TERCER CAPÍTULO

Despido

Köves se despertó al oír el timbre; o, para ser precisos, al abrir la puerta. Por lo visto, los timbrazos, ora impacientes, ora prolongados, ora intermitentes, lo habían sacado de la cama antes de que se despertara de verdad, pues de lo contrario jamás habría ido a abrirla. ¿Quién podría buscarlo? Nadie.

Sin embargo, se equivocaba: en la puerta estaba el cartero y buscaba precisamente a «un tal Köves».

—Soy yo —se asombró Köves.

—Una carta certificada para usted —dijo el cartero, en cuya voz percibió cierto matiz de reproche, como si recibir una carta certificada no formase parte de las cosas más loables, aunque también es posible que quisiera recriminar así los insistentes e inútiles timbrazos.

—Firme aquí —acercó un cuaderno a Köves, seguramente el libro de entrega, y Köves se disponía a llevar la mano al bolsillo interior de la chaqueta cuando se dio cuenta de su estado: el pelo enmarañado a buen seguro, la cara arrugada por el sueño, un pijama ajeno. Bien podía creerse que llevaba toda la mañana holgazaneando, aunque no era esa su intención, claro.

—Ahora mismo traigo una pluma —farfulló confuso; pero el cartero, sin decir palabra, como quien se limita a lo debido y previsible, le entregaba ya el lápiz que tenía preparado, como si sólo hubiera retrasado el gesto para avergonzar al inquilino.

Ya en su cuarto, Köves abrió la carta: así se enteró de que la redacción del periódico en el que había trabajado hasta entonces como periodista lo despedía. Si bien aún recibiría la paga correspondiente a dos semanas, según la ley laboral número tal y tal —«puede usted cobrarla en nuestra caja en cualquier día de trabajo, en horario de oficina»—, a partir de esa fecha prescindían de sus servicios.

Köves leyó la carta con una mezcla de confusión, fastidio y preocupación. ¿Cómo? ¿La vida empieza aquí con un despido? Claro que no trabajaba en el periódico que acababa de despedirlo; por otra parte, bien podía trabajar, por cierto. Ahora que lo habían puesto de patitas en la calle, le resultaba atrayente la posibilidad que habían alumbrado ante sus ojos para apagarla en el acto. ¿Y si no era suya la posibilidad? ¿Cómo podía saberlo? Sólo la experiencia podía darle una respuesta; en tal caso, sin embargo, ya no sería una posibilidad, sino vida, su vida. Pensándolo bien, Köves no sentía ningún interés por el periodismo, y era posible, y hasta probable, que no fuese la persona adecuada para tal profesión. El periodismo —ese es su espíritu— es mentira o, cuando menos, frivolidad irreflexiva; y aunque Köves no era en absoluto tan arrogante como para considerarse incapaz de mentir, sí abrigaba la sensación de no poder cumplir siempre con todas las mentiras: algunas superaban sus fuerzas, otras sus capacidades o, como habría preferido formularlo, su talento. Por otra parte, dominaba el lenguaje, sin duda, y aquí apreciaban eso, a su manera, claro. Además, aunque no estaba en este lugar para convertirse en periodista, ni para dedicarse a otro oficio estúpido, de algo debía vivir, y el periodismo, haciendo caso omiso de la mentira, resultaba una ocupación cómoda que dejaba bastante tiempo libre. Sea como fuere, decidió Köves al cabo, su imaginación sólo podía aferrarse a aquello que le ofrecían; la carta lo convertía en periodista o, para ser preciso, en un periodista recién despedido. Tenía que seguir este rastro, de modo que se dirigió rápidamente al baño (el agua caliente no funcionaba, cosa que lo sorprendió desagradablemente aunque, de hecho, debía de contar con ello) y se vistió ipso facto para llegar cuanto antes a la redacción.

Los triunfos de Köves

Al salir a toda prisa del portal, Köves tropezó literalmente con un perro, una especie de téckel diminuto, de color canela, patas cortas, cuerpo largo y morro reluciente, que aulló a más no poder por el dolor, pero en lugar de ladrarle, empezó a husmear sus zapatos meneando amigablemente la cola, saltó luego sobre él, apoyó las patas delanteras sobre las perneras de su pantalón, mirando hacia arriba con ojos brillantes y mostrando la lengua roja que se enrollaba en la punta, de tal manera que Köves —como si quisiese reconciliarse con el animal— lo rascó detrás de las orejas. Se dio la vuelta para seguir su camino, pero a punto estuvo de topar entonces con un caballero un tanto corpulento, de pelo blanco y mofletes colorados, que llevaba un traje de desgastada elegancia y sujetaba una correa y un collar de perro.

—¿Es también propietario de un perro? —preguntó con sonrisa amable a Köves, quien, a pesar de su premura, se detuvo por lo extraño del encuentro o quizá por la aun más peregrina idea de que él, Köves, fuese propietario de un perro.

—No, en absoluto —respondió precipitadamente.

—Pues entonces seguro que le gustan los animales. El perro lo percibe enseguida —continuó el señor mayor con imperturbable simpatía.

—Por supuesto —dijo Köves—, pero perdóneme —añadió—, tengo prisa.

—¿Vive usted en esta casa? —insistió el señor corpulento y, sin modificar un ápice su expresión simpática, lanzó a Köves una mirada rápida y penetrante.

—Hace muy poco —respondió Köves, ansioso por seguir, y el anciano se percató de su impaciencia:

—Entonces sin duda aún tendremos el placer… —lo despidió por fin, con voz de viejo un tanto hueca, al tiempo que agitaba la mano con un gesto ya pasado de moda.

Köves corrió hacia el tranvía. Ya se acercaba el mediodía, de modo que temía llegar fuera del «horario de oficina» mencionado en la carta de despido. Encontró la parada con facilidad, aunque no exactamente allí donde la buscó en un principio, puesto que la antigua isleta peatonal ya sólo era un montón de adoquines desde donde llegaba a ritmo intermitente el sonoro martilleo de un grupo de lerdos peones camineros. ¿Había sido destrozada por un bombardeo? ¿Había sido desmontada para montar una barricada y volvían a arreglarla? ¿O simplemente estaban ampliando la calzada? Köves no podía saberlo. El tranvía —un convoy improvisado, cada uno de cuyos tres vagones llevaba el sello de una época distinta, como si los hubieran sacado a toda prisa, a falta de mejor solución, de las polvorientas tinieblas de varias cocheras— se hizo esperar bastante, de modo que una considerable multitud se reunió a su alrededor en la acera; para colmo, Köves, que consideraba que había de dejar pasar a una mujer corpulenta cargada con toda clase de bolsos y trastos, tampoco pudo oponer resistencia —debido seguramente a su asombro— a la presión decidida de un codo, ni a los empujones descarados acompañados de insultos, y se dio cuenta de repente de que se había quedado abajo. No le faltaron ni la fuerza ni la voluntad, sino más bien el impulso necesario para la voluntad: la percepción clara de su situación de apuro, de la que surgen las acciones y que le ayudó a subirse al siguiente tranvía, a pesar de las dificultades, de las piernas, los codos y las voluntades que se le oponían.

En la entrada del edificio del periódico tuvo que afrontar nuevas dificultades: el vigilante, un aduanero armado con pistola, no quería dejarlo entrar sin la preceptiva autorización, que se extendía en la caseta del portero situada a pocos pasos de distancia. Desde luego, Köves difícilmente podía afirmar que no contara en el fondo del alma con algún obstáculo de este tipo, pero lo cierto es que se había adelantado en el pensamiento y, en su pueril candidez, ya se había visto en el mostrador de la caja. En este caso, sin embargo, demostró su total inexperiencia en las cuestiones relacionadas con su situación, todas ellas de importancia. No fue capaz de responder correctamente ni a una sola de las preguntas del portero: no supo decir de dónde venía, ni a quién buscaba y, de hecho, ni siquiera quién era.

—¿Es usted periodista? —le preguntaron.

—Sí —declaró Köves—. Me gustaría cobrar lo que me corresponde —explicó.

—¿Recibe honorarios?

—Algo por el estilo —respondió Köves—. De hecho, es mi sueldo —añadió, antes de que lo pillaran en una mentira.

—¿Su sueldo? —el portero lo miró con incredulidad desde detrás de su mesa, repleta con el teléfono, los formularios de entrada y una lista de nombres—. ¿O sea, que aún no ha cobrado su sueldo?

—No. Bueno… —empezó Köves, pero el portero lo interrumpió:

—¿Pertenece usted a la casa?

—Por supuesto —aseguró Köves.

—¿Dónde tiene entonces su autorización permanente de entrada? —sonó entonces la siguiente pregunta, bastante capciosa, que bien podría haber cabido en un interrogatorio. Köves tardó quizás un minuto en encontrar la respuesta:

—Estuve un tiempo en el extranjero —y pareció que su declaración impresionaba al portero:

—¿En el extranjero? O sea, que devolvió provisionalmente la autorización —dijo por primera vez con el tono servicial que, según Köves, debía utilizar un portero—. Haga el favor de mostrarme su documento —añadió disculpándose con la expresión de su rostro por esta petición impertinente, pero, por lo visto, inevitable. Ya tenía la pluma en la mano, dispuesto a rellenar el pase en el acto, basándose en los datos del documento de identidad.

Sin embargo, tan pronto como vio el documento de Köves, volvieron a su cara no sólo la desconfianza, sino también el rechazo puro y duro mezclado, además, con cierta sensación de ofensa:

—No puedo aceptar un documento de registro provisional.

Empujando el papel, lo acercó de nuevo a Köves, quien, sin embargo, no admitió que, con el documento, lo apartase también a él. Por tanto, no lo aceptó, y el papel quedó al borde de la mesa.

—Por el momento no dispongo de otro documento —intentó convencer al portero, un hombrecito realmente enjuto, cuyos miembros, que sobresalían por encima del escritorio, estaban perfectamente intactos, pero al que por algún motivo, por algo extraño que se manifestaba en sus rasgos o gestos, Köves (no sabía por qué) tomó desde el primer momento por un tullido, es más, por un inválido de guerra, debido a una imagen del todo arbitraria, según la cual todo inválido lo era por haber participado en la guerra. Y para justificar sus palabras, Köves encontró entonces una idea salvadora, sacó del bolsillo la carta de despido recibida esa mañana, que por fortuna había guardado allí antes de salir de casa, y la mostró al portero:

—Tome —dijo—, aquí puede ver que no miento: pertenezco a la casa, soy periodista y quiero cobrar mi sueldo.

El portero, sin embargo, después de echar un vistazo a la carta con su cara estrecha y maligna, se limitó a contestar:

—Vaya —con un tono inequívoco, al tiempo que, con un gesto aún más inequívoco, ponía la carta al borde de la mesa, junto con el otro documento de Köves. Acto seguido se volvió hacia el próximo cliente, pues entretanto se habían juntado varios hombres y mujeres en aquel cuarto pequeño, todos empeñados en entrar en el edificio. Hasta ese momento, Köves ni siquiera se había percatado de su presencia; a lo sumo los había percibido en forma de una presión muda sobre su espalda aunque, de hecho, nadie lo había tocado. Al ver sus expresiones de alivio comprendió hasta qué punto confiaban en que le cortaran la palabra y pusieran fin a su inútil combate.

A partir de entonces pudo seguir rodando la rueda y funcionando la empresa; el portero trató con ostensible amabilidad a quienes, contrariamente a Köves, tenían derecho a entrar: saludaba a unos como a viejos amigos, a otros les echaba una mano marcando un número de teléfono, y los siguientes no necesitaban esa ayuda dado que figuraban en la lista de las personas esperadas en las alturas. Una especie de alegre ajetreo y tácita unanimidad se fraguó en torno a Köves y contra él, por así decirlo; se trataba probablemente de una impresión basada no tanto en los hechos sino más bien en la sensibilidad del propio Köves, que en aquellos instantes estaba a flor de piel. Aunque ya nadie le prestaba atención, sentía que todas las miradas se clavaban en él y que, cada vez que se rellenaba una autorización de entrada no servía para que la persona pudiese entrar, sino única y exclusivamente para humillarlo. Sea como fuere, no cabía la menor duda de que sin voluntad y sin la expresión adecuada de esta voluntad nunca entraría en el edificio del periódico, como no había subido al primer tranvía. No obstante, Köves se sentía bastante confuso: no sabía qué querer. Ya no quería aquello que debería haber querido por sentido común: entrar en el edificio para cobrar su sueldo. Seguramente ya lo había olvidado. Si, aun así, quería entrar, era para vencer y dar una lección al portero. Pero esto sólo podía quererlo si se controlaba; porque lo que de verdad quería era algo muy distinto: irrumpir en otro ámbito, romper con la serenidad. Lo que Köves de verdad quería era, lisa y llanamente, partirle la cara al portero y sentir en el puño que aquello que antes fuera un rostro se convertía en una papilla informe y pringosa. Al mismo tiempo, sólo se abofeteaba a sí mismo, pues sabía perfectamente que no lo haría, no por compasión, ni por autodisciplina, ni por miedo, sino por su incapacidad de golpear a alguien en la cara.

Esa rabia, que ya no sentía hacia el portero sino más bien hacia sí mismo, así como una sensación confusa, quizá de vanidad, que le impedía abandonar el escenario sin pronunciar palabra, sin dejar huella, como si nunca hubiera estado allí, toda esa emoción poco práctica estalló finalmente cuando el último cliente se hubo marchado y, por el momento al menos, no venía nadie más:

—Está bien, no me deje entrar, pero entonces no se remita usted al reglamento, sino a su mala voluntad. Este es mi documento, no tengo otro, ¡y mucho se sorprendería usted si supiera dónde lo conseguí y de quiénes! Pero lo devolveré y les avisaré que usted no lo admitió, que usted no admite este documento que ellos me extendieron —gritó y escuchó asombrado su propia voz que parecía un chillido, al tiempo que seguía—: Y he de recibir mi paga de todos modos, aunque sea por correo. Esto, claro, supondrá más trabajo y más gasto para la empresa, pero usted no se preocupe, ya se enterarán del causante de estos problemas: ¡usted, que trasgrede su ámbito de influencia oficial!

Dicho esto cogió sus papeles de la mesa y ya tenía el pomo de la puerta en la mano cuando lo alcanzó la voz del portero:

—¡Espere! —y Köves se volvió poco a poco, titubeante: ¿así se consiguen aquí los objetivos, perdiendo antes toda esperanza?

—¡Enséñeme ese documento! —pidió el portero, y su rostro, más hosco que antes, parecía ocultar cierta inseguridad. Miraba ora a Köves, ora el documento, como si quisiese compararlos, pero el documento, claro está, no incluía foto alguna; su mano se movió, se acercó al teléfono, pero por lo visto el hombre se lo pensó dos veces: de repente prefirió coger la pluma, rellenó con letras grandes y torpes el pase y arrancó el papel del bloc. No intercambiaron ni una sola palabra, ni se miraron mientras Köves recibía el papel y salía a toda prisa del cuarto.

Continuación (otro triunfo)

Mientras subía en ascensor —cabinas abiertas que suben y bajan sin parar: «rosario», no: «paternóster», recordó el nombre por el que se conocen esos artilugios—, Köves tuvo una sensación de pesadez y cansancio. Le latía el corazón, sus párpados se entornaban, como si el triunfo que acababa de cosechar hubiera consumido todas sus fuerzas. Claro que había dormido poco y hasta había olvidado desayunar. ¿Sería siempre así a partir de ahora? ¿Tendría que extraer de sí sentimientos tan intensos y autotorturadores cada vez que se viera obligado a dar un paso? ¿Cómo sacar la pasión y el sentido de la orientación necesarios, si, de hecho, no sabía siquiera hacia dónde se dirigía ni dónde estaban el delante y el detrás? Así y todo, no podía negar que su miserable victoria —miserable precisamente por vivirla como victoria— le proporcionaba una sensación de calor en su interior, como una caricia aterciopelada; y tampoco podía acallar ahí dentro la suave melodía de una turbia satisfacción, como si acabara de descubrir dentro de sí una fuerza ciega jamás intuida. Incluso se olvidó de bajarse en la planta correspondiente —tal como se había enterado por el tablero informativo colgado en el vestíbulo, la caja se hallaba en una de las plantas inferiores—, cuando de pronto tomó conciencia de un letrero que le advertía de la conveniencia de bajarse en el último piso o, en su defecto, de guardar la calma en la buhardilla, donde el ascensor se desplazaba lateralmente y volvía a emprender el descenso. Köves prefirió apearse.

Por lo visto, en vez de ir a la caja fue a parar directamente a la redacción —ya que era tan difícil acceder a esta casa, al menos podrían procurar que la gente se dedicara a resolver sus asuntos y no deambulara por allí como le diera la gana, pensó Köves con cierta sorna y satisfacción, como quien acaba de descubrir un resquicio en aquella lógica que se suponía perfecta—. Se encontró en un pasillo inmensamente largo, iluminado por tubos fluorescentes de luz entre blanquecina y azulada; oyó el tecleo de las máquinas de escribir tras las puertas, fragmentos de voces que se mostraban nerviosas o dictaban algún artículo, el timbre estridente de los teléfonos, y sintió en la nariz el olor fresco, a tinta, de las galeradas. Probablemente a causa del cansancio, notó un mareo como quien recorre el escenario de una pesadilla que se repite. La gente lo adelantaba o venía a su encuentro. Köves los miraba extrañado: algunos calzaban botas y aún emanaban, por así decirlo, olor a tierra y abono; otros llevaban ropa de mala calidad, sus rostros sombríos parecían turbados o decididos; sus dedos, bajo cuyas uñas se había instalado una suciedad grasienta ya de manera definitiva, sujetaban con torpeza unas hojas de papel; y también se topó con algunos hombres apresurados, esmirriados, más bien calvos, con gafas, cañones de barba en el mentón, ojos que parpadeaban nerviosos y cigarrillo en la comisura de los labios, a los que Köves tomó por auténticos periodistas. Hacia el final del pasillo encontró una puerta con el siguiente letrero: REDACTOR JEFESECRETARÍA. Apretó la manilla y entró en un cuarto amplio y luminoso, donde alguien escribía a máquina en el fondo. Cerca de Köves había una mujer rubia y regordeta sentada a un escritorio; su cara arreglada, la papada arrogante y el vestido cuidado eran precisamente lo contrario de cuanto había visto hasta entonces Köves, cuya nariz percibió un perfume agradable que aspiró profundamente. La última vez que había olido algo así fue durante su permanencia en el extranjero. A la pregunta de la secretaria, declaró sin ambages que deseaba hablar con el redactor jefe.

—¿De parte? —preguntó la secretaria.

—Köves —respondió.

La secretaria hojeó un cuaderno:

—No está anunciado.

—No —reconoció—, pero igual querría hablar con él.

—¿De qué asunto? —preguntó la secretaria, y Köves señaló no sin cierta acritud:

—Me han despedido.

—Vaya —dijo la secretaria, utilizando la misma palabra que el portero, pero sin ningún tono de reproche, sino más bien con interés—, usted es el que ha vuelto del extranjero. Estamos informados —y, al tiempo que se apagaba en su rostro la curiosidad que tan extrañamente se había encendido, comunicó a Köves que primero habría de ponerse de acuerdo telefónicamente con el redactor jefe, quien determinaría el día y la hora de la cita, que comunicaría a ella, la secretaria, y ella, a su vez, informaría en su momento a Köves, por teléfono si tenía teléfono o por vía postal si no lo tenía.

—Entonces me tocará bastante tarde —señaló Köves.

—Quizá sí —reconoció la secretaria—, pero es el procedimiento. Además, el redactor jefe está muy ocupado en estos instantes.

—¿En qué? —preguntó Köves, y la secretaria lo miró como si no hubiera llegado del extranjero, sino directamente del manicomio.

—Está trabajando —dijo—, y ha ordenado que nadie lo moleste.

—En mi caso hará una excepción, seguro —consideró Köves, y se dirigió de inmediato hacia la puerta acolchada. Si ese esmerado aislamiento y los remaches de bronce que lo rodeaban aún le dejaban alguna duda, esta quedó despejada por el solemne letrero que adornaba la puerta: REDACTOR JEFE. La secretaria se levantó de un salto como si la hubiera picado una avispa:

—¡No se le ocurra entrar! —gritó a Köves.

—Por supuesto que voy a entrar —respondió este, y siguió avanzando, no sin encontrar obstáculos, ya que primero tuvo que esquivar a la secretaria que se había plantado entre él y la puerta para impedirle el paso.

—¡Salga de aquí ahora mismo! —gritó—. ¡Lárguese! —por lo visto, había perdido del todo la cabeza—: ¿No me oye? —y, en efecto, dio la impresión de que Köves no la oía, puesto que, procurando no pisar a la secretaria, seguía adelante sin parar, y ella retrocedía. No se pondrá a pelear conmigo ni sacará un arma, supongo, pensó Köves un tanto preocupado—. ¡Sin previo aviso, aquí no entran ni los jefes de sección… ni el redactor adjunto! —continuó la secretaria, que ya estiraba los brazos como si quisiese abrazar a Köves, aunque se limitaba a defender la puerta con ese gesto tan desesperado como inútil, pues sus nalgas ya tocaban la puerta acolchada. Y entonces Köves volvió a ser testigo del vuelco que, según parecía, recompensaba la testarudez extrema o incluso amenazadora… ¿siempre, o sólo en algunos raros e imprevisibles momentos de inseguridad, de avería? En el rostro agitado y tembloroso de la secretaria, que parecía crucificada en la puerta, surgió primero una expresión de titubeo y luego una sonrisa forzadamente cordial; y como si no hubiera sido ella quien acababa de gritar y hasta de regañarlo a gritos, se dirigió a Köves con voz todavía ronca por la emoción, pero suave:

—Siéntese un momento, que ahora mismo lo anuncio —y en seguida se introdujo por la puerta, tras la cual se abría otra, como pudo comprobar Köves.

Se sentó. De pronto algo lo inquietó, y en seguida se dio cuenta: el silencio. La máquina de escribir, que no había cesado de teclear en el fondo, enmudeció. Köves sólo la había percibido como el susurro de las hojas o el tamborileo de la lluvia en la naturaleza, es decir, sólo se percató de ella cuando calló. Y una vocecita aguda procedente de allí llegó a sus oídos, como si fuese la risita apagada de una mujer; quiso darse la vuelta, pero en eso reapareció la secretaria, ya con la simple sonrisa oficial, como si nada hubiera ocurrido entre ellos, y le dijo:

—Entre —y en ese mismo momento, con un poco más de intensidad que antes quizás, empezó a teclear de nuevo la máquina de escribir.

Continuación (otro triunfo)

Cuando entró por la doble puerta, Köves no vio casi nada al principio; después tampoco vio mucho. La luz del sol que se introducía por el amplio ventanal se clavó literalmente en sus ojos, que de todos modos le ardían por el cansancio, de tal modo que sólo vio una densa oquedad tras un enorme escritorio, algo así como una silueta oscura cuyos contornos se perfilaban en la luminosidad y que poseía la estructura de la parte superior de un cuerpo humano, con los hombros, el cuello y la cabeza. Se trataba, con toda probabilidad, del redactor jefe. En eso, un apéndice amplió aquella sombra, un brazo estirado del que Köves —debido a la equívoca perspectiva creada por la iluminación— no supo al principio en qué dirección señalaba:

—Tome asiento —oyó una voz agradable, profunda, pero un tanto velada por el sobreesfuerzo o el tabaco. Y como sólo vio una silla a este lado del escritorio Köves se sentó allí, aunque de este modo quedaba justo frente a la luz radiante e incluso (pues sentado se situaba más abajo) al origen de aquella luminosidad que entraba por la parte superior de la ventana. Quedaba, pues, frente al sol, y también, claro está, frente al redactor jefe. Y ya que, en su indecisión, ni siquiera sabía cómo empezar, a sus labios acudió lo que era, en el fondo, la verdad:

—He tenido que venir a verlo.

—Ha hecho muy bien —se oyó desde el otro lado del escritorio. Se encendió una llamita y, al cabo de un instante, Köves oyó unas palabras procedentes de detrás de una ligera nube de humo color azulado que se alzaba y en seguida se disolvía en la luz:

—Mi puerta está abierta a todo el mundo.

Tras esta manifestación tan tajante toda la carrera de obstáculos acabó en la nada como el humo del cigarrillo, y Köves notó entonces que su interior cedía a una nebulosa sensación de gratitud, llenándolo de confianza. Cambió hasta su tono de voz:

—Es que me han despedido —dijo con una sonrisa indulgente, la de los hombres que conversan sobre algún acontecimiento inaudito.

—Ya lo sé —oyó Köves, y a continuación—: ¿En qué puedo ayudarle?

—He perdido mi pan —explicó Köves.

—¿Su pan? —preguntó el otro un tanto extrañado, o, al menos, esa fue la sensación de Köves.

—Quiero decir que no tengo de qué vivir —por mucho que lo turbaran sus propias palabras, debía hablar con claridad si quería ser entendido.

—Conque de eso se trata —la voz parecía esconder cierta impaciencia.

—Sí —dijo Köves—, de algo tengo que vivir.

—Lógicamente, de algo tiene que vivir; todos tenemos que vivir de algo —mientras hablaba, la cabeza se movía ligeramente, de modo que Köves pudo distinguir el perfil de un mentón eminente y de una nariz que denotaba energía y capacidad de mando—. Pero no es lo prioritario, al fin y al cabo.

—Se convierte en cuestión prioritaria cuando uno no tiene de qué vivir —dijo Köves.

—Aquí todos pueden vivir de algo —Köves percibió en la voz un tono definitivo, casi de rechazo, que no admitía contradicción—. En cuanto al despido —vino a continuación, ya con un matiz más conciliador—, lo hemos ponderado detenidamente. A decir verdad, no vemos la manera de sacarle provecho. Aunque —la voz pareció titubear, pero continuó a pesar de todo— no puedo negar que nos fue recomendado muy seriamente.

—¿Por quién? —la pregunta prorrumpió de Köves, pero de forma precipitada, sin duda, pues no recibió respuesta.

—No conocemos sus trabajos, por ejemplo —prosiguió el redactor jefe—. Además, me he enterado de que pasó un período prolongado en el extranjero; posiblemente no conoce usted la línea de nuestro periódico.

—Pero —insinuó Köves— no sólo existe la línea. Hay otros trabajos en un periódico —insistió más animado.

—Ahora me pica la curiosidad —oyó al redactor jefe, cuya observación, no precisamente hostil, pero tampoco amable, volvió a desconcertar a Köves—. ¿En qué piensa usted?

—¿En qué? —trató Köves de concentrar sus pensamientos y sintió una sospecha, como quien se halla ante una trampa—. Sé formular frases con pies y cabeza —dijo—. Redondear una historia y cerrarla con un broche de oro. En una palabra —añadió con una tímida sonrisa, como quien se excusa, como quien quiere evitar darse aires de superioridad—, tal vez posea un estilo.

—Caray —sonó brevemente, y Köves no pudo distinguir ninguna expresión en ese rostro rodeado por los rayos del sol—. O sea, que para usted el trabajo de periodista consiste en escribir frases con pies y cabeza e historias redondas y bien acabadas —afirmó la voz, más que preguntar.

—Sea como fuere —una extraña obstinación se despertó en Köves, convencido de tener razón y de la necesidad de defender su postura—, sin ello el periodismo no existe —y, sin saber por qué, le vinieron a la memoria el pianista y sus palabras sobre las piezas musicales.

—Caray —sonó de forma aún más breve y tajante. Al cabo de un rato, Köves oyó la siguiente pregunta, pronunciada con tono pausado:

—¿Y usted no tiene ninguna fe… no tiene convicciones? —y Köves sintió de repente que calculaba la profundidad de un abismo, sin ningún motivo a decir verdad, ya que, puesto a lanzarse, prefería hacerlo con los ojos cerrados.

—No —respondió, y repitió la palabra casi a voz en cuello en el silencio que se produjo a continuación—. ¡No! ¡Cómo puedo tener convicciones si nunca me he convencido de nada! Si la vida no es fuente de fe, sino… no lo sé, pero la vida es otra cosa…

No tardó en ser interrumpido:

—Usted no conoce nuestra vida.

—Quiero trabajar, entonces la conoceré —dijo Köves, ya en voz baja, casi suplicante.

—¡Pues trabaje! —lo animó la voz.

—Pero me han despedido —se quejó Köves.

—Se puede trabajar en otros sitios, no sólo aquí —volvió a animarlo la voz.

—Pero no sé hacer otra cosa —Köves inclinó la cabeza y sintió que se comportaba como un mendigo.

—Ya le enseñarán. ¡Nuestras fábricas esperan con las puertas abiertas a quienes desean trabajar! —sonó la voz, y Köves levantó la cabeza: comprendió. Como si acabara de escuchar una sentencia, lo embargó una sensación sorda y tranquila de cansancio, pero también recuperó su orgullo amargo.

—Conque eso han previsto para mí —dijo poco a poco, casi como un susurro, mientras su mirada cegada trataba de buscar el punto de apoyo de una cara en medio de la luz, de cualquier rostro con tal que fuese visible.

—No tenemos nada previsto para usted —se oyó desde allí—. Está usted equivocado: usted mismo debe crear sus posibilidades. —Luego, como si se conformara con esta instrucción, la voz del redactor jefe se tornó más cálida, casi amable—. Trabaje, conozca nuestra vida, abra los ojos y los oídos, acumule experiencias. No tenga la sensación de que renunciamos a usted y a su talento. Ya verá que esta puerta —el brazo se estiró en línea recta y señaló un punto a la espalda de Köves, la puerta a buen seguro— volverá a abrirse ante usted.

—Es posible —dijo Köves levantándose de un salto. No sólo lo había abandonado la esperanza (si es que la tenía), sino también la paciencia, la paciencia con todo cuanto no le interesaba, con todo cuanto no era ni su atadura ni su libertad—, es posible, ¡pero yo no volveré a entrar!

Tornó a encontrarse en el pasillo, ni él supo cómo, y mientras se calmaba su nerviosismo y descendía en el «paternóster» —sin ningún motivo o quizá como reacción a las emociones vividas, y de manera tan inesperada que casi se estremeció—, lo inundó una sensación de alivio como si fuese una dicha sin nombre. Todo había ocurrido de manera distinta a lo deseado y, sin embargo —probablemente por esa agitación del ánimo que borraba todas las proporciones—, lo embargaba el sentimiento de que su voluntad se había cumplido. Como si se hubiera mantenido firme, como si hubiera defendido algo, pero ¿qué? De pronto se le ocurrió la palabra: el honor. Pero —se preguntó perplejo, como si acabara de toparse con un obstáculo imprevisto— ¿qué era su honor?

Mares del Sur

En la caja, pagaron a Köves sin más: una cantidad irrisoria, aunque, claro, no estaba informado sobre las tarifas del lugar y es posible que su indignación sólo fuese el repentino despertar del instinto de empleado, esa hambre eterna que considera poco cuanto le echan, que luego, con murmullo insatisfecho, lo devora a pesar de todo y vuelve a abrir la boca pidiendo el siguiente bocado, sin preguntar si el anterior era merecido. Köves no había movido ni un dedo; de hecho, le pagaban para que no molestase durante dos semanas, para que no fastidiase a nadie con sus ínfimas preocupaciones. Incluso se ocuparon de sellar su autorización de entrada, sin la cual no habría podido salir jamás por la puerta principal. Al llegar al pasillo, pasó junto a un hombre que —según recordaba— acababa de recibir algún dinero delante de él y que en ese momento estaba contando los billetes: tampoco parecía muy satisfecho con la cantidad percibida. Tan pronto como Köves pasó por su lado, preguntó sin levantar siquiera la cabeza:

—¿También te han echado?

—Pues sí —respondió Köves.

—¿Por qué? —preguntó el hombre, más divertido que curioso, mientras metía el dinero en el bolsillo.

—No lo sé —se encogió Köves de hombros, quizás un tanto irritado, con la sensación de estar hasta las narices de sus propios asuntos—. Ni siquiera estaba aquí —añadió a pesar de todo, pues no quería parecer parco en palabras.

—Ah —dijo el otro, un joven de la altura de Köves más o menos, y ambos se dirigieron por el pasillo hacia el «paternóster»—. Te mandaron al campo y cuando volviste te esperaba la carta de despido, ¿no es así?

—Sí —le concedió Köves.

—Suelen proceder así —asintió el otro—. Y eso que hemos tenido bastante suerte —agregó al tiempo que entraba en una de las cabinas que descendía hacia ellos y seguía bajando con ellos en su interior.

—¿Por qué? —inquirió Köves con cierta curiosidad—. ¿A ti también te han echado?

—Por supuesto —respondió el otro.

—¿Y a ti por qué?

—No les gusta mi jeta —se encogió de hombros como antes Köves.

Pasaron por el vestíbulo, entregaron la autorización al aduanero y salieron a la calle, donde la luz diurna, el tráfico y el escaso trajín propio de una ciudad pequeña surtieron, con su indiferencia que todo lo absorbía y nivelaba, un efecto balsámico sobre Köves.

—Estos cambios de ahora… —oyó la voz de antes y alzó la cabeza, sorprendido: a punto había estado de olvidar que no estaba solo.

—¿Qué cambios? —preguntó, por cortesía más que nada, pues intuía la respuesta, exactamente la que oyó a continuación:

—¿Se puede saber?

—No se puede —asintió Köves con la sensación de participar con el debido automatismo de un ritual.

De pronto, sin embargo, se le ocurrió algo, una pregunta de verdad, decisiva, que debería haberse planteado a sí mismo, pero que dirigió al otro:

—¿Y qué harás ahora?

—¿Qué? —el otro se encogió ligeramente de hombros—. Me voy a almorzar —y esta respuesta palmaria atravesó de alguna manera a Köves y lo regocijó como si tras un largo destierro notara de pronto la sensación de volver poco a poco al mundo de los humanos—. Acompáñame si tienes tiempo —continuó el nuevo conocido de Köves, quien había observado el pelo castaño, la frente abombada y el rostro basto pero, así y todo, agradable que, cuando sonreía, parecía fragmentarse como si un niño asomara la cabeza entre esos rasgos prematuramente endurecidos—. Vamos al Mares del Sur, que allí siempre se consigue algo —y así como antes se había regocijado, Köves ahora se entusiasmó, pues comprendió que se trataba de un restaurante y que precisamente ese era el deseo que hurgaba en su interior: sentarse y comer y beber despreocupadamente con un amigo, aunque fuese la última vez en su vida.

—¿Está lejos? —preguntó impaciente.

—¿Aún no has estado en el Mares del Sur? —se asombró su nuevo amigo—. Pues es hora de que lo conozcas —y se enfilaron hacia el restaurante.

Oleaje

El estómago lleno, la sed saciada con alcohol —aunque fuese con una cerveza de escasa graduación y mala calidad—, el denso humo y los fragmentos de voces que emergían de vez en cuando del rumor continuo en el Mares del Sur aturdieron a Köves, como si se meciera despreocupado sobre las olas, a gran distancia de la firme certeza, que sólo se vislumbraba en lontananza. Cuando entraron por la anticuada puerta giratoria de cristal, Köves tuvo de repente la sensación de conocer y al mismo tiempo no conocer aquel establecimiento, un local enorme dividido en dos o quizá más salas que se comunicaban. Sea como fuere, el tiempo no había pasado en vano por el Mares del Sur: la tapicería de terciopelo estaba desgastada, el piano, colocado sobre una tarima y cubierto con una sábana, estaba abandonado; el conjunto ofrecía la imagen de un café-restaurante venido a menos, de un garito y refugio diurno, donde su nuevo amigo apellidado Sziklai —al oír el nombre, sintió un estremecimiento en su interior, poco más que un recuerdo difuso en un mundo en que la indefinición de la memoria se mezclaba con la del presente— se movía, por lo visto, con absoluta familiaridad, de tal modo que Köves le cedió toda la iniciativa, deseoso de desprenderse —por un tiempo al menos— de una carga que ya apenas podía arrastrar: de sí mismo. El cansancio volvió a apoderarse de él, o sea, sólo observó los acontecimientos desde el margen de la conciencia: sus pasos, al principio apresurados y luego más y más titubeantes, que se adentraban en el interior del local o, por así decirlo, en su espesura y que sin duda buscaban a alguien —esa fue al menos la impresión de Köves… La camarera, ni joven ni vieja, que vino a su encuentro y cuyo rostro, grande y claro, adquiría un matiz trágico, como quien dice, por sendas profundas arrugas que bajaban desde la nariz hasta el mentón, en evidente contradicción con sus palabras y con el gesto desenfadado con que señaló una mesa cubierta con un mantel de sospechosos colores: «Repanchínguense, señores redactores», dando a entender que conocía perfectamente a Sziklai… A continuación su curioso diálogo: Sziklai pidió bistec para los dos, a lo cual la camarera preguntó: «¿Les gusta a los señores la carnaza medio hecha?» Sziklai pidió entonces carne rebozada, y la camarera entornó los ojos, torció el gesto y preguntó: «Dígame, sinceramente, ¿cuándo y dónde vio por última vez carne rebozada?» Sziklai dio la impresión de querer buscar pelea: «¡Pero si lo pone aquí, en la carta!», gritó. «Claro que lo pone —le respondió la camarera—, ¿qué pinta tendría una carta sin carne rebozada?» Se le antojó a Köves que ambos se dedicaban a un juego burlón, cortado en seco por unos gritos lejanos y la repentina impaciencia de la camarera: «Basta —dijo—, que los simpáticos clientes me esperan en otras mesas. ¡Ustedes comerán gratén de patatas!», y se marchó en el acto. Sziklai, con la sonrisa de niño que emergió entre sus rasgos de pronto resquebrajados, informó a Köves: «Es Aliz, la camarera». Köves tomó nota con cara risueña. Su alegría se convirtió en abierto entusiasmo cuando descubrió que el gratén de patatas no era, de hecho, gratén de patatas, puesto que su tenedor topó, al investigar, con un trozo de carne bajo el huevo y las patatas. Pero cuando ya abría la boca dispuesto a ensalzar la comida, su amigo le dio a entender, meneando vivamente la cabeza, que convenía callar. Evidentemente, porque eran unos privilegiados. «Con Aliz siempre puedes contar», fue todo cuanto soltó Sziklai.

No ocurrió lo mismo con los otros clientes que trajinaban cerca o lejos, que gesticulaban o, todo lo contrario, parecían sumidos en un apático o tal vez concentrado silencio. Sziklai daba la impresión de saberlo todo sobre ellos; de hecho, Köves sólo registró algún fragmento de todo cuanto le explicó. Así se enteró de un hombre calvo y obeso, cuya cara de color enfermizo no cesaba de brillar por el sudor —en vano se la enjugaba una y otra vez con un pañuelo del tamaño de una sábana— y cuya mesa parecía el centro del local, adonde iban a parar unos hombres apresurados, impulsados a sentarse allí por unos momentos y a levantarse luego de un salto, mientras otros se quedaban por más tiempo. Sziklai le saludó, y el calvo le devolvió el saludo con un jovial gesto de la cabeza. Se llamaba el «Sin Corona». No se sabía a ciencia cierta de dónde procedía el nombre, pero su sentido era fácil de entender, puesto que era el rey sin corona del lugar. Medio café trabajaba exclusivamente para él, contó Sziklai. «¿Cómo es eso?», preguntó Köves. El hombre era un jubilado y ya no estaba en servicio, respondió Sziklai, y cuando Köves le preguntó dónde había prestado sus servicios con anterioridad, Sziklai le devolvió la pregunta: «¿Dónde piensas tú?», y si bien Köves, demasiado perezoso para pensar en aquel momento, no pensaba nada, respondió, como un iniciado, con un «ya», que pareció ser precisamente la respuesta esperada. La historia continuó con que, «considerando los méritos contraídos anteriormente» (Sziklai guiñó el ojo a Köves), el «Sin Corona» recibió la autorización para vender chales y pañuelos a las mujeres campesinas en las ciudades de provincias, así como para fotografiar a los campesinos y venderles las fotos. En un principio, la autorización sólo se refería al «Sin Corona»; sólo él podía fotografiar y vender. Sin embargo, el trabajo era ingente. Los campesinos, gente desconfiada por lo común, contó Sziklai, se convertían en verdaderos niños cuando alguien pretendía hacerles una foto de familia; en más de una ocasión había ocurrido que la cámara carecía de película en su interior (las películas no se conseguían con facilidad en las tiendas), es decir, el fotógrafo la disparaba sin película, cobraba la cantidad estipulada y los campesinos jamás recibían la fotografía, puesto que el nombre y la dirección dados por el fotógrafo eran falsos. O sea, una persona sola no podía asumirlo todo, y menos aún el «Sin Corona», gravemente enfermo de diabetes y del corazón. No obstante, mucha gente «necesita un papelito», dijo Sziklai. Se ponían, por consiguiente, al servicio del «Sin Corona»: de un modo u otro, les conseguía un documento oficial que los acreditaba como colaboradores de una asociación de utilidad pública. Por tanto, no se les podía acusar de vagabundeo o parasitismo ni, de paso, a él de emplear una red de viajantes a escala nacional. Nadie, ni siquiera el «Sin Corona», podía contratar a viajantes; estos, a su vez, no podían ejercer como tales sin el correspondiente documento, que acreditaba que, en el fondo, no eran viajantes. Así pues, unos dependían de otros, dijo Sziklai, y el «Sin Corona» no sólo era venerado como jefe, sino también como benefactor.

—¿Y aquel? —Köves señaló con un gesto de la cabeza una mesa situada junto a la ventana que daba a la calle, donde había visto a un hombre de melena blanca; su semblante de rasgos acusados y a veces tormentosos sugería extraordinarias pasiones. Llevaba gafas de lentes dobles, las lentes exteriores eran más oscuras y se podían levantar (Köves se enteró porque las tenía levantadas en aquel momento) y parecía sumido en alguna tarea que desde la distancia no podía distinguirse. No le habría extrañado a Köves si hubiera estado escribiendo una partitura o pintando una miniatura. El rostro de Sziklai, sin embargo, se fragmentó en varios pedazos, por así decirlo, cuando, al dirigir la vista hacia donde miraba Köves, posó la mirada en él. El «Señor de las Bombas», dijo riendo, en su tiempo libre también empleado del «Sin Corona». Los tintes para las telas destinadas a las campesinas se aplicaban con un aparato pulverizador; para bombear el tinte, el aparato era manejado con el pie. Era el trabajo que realizaba el «Señor de las Bombas», que debía su nombre al propio «Sin Corona», el cual también se caracterizaba por ser un bromista y un aficionado al teatro. El oficio principal del «Señor de las Bombas», por cierto, era el de figurante en el teatro de enfrente (un asombrado Köves oía por primera vez de la existencia de un teatro en aquella ciudad), pero también se dedicaba a reparar relojes en sus ratos libres. A buen seguro le estaba arreglando el reloj a alguien. Por lo demás, ocurría con bastante frecuencia que no podía volver a montar el reloj que había desmontado y que el propietario recibía una esfera, una caja metálica y un montón de muelles y ruedas cuidadosamente envueltas en papel; así y todo, siempre tenía algo para reparar pues le bastaba sacudir el reloj, acercárselo al oído, abrirle la tapa y observar el mecanismo a través de sus lentes dobles para ganarse de nuevo la confianza del público; además, no cobraba mucho.

Respecto a aquella mujer rubia que resultaba sumamente llamativa por el rostro interesante, a su manera, que apoyaba sobre las manos entrelazadas bajo el mentón, la mirada vacua dirigida a la nada y la copa de aguardiente intacta en la mesa, Köves sólo pudo saber el nombre por el que la conocían en el Mares del Sur: la «Hetaira Trascendental». En cambio, el propio Sziklai le llamó la atención sobre un caballero bronceado, de sienes plateadas, exageradamente elegante, y manifestó que se trataba del señor André, «El del Cloroformo». «¿Cómo?», se rió Köves, a lo cual Sziklai le contó que en su época, cuando los países extranjeros aún estaban comunicados mediante trenes internacionales, el señor André trababa amistad con señoras ricas que viajaban en primera clase, les ponía un algodón impregnado en cloroformo sobre la cara durante la noche y las robaba; según Sziklai, el señor André todavía conocía de memoria el horario de todos los trenes expreso del continente, siempre y cuando siguieran funcionando los trenes expreso y siguieran vigentes los antiguos horarios, y eso que «lo habían sacado de circulación en numerosas ocasiones y por varios años». Sobre cómo podía «mantener el nivel» hoy en día, Sziklai sólo atinó a afirmar que era un «enigma» para añadir al cabo de una pausa: «las mujeres». Sólo las mujeres, no podía ser de otra manera.

Claro que había también otros clientes, personas honestas de las que nada había que contar y otras que daban algo de sí. Köves, sin embargo, escuchaba sin escuchar de verdad y ni siquiera estaba convencido de estar escuchando; lo creía y al mismo tiempo no lo creía; eran reflejos pasajeros en el oleaje de voces, imágenes e impresiones que no cesaban de descomponerse y recomponerse. Y, por lo visto, debieron de malinterpretar su distracción —que, de hecho, supuso un verdadero descubrimiento para él, un tanto sombrío, un tanto melancólico, pero dulce como el sabor de la felicidad de antaño—, pues de repente se dio cuenta de que alguien le daba una palmada en el hombro y lo exhortaba a «no bajar la cabeza».

—Ya se arreglará —Sziklai lanzó una mirada reflexiva a Köves—. Existen dos caminos —continuó—, el corto y recto que no conduce a ninguna parte, y el largo y serpenteante del que no puede saberse adónde lleva, pero que al menos te da la sensación de andar. Esto habría que apuntarlo —añadió con cierto nerviosismo y preocupación.

—¿Por qué? —preguntó Köves malhumorado, como quien ve amenazada su tranquilidad, pero esbozando una sonrisa, como quien aún no ha perdido la esperanza.

—Porque es una frase ingeniosa y útil para una pieza de teatro, al menos a mi juicio.

—¿Para qué pieza? —preguntó Köves titubeando, tal vez con la confianza de eliminar la respuesta al plantear esta pregunta.

—He ahí la cuestión —dijo Sziklai—. A mi entender, habría que escribir una pieza —y Köves empezó a recobrar la sobriedad, aunque muy poco a poco, como si recibiera un veneno suministrado a gotas.

—¿Qué clase de pieza? —inquirió.

—Habría que pensarlo —dijo Sziklai, aunque daba la impresión de haberlo pensado ya, pues continuó de inmediato—: Aunque los dramas resultan agradecidos, son difíciles; en seguida se les nota el fallo. Yo creo que habría que escribir una comedia, ahí reside el éxito.

—¿Éxito? —preguntó Köves, inseguro, como quien da vueltas a una palabra extranjera difícilmente pronunciable.

—Por supuesto —Sziklai lo miró con impaciencia—, hay que cosechar un éxito. El éxito es la única salida.

—¿De dónde? —inquirió Köves, y Sziklai clavó la mirada en su rostro, como quien busca allí un secreto.

—Tienes un humor raro —dijo visiblemente animado, como si hubiera llegado a una conclusión—, pero tienes humor. Yo, en cambio, no. Cuando menos me cojea a la hora de escribir. Pero —prosiguió al tiempo que miraba de hito en hito a Köves, el cual se sentía cada vez más cohibido por cuanto percibía una exigencia en esa mirada, al menos la exigencia de que le prestara atención—, pero llevo un tiempo estudiando dramaturgia. Se puede aprender —Sziklai hizo un gesto de desprecio—, es todo truco. Lo que pasa es que no puedo con los diálogos. No tengo una idea verdaderamente buena —continuó mientras la tensión embargaba más y más a Köves, la sensación de una amenaza, el presentimiento de que poco a poco se vería involucrado en algo, quizás en un proyecto que se elaboraba lejos de él, pero para el que necesitaban sus fuerzas.

—Oye, viejo —escuchó el grito triunfante de Sziklai—, estamos salvados: ¡escribiremos una comedia! —y Köves dijo:

—Vale —y a continuación, a modo de defensa—: Pero no ahora —y se pusieron de acuerdo; primero habían de resolver sus asuntos. Sziklai llamó a Aliz y, a pesar de las protestas de Köves, pagó también su cuenta, añadiendo una generosa propina:

—¿Qué, han dado el gran golpe los señores? —preguntó Aliz, la camarera, mientras hacía desaparecer el dinero en el delantal.

—Ella es genial —dijo Sziklai siguiéndola con la mirada, como si ya lo viera todo con los colores de la futura comedia; luego, sin embargo, se le ensombreció la cara—. Pero da pena —añadió lamentándose.

—¿Por qué? —preguntó Köves, y Sziklai miró alrededor:

—Ahora no lo veo aquí —dijo.

—¿A quién? —se interesó Köves.

—Al… cómo decirlo, a su hombre —dijo Sziklai.

—¿Quién es? —Köves, ni él sabía por qué, deseaba recibir información al respecto; por lo visto, Aliz había llamado su atención, pero su amigo, a la defensiva, se limitó a decir:

—Se dicen muchas cosas sobre él. Además —el rostro de Sziklai expresaba algo así como melancólica comprensión—, Aliz sólo es una camarera, y las camareras siempre necesitan mantener a alguien.

—Vaya —dijo Köves—, sí, algo he oído de eso, la historia de siempre, pues —y con estas palabras empezaron a dirigirse hacia fuera. Mientras atravesaban el local, Sziklai saludaba aquí y allá. Se estrecharon la mano en la calle y acordaron que «se encontrarían», como dijo Sziklai, alguna noche en el Mares del Sur, que incluso podían dejar un recado para el otro a Aliz, a quien Köves ya conocía, y que tan pronto como arreglaran sus respectivos asuntos, se pondrían a escribir la comedia.

—Dale vueltas mientras tanto, a ver si se te ocurre una buena idea —dijo Sziklai a modo de despedida, y Köves, esbozando una sonrisa, quizá más que nada por la luz del sol y las perspectivas de la soledad que tanto anhelaba de repente, respondió:

—Lo intentaré.