SEGUNDO CAPÍTULO

Despertar al día siguiente. Antecedentes.
Köves se sienta

Aunque le asignaron una vivienda, Köves no pasó en la cama las restantes horas de la noche; quizá ni él mismo sabía exactamente dónde las pasó. Despertó de un sueño tan breve como somero, que propició el olvido. El cielo acababa de adquirir un brillo opalino; Köves notaba rígidos y dormidos sus miembros; el respaldo del banco de una plaza le apretaba los omóplatos, y tenía la impresión de haberse torcido el cuello. Mientras dormía, seguramente había apoyado la cabeza sobre el hombro del extraño sentado a su lado, un hombre bien alimentado, obeso, que llevaba una pajarita de topos.

—¿Nos hemos despertado? —preguntó el extraño con una sonrisa amable en su rostro tan redondo como la luna.

Y como Köves lo miró sin decir palabra, con expresión turbada por el repentino despertar, añadió a modo de explicación:

—Llevabas un buen rato durmiendo, apoyado sobre mi hombro.

Al parecer, habían llegado a tutearse en el transcurso de la noche. Pero Köves recordó entonces que así se le dirigió el hombre desde el primer momento, que lo trató como si se conocieran —a buen seguro lo confundía con alguien— y que él, Köves, lo dejó como quien no se aferra a su identidad. Recordó asimismo que su nuevo conocido afirmaba ser un pianista de bar que, viniendo de su lugar de trabajo situado a escasa distancia (Köves se extrañó de que existiesen clubes nocturnos en aquella localidad), se ventilaba allí en el banco para eliminar de los pulmones el aire del local cargado de humo.

¿Cuánto pudo haber dormido? ¿Un minuto o una hora? Köves miró alrededor extrañado: en la plaza ardían aún las farolas situadas a bastante distancia la una de la otra —lámparas de gas de llama verdosa sobre postes de hierro de diseño retorcido, iguales que las de su infancia, más feliz que el presente—, y en las casas grises y desgastadas del perímetro ya empezaban a encenderse, aquí y allá, las luces. Köves escuchaba, por así decirlo, el ajetreo a su espalda, el despertar, el trajín apresurado y precipitado de los preparativos y casi esperaba a que se abrieran de pronto los portones cerrados y salieran en tropel los hombres de los portales mohosos para ponerse en fila y someterse al recuento: debía de haber soñado algo, pues sus irracionales pensamientos seguían alimentándose de sueño. Así y todo, una sensación de angustia, como de alguna omisión, se adueñó de Köves: en algún sitio estaban pasando lista y lo estaban llamando, en algún sitio faltaba. A su nombre pronunciado con voz chillona respondería un silencio irreparable.

—¡He de irme! —dijo levantándose de pronto del banco.

—¿Adónde? —preguntó extrañado el pianista, y Köves recordó que, en las horas anteriores, ese tono extrañado (de verdad o en apariencia) ya había impedido en varias ocasiones su marcha.

—A casa —respondió.

—¿Para qué? —Con los ojos desorbitados y las manos abiertas, el pianista daba la impresión de no entender a Köves, despertando en este la sensación (como tantas veces) de que sólo mediante un esfuerzo sobrehumano podría hacer comprender sus intenciones, aunque, de todos modos, seguirían siendo consideradas una ridícula testarudez.

—Estoy cansado —dijo con tono inseguro, como si buscara una excusa.

—¡Pues descansa! —exclamó el pianista, acariciando con la mano blanda y rechoncha los listones agrietados del banco. Köves, quizá no del todo despierto todavía, notaba cómo se debilitaba su resistencia; la sensación de angustia y urgencia de antes dio paso a una agradable parálisis, por así decirlo.

—Ya no puedes acostarte —le explicó el pianista como a un niño—, tan pronto como te metas en la cama y te duermas, sonará el despertador. ¿O es que no tienes el alma en paz si no corres en pos de una meta? —Köves empezaba a avergonzarse de sus dificultades para comprender y sentía que, aplicando la suficiente paciencia y tenacidad, podían convencerlo de cualquier cosa—. Quédate un rato sentado, hombre —prosiguió el pianista—. Mira —sacó del bolsillo del abrigo una petaca que a Köves ya le resultaba familiar—, se oye un ruidito allí abajo, y te servirá para volver en ti —y Köves volvió a obedecer, como tantas veces en el transcurso de la noche. A esas alturas, las horas pasadas sólo habían dejado en él la huella de un turbio combate en el que no actuaba tanto como participante, sino más bien como objeto: un objeto que habría entregado encantado a su contrincante antes que luchar por él, dado que, según la sensación que lo embargaba, en aquel momento le suponía una carga. El agotamiento que le paralizaba el cerebro, las experiencias de la noche, imposibles de ordenar, y, para más inri, los buenos y ardientes tragos que tomaba de la licorera que el extraño no paraba de ofrecerle, contribuyeron a que Köves, con la mente un poco más clara, sólo pudiese acordarse de algunos fragmentos de aquellas horas nocturnas.

Era seguro que vino en autobús del aeropuerto a la ciudad; recordó sus ímprobos esfuerzos por mantenerse despierto, pero la cabeza, cada vez más pesada, le caía una y otra vez sobre el pecho. Su objetivo era tan claro como difuso: en primer lugar, meterse en una cama para dormir y recuperarse, ya que todo lo demás vendría después. Encontró la dirección de su vivienda en el sobre, en lo alto de un impreso de aspecto oficial que podía ser un formulario de registro o un documento de identidad: con la luz incierta de la sala del aeropuerto y las prisas por alcanzar el autobús, Köves ni siquiera intentó averiguarlo, pero sí se enteró de que había de mostrar el papel cada vez que las autoridades lo requiriesen. Tuvo la sensación de haber andado ya por la calle indicada, no aquí, claro, donde jamás había visto ni recorrido una calle, sino allá de donde había partido, en su ciudad natal, Budapest; sin embargo, pasó con bastante ligereza por encima de este detalle, que bien podía prestarse a malentendidos, toda vez que albergaba la esperanza de encontrar también aquí su calle, aunque fuese recurriendo a los servicios de un taxi, pues dinero no le faltaba.

El autobús —una antigualla, un cacharro— le sacó hasta el alma a fuerza de sacudirlo. Köves vio fábricas, barrios periféricos desiertos e interminables, casas ruinosas; después nada; luego lo despertó otro sacudón; doblaron por una serie de callejuelas apenas iluminadas, desiertas, donde las ventanas eran oscuras y las casas emanaban olor a insecticida. A continuación vino, recordó, una tenebrosa avenida principal, con huecos entre las edificaciones; y luego una curva cerrada, hasta que se encontró por último en una plaza. Lo habían llamado, si no lo engañaba la memoria, para avisarle de que habían llegado al final del trayecto. En un primer instante miró alrededor aprobando internamente el lugar, como quien sabe a la perfección dónde ha ido a parar.

Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que este sentimiento se contradecía con el sentido común y —después de orientarse de forma más concienzuda— con la realidad, claro. De todos modos, Köves no podía evitar la sensación de haber visto alguna vez esta plaza; de hecho, en plena noche, cualquier plaza de este tipo, situada en el centro de cualquier ciudad, le habría resultado conocida a primera vista, sea por un sueño, una imagen cinematográfica, una folleto turístico, una guía de viaje o por algún recuerdo de origen insondable. Köves había visto por última vez la plaza a la que se parecía —o, para ser precisos, con la que la asociaba— en Budapest, poco antes de partir: una plaza rectangular, rodeada de altivos edificios, con una pequeña zona verde en el medio y un impresionante grupo escultórico en su interior. Esta plaza también era rectangular, pero muy diferente, claro está; aquí también había edificios —hasta las farolas de escasa luz mostraban algo de su majestuosidad original—, ¡pero qué lamentable espectáculo presentaban ahora! Todos inválidos de guerra, viejos y cascados —pensó Köves, consternado—. Muros ennegrecidos, revoques descascarados, grietas y agujeros por doquier. ¿Mostraban huellas de combates? ¿Habían padecido alguna catástrofe natural? A uno de los inmuebles, que parecía ciego, le faltaba toda la hilera de ventanas del piso superior; en vez de los lujosos portales, de las elegantes tiendas, sólo quedaban entradas vacías y escaparates entablados. Aquí también vio Köves un grupo escultórico en el centro de la plaza; la figura principal —un hombre sentado—, que se alzaba sobre un pedestal alto, tenía los hombros y el pecho cubiertos de excrementos de pájaros; Köves se acercó para mirarle a los ojos —confiando en que aquella mirada sombría le indicara el camino—, pero la cabeza inclinada se hundía muda e impenetrable en la oscuridad.

La plaza estaba abandonada, sin huella ni de taxis ni de autobuses nocturnos; Köves continuó, pues, a pie, con la extraña certeza de alguien guiado por los recuerdos o la experiencia del viajero, aunque no poseía mucha experiencia como viajero ni podía su memoria conducirlo por un lugar que jamás había pisado. Dejó atrás algunas calles, sus pasos iban acompañados por casas diezmadas que parecían tambaleantes mendigos, y Köves recordó más tarde cómo se había estremecido al oír el repentino llanto de un bebé detrás de una ventana, como si le extrañara que en aquella ciudad se criaran niños. En cada esquina se apoderaba de él una tímida esperanza: siempre confiaba en haberse extraviado. Una y otra vez, sin embargo, iba a parar a un lugar que conocía de antemano con toda precisión. A lo sumo no lo reconocía en seguida: en vez de un edificio alto, por ejemplo, sólo encontraba unas ruinas o un solar vacío; en vez de un tramo de calle característico, que buscaba en vano, otro que presentaba otras peculiaridades, pero que acababa siendo el mismo.

Luego recordaría estos minutos como los que más lo pusieron a prueba: iba por una ciudad extraña de la que, sin embargo, conocía todos los rincones. Köves no sabía cómo afrontar esta peculiar sensación. Sus pies avanzaban plúmbeamente, como si no anduviera sobre asfalto, sino sobre pegajoso alquitrán. En un momento dado, vio al borde de la acera una columna publicitaria adornada con un único cartel, que también era fragmento, puesto que gran parte había sido arrancado por alguien o por las inclemencias del tiempo. LA CIUDAD DE LA LUZ —leyó Köves las gruesas mayúsculas—. ¿Era un anuncio? ¿Una consigna? ¿El cartel de una película? ¿Una orden? Sea como fuere, la calle estaba oscura; Köves recordó su llegada colmada de esperanzas, el cono luminoso al que siguió confiado, sin titubeos; había sucedido ahora mismo, pero no podía evitar la sensación de haber recorrido un camino infinito desde entonces, montaña arriba, montaña abajo, del calor al frío, y de que el trecho andado le había consumido todas las fuerzas. Poco a poco, lo abandonó el asombro; una benéfica debilidad se apoderó de él; y cuando tocó una pared llena de costras y un escaparate entablado, cuando sus pasos encontraron el camino por aquellas calles ya conocidas, lo atravesó tal sentimiento de ser un apátrida, tan extraño y al mismo tiempo tan relajado y familiar, que acabó sugiriendo a su mente cada vez más embotada y agotada que, en efecto, se hallaba en casa.

En este punto, su memoria empezó a fragmentarse y hasta a perder la orientación, igual que sus pasos; en algún lugar volvió a desembocar en una calle; tambaleando avanzó por un camino cubierto de polvo, entre columpios rotos, castillos de arena inacabados, bancos pesados, abultados e informes, que llevaban allí desde tiempos inmemoriales. Podrían haberlo tomado por un borracho vagabundo; así al menos sonó la pregunta llena de alegre simpatía que le llegó desde uno de los bancos:

—¿Adónde…, adónde vamos por la noche, viejo amigo?

Su respuesta difícilmente pudo disipar esta impresión:

—A casa.

Parecía un suave lamento. El hombre que lo interpeló —Köves lo veía como una mancha difusa bajo el oscuro y gigantesco árbol que se inclinaba sobre el banco— asintió como si comprendiera profundamente y tuviera muy claro que a Köves no le aguardaban muchas alegrías en aquel lugar.

—¿Y falta mucho? —insistió. Köves nombró una calle con voz titubeante, como quien no se extrañaría si le aclarasen que se estaba refiriendo a algo inexistente. Pero el hombre, asintiendo una vez más con simpatía y comprensión, se limitó a decir:

—Pues, la verdad, falta mucho para llegar allí.

—Pero el trayecto será más corto si sigo por la orilla del Danubio —volvió a intentarlo Köves, contando una vez más con la posibilidad de que lo rectificara, señalando, por ejemplo: vaya tontería dice usted, aquí no hay ninguna orilla del Danubio, y nadie conoce su calle. Sin embargo, el extraño sólo dudó de que pudiera acortar el camino siguiendo el recorrido indicado:

—¡Tómate un respiro, amigo! —propuso, y Köves se sentó a su lado en el banco, sólo por unos minutos, claro, hasta recuperar el aliento.

Continuación

A Köves le habría costado explicar cómo habían pasado juntos aquellas horas. Eso sí, se acordaba perfectamente de sus cada vez menos decididos intentos de partida (como si hubiera no ya tolerado, sino directamente esperado que, en cada ocasión, el pianista lo convenciera a quedarse). Habían charlado, por supuesto. Con toda probabilidad, había sido entretenido con historias divertidas, pues recordaba haberse reído. La petaca no tardó en emerger del bolsillo del pianista; haciéndola girar en la mano levantada, hizo lo posible para que la luna, que se cernía sobre el tejado de una casa cercana, dejara caer sus rayos sobre ella:

—Coñac —susurró con voz que fingía respeto, hasta devoción.

No tardó en ganarse la confianza de Köves; le contó que tocaba en un club nocturno llamado Estrella Radiante.

—Finjo creer que no lo sabes, pero la verdad es que frecuentas nuestro local —dijo.

—Por supuesto —se apresuró Köves a confirmarlo.

—Eso sí, últimamente te he visto poco —el pianista lo escudriñó con los ojos entornados, como si sospechara—. ¿Quién eres, de hecho? —preguntó, como si de repente se hubiese arrepentido de ofrecerle asiento a su lado, y Köves, confuso como estaba, después de devanarse los sesos en vano para encontrar alguna explicación o justificación relativa a su identidad, sólo atinó a decir:

—¿Quién quieres que sea? —y se encogió de hombros—. Me llamo Köves —añadió. Le resultó extraño oír su nombre, tan insignificante, tan despreciable incluso.

Sin embargo, la presentación pareció tranquilizar del todo al pianista: de los enormes bolsillos de su abrigo abierto sobre la barriga, en los que hasta bolsas cabían, emergieron entonces unos bocadillos envueltos en servilletas de papel.

—La vida es breve, la noche larga —dijo con tono alegre—, siempre me armo antes de la hora del cierre. Dale —invitó a Köves, al tiempo que pegaba un buen mordisco a uno de los bocadillos—. En el Estrella Radiante —prosiguió con la boca llena— aún ofrecen de vez en cuando algún bocado exclusivo —el pianista esbozó una media sonrisa. Köves tuvo la sensación de que hablaba con cierto desprecio del lugar que, sin embargo, le servía para vanagloriarse, de una manera que resultaba difícil de aclarar—. ¿Cuándo comiste jamón por última vez? —preguntó con un guiño.

—Esta noche.

—Caray —se asombró el pianista—. ¿Dónde?

—En el avión —respondió Köves—. Lo sirvió la azafata —añadió a modo de explicación, y el pianista se echó a reír, como si por fin entendiera. Después de dudar un rato, Köves también lo acompañó en la risa, primero con cierta tensión, pero luego cada vez más relajado, como si se le hubieran abierto unas compuertas.

—Cuéntame —dijo el pianista, dándole palmadas en el muslo—, ¿qué más te sirvieron?

Beefsteak frío, melocotón, vino, chocolate —enumeró Köves, y ambos se desternillaron de risa; al propio Köves lo embargaba la sensación de estar expresando ilusiones lejanas, pueriles incluso, que no servían para nada, salvo para hacer reír por unos minutos a dos adultos.

Al cabo de un rato, sin embargo, el pianista volvió a ensombrecerse; daba la impresión de que, tras sus alegres y burbujeantes palabras, lo ocupaban pensamientos inquietantes, y empezó a mencionar cada vez más su profesión y el club nocturno, sobre todo cuando su interlocutor señaló que el oficio de músico debía de ser bonito, que consideraba la vida de un músico una vida realmente agradable e independiente, que sólo necesitaba talento, un talento del que él, Köves, desde luego no disponía.

No obstante, pareció equivocarse de pleno, puesto que el pianista se ofendió seriamente:

—Ya sé lo que pensáis de mí —dijo como si Köves perteneciera a una sociedad numerosa, toda hostil a él—. ¡Éste —añadió refiriéndose a todas luces a sí mismo—, éste lo tiene fácil! ¡Éste tiene una vida regalada! Toca un poquito el piano todas las noches, susurra algo al micrófono, se mete la propina en el bolsillo, y ¡sanseacabó!… ¡Ja ja! —rió amargamente en vista de tamaña ignorancia—. ¡Si todo fuese tan sencillo!

—¿No lo es? —inquirió Köves.

—¡Cómo va a serlo en un lugar donde incluso venden whisky! —soltó el pianista.

—¿Por qué? —preguntó Köves—. ¿No se puede?

—¡Claro que se puede! —dijo el pianista—. Pero yo te pregunto… Vamos, no yo, porque a mí no me interesa, sino… —El pianista parecía un tanto confuso, como si se hubiera metido en una frase imposible de seguir; desde la sombra de las frondosas ramas que se inclinaban sobre su cabeza lanzó una fugaz mirada a su interlocutor, que permanecía sentado bajo la luz ya crepuscular del cielo estrellado, antes de continuar con una mezcla de alivio e inquietud—. Vamos a ver, la cuestión es: ¿quiénes beben whisky? ¿Cómo es que beben whisky? ¿Y por qué precisamente whisky?

Köves respondió que no podía saberlo.

—¿Y tengo que saberlo yo acaso? —preguntó indignado el pianista, de modo que Köves consideró más indicado callar, seguro de que, dijera lo que dijera, sólo conseguiría irritarlo.

El pianista no tardó en calmarse:

—Venga, tomemos un trago —levantó la botella y se la acercó a Köves.

Pero su alegría no duró mucho:

—Además —siguió dándole vueltas al asunto—, ahí están las piezas…

Köves tenía la impresión de que el hombre sólo deseaba que lo animara:

—¿Qué piezas? —preguntó dispuesto a echarle una mano.

—Las que no debería tocar —respondió el pianista en el acto, con tono un tanto quejumbroso.

—¿Piezas prohibidas? —insistió Köves.

—¡Cómo van a estar prohibidas! —exclamó el pianista. Ojalá lo estuvieran, explicó, pues entonces no tendría los quebraderos de cabeza que lo torturaban. Lo prohibido era lo prohibido, era cosa clara, estaba en la lista, y él no podía tocarlo por nada en el mundo. No obstante, continuó, existían otras piezas, piezas delicadas, por así decirlo, que no aparecían en ninguna lista, de modo que nadie podía calificarlas de prohibidas. Por otra parte, sin embargo, no era muy recomendable tocarlas… Y, claro, eran las que la mayoría de clientes pedía.

—¿Y qué quieres que les diga? ¿Que están prohibidas? —preguntó, no a Köves, por supuesto, aunque la pregunta parecía dirigida a él—. ¡Sería una calumnia, peor que tocarlas sin más! —se respondió él mismo—. Cómo se puede afirmar de una pieza musical que está prohibida cuando lo cierto es todo lo contrario: está permitida, pero es delicada y, por tanto, no resulta deseable… Pero esto tampoco se puede decir de la pieza, porque una pieza indeseable está simplemente prohibida…

El abrumado pianista calló, rechazando a todas luces esta solución, que Köves, basándose en cuanto acababa de oír, tampoco consideraba conveniente. Acompañaba las palabras del pianista asintiendo continuamente con la cabeza; no lo abandonaba la sensación de estar escuchando cosas interesantes, y aunque no entendía todas las referencias, consideraba que no todo lo que decía el pianista le resultaba ajeno.

—O bien —planteó la siguiente pregunta a Köves—, ¿quieres que les diga que no conozco la pieza?

Köves, ya un tanto cansado, consideró oportuna la idea.

—Pero ¿qué pianista soy entonces? —exclamó el otro lanzando una mirada de reproche a su interlocutor, el cual comprendió que no había tenido en cuenta este aspecto—. Soy famoso —se quejó, o al menos sonó como una queja— precisamente por conocer todas las piezas. Vivo de ello; pero no sólo vivo de ello: en efecto, las conozco todas, yo… —el pianista parecía turbado, como si no supiese expresar sus sentimientos, que quizá tampoco quería manifestar del todo—: O sea —prosiguió—, en este punto no cedo. Me preguntarás por qué —miró a Köves, que no preguntó nada—, pero sólo te contestaré que yo, simplemente, no doblo la cabeza. —Permaneció un rato sin decir palabra, sentado junto a Köves, por lo visto pensando—. ¡No dejaré que manchen mi nombre! —estalló de pronto, casi furioso, como si se le escapara en contra de su decisión—. ¡Eh! —exclamó luego—, ¡¿qué sabéis vosotros lo que significa llegar, al final de una noche, cuando se apagan las luces de ambiente, y yo cierro la tapa del piano y empiezo a rumiar las piezas que he tocado, quiénes las han pedido, quiénes estaban sentados a las mesas, quién podía ser aquel desconocido que…?! —El pianista calló un rato. Köves sólo podía suponer que estaba ocupado en aquello que acababa de definir como «rumiar».

Poco después, sin embargo, pareció olvidarlo, y volvió su buen humor; para entonces, el agotamiento había vuelto a hacer mella en la mente de Köves. Las últimas palabras que llegó a oír fueron: —No te fuerces nunca, amigo, apoya tranquilamente la cabeza en mi hombro. Si quieres, hasta puedo cantarte una nana al oído— pero tal vez ni siquiera las pronunció el pianista, y sólo las soñó Köves, porque en ese momento ya dormía.

El alba. Camiones. Köves pone las cartas sobre la mesa

Köves seguía —o volvía a estar— sentado en su lugar, mientras el último trago de aguardiente de la licorera del pianista recorría benéficamente sus venas.

—¿Hasta cuándo nos quedamos? —preguntó, y el pianista se limitó a contestarle:

—Ya falta poco —pero daba la impresión de no fijarse en su interlocutor. A la luz incipiente, este ya podía ver perfectamente sus rasgos blandos, pero vivos. Una nueva expresión, distraída pero al mismo tiempo inquieta, le apareció entonces en la cara. Su cuerpo pesado también se movió y sus miembros se reagruparon, por así decirlo: reclinó el torso, que hasta entonces había estado vuelto hacia Köves, estiró los pies calzados con unos zapatos puntiagudos, anticuados, con brillo de charol, extendió los brazos sobre el respaldo del banco (eran tan largos que una de las manos colgaba de un extremo del respaldo detrás de su nuevo amigo) y centró toda su atención en la calle, como si esperase a alguien que podía aparecer en cualquier momento. Y Köves tuvo de pronto la sensación, absurda, como la noche anterior en el aeropuerto, de que él esperaba a la misma persona que el pianista, aunque no sabía, claro está, a quién esperaban concretamente ni si, de hecho, esperaban algo.

Por tanto, también cambió de posición, se estiró cómodamente, se instaló como si estuviese en casa, y sus brazos se entrelazaron, pero ellos —como animales obligados a refugiarse— quizá ni siquiera tomaron conciencia de este gesto. Tal vez porque sus ojos ya se habían acostumbrado, pero tal vez también porque su punto de vista había cambiado con el tiempo, lo cierto era que en el incipiente crepúsculo matutino Köves ya no veía la plaza tan pobre como la noche anterior. Sólo una pared medianera negra que se alzaba en solitario le molestaba un poco; era como si un huracán hubiera barrido el edificio contiguo. Más allá se abría una avenida que creyó reconocer, aunque a buen seguro lo confundió la escasa iluminación, porque, mirándola bien, no era la calle que conocía o, al menos, a la que se habían acostumbrado sus ojos y sus pasos. Procedentes de allí, movimientos y fragmentos de voces llamaron su atención: ante una persiana bajada se agolpaba un grupo de personas, sobre todo mujeres, vestidas de manera improvisada, con batas y pañuelos para taparse la cabeza. A esa hora tan temprana habían empezado ya a formar cola: para comprar leche, seguramente, pensó al ver las jarras y botellas que pendían de las manos. Por otro lado aparecieron unos peatones madrugadores, transeúntes de pasos apresurados y cejas sombrías, mudos reproches para Köves; balanceando los maletines o las manos vacías, iban hacia donde habían de presentarse por algún motivo que ellos, probablemente, sí conocían. Tranvías desgastados con forma de caja empezaron a traer y llevar, con sonoro traqueteo, su todavía escasa carga humana; los coches pasaban zumbando; al principio, Köves se los quedaba mirando extrañado, pero pronto se acostumbró a las toscas formas rectangulares. Con gran estruendo aparecieron entonces camiones sobre el irregular empedrado de la calzada; fueron dos, uno tras otro. Un tanto distraído, tardó en darse cuenta del extraño flete: llevaban personas, hombres, mujeres y, según parecía, hasta niños. Sus hatos, sus equipajes, algún mueble aquí y allá, sugerían que se trataba de familias en plena mudanza, pero no manifestaban en absoluto la alegría, la emoción o incluso la preocupación o tristeza propias de un traslado, esto es, de un cambio, de una nueva situación en la vida. Rostros inmóviles, quizás arrugados por haberse despertado tan temprano, pasaron por delante de Köves como si dieran la espalda con indiferencia a cuanto dejaban atrás. Y tal vez porque su taciturnidad y mal humor los fundía con quienes los transportaban, Köves tardó en distinguirlos de los hombres acurrucados en el fondo de los vehículos, con fusiles entre las rodillas. No podía creer cuanto veían sus ojos cuando los identificó como aduaneros, más desastrados, claro está, más vulgares y —Köves lo habría formulado así— más miserables que aquellos que lo habían recibido.

Miró al pianista. Este, sin embargo, no le devolvió la mirada; escondido bajo el árbol, observaba los camiones con una expresión escrutadora y penetrante que consumía su rostro de aspecto normalmente blando y pastoso. Los contemplaba con fijeza mientras se aproximaban; cuando estaban cerca se inclinaba hacia adelante y casi se empinaba para echar un vistazo a su interior; y luego se volvía hacia ellos mientras se alejaban y no los perdía de vista hasta que desaparecían en una lejana curva.

Se levantó entonces del banco, poco a poco, como si estirara uno por uno los miembros en la aurora, de modo que dio la impresión de un espíritu que emergía de su botella. Se desperezó con tal vigor que a punto estuvo de romperse, como un árbol que inclina sus ramas. En ese momento vio Köves lo gigantesco que era; cuando también se levantó, él (que tampoco era bajo) parecía un enano a su lado.

—Ya podemos ir a dormir —bostezó con ganas el pianista—, el día ha concluido.

Köves creyó percibir una tácita satisfacción en la voz. Sin embargo, en vano podía buscar ya su habitual amabilidad: no volvió a mirarlo, como si hubiera acabado el servicio que por algún oscuro motivo lo había atado a él hasta el momento. Su rostro parecía cansado, desgastado y gris como la mañana —gris como la verdad, pensó Köves y se sorprendió de su pensamiento—. Al cabo de un rato (ya iban por la calle, pero Köves ni siquiera se había dado cuenta, por así decirlo, de que habían echado a andar) el pianista añadió:

—Hoy ya no vendrán; siempre vienen al amanecer.

—¿Siempre? —preguntó Köves, con la única intención de preguntar algo. Se sentía un poco confuso y, además, debía apresurarse, pues el pianista daba la impresión de tener prisa y no le importaba que los pasos de Köves fueran a la zaga de los suyos, tan largos.

—¿No lo sabías? —lo miró el pianista desde la altura de sus hombros.

—Lo que es saberlo, sí, lo sabía —dijo Köves; y como si quisiera ampliar su respuesta a la pregunta, añadió a voz en grito—: ¡Cómo no lo iba a saber! ¡Tenía que saberlo! ¡Cómo iba a decir que no lo sabía! —de tal modo que el pianista lo miró asombrado—. Pero… quizá… no sé cómo decirlo… sí, no estaba preparado —agregó en voz mucho más baja, todavía bastante nervioso, pero sacando fuerzas de flaqueza. De todos modos, ya había llamado la atención de los peatones; aun así, estos no se detenían por la curiosidad, sino que se daban más prisa todavía, como si temieran comprometerse.

—Hay que estar preparado —dijo el pianista, que tornó a mirar a Köves con cierta cordialidad, como si volvieran a amigarse.

—Entonces ya lo entiendo —dijo Köves.

—¿Qué entiendes?

—El banco.

—Uno de los mejores bancos que conozco en la ciudad —aseguró el pianista.

—Te gusta por el árbol —asintió Köves—. Y porque yo también estaba allí —añadió después de pensárselo un poco.

—Has acertado; a dúo es más divertido —en ese momento, el pianista volvía a ser el de antes, con una ancha sonrisa en la ancha cara, como cuando esa noche asumió la tutela de Köves—. Y más seguro —añadió.

Köves volvió a reflexionar:

—No lo creo —dijo.

—Sin embargo, es la sensación que se tiene. ¡Admite esto al menos! —el pianista miró a Köves con la expresión de súplica con que se intenta apaciguar a dos pendencieros.

—Para que luego no sólo te lleven a ti, sino también al otro —soltó Köves sin ambages ni formalismos—. ¿Conoces muchos bancos? —preguntó luego, decidido a suavizar sus palabras.

—Muchos —respondió el pianista—, casi todos.

Avanzaban en medio de un tráfico que se había vuelto más intenso, ora a empujones entre hombres y mujeres, ora deteniéndose con el semáforo en rojo.

—¿Crees —dijo Köves, volviendo todo el cuerpo hacia el pianista mientras caminaban y alzando la vista como si contemplara un faro—, crees que no te encontrarán en un banco?

—¿Quién te ha dicho eso? —contestó el pianista—. Lo que no quiero es que me saquen de la cama.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó Köves, y el pianista no respondió durante un rato; caminaba sin abrir la boca y daba la impresión de cavilar, como si la pregunta se le hubiese incrustado en la cabeza, aunque (pensó su acompañante) era probable que ya se la hubiese planteado alguna vez.

—La que hay entre una liebre y una rata —dijo entonces el pianista—: la diferencia quizá no sea grande, pero para mí es sustancial.

—¿Y por qué te van a sacar? —siguió inquiriendo Köves—. ¿Por las piezas?

El pianista se limitó a esbozar una sonrisa. Y:

—¿Se puede saber por qué? —devolvió la pregunta.

—No, no se puede —admitió Köves. Habían llegado a un cruce importante. Ya a plena luz matutina, miró alrededor sin ninguna curiosidad, con la sensación de poder orientarse fácilmente: faltaba un breve trecho para llegar a su casa—. Y, sin embargo… —dijo, tartamudeando, como si buscara las palabras—:… sin embargo… me parece que exageras. —El pianista sonrió sin abrir la boca; era la sonrisa de alguien que sabía mucho, más de lo que consideraba comunicable. Y entonces Köves estalló, como si la sonrisa lo provocara—. ¿Vivimos acaso para no acabar como fletes en esos camiones?

—Pues sí —asintió el pianista, dando unas palmaditas en la nuca de Köves, como queriendo tranquilizarlo—. Así y todo, al final acabas allí. Si tienes suerte —añadió con una expresión que su interlocutor interpretó como malintencionada e incluso hostil—, puedes ocupar un sitio atrás, en el fondo.

—No quiero tener suerte —dijo Köves—, no quiero acabar sentado ni en el fondo, ni en el centro. —No había manera de apaciguar su agitación—. Creo —prosiguió— que estáis todos equivocados. Hacéis como si sólo existiesen los bancos y estos vehículos… Pero hay otras cosas…

—¿Qué cosas?

—No lo sé —Köves daba la impresión de no saberlo, pero insistió—: Algo que se encuentra al margen de todo esto. O en otro sitio. Algo —soltó de pronto una palabra que le alegró visiblemente—, algo inasible.

—¿Y qué es ese algo? —preguntó el pianista, con expresión de duda, pero no sin cierto interés.

—No lo sé. Lo malo es que no lo sé —dijo Köves—. Pero lo averiguaré —añadió rápidamente y sin querer, por así decirlo, pues daba la impresión de ser el más asombrado por las palabras que acababa de pronunciar—. Sí —repitió, como si sólo quisiese convencer al pianista y quizás a sí mismo—, estoy aquí para averiguarlo.

El pianista, no obstante, se detuvo y le ofreció la mano.

—Pues te deseo mucha suerte —dijo—. Yo doblo aquí, y tú sigues adelante. Ven a verme al club nocturno una noche de estas. No te preocupes por el dinero, serás mi invitado. Mientras me encuentres allí —añadió con una sonrisa amarga en su semblante grande y maduro.

Köves prometió ir a verlo. A continuación, el pianista dobló a la derecha, y él siguió adelante, en línea recta.

Vivienda

Köves vivía en una larga calle secundaria que, por lo demás, no tenía ninguna particularidad; si mal no recordaba —aunque es muy posible, claro, que recordara mal—, ese barrio de la ciudad había tenido, en su tiempo, viviendas agradables. Ahora, por supuesto, los edificios, desgastados, llevaban las marcas de heridas y destrucciones, algunos se hallaban en un estado verdaderamente ruinoso, aquí y allá algún balcón de formas barrocas en su día pendía en el vacío sobre la cabeza de los transeúntes, un letrero avisaba del peligro de muerte, pero, por lo visto, no preocupaba a nadie; después de las primeras cautelosas miradas hacia arriba y de dar un obediente rodeo a los letreros, Köves pasó por debajo con actitud descuidada y desafiante, y más tarde se olvidó hasta de esto. En el portal lo recibió olor a moho, sólo algunas de las planchas de mármol artificial que cubrían la pared de la caja de la escalera se mantenían en su sitio, el ascensor no funcionaba, los escalones presentaban muescas y agujeros como si durante la noche los royeran animales con dentadura de hierro. Al oír ruidos tras la puerta, movimientos y pasos apresurados, así como una voz aguda de mujer y otra áspera de origen incierto, Köves ni siquiera intentó abrirla con su llave —que encontró también en el sobre que le diera el aduanero jefe—, sino que prefirió tocar el timbre para no molestar.

A poco apareció en la puerta una mujer bien entrada en los cuarenta, más bien baja, con pantalones de hombre y blusa; su rostro pálido y afilado parecía reflejar cierto temor, que desapareció tan pronto como miró de arriba abajo a Köves.

—Pues ya está usted aquí —dijo, apartándose para dejarlo pasar al recibidor—. Lo esperábamos ayer.

—¿A mí? —se extrañó Köves.

—No a usted precisamente, pero…

—¿Quién es? —se oyó de pronto, desde la cocina situada a un lado, la voz áspera de antes, probablemente de un adolescente, acompañada por el traqueteo de la vajilla.

—Nadie, sólo el inquilino —le respondió la mujer, que se volvió de nuevo hacia Köves—: ¿O no es usted el inquilino? —tornó a lanzarle una mirada de sospecha y dio un paso atrás como si de repente se arrepintiera de haber dejado entrar a alguien capaz de cualquier cosa.

Köves, sin embargo, la tranquilizó de inmediato:

—Por supuesto —respondió con cierta sensación de asombro, del que sólo podía culparse a sí mismo: a la sobria luz de la mañana ya no podía imaginar seriamente que le ofrecieran el valioso regalo de una vivienda independiente. Con toda probabilidad, habían hecho por él más de lo que le correspondía; se trataba, sin duda, de una atención guiada por la necesidad, para no tener que trajinarlo de un sitio a otro como a un sin techo—. Ayer —prosiguió— no pude venir porque llegué de noche… —Köves, a punto de descubrir, sin pensarlo, su dudoso origen, se tragó a tiempo la continuación. Por tanto, su frase sonó a inacabada, pero la casera le ayudó, por fortuna:

—¿De provincias?

—De provincias —asintió apresuradamente Köves.

—Ya me lo figuraba —dijo la mujer sin ocultar en absoluto su decepción—. Confío en que no quiera traer a su familia, pues en tal caso…

Pero Köves la interrumpió:

—Estoy solo —a lo cual la mujer calló y miró por primera vez con fijeza la cara del recién llegado, como si con estas dos palabras, o por la manera de pronunciarlas, se hubiera granjeado su simpatía.

—¿Sabes jugar al ajedrez? —oyó en ese instante a alguien a su lado: vio a un muchacho con gruesas gafas y unos trece o catorce años de edad. El pelo de punta, el cuerpo rechoncho, la cara con papada y, sin embargo, afilada, hicieron pensar a Köves en un puercoespín hinchado; debía de llevar un rato observándolos desde la puerta de la cocina, con una rebanada de pan con mantequilla mordisqueada en la mano; a su espalda se veían dos tazas de té humeantes en la mesa de la cocina.

—Péter —le advirtió su madre—, deja ahora al… —la mujer titubeó un momento, y Köves se dispuso a decir su nombre, pues había olvidado presentarse en la confusión, pero ella siguió—: Ya ves que acaba de llegar, seguro que está cansado.

—¿Sabes o no sabes? —insistió el muchacho sin prestar atención a la advertencia. La extraña severidad que reflejaba su rostro hizo sonreír a Köves:

—Vamos a ver —dijo—, sí sé. Pero no muy bien, sólo como la gente sabe jugar al ajedrez.

—Ya veremos —el muchacho se mordió los labios, como si se devanara los sesos pensando en algo, y se dirigió acto seguido hacia la puerta de vidrio que a buen seguro separaba el recibidor de las habitaciones.

Su madre, sin embargo, saltó tras él y logró asirlo del brazo:

—¿No has oído lo que te he dicho? Mejor será que acabes el desayuno, ¡que llegarás tarde a la escuela y yo a la oficina! —le riñó—. Para mi hijo —se volvió hacia el recién llegado pidiendo perdón con una sonrisa y sujetando a Péter del brazo—, lo primero es la diversión…

—¡Mientes! —soltó el muchacho. Su siseo furioso, sus labios blancos y su evidente temblor asustaron a Köves.

—¡Péter! —lo amonestó la mujer con voz profunda y apagada, sacudiéndolo ligeramente como si quisiera despertarlo.

—¡Mientes! —repitió el muchacho, que ya parecía haber superado lo peor—. Sabes perfectamente que no es ninguna diversión —se zafó de la mano de su madre y se fue directamente a la cocina, donde entró dando un portazo.

La casera parecía confundida:

—No sé lo que le pasa —farfulló como si se excusara—, es tan nervioso…

A lo cual Köves respondió:

—Hoy en día no es de extrañar —y dio la impresión de haber dado la respuesta acertada ya que la mujer se limitó a decir, cambiando de tema:

—Venga, que le enseño la habitación —y su rostro se suavizó hasta el punto de reflejar cierta gratitud. Al cuarto de Köves se accedía desde el otro lado del recibidor; se hallaba en diagonal frente a la cocina. Sin ser muy grande, servía perfectamente para dormir y hasta para ir y venir un poco. Köves recordó que en otro tiempo, en su infancia para ser exactos, se denominaba «cuarto de la criada». Todo indicaba que había sido proyectado como una habitación más oscura, pero como no había allí ninguna pared medianera, a la que habría dado la ventana en circunstancias normales (de hecho, faltaba todo el edificio vecino: un montón de escombros cubiertos de polvo señalaba abajo su antiguo emplazamiento), la claridad inundaba el cuarto; a lo lejos se veía un caótico patio, a continuación el interior de una casa, con sus galerías, las puertas que daban a la caja de la escalera, las ventanas, con las puertas de las cocinas abiertas en varios lugares y con algunas siluetas que trajinaban allí dentro, de tal modo que Köves creía ver los intestinos del edificio. El canapé prometía, y Köves ardía en deseos de probarlo; además, apenas había cabida en el cuarto para más de un armario enclenque, una silla y una mesa, de la que la casera parecía particularmente orgullosa.

—Si quiere, hasta puede trabajar en ella, aunque, claro, no conozco su profesión —miró de reojo a Köves, que se percató en ese instante de que los ojos azules, inesperados lagos en un paisaje desolado, parecían asombrosamente claros en aquella cara turbada; a todo esto, sin embargo, olvidó responder a la pregunta formulada o, mejor dicho, no formulada, de manera que la mujer, después de esperar en vano unos segundos, continuó de la siguiente guisa:

—Podría decirse que es demasiado pequeña para dibujar, pero suficiente para unos escritos o documentos.

Y como Köves seguía sin decir palabra —al fin y al cabo, no podía saber para qué utilizaría la mesa (de ningún modo para dibujar, aunque quién podía saber qué le depararía el futuro)—, la mujer, un tanto decepcionada, añadió rápidamente:

—Pues bien, no quiero molestarlo más, ni tengo tiempo, porque he de irme ahora mismo a la oficina, y usted seguro que tiene trabajo…

—Quiero dormir —dijo Köves, deteniendo la riada de palabras.

—¿Dormir? —los lagos se ensancharon lo más que podían en el rostro de la casera.

—Dormir —repitió Köves, con tal ansia, por lo visto, que la mujer sonrió:

—Claro, acaba de decirme que viajó durante toda la noche; encontrará la ropa de cama aquí —la mujer señaló el cajón debajo del canapé—, y aquí está el armario para sus pertenencias.

—No tengo pertenencias —dijo Köves.

—¿No tiene? —la mujer se asombró, pero no tanto como para obligar a Köves a dar explicaciones, que era lo que él temía; como casera de un piso con gran trasiego de inquilinos había visto muchas cosas, sin duda—: ¿Ni siquiera un pijama?

—No —confesó Köves.

—¡Pero eso es imposible! —lo dijo con indignación. Independientemente de quien fuese el nuevo inquilino y sólo por mor del mantenimiento del orden mundial, parecía considerar inadmisible que alguien careciera de pijama—. Ya le daré yo uno —añadió, con la emoción de quien se dispone a subsanar en el acto una realidad intolerable—, pues me parece que el de mi marido le irá más o menos…

—Pero supongo que su estimado marido… —intentó Köves poner una objeción.

La mujer, sin embargo, lo frenó en seco:

—Soy viuda —y ya había salido de la habitación, para volver de inmediato y arrojar un pijama doblado sobre el canapé—: Y… —preguntó— ¿qué idea tiene usted respecto al futuro, ya que ni siquiera trae una muda de ropa interior?

—No lo sé —respondió Köves, al tiempo que le venía a la memoria, fugazmente, su maleta, pero sólo como un recuerdo que lo rozaba con suavidad—. Más tarde me compraré algo.

—Caray —dijo la mujer—, conque se comprará algo —y soltó una breve y nerviosa carcajada, como si reaccionara a una ocurrencia ingeniosa—; claro que no tengo por qué meterme en esto, y sólo le preguntaba… Que duerma bien, pues —añadió al ver que Köves ya se quitaba el abrigo—: el baño está a la derecha —concluyó volviéndose en el umbral—, y naturalmente tiene todo el derecho de usarlo.

Köves aún oyó sus trajines durante un rato, los intercambios entre la voz aguda y la áspera —a veces sólo susurraban, nerviosos, y quizá se arañaban el uno al otro detrás de su puerta, como gatos abandonados—, y su cabeza se acomodaba precisamente sobre la almohada cuando fuera se cerró la puerta y por fin reinó el silencio. Köves se relajó, y aún no se había dormido del todo cuando ya soñaba: soñó que había ido a parar a la extraña vida de un hombre extraño, al que no conocía y con el que nada tenía que ver. Así y todo, sabía que el sueño jugaba con él, puesto que era él quien soñaba y sólo podía soñar con su propia vida. Antes de dormirse definitivamente, aún se percató de que se le escapaba un profundo suspiro; le pareció un suspiro de alivio. Su rostro dibujó una amplia sonrisa, y —quién sabe por qué— susurró a la almohada: «¡Por fin!»