer tal vez ni siquiera lo escuchó:

—A veces abrigo la sensación de que me odia por ello… de que me lo echa en cara —dijo—. Y no sé —continuó—, no sé si no tiene razón en el fondo… ¿Qué le espera? ¿Qué cosas tendrá que vivir?

—¿Y esa… peculiar afición? —preguntó Köves rápidamente, temiendo que la mujer se echara a llorar.

—¿Se refiere al ajedrez? —preguntó la señora Weigand—. Quiere competir.

—¡Competir, caray! Muy bien, muy bien —asintió Köves en señal de reconocimiento. Por lo visto, habían superado lo más difícil; había conseguido conducir los pensamientos de la mujer desde los inútiles autorreproches hacia un terreno más ameno.

—Ahora también está entrenando, se preparan para un campeonato juvenil —continuó la señora Weigand—. Dice que debe ganar el campeonato. Y que tiene que llegar a ser un gran competidor, un gran campeón —la voz de la mujer denotaba que estaba citando a su hijo, pues hablaba con cariñosa ironía, pero también con secreta seriedad.

—Entiendo —y Köves recordó de pronto a Sziklai, sin saber por qué, y continuó sin querer con sus palabras—: hay que cosechar un éxito.

—Pues sí —la señora Weigand se sonrió, como suelen las madres al referirse a sus ambiciosos hijos, con incrédula esperanza, pero no sin cierto orgullo.

—El éxito es la única salida —Köves se acordaba perfectamente de las palabras de Sziklai, tanto más cuanto que lo había oído repetirlas varias veces desde entonces.

—Así es —asintió la mujer—. Dice que, con su constitución física, lo intentaría en vano en otro deporte. Ya ve usted —añadió—, tiene juicio a pesar de todo… ¿Algo es algo, no?

—¡Desde luego! —dijo Köves—. Confiemos —y aquí él también dibujó una sonrisa ancha, casi jovial—, confiemos en que llegue a gran maestro.

Se despidieron. Köves se puso el abrigo y anunció su intención de ir a cenar al Mares del Sur. A la mañana siguiente —después de oír la riña de siempre tras su puerta, así como el portazo final— se levantó de inmediato y sus primeros pasos lo llevaron directamente a las autoridades. La residencia permanente de Köves parecía una mera formalidad, se limitaron a pasar los datos de un papel a otro, pero le plantearon una pregunta cuya respuesta, por lo visto, no figuraba bajo la rúbrica correspondiente:

—¿Lugar de trabajo? —Allí se descubrió que la pregunta no era en absoluto tan deleznable como parecía por la forma rutinaria en que había sido planteada, esperando un dato dado por hecho, pero desconocido en sus detalles. Cuando la funcionaría escuchó la respuesta:

—No tengo —miró con tal asombro a Köves, puesto de pie ante el escritorio, que pareció más que nada aterrada.

—¿No trabaja? —preguntó, y Köves respondió:

—No.

—¿Cómo es posible?

En su perplejidad, la funcionaría quizás olvidó incluso su tarea por un momento; su voz sonaba como la de una persona que siente interés hacia el otro ya por mera curiosidad.

—Me han despedido —dijo Köves, y la funcionaria clavó la vista en el formulario a medio rellenar, devanándose los sesos como si hubiera encontrado un obstáculo insalvable en su trabajo. A continuación dejó la pluma, se levantó y se dirigió a un escritorio situado a cierta distancia, donde susurró algo al hombre allí sentado. Este también miró con asombro a la funcionaria y luego a Köves, que esperaba en la otra punta del despacho, se levantó finalmente de su asiento y se dirigió hacia él con la funcionaria:

—¿No tiene lugar de trabajo? —preguntó, frunciendo las cejas y manifestando así, quién sabe por qué, su enfado con Köves. Este repitió:

—No.

—¿Y de qué vive? —se oyó la pregunta siguiente, del todo correcta, de suerte que a Köves sólo podía extrañarle el tono de reproche, porque con la mente clara no podía esperar que se preocuparan por él.

—De momento estoy en proceso de despido —respondió y añadió acto seguido, como disculpándose por el hecho de que el despido repercutiese en él en forma de vergüenza—: Confío en encontrar cuanto antes un trabajo.

—También confiamos en ello —le respondieron, pero todavía con un matiz de rigor y reserva, como si su confianza en no verse obligado a mendigar o morir de hambre no sonara lo bastante convincente, de modo que era preciso insistirle.

A poco, Köves se presentó ante el conserje. La visita también había sido gestionada, cómo no, por la señora Weigand. El hecho de que Köves se convirtiera en su inquilino, y, por tanto, en inquilino del edificio, debía ser puesto en conocimiento del conserje, le advirtió la señora Weigand. «Es más —dijo— no estaría mal informar asimismo al presidente, aunque —la señora Weigand dio la impresión de pensárselo dos veces— considero preferible dejar este paso en manos del conserje.» Köves, que reaccionó con alivio porque así le quedaba una cosa menos por hacer, incluso se olvidó de averiguar la identidad del presidente y hasta las características de la presidencia, aunque en el primer momento, cuando lo mencionó la mujer, estas preguntas afloraron en él por un instante.

El conserje vivía en la planta subterránea, junto a la escalera. Había allí dos puertas, una al lado de la otra, y cuando Köves se les acercó con mirada indagadora, una de ellas se abrió inopinadamente y apareció un hombre rechoncho, con bigote, casaca de trabajo gris y botas enormes, con los pantalones encajados en ellas con soltura, a la manera campesina. De hecho, el calzado parecía más adecuado para tierras de labranza empapadas de agua de estiércol que para el pavimento de la ciudad.

—¿Me busca, señor Köves? —preguntó, y el interpelado, por una repentina irritación, causada meramente por ese bigote con forma de rastrillo, la nariz carnosa, el pelo denso y ligeramente canoso que se adentraba en la frente como una cuña, la casaca abrochada hasta el cuello y las pesadas botas, respondió con mordacidad (aunque era absurdo que un aspecto más que nada casual y momentáneo lo sacara tanto de quicio):

—Sí, siempre y cuando sea usted el conserje.

—Lo soy, quién iba a ser si no —sonrió con amabilidad; se percatara o no de la irritación, el conserje evidentemente no se la tomó a mal—. ¡Haga el favor de entrar, señor Köves!

La voz áspera y, así y todo, un tanto dulzona dio a Köves la impresión de haber pisado una sustancia paposa y viscosa, que emergía de debajo de sus pies y lo rodeaba hasta la altura de la cabeza, todo ello mientras entraba en un recibidor sumido en la penumbra, cargado de olor a col fermentada y de vapores cálidos. Detrás de la puerta, donde sin duda se hallaba la cocina, se oyeron los pasos de alguien que chancleteaba trajinando vajilla pesada.

—Seguro que ha venido para que lo registre.

El conserje sacó un cuaderno de tapa dura, parecida a una libreta de escuela de tamaño grande, y encendió una minúscula lamparita de pantalla amarilla cuya luz tenue sólo iluminó el cuaderno, los dedos encallecidos del conserje y el sucio mantel, al tiempo que sumía el resto del cuarto en una oscuridad aún más profunda.

—¿Y cómo supo en seguida quién era, antes de que me presentase? —Köves sólo recordó en ese momento la repentina aparición del conserje. ¿Lo había esperado? ¿Había espiado tras la puerta? Su irritación ganó en intensidad hasta alcanzar el grado de repugnancia, mientras entregaba el documento que acababa de recibir de las autoridades para que el hombre apuntara los datos en el registro.

—Caray, señor Köves —el tono rezongón del conserje contenía un amable reproche, mientras unas enormes gafas iban a parar sobre su nariz, modificando de extraña manera su rostro (volviéndolo más frágil, como una herida), y los torpes dedos trazaban toscas letras sobre la hoja a cuadros del cuaderno—, permítame que conozca a los inquilinos de mi edificio… Conque no tiene un puesto de trabajo —las arrugas se juntaron en su frente estrecha cuando miró a Köves por encima de las gafas, y como este no respondió, el conserje lo confirmó mientras introducía el dato negativo en el cuaderno—: No tiene. —Acto seguido puso el lápiz en la mesa, cerró el cuaderno y, retomando un hilo de pensamiento que antes había dejado caer, continuó:

—Al fin y al cabo, en eso consiste el trabajo de conserje… Por eso me pagan… —se quitó las gafas, se levantó y entregó el documento a Köves—. No mucho, claro… Realmente no se puede afirmar que me paguen mucho… Pero no tengo motivos para quejarme… Uno hace cuanto puede por los habitantes de la casa…

En medio de las oscuras palabras pronunciadas en aquella oscura pieza, donde sólo centelleaba la mirada del conserje como una brasa ardiente —de manera ávida, casi mandona, consideró Köves, probablemente engañado por sus confusos sentimientos, puesto que, de hecho, los ojos se limitaban a reflejar la luz temblorosa de la lamparita—, Köves tuvo la sensación de que una exigencia tomaba cuerpo de forma cada vez más definida, una exigencia que entendió en seguida y que —así lo decidió— no quería satisfacer de ningún modo. Sin embargo, mientras nacía su decisión, su mano —lo percibió perplejo— se desprendía de él como si no le perteneciera, se introducía en el bolsillo, extraía un billete de banco y lo ponía en la mano del conserje, el cual lo recibía como si fuese de paso, como un gesto más de la conversación, y lo hacía desaparecer en su pantalón abombado:

—Gracias, señor Köves —una amabilidad indulgente se introdujo en aquella voz ronca—, de verdad que no lo decía por eso. Tiene usted una chaqueta muy bonita —se animó en seguida—, parece una tela de calidad —y antes de que Köves tomara conciencia y se moviera, los dedos amarillos y encallecidos ya le tanteaban la chaqueta—. ¿No será del extranjero por casualidad?

—Pues sí, del extranjero —confirmó Köves, como si sólo dijera la verdad por desprecio.

—¿Suele recibir paquetes del extranjero? —preguntó el conserje, y Köves, que ya había vuelto en sí, respondió con indisimulada mordacidad:

—Si los recibo, ya se enterará usted por el cartero —y se dirigió hacia la puerta, de modo que la jovial respuesta del conserje:

—Caray, señor Köves, ¿y qué pasa si me entero? ¡No es secreto, ¿no?! ¿O quizá sí? —lo alcanzó en la escalera. Mientras subía del subterráneo se extinguió poco a poco la risita a su espalda. Sólo se llevó consigo el olor a col fermentada, pegada a la solapa de su chaqueta.

El señor del perro

Un mediodía… ¿o era ya el atardecer?… Desde su llegada a este lugar vivía con la impresión de haberse salido del tiempo; había dejado atrás el antiguo y aún no había encontrado su sitio en el nuevo, de modo que las horas y hasta los nombres de los días le resultaban indiferentes: esto se debía sin duda a su relajado modo de vida, abocado a cambiar tan pronto como encontrara un trabajo que lo obligara a cierto orden, pero entonces tal vez le daría igual precisamente por eso… Un mediodía, pues, Köves se dirigía a paso pausado hacia el Mares del Sur. Debía de ser domingo, porque una desacostumbrada apatía se había cernido sobre la ciudad. El rumor de alguna diversión se oía aquí y allá, el alboroto de algunos niños rompía la calma somnolienta y las ventanas abiertas soltaban música acompañada de crujidos y del olor a comidas dominicales. Sólo las ruinas parecían más desoladas que nunca —tal vez por la falta de los sonidos ya habituales del continuo martilleo y del espectáculo de los obreros que se encaramaban a los edificios—, como si no pudieran ni reconstruirse ni desaparecer del todo y quisieran permanecer siempre en ese estado, aferradas a su permanente decadencia; al día siguiente, empero, volverían los martillos, irían y vendrían los camiones y gritarían los hombres. Péter había entrado en su habitación a primera hora de la mañana; cuando aún estaba en la cama, el muchacho se dispuso a colocar el tablero sobre la manta, sobre su vientre, para ser precisos. Köves se negó a jugar. «No me importa —le respondió el muchacho—, una vez me dejé engatusar por ti, pero no tienes ni puñetera idea del juego. Además, te odio», añadió ya desde la puerta. A Köves sólo le quedó confiar en que, en el futuro, ese odio lo dispensara de la obligación de jugar al ajedrez. Más tarde, dio una vuelta por la ciudad, picó algo en una cantina, lo que encontró, algo barato y de pie, y se dedicó sobre todo a mirar los escaparates, aquellos que no estaban precisamente entablados. Ya había conseguido esto y aquello; comprar no era en absoluto tan fácil como Köves habría deseado, que no imaginado. En la mayoría de las tiendas se topaba con una densa muchedumbre, en muchas ocasiones lo recibía una cola ya en la puerta, y cuando llegaba al mostrador descubría que había de comprar algo distinto de lo deseado, en el mejor de los casos algo parecido; por ejemplo, un camisón en vez de un pijama, un camisón mucho más grande que su talla para colmo, cortado para un gigante provisto de una barriga del tamaño de un barril. A todo esto, Köves no aguantaba los camisones, o sea, que para poder devolver el pijama a la señora Weigand, prefirió dormir desnudo. Eso sí, compró el camisón —no uno, sino dos, pensando en la muda— al ver la descarada alegría que mostró la dependienta cuando lo quiso dejar, reacción que, según Köves, se debió a la escasez de camisones como de otros bienes en el lugar. Así pues, consideró conveniente no dejar escapar la ocasión. Al final descubrió, sin embargo, que la señora Weigand no se aferraba en absoluto al pijama: ella no lo usaba y a Péter le quedaba grande.

Ya se hallaba en la esquina cuando llegaron a sus oídos un jadeo y el ruido de diminutas patitas. Tan pronto como dobló, saltó hacia su vientre, como una pelota alargada y marrón lanzada con gran fuerza, un perrito, que sacudía la cabeza en su desmesurada alegría, husmeando con su morro brillante, tratando de lamer la mano de Köves y clavando en él, llenos de expectativa, unos ojos que parecían botones. Se oyó una voz hueca desde lejos:

—¡Vuelve ahora mismo, canalla! —Eran el señor mayor y su téckel, a los que Köves había encontrado no hacía mucho—. ¡Eres un maldito zalamero, ni más ni menos! —La reprimenda del anciano parecía más que nada una manifestación de cariño, mientras se agachaba y ataba la correa que llevaba en la mano al collar del perro—. Cuando alguien le gusta, no tiene escapatoria —continuó, quejándose en apariencia, pero con secreto orgullo—, y eso que son pocos los hombres que le gustan, sobre todo a primera vista, créame, señor Köves.

—Veo que me conoce —dijo Köves bastante asombrado—, o sea, que es inútil que me presente.

—Cómo no lo voy a conocer —el anciano dio un tirón a la correa cuando el perro, en su emoción, lo arrastró para presentar, levantando la pata trasera, sus respetos al muro de un edificio—, forma parte de mis deberes en cierto sentido. ¡Tranquilízate ya! —reprendió al perrito que volvía a trajinar como enloquecido entre sus piernas—. Yo soy el presidente —señaló volviendo de nuevo hacia Köves la cabeza cubierta con un pelo fino y canoso, la cara de mofletes colorados y su amable sonrisa.

—Ah —dijo Köves—, entiendo. ¿Qué presidente? —Para que la pregunta pareciera más trivial, como si la hubiese soltado al azar, se agachó para acariciar al animalito que, agradecido, volvió a saltar sobre él.

—Al que usted mismo eligió, por ejemplo —la sonrisa del señor mayor se ensanchó del todo y adquirió un matiz ligeramente falso—. Vamos, señor Köves —dijo luego en voz más baja y tono convencido—, ¡no les demos vueltas a las palabras! —y Köves, quizá comprendiendo una pizca más que antes, repitió:

—Entiendo.

—Ya nos encontramos en una ocasión —continuó el anciano—, pero usted iba con prisa.

—Tenía cosas que hacer —explicó Köves.

—Evidentemente —se apresuró a tranquilizarlo el anciano—, pero ahora tal vez disponga de más tiempo. Estamos dando nuestro paseo de salud —miró al perro, que parecía haberse aburrido después de los primeros ataques de alegría y, estirando la correa, enfilaba hacia la fuente de otro olor con el morro pegado al pavimento—, o sea, que acompáñenos si tiene ganas. ¿Cómo se siente en nuestro edificio? —preguntó acto seguido, y Köves respondió esbozando una sonrisa:

—De maravilla —dando a entender que podía interpretarlo como quisiera.

—¡Estupendo! —dijo el anciano—. La señora Weigand es una mujer honesta y diligente, o sea, que no encontrará usted mejor alojamiento —añadió mirando de reojo a Köves, que callaba, pues no podía saber por de pronto, ni leer en el rostro que se volvía hacia él, si el hombre esperaba su aprobación o su rechazo—. Me he enterado de que es usted periodista —continuó el anciano—. Sé que en la actualidad no trabaja en ningún periódico —levantó la mano libre rápidamente, como en un gesto de protesta, adelantándose a las palabras de Köves, mientras que con la otra trataba de retener al perro que, al ver aparecer la plazuela, ya se dirigía a una franja de césped ralo—. Pienso que no se debe a su talento. Hoy en día… —el anciano no podía con el téckel, que insistía tirando de la correa, levantándose y agitando las patas delanteras, de modo que se agachó y lo soltó—. ¡Vamos, corretea un poco y resuelve tus asuntos, canalla! —y acto seguido acabó la frase empezada—: Hoy en día —su rostro rebosante de salud, que antes todavía expresaba alegría, se ensombreció un poco— no resulta fácil cumplir responsablemente con el trabajo. ¿Puede usted explicarme, señor Köves —preguntó volviendo de repente todo el cuerpo hacia su interlocutor—, por qué soy yo precisamente el presidente? —y Köves, que no se esperaba la pregunta y aún menos tenía una explicación, prefirió responder al buen tuntún:

—Porque han confiado en usted, seguro.

—Seguro —asintió el anciano, juntando las manos a la espalda y pisando el sendero de gravilla de la plazuela—, tampoco le encuentro otra explicación. Confían en mí, pero sirven a otro. Es inútil —mientras caminaba, el anciano estiró los brazos—, la gente es así. Aún no se ha decidido el combate, pero ya se ponen del lado del triunfador. Mire usted —se detuvo de golpe y alzó el dedo índice, grueso y de uñas bien cuidadas, a modo de advertencia hacia el cielo—, la victoria todavía no está asegurada, en absoluto, pero la decide precisamente el hecho de que ellos, a pesar de todo, la consideren definitiva. Es una lógica extraña, señor Köves, pero soy un señor mayor y ya nada me extraña —y, meneando la cabeza, reemprendió la marcha con Köves a su lado; este prestaba atención y, si bien las palabras le resultaban opacas, le interesaban; ya estaba preparando mentalmente una pregunta cuando el anciano se le adelantó, volviéndose de pronto hacia él, pero sólo a medias, de modo que Köves percibió la mirada aunque, de hecho, no lo mirara:

—¿Ha visto ya al conserje? —la voz era seca, pero parecía esconder cierto nerviosismo.

—Lo he visto —respondió Köves.

—¿Y no le dijo que subiera a verme? —la sonrisa del anciano carecía ya de la habitual amabilidad; parecía más bien desgarrada. Le temblaban las comisuras como si hurgara en sus heridas.

—No. Esto es… —Köves recordó de repente el extraño titubeo de la señora Weigand cuando mencionó, no hacía mucho, al presidente; aunque no sabía por qué, pensó en aquel detalle con cierta turbación—. Si he omitido algo —dijo—, le ruego que me perdone.

—La omisión —el anciano empezó a recuperar a ojos vista la amabilidad y jovialidad de siempre— no la cometió usted. Mire —señaló el centro de la plaza—, este pícaro ha vuelto a encontrar una forma de divertirse —en efecto, el perro saltaba en torno a las piernas de un niño y salía corriendo en pos de la piedra que el pequeño le arrojaba—. Y no es la primera vez que me pasan por alto —prosiguió; ya habían cruzado la plaza y ahora caminaban alrededor—. Como presidente debería protestar. Pero, señor Köves, soy la persona menos adecuada para este papel.

—Qué dice —lo animó Köves—, no lo eligieron por considerarlo inadecuado… —poco a poco empezó a comprender al anciano, y entonces se sonrió de su preocupación: conque esto es todo, pensó, el hombre se está ahogando en un vaso de agua.

—Lo cierto es que es verdad —insistió el anciano que, mientras andaba, alzaba de vez en cuando la vista para controlar a su perro que correteaba a cierta distancia—. No sé guardar un secreto, por ejemplo. Además, soy incapaz de mantener la necesaria objetividad; en mi caso, la simpatía y la antipatía todavía cuentan, son las que deciden, es inútil, no puedo remediarlo —abrió los brazos—. Cuando vienen dos hombres a verme —continuó, disminuyendo la marcha y bajando un poco la voz— y a preguntar por alguien a quien considero simpático, soy incapaz de callar, aun sabiendo que estoy cometiendo un error, un error en doble sentido: de un lado violo el secreto profesional y, de otro, me entrego a la persona a la que advierto del peligro. —Calló, frunciendo la frente; su cara, alargada por la preocupación, lo asemejaba ahora a su perro—. Lo tengo difícil, señor Köves —suspiró luego, y su interlocutor observó con una cortesía rayana en un automatismo:

—La gente concienzuda siempre lo tiene difícil.

El anciano se abalanzó literalmente sobre esta observación lanzada al azar:

—¡De esto se trata, precisamente! ¡De la conciencia y de la simpatía! Los dos extraños que acuden a mí para hacer sus averiguaciones, y que seguramente han pasado también por la vivienda del conserje, no me resultan en absoluto simpáticos, aunque sé perfectamente que el deber me ata a ellos. En cambio, siento simpatía por aquel por el que preguntan. ¡Tranquilo, tranquilo, que aún estamos aquí, bribón! —gritó al téckel que venía hacia ellos a toda velocidad y volvía a salir disparado—. Mi conciencia no puede aceptar que corra algún peligro —añadió.

—En ese caso, la persona en cuestión no puede sentir más que gratitud hacia usted —dijo Köves, evidentemente aburrido ya por el papel que se veía obligado a desempeñar, pero sin encontrar aún el momento para despedirse.

—¡Gratitud! —el anciano alzó los brazos—. ¿Sabe usted todo lo que he hecho yo por la gente? Y nunca en espera de gratitud, sino con el único fin de poder dormir tranquilo.

—A eso debe quizás el prestigio de que goza —sonrió Köves, como quien se dispone a dar por concluida la conversación; se detuvo, y obligó al anciano a detenerse, y a punto estaba de darle la mano cuando, de forma inesperada por lo visto, le vino algo a la mente:

—¿Y qué preguntaron esos dos hombres? —inquirió sin dejar de sonreír, pero la sonrisa se le había petrificado en el rostro, como si hubiera quedado olvidada allí.

—Lo de siempre —respondió el anciano encogiéndose de hombros—. Que cuándo vuelve a casa el susodicho, si recibe visitas, si tiene un empleo, si ya trabaja —y quiso reemprender la marcha, pero como Köves no se movía, se detuvo.

—¿Aduaneros? —insistió Köves, con voz un tanto temblorosa.

—No sé de qué me habla, señor Köves —el anciano reemprendió la marcha sin prestar atención a su interlocutor, el cual había de seguirlo si quería seguir escuchándolo—. ¿Aduaneros? No llevaban uniforme y, además, no sé qué relación pueden guardar los aduaneros con asuntos como este. ¿Ve usted cómo me entrego? —lanzó una mirada de reproche a Köves—. Ya estoy hablando de cosas que no debería mencionar. ¿Por qué habrían de venir los aduaneros y por qué habríamos de mirar con sospecha o, es más, con temor a un cuerpo que sólo se ocupa de hacer cumplir la ley?

—Entiendo —dijo Köves—, y le doy las gracias, señor presidente.

—¿De qué? —preguntó visiblemente asombrado el anciano—. ¡Si no he dicho nada! Pero veo que quiere marcharse: no deseo retenerlo, nosotros nos quedaremos un rato. ¡Ven aquí, canalla! —gritó a su perro y ni siquiera dio la mano a Köves, como si de pronto se hubiera olvidado o enfadado con él.

Mares del Sur; un peculiar encuentro

Quizá llegó temprano —era domingo, claro—, pero lo cierto es que Köves no encontró ni una sola mesa libre en el Mares del Sur. Divisó a Sziklai entre la multitud, sentado, para su asombro, a la mesa de un hombre de uniforme y bigote canoso. El uniforme no era ni de soldado ni de policía, tampoco se parecía al de los aduaneros; por mucho que se devanara los sesos, Köves sólo conocía dos cuerpos más cuyos miembros llevaran uniforme: los ferroviarios y los bomberos. Sea como fuere, no superó la fase de las suposiciones arbitrarias mientras se acercaba a la mesa, pues Sziklai ni siquiera dio la impresión de conocerlo, y sólo las vehementes sacudidas de su mano que colgaba bajo la mesa dieron a entender a Köves que, por el momento, no se sentara con ellos ni lo saludara. En el local reinaban el barullo de siempre y el humo de siempre, y la alegría era grande en la mesa del «Sin Corona»; al pasar, Köves saludó con una ligera inclinación de la cabeza —como un cliente fijo a otro—, y el «Sin Corona», con las piernas abiertas y el chaleco desabrochado sobre la enorme barriga, riendo a mandíbula batiente —le estaban contando alguna historia divertida por lo visto— se dirigió a él con familiaridad y jovialidad: «¡Buenas noches, mi redactorcillo!» A una mesa más lejana se sentaba, con traje estrecho pasado de moda, extraña corbata ondeante, audaz bigote pegado —sólo podía estar pegado, pues el día anterior no había allí ni cañones—, el «Señor de las Bombas»: debía de ser la pausa entre dos actos en el teatro y sin duda se había pasado tal como iba disfrazado para tomarse un trago o porque algo importante debía comunicar a la «Hetaira Trascendental», que lo escuchaba con el mentón apoyado en la mano y expresión indiferente, la mirada dirigida quién sabe adónde, quizás a la trascendencia, quizás al vacío, porque, a todo esto, no le faltaban las tres copas de aguardiente delante. Más allá había un grupo ruidoso: la mesa de los músicos —Köves se había enterado tiempo antes por Sziklai—, que luego se dispersarían por los diversos locales en los que tocaban. Hacía poco, Köves había descubierto allí un rostro redondo como la luna encima de una pajarita de topos: su conocido, el pianista del club nocturno. Él también reconoció a Köves, se levantó regocijado para saludarlo, y Köves dejó a Sziklai por un momento: «¿Qué?», preguntó el pianista haciendo desaparecer en su enorme y blanda mano la diestra que le ofrecía su amigo, «¿lo has averiguado?» «¿Qué?», le devolvió Köves la pregunta, sin saber por de pronto a qué se refería el pianista. «Dijiste que venías a averiguar algo.» «Claro, claro», musitó Köves —por lo visto, el músico recordaba mejor sus palabras que él mismo—, «pues aún no». El pianista, quien sabe por qué, se mostró más calmado y hasta cierto punto satisfecho, cual si hubiera temido lo contrario. «¿De dónde conoces al “Peque”, al pianista?», inquirió Sziklai cuando Köves volvió a la mesa. Este se alegró de poder contar por fin alguna novedad a Sziklai y le explicó la escena del banco y los temores del pianista. «¿Conque tiene miedo? ¿Precisamente él?», preguntó Sziklai al tiempo que una sonrisa empezaba a resquebrajar los rasgos duros de su cara. «¿Qué pasa? ¿Tan increíble es?», preguntó Köves un tanto confundido por el asombro de Sziklai. «¿Quién crees que puede tocar el piano en el Estrella Radiante?», le devolvió el otro la pregunta. A lo que Köves respondió: «pues sí» y Sziklai lo remató con un «ya ves», mostrando un aire de superioridad pedagógica, como si acabara de poner orden en el mundo mental de Köves.

En el «manicomio», que así llamaban a la parte trasera del restaurante, una sala sin ventanas, de techo bajo, iluminada por la luz fantasmagórica de unos tubos fluorescentes, se jugaba a las cartas en medio del alboroto de voces que rebotaban en las paredes. Entre las mesas iba y venía el señor André, «El del Cloroformo», delgado, las sienes plateadas, una sonrisa aburrida y cosmopolita en torno a los labios; se detenía detrás de alguna silla y echaba un vistazo a las cartas. Köves se preguntaba ya si no era preferible marcharse y volver al cabo de un rato cuando Aliz, que vino a su encuentro, cogió las riendas de su destino sin pensárselo dos veces:

—Venga —dijo— lo sentaré junto a mi compañero —y se dirigió en el acto hacia una mesa situada en un rincón, una mesa de servicio cargada de platos, vasos, cuchillos, cucharas y tenedores. Desde allí llevaba Aliz los cubiertos a los comensales y allí, junto a una pila de platos, estaba sentado un hombre robusto, con la cabeza inclinada como si durmiese. Sólo se le veía la coronilla más bien calva. Aliz, a quien Köves seguía a escasa distancia, se detuvo ante él, se inclinó por encima de la mesa y le preguntó en voz baja, pero suficiente para que Köves la oyera:

—¿Estás pensando? —a lo cual el hombre levantó la cabeza poco a poco y clavó en Aliz la mirada somnolienta, pesada. Sin esta expresión en cierto modo desvalida, de acusación en la queja, de irritación en la paciencia, el semblante carnoso y ovoide que Köves había visto varias veces en el Mares del Sur, aunque sólo desde cierta distancia, hasta podría haberle parecido simpático, amable e incluso alegre.

—Sentaré aquí al señor redactor —continuó Aliz—, no te molestará. —A Köves le asombró el tono de la mujer; siempre tan desenvuelta con los extraños, con él mismo por ejemplo, parecía perder todo el ánimo precisamente ante su «compañero». Y más aún le sorprendió la exhortación que le dirigió en voz apenas audible:

—Trate de entretenerlo un poco —como si le confiara un enfermo grave.

A Köves, mientras se sentaba a la mesa, no se le ocurrió nada más entretenido que presentarse, a lo cual el hombre le comunicó su apellido con la voz clara y sonora de un cantante de ópera:

—¡Berg![5]

Lo pronunció de forma breve, dura y, aun así, melodiosa. Köves ya conocía el nombre, claro, siempre acompañado de gestos de desprecio y también de unánime compasión hacia Aliz. Así solían referirse a él los clientes fijos del Mares del Sur cuando lo mencionaban.

—¿Qué cenaré hoy? —preguntó Köves volviéndose hacia Aliz con una sonrisa más cómplice de lo normal, dispuesta para la broma, obedeciendo así a la exhortación de antes. Y, por lo visto, la mujer en seguida aceptó el juego:

—Plato frío —dijo.

—¿Y eso qué es? —inquirió Köves.

—Pan con manteca y cebolla —respondió Aliz. Se volvió hacia Berg, a quien estas pullas no parecían entretener en absoluto, aunque quizá ni siquiera había escuchado a su compañera porque seguía con la cabeza inclinada y daba la impresión de haberse dormido de nuevo. En voz baja, que incluso se antojaba un tanto angustiada, le preguntó—: ¿Quieres unos pastelitos?

Berg le dirigió una mirada lerda y cargada de reproche:

—¡Dos! —dijo.

La mujer se fue, y Berg, volviéndose hacia Köves, que sentía por primera vez esa mirada más bien desatenta que, sin embargo, generaba una sensación de incomodidad, afirmó con voz clara y objetiva:

—¡Me gusta lo dulce!

Así y todo, Köves creyó percibir cierto tono de disculpa.

—Yo tampoco lo desprecio —dijo precipitada y estúpidamente. Por lo visto, se le había pegado la incomprensible turbación de Aliz.

No obstante, pareció despertar cierto interés en Berg:

—¿Periodista? —preguntó.

—Sí —respondió Köves—. Pero me han echado —añadió en seguida para evitar malentendidos.

—Caray —dijo Berg—, ¿y por qué?

Köves:

—¿Se puede saber por qué?

—Se puede —contestó Berg en voz alta y decidida. Köves, perplejo por esa respuesta tan contraria a la de siempre, se encogió de hombros y señaló con una ligereza un tanto forzada:

—Según parece, sabe usted más que yo, porque yo no lo sé, desde luego.

—Claro que lo sabe —dijo Berg, como si le irritara la contradicción—, todo el mundo lo sabe. A lo sumo finge usted extrañarse —y Köves sintió emerger de pronto un lejano recuerdo: tuvo la sensación de que ya le habían dicho algo semejante.

Por un momento, sin embargo, se interrumpió la conversación; Aliz volvió. Puso los pastelitos ante Berg y sirvió a Köves unas hamburguesas con patatas y ensalada de pepino. Eran dos trozos de carne picada de grandes dimensiones, que tenían toda la pinta de poder saciar el apetito de Köves sin suponerle ningún dispendio. Y aunque no escatimó una sonrisa de agradecimiento, él ya ardía de impaciencia por volver a estar solo con Berg:

—¿No lo habrán despedido a usted también? —preguntó, recordando de pronto haber oído algo así respecto a Berg. No lo sabía a ciencia cierta, claro está, pues había ido comprobando que en el Mares del Sur se sabía todo de todo el mundo y, en el fondo, nada de nadie.

Sin embargo, Berg se quedó debiéndole una información precisa:

—Si quiere, se puede expresar así —se limitó a decir; mordió la parte de arriba, de color rosa, del pastelito y colocó en el plato la base hecha de masa.

—Y —aunque no era su costumbre, Köves no quería soltar la presa—, ¿sabe usted por qué?

—Claro que lo sé —respondió Berg fríamente, con decisión, arqueando incluso las cejas, como si lo impacientara la incomprensión de Köves—: porque fui considerado inadecuado.

—¿Inadecuado para qué? —insistió Köves, que también empezó a cenar.

—Para lo que estaba designado —Berg mordió el otro pastelito, de color chocolate, que, por supuesto, no contenía chocolate, sino una pasta que se le parecía.

—¿Y para qué estaba designado? —en su asombro, Köves adoptó sin dudar el particular vocabulario de Berg.

—Para lo que soy adecuado —sonó la respuesta con la misma naturalidad de antes.

—¿Y para qué es adecuado? —prosiguió Köves el interrogatorio.

—Mire usted —el semblante de Berg adoptó una expresión reflexiva, y no miró a Köves, como si no hablara con él y se limitara a monologar—, esa es la pregunta. Probablemente, la que todo lo abarca. O, para ser preciso, la que incluye hasta los detalles. Da igual. Es de suponer que me dio miedo probarlo —como volviendo a la realidad, lanzó una mirada escrutadora a la mesa, hasta encontrar las servilletas y se limpió con una de ellas los dedos, seguramente pegajosos por los pastelitos—, y ahora ya no se sabrá nunca —prosiguió mientras tanto—, puesto que he sido excluido del ámbito de las decisiones.

—¿Cómo? —preguntó Köves.

—Reconociendo yo los hechos —respondió Berg—, y los hechos reconociéndome a mí.

Se produjo un estruendo: era Aliz, que se llevaba los platos y cubiertos apilados sobre la mesa. Berg entornó los ojos; parecía físicamente torturado por el trajín de la mujer y el ruido que lo acompañaba, de modo que Köves aprovechó la ocasión para pedir un vaso de cerveza a la camarera, que se inclinó sobre la mesa y preguntó a Berg con tono pausado, como si hablara a un sordomudo:

—¿No tienes sed?

Berg sacudió la cabeza con los ojos siempre entornados; con expresión atormentada y al mismo tiempo pueril y mendicante se limitó a levantar dos dedos. Aliz dudó un momento:

—¿No será demasiado? —preguntó luego, a lo cual Berg dobló el pulgar, de manera que sólo el índice quedó alzado, suplicando.

—Está bien —dijo la mujer después de pensárselo un poco—, pero que sea la última vez. Te estropearás el estómago —y se marchó. Köves, por su parte, apenas podía aguardar el instante idóneo para comunicar su observación y al final logró sacarla a colación:

—Suena muy interesante, pero no la entiendo del todo.

—¿Qué? —Berg abrió los ojos, habiendo olvidado, por lo visto, de lo que habían estado hablando.

—¿Qué entiende usted —se impacientó Köves— cuando dice que los hechos lo reconocieron?

—¿He dicho eso? —preguntó Berg.

—Pues sí —urgió Köves, como un niño que espera la continuación de un cuento empezado.

—Simplemente —dijo Berg y sonrió, como queriendo suavizar sus palabras— que me va como a cierto señor después de probar el vinagre.

—No sé —la impaciencia empezaba a condensarse en irritación—, no sé de quién me habla.

—Lo importante —dijo Berg— no es de quién le hablo, sino lo que dijo la persona en cuestión.

—¿Y qué dijo? —se interesó Köves.

—Que todo estaba acabado —sonrió Berg. Köves, en quien esa sonrisa complaciente en el desgarro, ese discurso enigmático y secretista habían barrido los últimos restos de cortesía, señaló ya con irritación descarada y casi agresiva:

—Es posible que la persona en cuestión realmente dijera eso, pero usted, perdóneme, usted está aquí cómodamente sentado en la silla de un café y no prueba vinagre, sino que despacha sus pastelitos que da gusto.

La irritación de Köves, sin embargo, no sacó de quicio a Berg, que a lo mejor ni siquiera la percibió:

—No me lo eche en cara —dijo tratando de apaciguar los ánimos, por así decirlo—. Por lo visto, me han olvidado.

—¿Quiénes? —Köves recobró el dominio de sí mismo, y el lugar de la irritación fue ocupado por una ligera repugnancia que, a su vez, exigía verse justificada. Sin embargo, la pregunta recibió la callada por respuesta, y ya se disponía a renunciar a ella (tras acabar la cena, sólo anhelaba la llegada de la cerveza que había pedido), cuando, inesperadamente, Berg empezó a hablar con voz acendrada, como un tenor, y la cabeza inclinada de tal modo que su interlocutor apenas podía verle el rostro:

—En aquella habitación —dijo—, donde repasan las listas de vez en vez, alguien grita cuando llegan a mi apellido, bastante pronto, por cierto, ya que empieza por «B»: «¿Y este aún existe? ¡Liquidémoslo ya!» A lo cual su colega hace un ademán de desprecio y dice: «¿Para qué? ¡Ya la palmará solo!» —y levantó de improviso la cabeza, pero no para mirar a Köves, sino al platito que Aliz le ponía delante y que lucía un pastelito de color blanco. Köves también recibió su cerveza, que se tomó de un trago. Y sea porque el alcohol le subió a la cabeza, o porque la pregunta había madurado en contra de sus intenciones y se hallaba ya en la punta de su lengua, inquirió con una sonrisa como si aceptara el juego, en broma, claro:

—¿Y qué cree usted que decidirán sobre mi persona en aquella habitación?

—Ve usted, ese es el gran error general —dijo Berg, y también sonrió. De pronto, todo lo extraño se desprendió de él; o precisamente lo extraño resultó de repente familiar a Köves. De súbito lo embargó una sensación rara y tal vez engañosa, la intuición de que Berg también podía ser un extranjero, quién sabe, quizás un compatriota suyo, mayor que él, que había venido a parar aquí hacía tiempo y estaba mejor informado—. Usted mismo debe decidir —continuó Berg—, le dan a usted la oportunidad y después toman nota de su decisión en la habitación.

—¿Y cree usted —la imagen que Berg acababa de proyectar ante sus ojos, por así decirlo, parecía bastante increíble, pero, quizá por su plasticidad, encandiló la imaginación de Köves—, cree usted que existe esa habitación?

—Es posible que, de hecho, no exista —dijo Berg un tanto distraído, encogiéndose de hombros—, pero la posibilidad sí existe. Y a la angustia de que quizás exista se suma la incertidumbre de si existe o no. Todo eso ya es suficiente.

—¿Para qué? —preguntó Köves.

—Para colmar cada vida individual.

Pero Köves no quedó satisfecho con la respuesta:

—A mí no me es suficiente —dijo, y al cabo de un rato, acercando a Berg la cara marcada por una expresión de desconcierto, añadió en voz baja y tono reflexivo—: Yo no veo ninguna planificación en todo esto.

—He ahí la planificación —contestó Berg en el acto, y su rostro se estremeció un poco, como si le hubiesen ofendido las dudas de Köves.

Pero este decidió no darse por vencido con tanta facilidad:

—¿Dónde? —preguntó—. ¿En el hecho de que yo no la vea o en que no exista ninguna planificación?

Y la respuesta de Berg:

—Las dos cosas —sólo aumentó su insatisfacción.

—Es sólo una suposición —dijo—, palabras vacuas, ninguna prueba. Allí falta algo… —Köves buscaba las palabras—. Sí —continuó—, falta la vida.

—¿La vida? —ahora era Berg quien parecía asombrado—. ¿Eso qué es?

Y Köves confesó en voz baja, con toda sinceridad:

—No lo sé. —Pero añadió acto seguido—: Tal vez el mero hecho de que vivamos. —Y al ver de reojo que el hombre de uniforme se despedía de Sziklai y se marchaba y que su amigo lo buscaba con la mirada, se levantó súbitamente de la mesa:

—¡Hasta luego! —dijo, y Berg asintió con la cabeza sin abrir la boca: no quería retenerlo, por lo visto. Así pues, Köves se dirigió a la mesa de Sziklai y contempló con una sensación cálida y familiar cómo la risa que fragmentaba los rasgos cambiaba la expresión de su amigo:

—¡He llegado a bombero! —comunicó.

—¿Cómo? —se rió también Köves. Y Sziklai le contó que el «tío» con el que acababa de «negociar» era el subcomandante de los bomberos de la ciudad, al que él, Sziklai, conocía desde hacía tiempo.

—Cuando aún estaba en el periódico, le hice algunos favores —dijo—. Y ahora se dieron cuenta en el cuerpo de bomberos —continuó Sziklai— de que la tarea de apagar incendios es una profesión heroica que requiere valor e implica riesgo y que no es reconocida ni por el público ni, de hecho, por los propios bomberos. Se limitan a apagar el fuego y ya está: ni siquiera saben lo que hacen. En una palabra: por todos los medios de la letra, de la palabra, de la influencia espiritual, hay que tratar de despertar su autoestima y, al mismo tiempo, desarrollar el respeto hacia ellos. En este cometido invertirán, además, una considerable cantidad de dinero, siempre y cuando encuentren al experto adecuado.

—¿Y ese serías tú? —inquirió Köves.

—¡¿Quién si no?! —se rió Sziklai—. He nacido para ello.

El tipo, contó, le había ofrecido el rango de oficial, pero sólo habría de llevar uniforme en ocasiones oficiales o festivas.

—Tengo la sensación —añadió en tono reflexivo— de que le he venido al pelo.

—¿Por qué? —preguntó Köves.

—Porque estoy despedido y no tengo otras posibilidades —explicó Sziklai—. ¿No lo entiendes? —miró a Köves, que confesó:

—No del todo.

—¡Oye! —se enfadó Sziklai—. Necesitan la publicidad, tienen dinero de sobras para pagarla, pero él no puede acceder al dinero de forma directa. Entonces, ¿qué puede querer si no?

—Claro —dijo Köves por si acaso.

—¡Ya ves! —se tranquilizó Sziklai—. Ahora sólo falta encontrar algo para ti —continuó.

—Yo mañana encuentro un empleo.

—¿Dónde? —se extrañó Sziklai, y Köves le respondió:

—En cualquier sitio —y contó que dos hombres lo habían estado buscando—. Eran aduaneros —añadió, y Sziklai se rascó la cabeza:

—Ayayay —hizo una mueca—. Tratemos de pensar algo —propuso, pero Köves consideró:

—Aquí no hay nada en qué pensar —cosa que Sziklai comprendió, aunque a regañadientes.

—Sólo me temo —mostró su preocupación— que desaparezcas, que te me vayas a parar al abismo.

Y como si la sonrisa con que Köves recibió sus palabras sólo diera más argumentos a su preocupación, exclamó:

—¡Qué será de nuestra comedia! —Por lo visto, la expresión de su amigo tampoco le inspiró mucha confianza, porque añadió—: Yo no me olvido de ti, o sea, ¡tarde o temprano te encontraré algo! —lo animó con tono precipitado, nervioso. Köves le dio las gracias y acordaron que, «pasara lo que pasara», se encontrarían allí, en el Mares del Sur. Köves se despidió alegando que había de levantarse temprano al día siguiente, pagó la cena a Aliz y en la salida se detuvo un momento, ya que la puerta giratoria estaba dando vueltas y el «Peque», el pianista, salió por ella, saludando a Köves con gesto amplio y exagerado.

—¿Qué —preguntó Köves después de devolverle el saludo—, en qué banco pasas ahora las noches?

—En ninguno —respondió el pianista: parecía más abandonado de lo normal, su cara presentaba un brillo grasiento, no llevaba la pajarita de topos, y un olor amargo a alcohol inundó la nariz de Köves, que preguntó:

—¿Ya no temes que te lleven?

—Claro que lo temo —respondió el músico—, pero más miedo me da el reumatismo —y con la boca abierta de par en par, soltó una estridente e interminable carcajada para celebrar su broma, si es que era una broma y no hablaba en serio. A Köves le llamaron la atención los enormes huecos entre los largos dientes; una observación bastante tardía, pensó Köves, después de pasar casi toda una noche en su compañía.