PRIMER CAPÍTULO

Llegada

Köves se despertó con un zumbido en los oídos; probablemente se había dormido y a punto estuvo de perderse el extraordinario momento en que, descendiendo de las alturas estrelladas, pasaban a la noche terrenal. Mientras el avión daba vueltas, surgían luces dispersas y centelleantes en el horizonte que ora aparecía, ora desaparecía; bien podría haberlas tomado por una caravana de barcos que avanzaba meciéndose en el oscuro océano. Sin embargo, aquello de abajo era tierra firme. ¿Tan pobre era el aspecto que presentaba la ciudad? Köves recordó su hogar, la otra ciudad —Budapest— que acababa de abandonar. Y aunque llevaba dieciséis horas volando, tomó conciencia por primera vez, con una ligera sensación de ebriedad, de la distancia que lo separaba del familiar recodo del Danubio, de los puentes con sus ristras de lámparas, de las colinas de Buda y de la luminosa corona del centro. Abajo, sin embargo, también observó una cinta que brillaba suavemente: un río tal vez. Por encima pasaban unos arcos apenas iluminados: puentes, supuso. Y cuando descendieron aún más, pudo comprobar que, a un lado del río, la ciudad se extendía por una llanura y, al otro, se había instalado sobre una zona de montes y colinas.

Köves no tuvo tiempo para seguir observando el paisaje. El avión aterrizó, y se inició entonces el típico ajetreo del momento: desabrocharse el cinturón de seguridad, arreglarse con unos cuantos rápidos gestos la ropa arrugada, despedirse correctamente del vecino inglés que volaba alrededor del mundo como representante de una superempresa y del que Köves sacó gran provecho gracias a la experiencia acumulada por este hombre en sus vuelos. Todo ello turbó un poco a Köves, quien, al fin y al cabo, cruzaba por primera vez en su vida diversos continentes y era, además, el único viajero que se apeaba en esta escala. Por otra parte, tuvo la sensación de que todas las fatigas del viaje se precipitaban de golpe sobre él: apenas podía esperar el momento en que lo despojaran de su equipaje —que, a decir verdad, consistía en una única maleta, pues pensaba conseguir los demás objetos que necesitara en el lugar, con la ayuda de su amigo, una persona conocida y bien situada— y se pusiera en manos de los empleados.

No obstante, esperó en vano; nadie vino a su encuentro. El aeropuerto, sumido en la oscuridad, parecía completamente abandonado. ¿Qué ocurría? ¿Estaban acaso en huelga? ¿Había estallado una guerra y habían oscurecido el aeropuerto? ¿O era pura y simple negligencia, de modo que dejaban en manos del forastero la búsqueda de su camino? Köves dio unos pasos titubeantes en la dirección en que su mirada intuía unos perfiles más o menos definidos en la lejanía, supuestamente del edificio del aeropuerto; pero de pronto resbaló —por lo visto, se había apartado de la pista de hormigón en la oscuridad—, y tuvo al mismo tiempo la sensación de recibir una repentina bofetada. Era el potente chorro de luz de un reflector, dirigido de forma implacable contra su rostro. A continuación, el cono luminoso —que parecía haberse limitado a comprobar su fastidio— se deslizó rápidamente hacia abajo, como si palpase su cuerpo, y se detuvo por un momento ante sus pies, para avanzar luego unos metros por el suelo, volver hacia Köves y avanzar nuevamente. ¿Así querían mostrarle el camino? Sea como fuere, se trataba de un procedimiento peculiar; podía interpretarse como una deferencia o como una orden. Mientras reflexionaba sobre ello, Köves tomó conciencia de que —empuñando la maleta— se ponía en movimiento para seguir aquel cono luminoso danzarín.

Debió recorrer un trecho bastante largo. La luz del reflector lo sumía todo en una oscuridad absoluta; aun así, se le antojó a Köves que bajo sus pies se iban alternando el terreno cubierto de malas hierbas y las pistas de despegue y aterrizaje. Estas, sin embargo, le parecían estrechas; quizá no habrían servido para el aterrizaje del gigantesco aparato moderno en el que Köves había llegado; la pista más ancha —pensó— seguramente había sido construida hacía poco, lo cual explicaba por qué se hallaba a mayor distancia que las otras. O —siguió cavilando— ¿querían evitar que el forastero lo viera todo claro en seguida?

Los rayos de luz se apagaron de golpe. Por lo visto, Köves había llegado a su destino. Se encontró frente a frente con la entrada iluminada y con un hombre. O, para ser precisos, con un contorno de forma humana —situado unos escalones encima de él—, puesto que, una vez más, la iluminación se proyectaba de tal manera que volvía a deslumbrarlo. Aun así, al menos había allí un hombre: por fin. Y Köves no se dirigió a él por la sencilla razón de que, en su repentina confusión, ni siquiera sabía en qué idioma saludarle.

Pero el hombre acudió en su ayuda:

—¿Ya estamos aquí? —inquirió. La pregunta parecía más que nada un saludo amable, y el sospechoso matiz de un tono de voz difícil de definir— que tal vez expresaba incluso cierto regodeo por la desgracia ajena —posiblemente era un producto añadido de la imaginación de Köves.

—Sí —respondió.

—Pues ya ve —dijo el hombre, con un tono de voz que volvía a provocar quebraderos de cabeza a Köves, probablemente porque no podía verle la cara. No sabía si percibir en él cierto sarcasmo, una vil amenaza o una simple y llana afirmación. Y la inseguridad lo impulsó a justificarse, pese a que nadie se lo había pedido:

—He venido a ver a mi amigo —dijo—. No le avisé con antelación porque quería darle una sorpresa…

—¿Qué amigo? —preguntó el hombre.

—A un tal Sziklai… que luego se llamó Stones… y actualmente se apellida Sasson, un comediógrafo y guionista mundialmente famoso —explicó Köves. Y como quien siente por fin el suelo firme de los hechos bajo los pies, añadió con un tono mucho más decidido—: ¡Tiene que conocer el nombre!

—Sabe usted perfectamente que aquí no podemos conocer a un escritor llamado así —dijo el hombre.

—¿No? —preguntó Köves, y como no le llegó respuesta alguna, agregó—: A decir verdad, no lo sabía, pero tomaré nota. —Permaneció allí un rato, la luz amarillenta que se proyectaba sobre él desde la entrada alargaba su sombra de manera extraña, de tal forma que la maleta que colgaba de su mano parecía una masa informe perteneciente a su cuerpo. Luego preguntó en voz mucho más baja, como cuando adoptamos un tono de confianza después de un intercambio de palabras introductorias—: ¿Dónde estoy?

—En casa —sonó la respuesta. El hombre calló por un momento. Cuando volvió a hablar en la fresca noche primaveral, Köves vio su ligero hálito, por fin una prueba irrefutable de su realidad física. En esta ocasión preguntó a Köves con inequívoca amabilidad, casi con cierta simpatía hacia él:

—¿Quiere volver?

—¿Cómo? —preguntó Köves.

Con un gesto que parecía una invitación o una muda oferta a Köves, el hombre estiró el brazo. Köves se volvió: una diminuta hilera de ventanas apenas distinguible, fulgía en lontananza. Tal vez era el avión en el que acababa de llegar. De pronto sintió una intensísima nostalgia por la seguridad de la cabina de pasajeros, por el calor del aire acondicionado, por los cómodos asientos, por la mezcla internacional de los viajeros, por las sonrientes azafatas, por las despreocupadas ceremonias de las comidas en que los platos aparecen como por ensalmo, y hasta por el taciturno vecino inglés que siempre sabía de dónde partía y adónde llegaba.

—No —respondió volviéndose de nuevo hacia el hombre—, creo que no tendría sentido. Ya que estoy aquí… —añadió.

—Como usted quiera —dijo el hombre—. Nosotros no lo obligamos a nada.

—Sí —reconoció Köves—, me resultaría difícil demostrar lo contrario. —Reflexionó—. Y, no obstante, me obligan —continuó—. Como ese cono luminoso que han enviado para recibirme.

—No tenía por qué seguirlo —lo cortó de inmediato el hombre.

—Desde luego —dijo Köves—, desde luego. Podría haberme quedado allí, a la intemperie, hasta que amaneciera o me congelara —agregó no sin cierta exageración retórica, puesto que era primavera.

Una risa breve y apagada llegó a su oído desde arriba.

—Venga —dijo entonces el hombre—, resolvamos de una vez las formalidades. —Se apartó, y Köves pudo moverse por fin para subir esos pocos escalones.

Algunos antecedentes

Köves entró en una sala vacía, iluminada; sólo entonces se percató de cómo lo había confundido la oscuridad que reinaba en el exterior. Allí dentro, la iluminación no se le antojaba en absoluto tan intensa; al contrario, daba la impresión de ser escasa, de presentar espacios sin luz en diversos sitios, de ser, en conjunto, algo bastante desolado. El vestíbulo en sí era grande, pero provincianamente pequeño en comparación con el de un aeropuerto internacional, como demostraban los mostradores abandonados, las taquillas vacías y el mobiliario irregular que sólo percibió de pasada. Köves pudo observar también al hombre con el que había estado hablando: de hecho, sólo vio un uniforme. El hombre parecía encajar tan perfectamente y ser tan inseparable de él que a Köves le dio poco a poco la impresión —se trataba, evidentemente, de una falsa impresión, sugerida con toda probabilidad por el cansancio— de que aquel uniforme existía desde el inicio de los tiempos, que siempre existiría y que siempre se adaptaría a sus provisionales portadores. Además, el uniforme le resultó familiar, pero no llegó a identificarlo. «No es del ejército —pensó—, ni de la policía. Ni…» —se pilló sumido en un pensamiento que acababa de venirle y que no podía definir con precisión. Sea como fuere, decidió que se hallaba ante un funcionario de aduanas; por el momento al menos, nada contradecía esta apreciación.

A todo esto, el hombre le pidió que lo siguiera. Lo condujo a una habitación a la que se accedía directamente desde la sala: su mobiliario consistía en una mesa larga con tres sillas de oficina detrás. El aduanero —pues así lo había bautizado el recién llegado para sus adentros— se puso detrás de la mesa y tomó asiento frente a Köves. A este —aunque se tratase de una observación insignificante— le llamó la atención que no ocupara el asiento central, que se ofrecía por sí solo como quien dice, sino uno de los laterales. Tuvo que entregarle su documentación y poner la maleta sobre la mesa.

—Salga, por favor, siéntese y espere —dijo entonces el aduanero—. Ya lo llamaremos.

Köves buscó, pues, un asiento allí cerca; era un silla con brazos, pero plegable, y al ser de madera no prometía mucha comodidad. Desde su sitio podía ver todo el vestíbulo; sin embargo, algo había cambiado desde que entró en el despacho, probablemente en la iluminación, comprobó Köves: estaba todo más oscuro, habían apagado parte de las luces en el ínterin, quizá se preparaban para cerrar. Lo sugería el hecho de que el personal de la limpieza empezaba a trabajar con movimientos lerdos y desganados en los rincones más alejados del vestíbulo; y sobre la alfombra pelada, descolorida e inconmensurablemente larga, un hombre tocado con un gorro y vestido con un delantal azul arrastraba un aspirador anticuado que Köves no veía desde hacía tiempo: su ronco zumbido llenaba todo el espacio con un rumor monótono. Cuando ya nada lo inhibía, o quizá cuando ya se había acostumbrado a la situación, a Köves se le antojó familiar el recinto. Tuvo la sensación —absurda, por supuesto— de haber pasado por allí en alguna ocasión; se debía tal vez a la gran cantidad de piedra artificial en las paredes, en el suelo, en todos los lugares imaginables, y a las líneas características de los mostradores y del mobiliario en general: reflejos de un gusto determinado o, si se quiere, de un estilo que se consideraba moderno a mediados de siglo, pero que al cabo de quince o veinte años perdió su vigencia en un santiamén. Sólo esto, así como el agotamiento que volvía a sentir, había hecho surgir en él la idea de haber visto en alguna ocasión aquello que veía, de haber vivido alguna vez lo que le estaba ocurriendo.

Así y todo, no sabía lo que le ocurriría. De pronto se apoderó de él un sentimiento de ligereza, de entrega, casi de liberación; se sintió dispuesto a aceptar cualquier aventura, viniera lo que viniera, viniera cualquier cosa que lo arrastrase consigo, que lo impulsase, lo absorbiese, que diese un vuelco a su vida: ¿no había emprendido el viaje para eso? Allá fuera, en algún lugar de la noche o más allá incluso, en la lejanía de los espacios inconmensurables o quizás hasta en otra dimensión, la vida de Köves, por qué negarlo, se había ido al traste. Comoquiera que fuese, Köves ya no quería pensar en ello, por un tiempo al menos. Probablemente, se había ido al traste, de forma lenta, pero segura, como si progresara de manera imperceptible: llevaba una vida determinada, se encontraba en situaciones determinadas y tomaba sus decisiones; y —no había manera de negarlo— de todo ello surgió al cabo la imagen del fiasco. Quizás empezó con su nacimiento; no, más bien con su muerte o, para ser precisos, con su resurrección: Köves había sobrevivido a su muerte. En un momento determinado, en el que debería haber muerto, no murió, a despecho de que todo estaba preparado, de que era un asunto perfectamente organizado, socialmente aceptado y resuelto. Köves, sin embargo, se negó a obedecer a esa exigencia, no pudo resistirse al instinto de vida que actuaba en su interior ni a la felicidad que se le ofrecía, de modo que —oponiéndose a toda lógica— quedó con vida. Por eso, siempre lo rondaba una torturante sensación de provisionalidad, de tal manera que se sentía como quien aguarda en un escondite pasajero a que le pidan cuentas por su omisión; y si bien Köves no tenía plena conciencia de ello, con toda probabilidad debido a la delicada constitución de su alma —como de cualquier alma—, este hecho envenenaba su vida y todos sus actos. Quizá tampoco era plenamente consciente de este envenenamiento y sólo veía, sin cesar, las asombrosas consecuencias. En resumen, vagaba como un desterrado por su vida anónima, como si llevara un traje que no estaba hecho a su medida, que le quedaba demasiado ancho y que le habían prestado con algún objetivo turbio, hasta que un buen día le llegó la iluminación. Ocurrió en no más de diez minutos (mientras esperaba algo muy distinto) en el tramo corto de un pasillo con forma de L iluminado por tubos fluorescentes (adónde había ido a parar por una serie de casualidades del todo secundarias), y salió con una tarea clara (después de haber resuelto el trivial asunto que lo había llevado allí). La tarea consistía básicamente en escribir una novela, cosa que, mucho más tarde, le habría costado confesarse incluso a sí mismo en el ambiente civilizado e internacional del avión, por ejemplo, en compañía de aquel vecino inglés con toda su mundología. Pronto descubrió, no obstante, que carecía de los requisitos necesarios para emprender tal tarea: desconocía, por ejemplo, la práctica de escribir una novela; sólo veía a grandes rasgos el relato novelístico que había de escribir, pero ignoraba los detalles, a pesar de que una novela consiste básicamente en estos; además, no tenía ni la menor idea de lo que era una novela en términos generales; por qué algunos escritores las escriben, por qué quería él escribir una, qué sentido tenía en general y para él en particular, quién era él en el fondo, etcétera. Todas preguntas espinosas, capaces de hacer tropezar, cada una por separado, a un hombre para toda su vida. Concluyó su novela al cabo de diez años; en ese período, Köves se esfumó del mundo. Sus ingresos ocasionales procedentes de la industria del espectáculo se redujeron peligrosamente, pues la escritura de la novela lo volvía cada vez más incapaz de entretener a las personas; su esposa se vio obligada a aceptar un trabajo sacrificado para ganar el pan de ambos, y Köves veía atormentado cómo se resignaba paulatinamente a su duro destino, que no podía cambiar; él, a su vez, encerrado en su habitación —o, mejor dicho, en la única habitación de su vivienda—, perdido en el mundo abstracto de los signos, olvidó incluso la vida en el exterior, por así decirlo. Para colmo, después de que una mecanógrafa de primera categoría, famosa en su profesión, la pasara a máquina, y después de que la encuadernara con una cubierta brillante, la novela fue simplemente rechazada por el editor: «Los lectores de nuestra editorial han leído su manuscrito y basándonos en su opinión unánime no podemos asumir la publicación»; «consideramos que la formulación artística de la materia de su experiencia no es acertada, aunque el tema es terrible y estremecedor»; «que la novela no se convierta en una experiencia estremecedora para el lector se debe básicamente a las reacciones extrañas»; «sus frases están formuladas con torpeza y falta de claridad»… Estos juicios aparecían escritos en la carta adjunta dirigida a Köves.

Sin embargo, la carta no lo amargó en absoluto; había finalizado la tarea que se había impuesto; en este sentido no le cabía ninguna duda, dijeran lo que dijeran. Que su novela estremeciera o no al lector le parecía una cuestión superflua, y al mismo tiempo vejatoria, que querían imponerle aunque no guardara ninguna relación con él. No obstante, tanto el concepto de «lector» como las maniáticas ponderaciones de la carta del editor en torno a este concepto absolutamente difuso y abstracto —al menos en su caso— no lo dejaron en paz, y lo llevaron a tomar conciencia de una circunstancia singular, que se le presentó de pronto con todo el colorido de algo violento y absurdo: concretamente, la de ser un escritor. Köves jamás había pensado en ello, y si lo había hecho, le había parecido algo muy distinto; no como se veía ahora, de repente, en el espejo de la carta del editor, rechazado, pero al mismo tiempo objetivado en tan duro oficio. Había escrito una novela, sí; pero lo había hecho como en un caso de catástrofe extrema, en el que se habría arrojado del avión a la nada y a lo desconocido al no vislumbrar otra posibilidad de supervivencia. Y de repente tomó conciencia de que —metafóricamente— sólo podía llegar a tierra como escritor o perderse en la nada. Esto, sin embargo, le suscitó preguntas y pensamientos diversos. En primer lugar, la pregunta de si era lo que quería. O si, cuando se impuso aquella tarea como consecuencia de su iluminación, su objetivo era convertirse en escritor. Köves no lo recordaba; los años arrastraron consigo el recuerdo de aquel momento, la vivencia de la iluminación se convirtió en duro trabajo, casi en servidumbre, y su contenido sólo seguía actuando en forma de una orden implacable que le insistía en llevar a cabo su tarea. Así pues, la aclaración de estas preguntas le exigió más consideraciones. Imaginó, por ejemplo, que la editorial no le había escrito esa carta, sino otra diametralmente opuesta. Sí, incluso llegó a imaginar —pues había oído que algo similar había ocurrido en el pasado— que los lectores de la editorial, con el lector jefe a la cabeza, se personaban en su vivienda al amanecer y le aseguraban que acababan de leer su novela durante la noche, de un tirón, arrancándose el libro mutuamente de las manos, y que el texto sin duda estremecería a cualquiera hasta la médula: por tanto, estaban dispuestos a editarlo cuanto antes. ¿Y entonces qué? Una duda amarga brotó en Köves. ¿Qué significaba un libro si se tenía en cuenta que se publicaban al menos un millón de libros al año sobre la faz de la tierra, si no más? ¿Qué significaba el fugaz estremecimiento del lector (Köves vio con los ojos de su mente al lector estremecido que, ávido de nuevos estremecimientos, ya buscaba un nuevo libro en el estante) en comparación con los años que él había dedicado a su tarea mientras empobrecía su vida hasta destruirla, se consumía y martirizaba a su esposa? Y, finalmente, ¿cómo conciliarse con el resultado práctico de su extenuante tarea, con los ridículos honorarios —para averiguarlo todo, Köves se había informado no hacía mucho sobre el tema— que podría haber ganado en cuestión de pocos meses en cualquier oficio industrial útil para todos, indiscutible y, además, no sometido a la opinión de los lectores de editorial?

A Köves le resultaba ya evidente que había ido a parar a un callejón sin salida y que, para colmo, había perdido el tiempo de manera irrecuperable. Estaba definitivamente harto de escribir una novela; como si volviera en sí después de diez años de embriaguez, ni siquiera era capaz de comprender con la mente clara cómo había podido meterse en una empresa tan descabellada. Si hubiera conocido la causa —esa era la sensación de Köves—, al menos habría encontrado consuelo en la necesidad. Como todo el mundo, había oído decir que el talento impulsaba al hombre hacia el camino de la novelística. Sin embargo, este término no tenía ningún significado palpable para él. Le parecía como cuando se afirma de una persona: un bonito lunar adorna su rostro. El lunar podía degenerar, infectarse gravemente y hasta provocar un cáncer o seguir siendo un atractivo adorno: era, por lo visto, cuestión de suerte. Köves, sin embargo, jamás había descubierto tal irregularidad en sí mismo, jamás se había sentido el propietario desdichado o elegido de ningún rasgo distintivo innato y enorgullecedor. El error debía de acechar en otro sitio, consideró Köves, en lo más hondo de sí: en su interior, en sus circunstancias, en su pasado, quién sabe, quizás en su carácter; en todo cuanto le había ocurrido, en toda la evolución de su vida, a la que no había prestado suficiente atención. Si al menos pudiera repetirla, si pudiera comenzarla de nuevo —pensó Köves—, todo se desarrollaría de otra manera, pues ya sabría dónde rectificar, por dónde reconducirla. Todo esto, bien lo sabía, era imposible; fue entonces cuando decidió viajar. No emprendía el viaje para abandonar a su mujer, ni su hogar, ni su patria, pero tenía la sensación de necesitar nuevos impulsos, de haber de sumergirse en fuentes extrañas para renovarse; anhelaba la lejanía para acercarse a sí mismo, para desechar lo viejo y apoderarse de lo nuevo, en una palabra, para reencontrarse y empezar una nueva vida sobre nuevos cimientos.

Köves sueña. Después lo llaman

Uno de esos sueños repetitivos que nos suelen visitar había dado el impulso determinante a Köves. Empezó con que flotaba; Köves estaba en la nada. Una nada centelleante, con diminutos puntos luminosos por doquier, como estrellas; pero era la nada, y esa cantidad de minúsculas luces, más que ayudarlo, lo desorientaban. A continuación venía la angustia, la conciencia amarga de su propia estrechez en los grandes espacios, el miedo; pero no temía perderse, ni disolverse, ni fundirse con la nada, sino todo lo contrario: incluso en el sueño, Köves percibía con toda claridad su temor a chocar. Buscaba algo, pero no quería encontrarlo, o, para ser más precisos, quería encontrar algo, pero no aquello que buscaba. Su angustia crecía, y de repente salieron a su encuentro, como arrojados por chorros invisibles de una fuente diabólica, fragmentos de semblantes y objetos que le resultaban conocidos. Algún rostro amado, algún objeto que utilizaba y veía día tras día, alguna prenda que se ponía a diario. Trató de alcanzarlos, de asirlos, pero no podía; tenía la sensación de que esos rostros y objetos contemplaban con cierto reproche sus torpes manotazos y se le ofrecían con el fin de obligarlo a esforzarse por ellos y de demostrar así su incapacidad de asirlos. Köves vivía como culpa propia la dolorosa impotencia de esos rostros y objetos, su desvanecimiento, su caída, su disolución; sí, sentía como culpa el hecho de luchar en vano por ellos, de no poder sujetar todo cuanto anhelaba el calor de su mano. Percibía este deseo, y hasta el discreto anhelo de los objetos inertes; por eso huía de ellos. Al final los dejó atrás, y desaparecieron; fue a parar a un vacío, a algo así como una caverna o un túnel. Era un buen lugar, un túnel seguro, cálido y oscuro; lo oportuno habría sido permanecer allí, resguardarse en las tinieblas; no obstante, un impulso indeseado e incontrolable gobernaba a Köves, lo llevaba adelante, más y más, hacia una luz que se vislumbraba en lontananza. El túnel se ensanchó de pronto, se convirtió en un espacio circular, y Köves vio en la pared de enfrente unas letras llameantes que parecían fatídicos presagios. Al verlas, se estremeció; luego se dio cuenta de que no ocurría nada malo, que se hallaba en una plaza conocida —seguramente en plena Körut— y veía las letras de un anuncio publicitario moderno que centelleaban con los colores rojo, amarillo y verde. Sin embargo, las letras cambiaban de color y hasta de forma con tal celeridad que Köves no fue capaz de relacionarlas ni de construir una palabra, aun sintiendo que contenían un anuncio sumamente importante, conocido por todo el mundo salvo por él. Y mientras se esforzaba, cada vez más furioso, por desentrañar su sentido, las letras dieron la impresión de enloquecer de golpe; primero se pusieron a dar vueltas, más y más rápido, hasta alcanzar una velocidad vertiginosa, hasta que las luces de color se fundieron sin ofrecer ya ninguna esperanza, empalidecieron, y Köves ya sólo vio una esfera que apenas brillaba bajo sus pies, muy en lo hondo, y tornó a encontrarse en la nada. Sólo entonces tomó conciencia del parecido entre esta esfera y la terrestre; y hasta veía en ella un dibujo que, sin embargo, no representaba ni los mares ni los continentes, sino que era más bien un esbozo confuso que cambiaba de forma como una indolente medusa marina y parecía, sobre todo, una sombra extraña que adoptaba contornos cada vez más terroríficos. Köves notaba aterrado que esta sombra que no cesaba de moverse, cuyos rasgos no cesaban de transformarse, debía de parecerse a algo o, más bien, a alguien, a un ser indeciblemente importante. En su precipitación, no sabía si estaba ligado a él por el miedo o por la atracción; sea como fuere —ya estaba seguro de ello—, ese ser proyectaba una mancha oscura e informe, una sombra sobre la esfera de vidrio opalino. Tenía que descubrir quién era; se devanaba los sesos, poniendo todo su empeño en el intento de identificarlo; hasta que de pronto oyó su propio nombre, pronunciado por una voz que casi le hizo estallar los oídos.

Sólo el sueño pudo dar tal intensidad a la voz: era la del aduanero, que lo llamaba desde la puerta y que, al parecer, tuvo que repetir el nombre dos o tres veces hasta que Köves se dio cuenta avergonzado de que se había dormido mientras esperaba. Se incorporó a toda prisa para seguir al aduanero al despacho.

Control de aduana

A pesar de su ligero aturdimiento, Köves observó algunos cambios ahí dentro. En primer lugar —quizá se tratara de una circunstancia trivial, pero lo cierto es que la notó al tomar el primer aliento—, un humo con olor acre a tabaco llenaba la habitación; Köves parpadeó fastidiado, el aire picante le provocaba tos: no estaba acostumbrado a este tipo de tabaco, sino a algo mejor. Además, ahora había tres personas sentadas frente a él: dos aduaneros, uno en cada silla lateral, de los cuales uno era el conocido de Köves, y el otro era el otro —Köves no encontró mejor manera de definirlo, toda vez que, si bien sus rasgos físicos lo distinguían sin duda de su compañero, era idéntico a él por el uniforme y la apática atención que manifestaba su rostro; de hecho, Köves sólo identificó a su aduanero porque se sentó frente a él en el asiento de la derecha. A primera vista, habría tomado al hombre sentado en el centro por un miembro del ejército, si no hubiera comprobado en seguida que nada sustentaba tal hipótesis salvo la camisa y la corbata de color militar: no lo adornaban ni un distintivo, ni un cinturón, ni una charretera. Por tanto, pensó Köves, no podía ser un militar. Así pues, decidió que también era aduanero, aunque de otro tipo, algo así como aduanero jefe. Al mismo tiempo, vio delante de ellos, en el centro de la mesa, su maleta.

Tan pronto como entró en la habitación —pues conviene ser cortés con los aduaneros—, Köves saludó amablemente y se aprestó a esperar las preguntas. Sin embargo, sea porque aún no habían decidido qué preguntar, sea por otro motivo que Köves desconocía, no formularon ninguna. Uno fumaba, el otro hojeaba unos documentos, y el siguiente lo escudriñaba. Los tres se fundieron ante la mirada borrosa de Köves, de tal modo que al final sólo veía una máquina de tres cabezas y seis manos. A su mente ya confundida por el agotamiento se debía, sin duda, el hecho de que empezara a buscar una excusa, como si lo hubiesen calado y descubierto su secreto —su secreto o su culpa, que al fin y al cabo era lo mismo—, y se dispusieran a comunicárselo ahí mismo por sorpresa, puesto que a él, Köves, no le constaba todavía.

—No he recibido el formulario de aduana —señaló finalmente, con tono bastante áspero con el fin de restablecer el orden y las dimensiones de la realidad.

—¿Tiene algo que declarar? —preguntó en seguida el hombre del centro, alzando la cabeza de los papeles.

—No sé qué es obligatorio declarar aquí —respondió Köves con gélida cortesía. Le enumeraron algunos productos; reflexionó concienzudamente, pidió que le repitieran algunos, como correspondía a un forastero conocedor del modo conveniente de comportarse, que, precisamente porque estimaba a las autoridades locales, no las sobreestimaba y que incluso se permitía cierta ceremoniosidad para demostrar su buena voluntad y reivindicar al mismo tiempo sus derechos, y respondió luego que, si mal no recordaba, su maleta no contenía ninguno de los productos enumerados. Sin embargo, añadió, bien podían convencerse por ellos mismos. A lo cual recibió la respuesta de que él debía saber el contenido de su equipaje. Köves preguntó entonces si deseaban que lo abriera.

—¿Lo abro? —preguntó, y, sin esperar respuesta, con un afán especial que a él mismo le pareció exagerado, pero que no pudo refrenar (como si otro actuara en su nombre), se abalanzó hacia su maleta para abrirla. Pero se esforzó en vano: la maleta estaba abierta. Y cuando levantó la tapa a toda prisa, encontró sus pertenencias más o menos en orden, pero sin la disposición metódica, esmerada y amorosa en que las dejara su esposa.

Asombrado, se quedó mirando la maleta como si hubieran colocado alguna obscenidad en su interior.

—¡Pero si ya la han registrado! —exclamó.

—Por supuesto —asintió el aduanero jefe. Se quedó escudriñando un rato a Köves, que creyó vislumbrar algo así como una fugaz sonrisa en el rostro pálido y delgado—. Usted siempre finge asombrarse —añadió, y Köves observó que intercambiaba una rápida mirada con su aduanero y no pudo evitar el pensamiento de que este ya había informado a su jefe sobre la actitud demostrada durante su anterior conversación.

Se produjo un breve silencio. Köves permaneció en su sitio, titubeante, buscando una pregunta que, sin embargo, no encontró, hasta que por último formuló la siguiente:

—¿Qué piensan hacer conmigo?

—Depende de usted —contestó el hombre del centro sin dudar—. Nosotros no lo hemos llamado, usted ha venido —y Köves recordó que su aduanero ya le había dicho algo parecido esa noche.

—Ya, por supuesto… Pero ¿por qué es tan importante? —preguntó.

—No estamos diciendo que sea importante —se oyó la respuesta—. De hecho, no lo será para nosotros. Tendrá que interrogarse a sí mismo, no a nosotros.

—¿Sobre qué? —preguntó Köves, ya molesto por el cansancio, como un niño.

—Sobre las causas que lo han traído aquí. —Aunque no se tratase ni de una pregunta ni de una exhortación, Köves no pudo evitar devanarse los sesos en busca de una respuesta; sin embargo, el cerebro agotado lo dejó en la estacada; y como si extrajera al azar una imagen inconexa de fragmentos de sueños, acabó balbuceando:

—Vi un cono luminoso y lo seguí.

Su mente confusa pareció haber encontrado las palabras justas, ya que su respuesta fue recibida con aprobación:

—Continúe siguiéndolo —asintió el aduanero jefe, suavizando el tono, incluso con un matiz de enigmática y tácita seriedad que rápidamente se trasladó a los rostros de los dos aduaneros que lo flanqueaban, aunque, como suele ocurrir con los subordinados, exageraron un poco el modelo original y su expresión adquirió una solemnidad rígida e implacable. En efecto, Köves no se habría extrañado (esa fue al menos su sensación en aquel momento) si se hubiesen levantado para cuadrarse o cantar. Sin volver la cabeza, ambos miraron de reojo al aduanero jefe; este, sin embargo, no se inmutó y continuó tal como había empezado:

—Sus papeles están en regla. Procederemos como si hubiera permanecido usted en el extranjero. Suponemos que querrá proseguir su actividad de siempre. En este sobre —puso un sobre de papel marrón ante Köves sobre la mesa— encontrará la dirección y la llave de su domicilio. Considérela como una prenda, como si nos la hubiese dejado y ahora se la devolviésemos. Su maleta quedará aquí. Ya le avisaremos dónde y cuándo puede recogerla.

Calló. Luego añadió con un tono que no contenía ni promesa ni rechazo, sólo un automatismo aprendido en tiempos remotos:

—¡Bienvenido a casa!

Y su brazo estirado señaló la puerta.