El viejo estaba ante el secreter. Pensaba. Era por la mañana. (Hacia las diez.) Sobre esa hora siempre solía pensar.

Muchos problemas y preocupaciones acuciaban al viejo, o sea, tenía en qué pensar.

Sin embargo, el viejo no pensaba en lo que debía pensar.

No sabemos con precisión en qué pensaba. Se le notaba que pensaba, pero no se le veían los pensamientos. Tal vez ni siquiera pensaba. Pero, claro, era por la mañana (hacia las diez) y sobre esa hora se había acostumbrado siempre a pensar. Había alcanzado tal rutina en el pensar que era capaz de aparentar pensamiento cuando ni siquiera pensaba, aunque también es posible que él mismo imaginara estar pensando. Esa es la verdad y no hay por qué embellecerla.

Así pues, el viejo se hallaba pensando (sumido en sus pensamientos) ante el secreter.

Difícilmente podremos evitar, en este punto, una mención de dicho mueble.

El secreter era una extensión directa de una biblioteca que hacía ángulo y cuyas dos alas ocupaban el rincón suroccidental de la habitación. El lado de la habitación que daba a la calle miraba hacia el oeste. Un ala de la biblioteca transcurría, pues, por este lado: para ser precisos, desde el extremo sur de la ventana, que se extendía de norte a sur, hasta el rincón. La otra ala iba desde la cómoda apoyada contra la pared que se extendía de este a oeste hasta dicho rincón, pasando junto a una protuberancia de unos ciento veinte centímetros de longitud cuyo objeto nadie nunca había sido capaz de explicar y que estaba cubierta (casi vergonzantemente) con una lámina de madera pegada (como si fuese parte de la librería) (con un pegamento de asombrosa mala calidad), si no hasta el techo, sí hasta la altura de la biblioteca, o sea, hasta más allá de los dos metros.

Ya puestos en tales disquisiciones, no podremos callar que la mencionada librería había sido creada por el ingenio de un carpintero vecino a partir de un cajón para la ropa de cama que formaba parte de un antiguo récamier; a su vez, un tapicero domiciliado a mayor distancia se había encargado de fabricar, a partir del revestimiento del récamier, dos canapés modernos que, así tapizados, se hallaban, respectivamente, en los rincones occidental y oriental de la pared norte.

Ya hemos mentado el hecho de que era por la mañana. (Hacia las diez.) Ahora estamos en condiciones de añadir algunos detalles: se trataba de una mañana espléndida, tibia, un tanto brumosa pero soleada, de finales de verano (principios de otoño).

Mientras el viejo permanecía ante el secreter a esa hora relativamente matutina —hacia las diez—, sintió por un momento la tentación de cerrar la ventana.

Sin embargo, no acabó de decidirse, tan espléndida era aquella mañana tibia, un tanto brumosa pero soleada, de finales de verano (principios de otoño).

Era como si una campana de cristal ligeramente azulada hubiera cubierto al viejo meditabundo y su entorno más inmediato.

Este símil —como ocurre, en general, con los símiles acertados, por cierto— sólo pretende contribuir a hacer más tangibles las asociaciones que surjan. Concretamente, habría que incluir en esta hermética campana de cristal los ruidos y olores, de origen diverso, procedentes de una calle atestada de vehículos, porque la ventana en cuestión daba a una vía de tales características, y el viejo, que se hallaba al sur de dicha ventana (o, si nos ponemos frente a ella, a la izquierda), estaba ante el secreter y pensaba.

Era una calle espantosa.

La Quebrada de las Mentiras, así la llamaba el viejo.

De hecho, sólo era una calle secundaria. (Según su calificación oficial.)

Sin embargo, como esta calle secundaria estaba encajada entre dos calles principales, absorbía, qué remedio, el tráfico de las dos avenidas.

En el borde de la acera se alzaban, de norte a sur, diversos indicadores (otros tantos llamativos símbolos de la inutilidad), y la desembocadura meridional de la calle —que era la encrucijada de tres secundarias y una principal que trazaba una curva— estaba bloqueada por un semáforo que se comportaba como si la vía en cuestión fuese, en efecto, una calle secundaria: es decir, antes de volver a prohibir el paso, sólo dejaba pasar a dos o tres vehículos de la horda automovilística que chillaba, retumbaba y vibraba ante él, de aquella marabunta compuesta por todas las dimensiones imaginables, desde los enanos del tamaño de un niño hasta los gigantes con sus remolques (y sus correspondientes emanaciones y frecuencias acústicas) (las cuales, a veces, contrastaban asombrosamente con el tamaño del vehículo, aunque por lo general resultaran ser proporcionales).

Oficialmente, los tranvías no circulaban por la calle.

Inoficialmente, sin embargo, pasaban por allí todos los tranvías cuando iban o venían de las cocheras. Circulaban por alguna de las dos calles principales y utilizaban, como si ni mereciera la pena mencionarlo, esta callejuela encajada entre las dos avenidas.

Desde la Quebrada de la Mentira ascendían llantos, ronquidos, chirridos, crujidos, gemidos y gritos de júbilo desenfrenados, como si surgiesen del fondo de un caldero en pleno hervor, a través de gases ora negruzcos, ora simplemente grisáceos, que adquirían un suave color azulado al caer la tarde (eso sí, antes de empezar el invierno) (puesto que ni siquiera hemos mencionado aún las chimeneas). Este suave color se mantenía hasta que a las tres y media de la madrugada volvía a aparecer en la desembocadura norte de la calle el primer representante de la flotilla de autobuses (y de los gases negros del nuevo día), avanzando a toda pastilla y meneando la cola como una yegua en celo.

Esta calle, que se extendía de norte a sur (o de sur a norte), estaba bordeada por no más de diez o quince edificios. Aun así, todo un período histórico había puesto su sello en esas edificaciones relativamente escasas en número y, aunque parezca extraño, este hecho temporal se manifestó de sur a norte en el espacio.

El centro del lado oriental de la calle correspondía a la primera mitad de los años cuarenta.

Aquellos años se caracterizaron por la guerra; sus edificaciones, por las inversiones urgentes. Y tanto este motivo, como la escasez de material debida a los acontecimientos bélicos, propiciaron la chapuza.

El viejo habitaba un apartamento situado en el segundo piso de un edificio de este tipo (una habitación, un recibidor, un baño, una cocinilla, veintiocho metros cuadrados en total, una vivienda municipal, en definitiva, cuyo alquiler, partiendo de ciento veinte florines mensuales, había ido subiendo al ritmo de los aumentos de alquileres hasta llegar a los trescientos florines actuales, que tampoco era mucho) y llevaba décadas registrado de manera provisional en ella, basándose en el derecho conyugal (puesto que su residencia permanente oficial, como pariente de primer grado, correspondía a la vivienda de su madre, donde, de hecho, no había vivido nunca, ni siquiera de forma provisional; pero como se suponía que la anciana, aunque ojalá hubiese podido vivir hasta las ultimísimas fronteras de la vida humana, al final inevitablemente…) (En una palabra, que a raíz de ese acontecimiento, en definitiva inevitable, la vivienda quedaría vacía y recaería en el viejo gracias al truco utilizado) (siempre y cuando, como era de esperar basándose en los usos y costumbres, las autoridades municipales lo aprobaran) (si bien, de hecho, también se trataba de una sola habitación, pero grande, situada en zona verde y provista de todas las comodidades, por lo cual aquella vivienda, en la que el viejo tenía oficialmente su residencia permanente, pero en la que nunca había vivido, ni siquiera de forma provisional, resultaba sin duda más adecuada, aunque sólo fuera para proceder luego a un trueque).

Como el mobiliario de la vivienda —donde el viejo residía de forma permanente aunque oficialmente se tratase tan sólo de una residencia provisional— se limitaba de entrada a lo indispensable, es de suponer que aquello que destacaremos en las líneas siguientes como lo más indispensable de lo indispensable alguna importancia entrañará para nuestra historia.

El recibidor, que (partiendo de la puerta de entrada) se extendía de este a oeste y cuya puerta, tipo vidriera catedralicia dividida en dos por un listón de madera barnizada, servía para pasar a la habitación (o, para ser precisos, se soslayaba pues permanecía siempre abierta con el fin de ventilar el recibidor), estaba bordeado por dos puertas que daban, respectivamente, a la cocinilla y, más al oeste, al baño, de tal modo que el trozo de pared de ochenta centímetros de longitud, más o menos, situado un poco más al oeste alcanzaba para un perchero (y un estante para los sombreros).

La pared norte del recibidor estaba revestida en toda su extensión, de marco a marco de las puertas, por una bonita cortina de material sintético, tras la cual un complejo sistema de perchas y estantes procuraba hacer olvidar los dos armarios, burdos y de diferente tamaño, que durante años desafiaron el permanente rechazo de la esposa del viejo y que —por la supuesta naturaleza de la materia— no desaparecieron, sino que se transformaron en ese complejo sistema de perchas y estantes, hasta tal punto que una pieza original de siete por siete centímetros de uno de ellos (que merece ser mencionada por un sello de cera que llevaba) (con letras casi ilegibles por las diversas capas de pintura que las fueron cubriendo en el curso de los años) volverá a encontrarse en un momento concreto de nuestra historia en una de las cajas de cartón del viejo (ni él sabía en cuál).

Así llegamos a la puerta de vidriera catedralicia dividida en dos por un listón de madera barnizada, por la cual se entraba en la habitación (o, para ser más precisos, que se soslayaba ya que permanecía siempre abierta para ventilar el recibidor).

En el rincón suroriental de esta habitación (cuyo lado exterior daba al oeste) se alzaba una estufa de azulejos, y al norte y al oeste de dicha estufa había, manteniendo las distancias pertinentes, sendos sillones (tipo Maya II, hechos con los siguientes materiales: haya, nitrobarniz, abrazadera P.P., gomaespuma y tela de tapicería; de tal modo que la calidad del mueble respondía a las normas MSZ 8976/4/72 y 8977-68 ¡PROTÉJASE DE LA HUMEDAD!), y, entre dichos sillones (y al noroeste de la estufa), una lámpara de pie que dibujaba un arco dinámico (y cuya pantalla se cambiaba cada cinco años más o menos) y, un poco más hacia el noroeste, una cosa minúscula que se alzaba sobre cuatro frágiles patitas, que el Certificado de Calidad definía como una minimesa infantil, un producto contrachapado especial de primera clase, fabricado con madera dura de árbol de fronda de primera clase, y que por su función era más bien una mesa accesoria.

Después del sillón situado (manteniendo la distancia pertinente) al norte de la estufa volvía a quedar un pequeño espacio, y entonces venía la puerta de vidriera catedralicia (o, para ser precisos, un hueco del tamaño de una puerta, pues esta permanecía siempre abierta para ventilar el recibidor), otro espacio y luego, ya en el rincón nororiental de la habitación, uno de los canapés o, si se quiere, su lado estrecho; después, a lo largo de la pared norte, el costado de dicho canapé, espacio, cómoda baja, espacio y por último el otro canapé, cuyo costado ya bordeaba la pared oeste de la habitación, que transcurría de norte a sur y llegaba hasta debajo de la ventana, donde, más al sur, se abría otro espacio, había luego una mesa (o, para ser precisos, la mesa, la única mesa de verdad de la vivienda) que se extendía más hacia el sur, casi hasta el rincón suroccidental de la habitación, de imposible acceso porque lo impedía el mueble situado en aquella esquina, sin duda no del todo desconocido para el lector atento.

Mucho más sencilla resulta nuestra tarea si partimos del sillón situado al oeste de la estufa (manteniendo la distancia pertinente), es decir, siguiendo la pared sur de la habitación; porque allí nos encontramos una vez más con un espacio, luego, más al oeste, con una cómoda baja (pareja y copia exacta de la cómoda de enfrente), otro espacio, después una protuberancia (cuya función nadie nunca supo explicar), y por último, ya en el rincón suroccidental de la habitación, con ese híbrido entre biblioteca y secreter, con ese centauro mitad biblioteca, mitad secreter (si se nos permite tal confusión de conceptos e imágenes), ante el cual el viejo reflexionaba en esa mañana espléndida, tibia, un tanto brumosa pero soleada, de finales de verano (principios de otoño), que lo cubría a él y a su entorno más inmediato como una campana de cristal ligeramente azulada.

Para anticiparnos a la fijación definitiva de las ideas que sin duda ya han empezado a formarse, consideramos oportuno aclarar en cierta medida el léxico desenvuelto que hemos usado hasta ahora.

Así como, por ejemplo, el secreter no era un verdadero secreter, o, para citar otro ejemplo, la calle secundaria del viejo (la Quebrada de las Mentiras, que así la llamaba el viejo) tampoco era una verdadera calle secundaria, el viejo no era un verdadero viejo.

Era viejo, claro (por eso lo llamamos viejo).

Sin embargo, no era viejo por viejo, es decir, no era un anciano (aunque tampoco era joven) (y por eso mismo lo llamamos viejo).

A buen seguro, lo más fácil sería decir su edad (si no nos repugnaran esas certezas altamente dudosas que cambian de año en año, de día en día y hasta de hora en hora) (y quién sabe cuántos años, días y horas abarcará el arco de nuestra historia) (y hacia dónde se arqueará, de hecho) (de tal modo que de pronto nos encontraríamos en una situación en la que no podríamos responsabilizarnos de nuestras precipitadas manifestaciones).

A falta de algo mejor nos apoyaremos, pues, en una observación no muy original, por cierto:

Cuando los hombros de un ser humano llevan la carga de medio siglo, el ser en cuestión o bien se viene abajo, o bien se mantiene en pie de algún modo, se queda colgado (como del anzuelo del tiempo) (que, claro está, no cesa de tironearlo y arrastrarlo a la desértica orilla opuesta, para alejarlo de los colores exuberantes y de las formas tangibles y llevarlo a una abstracción árida y espectral) y se produce entonces un momento duradero que parece estar en suspenso o, mejor dicho, que nos da la impresión engañosa de que algo no se ha decidido aún de forma definitiva (como si a uno se le preguntara si la cuerda es lo bastante fuerte) (y aunque todos sabemos que lo es, por supuesto, el hecho de que ceda un poquito —para agarrarla con mayor seguridad— ya despierta sospechas y falsas creencias) (sobre todo entre quienes alguna vez consiguieron desgarrar el cordel) (pero no queremos adelantarnos a nuestra historia).

Así pues, si seguimos sosteniendo —y lo hacemos— que el viejo era viejo, evidentemente tendremos que basar en otras cualidades nuestro uso de la palabra (que no nos es sugerido ni por el aspecto del viejo ni por el saber superior de los encargados del registro civil, capaces de ver más allá de las apariencias).

Nada más fácil que esto.

Concretamente, el viejo —que tenía todos los motivos para ello, indudablemente— se sentía viejo, como alguien a quien ya nada ha de ocurrirle, ni nuevo, ni bueno, ni malo (exceptuando las posibilidades en absoluto negligibles de una ligera mejora o empeoramiento) (que, sin embargo, no cambiaban nada en su esencia), como alguien a quien ya todo le ha sucedido (incluso aquello que podía sucederle o aquello que podría haberle sucedido), como alguien que ha esquivado —provisionalmente— la muerte, que ha vivido —ya definitivamente— su vida, que ha recibido un humilde premio por sus pecados y un severo castigo por sus virtudes, y que está, desde hace tiempo, en la lista gris de los supernumerarios —elaborada quién sabe en qué lugar y a raíz de qué sugerencias—, como alguien que a pesar de todo se despierta día tras día para comprobar que sigue vivo (lo cual no percibe como algo desagradable) (aunque quizá debería percibirlo) (si lo tuviera todo en cuenta) (cosa que, sin embargo, no hace en absoluto).

Por tanto, nada se opone a la suposición de que el viejo pensaba sobre estos asuntos cuando se hallaba, pensando, ante el secreter.

No, sólo se trata de que era por la mañana (hacia las diez) y de que sobre esa hora el viejo siempre solía pensar.

Este era el orden de su vida.

Todos los días, cuando llegaban las diez (más o menos), él se ponía a pensar.

Le venía dado por las circunstancias; esto es, no podía empezar a pensar antes de las diez, pero cuando comenzaba más tarde, se cubría de reproches por la pérdida de tiempo (lo cual sólo provocaba más pérdidas de tiempo, es decir, le entorpecía el pensar o hasta —en el peor de los casos— se lo impedía del todo).

Así pues, el viejo se hallaba a las diez (más o menos) ante el secreter y pensaba, de forma mecánica, por así decirlo, totalmente independiente de la intensidad del pensamiento e incluso de si en verdad pensaba o no (el viejo había alcanzado tal rutina en el pensar que era capaz de aparentar pensamiento cuando ni siquiera pensaba, aunque también es posible que él mismo imaginara estar pensando).

Es decir, a las diez (más o menos), el viejo se quedaba solo en la vivienda (lo cual le suponía una condición previa para el pensar) después de que su mujer emprendiera el largo camino hacia el bar de las afueras de la ciudad donde trabajaba de camarera para ganarse el pan (y a veces también el del viejo) (cuando así lo quería el destino) (que, a decir verdad, más de una vez lo quiso).

Ya había concluido sus quehaceres en el baño.

Se había tomado el café (en el sillón situado, manteniendo la distancia pertinente, al oeste de la estufa de azulejos).

Se había fumado también su primer cigarrillo (yendo y viniendo entre la ventana que miraba al oeste y la puerta de entrada que daba al este) (apartándose ligeramente al pasar por la estrechura formada por la bonita cortina de material sintético que cubría la pared norte del recibidor y la puerta abierta del baño) (que, de hecho, se mantenía siempre abierta para la ventilación, ya que el aire del baño estaba más viciado aún que el del recibidor).

Estos eran, pues, los preámbulos, que no la causa (aunque sí, en todo caso, la condición), de que el viejo se hallara a las diez (más o menos), de esa mañana espléndida, tibia, un tanto brumosa pero soleada, de finales de verano (principios de otoño), pensando ante el secreter.

Muchos problemas y preocupaciones acuciaban al viejo, o sea, tenía en qué pensar.

No obstante, el viejo no pensaba en lo que debía pensar.

No podemos afirmar, sin embargo, que no se le pasaran por la cabeza sus preocupaciones más urgentes, es decir, aquello en lo que debía pensar.

Todo lo contrario.

«Estoy aquí parado ante el secreter, pensando —pensó el viejo— en vez de, por fin, emprender algo.»

Pues sí, debería haber empezado hace tiempo a escribir un libro; esa era la verdad, no había vuelta de hoja.

Porque el viejo escribía libros.

Esa era su profesión.

Es decir, para ser precisos, las cosas se desarrollaron de tal manera que se convirtió en su profesión (porque no tenía otra).

Ya había escrito varios libros. En particular, el primero. Estuvo más de una década pensando en este libro (como escribir libros aún no era su profesión por aquel entonces, lo escribió por su propio y arbitrario capricho, como quien dice), y tuvieron que transcurrir dos años más para que el libro viera la tinta de imprenta en circunstancias bastante adversas. Cuatro años resultaron suficientes para su segundo libro. En cambio, para los siguientes (después de que escribir libros se convirtiera en su profesión o, para ser precisos, de que las cosas se desarrollaran de tal manera que se convirtiera en su profesión) (porque no tenía otra), ya sólo necesitó el tiempo imprescindible para acabarlos, dependiendo generalmente del grosor, porque (después de que las cosas se desarrollaran de tal manera que escribir se convirtiera en su profesión) tenía que procurar escribir libros gruesos en la medida de lo posible, puesto que a los libros gruesos les correspondían honorarios más elevados que a los delgados, cuyos honorarios también eran delgados (en consonancia con su delgadez) (y con independencia de su contenido) (conforme a la disposición 1/1970.111.20.MM aprobada por el ministro de Cultura de acuerdo con el ministro de Hacienda, el ministro de Trabajo, el presidente de la Oficina Estatal de Materiales y Precios, así como el Consejo Estatal de Sindicatos, relativa a los requisitos de los contratos editoriales y a los honorarios de los autores).

No es que el viejo ardiera en deseos de escribir otro libro.

Ocurría, sin embargo, que llevaba bastante tiempo sin publicar.

Si esto seguía así, olvidarían hasta su nombre.

Lo cual en sí no habría molestado en absoluto al viejo, desde luego.

Pero —he ahí el problema— en cierto sentido tenía que molestarlo un poquito.

Faltaban pocos años para que alcanzara el límite de edad y pasara a ser un escritor jubilado (un escritor, por tanto, que gracias a sus libros merecía dejar de escribirlos) (aunque podía seguir escribiendo si quería, claro está).

Este era, pues, el objetivo de su actividad literaria, cuando prescindía de nebulosas abstracciones y se aferraba a lo concreto.

Por consiguiente, para no tener que escribir más libros, aún había de escribir unos cuantos.

El mayor número posible.

Si no quería perder de vista el verdadero objetivo de su actividad literaria (esto es, llegar a ser un escritor jubilado, es decir, alguien que gracias a sus libros merecía dejar de escribirlos), mucho había de temer que su nombre caído en el olvido influyera en la medida propia del olvido, o sea, negativamente, en los factores determinantes para su jubilación (de los que no disponía de información, pero sí razonaba, no sin cierta lógica, que si a los libros más gruesos les correspondían mayores honorarios, a mayor número de libros le correspondería una jubilación más gruesa) (lo cual, a falta de una información más precisa como ya hemos mencionado, sólo era una hipótesis del viejo, no carente de cierta lógica desde luego).

Por tanto, había de molestar al viejo que se olvidaran de su nombre, cosa que en sí no le molestaba en absoluto.

Así pues, sin que ardiera en deseos de escribir un libro, ya debería haberlo empezado hacía tiempo.

Sucedía, sin embargo, que no se le ocurría nada. (Lo cual ya le había sucedido en alguna ocasión, pero normalmente sólo desde que escribir libros pasó a ser su profesión o, para ser precisos, desde que las cosas se desarrollaron de tal manera que se convirtió en su profesión) (porque no tenía otra.)

Y eso que sólo se trataba de un libro.

De cualquier libro con tal que fuese un libro (el viejo sabía hacía tiempo que daba igual qué libro escribía, si era bueno o malo, porque no cambiaba nada en esencia) (ahora bien, el viejo o sabía perfectamente o no sabía en absoluto lo que entendía por esencia) (cosa que podemos deducir del hecho de que, pensando ante el secreter, le vino a la mente esta idea entre otras, pero no dio ni la más mínima señal de querer aclarar la esencia del concepto de «esencia» al menos para uso propio).

Así y todo, el viejo no tenía ni la más mínima idea del libro que escribiría.

A pesar de haberlo puesto todo de su parte (ya que, como hemos visto, en ese momento también se hallaba ante el secreter y pensaba).

En los últimos días había revisado incluso algunas ideas, esbozos y fragmentos antiguos, más antiguos y aun antiquísimos, conservados todos en un archivador que llevaba el título de «Ideas, esbozos y fragmentos», pero o bien resultaban inservibles o no entendía ni una sola palabra de ellos (aunque él mismo los había apuntado en tiempos antiguos, más antiguos y aun antiquísimos).

Había realizado largos paseos por las colinas de Buda (paseos de pensamiento, como los llamaba el viejo).

En vano.

Ahora, después de que fracasaran las ideas, los esbozos, los fragmentos y los paseos (los paseos de pensamiento, como los llamaba el viejo), ya sólo le quedaban los papeles.

Hacía tiempo que no echaba un vistazo a sus papeles.

No quería ni verlos.

Los había escondido en lo más hondo del secreter para evitar que le saltaran a la vista.

Así las cosas, el viejo debía de hallarse en una situación verdaderamente apurada cuando, habiendo confiado antes en el azar (que, para ser precisos, deberíamos matizar y llamar imposibilidad, basándonos en causas ya conocidas) y luego en las ideas, los esbozos, los fragmentos y los paseos de pensamiento, depositó de repente toda la confianza en sus papeles.

Mucho hemos de temer en este punto que, si no nos apartamos un poco del hilo de pensamientos del viejo, nunca veremos con la claridad necesaria para entender, en los futuros acontecimientos, la diferencia mínima, pero imprescindible, entre ideas, esbozos y fragmentos, de un lado, y papeles, de otro.

Tal vez ni siquiera hagan falta prolijas explicaciones.

Resulta que las ideas, los esbozos y los fragmentos son productos exclusivos de personas que han de generarlos por razones irremediables y evidentes. Son las que, como el viejo, se dedican, por así decirlo, a la profesión de escribir libros (o en cuyo caso las cosas se desarrollaron de tal manera que escribir se convirtió en su profesión) (porque no tenían otra).

Ahora bien, cualquiera posee papeles.

A lo sumo uno, una hoja de papel en que apuntó algo en su día, probablemente algo importante para no olvidarlo, y la guardó… y la olvidó.

Papeles que conservan sus poemas de adolescencia.

Papeles que le sirvieron para buscar una salida en una época de crisis.

Quizá todo un diario.

El plano de una casa.

Los gastos e ingresos de un año difícil.

Una carta empezada.

Una nota: «Vuelvo en seguida», que luego tendría fatales consecuencias.

O como mínimo un recibo o las instrucciones de lavado arrancadas de una prenda de ropa interior, en cuyo reverso encontramos unas palabras minúsculas, extrañas, pálidas y ya ilegibles, escritas con nuestra propia letra.

El viejo tenía todo un archivador lleno de estos papeles.

Quizás hayamos mencionado ya que los guardaba en lo más hondo del secreter para evitar que le saltaran a la vista.

Por tanto, para conseguir lo contrario —esto es, que le saltaran a la vista— tuvo que sacar primero la máquina de escribir del secreter, luego unos cuantos archivadores —entre ellos el que llevaba por título «Ideas, esbozos y fragmentos»—, así como dos cajas de cartón llenas de papeles de contenido misceláneo (necesario e innecesario) (atributos estos que sólo las situaciones concretas podían llenar de contenido concreto) (de tal modo que el viejo nunca podía saber a ciencia cierta cuál de esos objetos diversos era necesario y cuál innecesario) (tanto menos cuanto que los años pasaban sin que abriera la tapa de las dos cajas de cartón y echara ni que fuera un vistazo a esos objetos diversos, necesarios e innecesarios).

De este modo había de proceder, pues, para que acabara saltándole a la vista aquel archivador común y corriente, de color gris y tamaño ajustado a la norma MNOSZ 5617, que contenía sus papeles.

Sobre este archivador gris yacía (o se alzaba) (o se abombaba) (dependiendo desde dónde se mirara) una piedra también gris —quizás un poco más oscura— que parecía servir de pisapapeles, es decir, una piedra de forma irregular de la que no podemos decir nada satisfactorio (que se trataba de un paralelepípedo poligonal, por ejemplo) (cualquier cosa que permita al espíritu humano hacer las paces con los objetos, sin entenderlos de verdad, puesto que no responden a una construcción geométrica y, por tanto, nunca pueden considerarse resueltos), ya que dicha piedra, con sus aún existentes pero ya desgastados ángulos, cantos, puntas, curvaturas, estrías, grietas, elevaciones y depresiones, era tan irregular como sólo puede serlo una piedra de la que nunca logra uno saber si es un trozo que se ha desprendido de una unidad más grande o si es la unidad que queda cuando se le ha desprendido un trozo, unidad que a su vez formaba parte de una aún más grande, fuese roca o montaña (porque, al fin y al cabo, toda piedra nos inspira consideraciones prehistóricas) (que no es nuestro objetivo) (aunque resulta difícil resistirse) (sobre todo cuando nos topamos con una piedra) (que conduce hacia inicios, finales, densidades y unidades definitivas) (o, más bien, iniciales) (nuestra imaginación, que se declara en quiebra, para que podamos volver finalmente a nuestra impotente ignorancia) (que al menos va revestida de la supuesta dignidad del saber) (cosa que ocurrió, como en tantos otros casos, también con esta piedra, de la que no podía saberse si era un trozo que se había desprendido de una unidad más grande o, al contrario, si era la unidad que quedaba después de que se le desprendiera un trozo).

Así pues, la situación que hemos establecido al comienzo de nuestra historia y a la que nos hemos aferrado de modo consecuente —y no por capricho, sino por las dificultades del viejo a la hora de decidirse— ha variado de la siguiente manera, tal y como se explicará más adelante:

El viejo se hallaba ante las puertas abiertas del secreter, en cuyo estante superior en parte despejado sólo quedaba un archivador gris, sobre el cual se veía una piedra que parecía servir de pisapapeles y que también era gris, aunque quizás un poco más oscura. Se hallaba allí y pensaba:

«Mucho me temo —pensó— que acabaré sacando mis papeles.»

Eso hizo, en efecto.

Por amor al orden (qué otro motivo podremos suponer) (si no tenemos en cuenta la falta de espacio) (o su intención de sellar así el carácter irrevocable de su decisión), volvió a colocar a continuación la máquina de escribir, unos cuantos archivadores —entre ellos el que llevaba como título «Ideas, esbozos y fragmentos»—, así como las dos cajas de cartón de contenido misceláneo (necesario e innecesario) en el estante superior del secreter.

Así pues, no se considerará una mera muestra de verbosidad que ahora volvamos a informar, con la máxima brevedad posible, de otro cambio en la situación que se había establecido al comienzo y que entretanto ya había variado:

El viejo estaba sentado ante el secreter y leía.

«Agosto de 1973

»Lo que ocurrió, ocurrió. Ya no puedo hacer nada. No puedo modificar mi pasado ni el futuro que necesariamente deriva de él y que ni siquiera conozco…»

—¡Por el amor de Dios! —exclamó el viejo.

«… Por los estrechos senderos de mi presente me muevo tan desorientado como por los tiempos pasados y futuros.

»No sé cómo he venido a parar aquí. Simplemente he desperdiciado mi infancia. Sin duda existen razones de psicología profunda para mi mal expediente de alumno en el primer ciclo de la secundaria. (“Ni siquiera tienes la excusa de ser tonto, porque cerebro no te falta”, insistía mi padre.) Más tarde, a los catorce años y medio, me encontré, por circunstancias increíblemente estúpidas, durante media hora frente a frente con el cañón de una ametralladora preparada para disparar. Resulta, por así decirlo, imposible describir esas circunstancias en un lenguaje normal. Baste señalar que me hallaba en el estrecho patio de un cuartel de la gendarmería, en medio de una multitud que emanaba el sudor de la angustia y de quién sabe qué hilachas de pensamientos y con cuyos individuos sólo tenía un hecho en común, el de ser judío. Era una noche cristalina de verano, preñada de olor a flores; la luna llena nos iluminaba. El aire resonaba con un zumbido sordo y uniforme: eran las formaciones de la Royal Air Force que despegaban, por lo visto, de las bases italianas y se dirigían a metas desconocidas; y corríamos el riesgo de que los gendarmes nos mataran a tiros, como quien dice, si las bombas acababan cayendo sobre el cuartel o los alrededores. Por aquel entonces —y después también— me parecía del todo superfluo saber por qué absurdas asociaciones y estúpidas motivaciones nos matarían. La ametralladora descansaba como una cámara sobre un trípode. Un gendarme de bigote asiático se hallaba tras ella, encima de una especie de tarima, con los ojos entornados como correspondía. Una pieza pequeña, ridícula, con forma de embudo, estaba encajada en la punta del cañón; se parecía al molinillo para los granos de amapola que utilizaba mi abuela. Esperábamos. El zumbido aumentaba hasta convertirse en retumbo y volvía a disminuir para —después de unos momentos de silencio— abrir paso a otro zumbido que aumentaba hasta el retumbo. Caerá o no caerá, esta era la cuestión. Poco a poco, la alegría desenfrenada propia de los jugadores se apoderó de los gendarmes. ¿Cómo describir con palabras ese regocijo inesperado que me inundó también a mí, después de un primer instante de asombro? Sólo necesitaba comprender la insignificancia de la apuesta para poder disfrutar yo también del juego. Había entendido el simple secreto del universo que me había tocado: el de poder ser fusilado en cualquier sitio, a cualquier hora. Es posible que este…»

—¡Que el diablo te joda! —interrumpió el viejo la lectura, incorporándose de su asiento y estirando el brazo hacia el secreter.

El motivo de esta particular evolución de los acontecimientos residía en un inesperado suceso —que quizá no pueda calificarse de inesperado (por cuanto ocurría todos los días con regularidad)— que, como hemos podido comprobar, no había perdido nada del efecto originario, elemental y devastador, que había surtido en su día sobre el viejo (sino todo lo contrario, podríamos añadir).

Evidentemente no podemos aplazar una explicación satisfactoria.

Tampoco podemos negar, sin embargo, que esta obligación nos perturba en cierta medida.

Nos perturba porque las palabras que se le escaparon al viejo, el casi imperceptible espasmo que le contrajo el estómago, el ligero malestar que subió por el pecho y la garganta como si fuese un ascensor y acabó chocando contra su nuca y provocando una mareante sacudida, difícilmente pueden explicarse con la siguiente afirmación, que sólo se atiene a los hechos: alguien encendió la radio en el piso de arriba.

No procedemos sin cierta intencionalidad (sino todo lo contrario, puesto que pretendemos aliviar precisamente nuestra situación narrativa) cuando dejamos de lado los papeles del viejo y abrimos en su lugar un tomo pequeño, no muy voluminoso, encuadernado en media tela de color verde, al que el viejo solía recurrir con bastante frecuencia y provecho en los últimos tiempos, mostrando especial gratitud a las siguientes líneas (de la página 259 del volumen) (donde el pequeño tomo encuadernado en media tela de color verde se abría por sí solo, por así decirlo, cuando el viejo lo sacaba del estante de libros situado sobre el canapé del rincón nororiental de la habitación) (aunque la cinta de seda artificial de color amarillo que servía de señalador también garantizaba de forma infalible el reencuentro con la página) (de la cual leeremos las siguientes líneas) (a las que el viejo mostraba una especial gratitud) (mirando por encima de su hombro, como quien dice):

Existe un ser del todo inofensivo cuando se te presenta a la vista, hasta el punto de que apenas notas su presencia y en seguida lo olvidas. Pero si de alguna manera acaba anidando en tu oído, empezará a evolucionar y saldrá del cascarón, por así decirlo, y he conocido casos en que se adentraba incluso en el cerebro y se expandía y se propagaba como los neumococos que penetran por la nariz del perro.

Un ser de este tipo es el vecino.

Pues sí.

Oglütz, así lo llamaba el viejo.

EL SER CARENTE DE SILENCIO:

Ni mujer, ni hombre, ni animal, y menos aún ser humano.

Oglütz, así lo llamaba el viejo.

De tanto escuchar la radio y la televisión, o tal vez a raíz de alguna disfunción hormonal (explicable quizá por la audición excesiva de la radio y la televisión) (aunque tampoco hemos de olvidar la suculenta alimentación), el Ser proliferaba no sólo en el cerebro del viejo, sino también en todos los veintiocho metros cuadrados situados encima de su cabeza.

El viejo vivía bajo un cíclope femenino que se alimentaba de ruido. (Es posible que este cíclope tuviera dos ojos, los dos diminutos ojos de un rinoceronte.)

Durante días enteros, el viejo se debatía impotente sobre el denso oleaje de este ruido. Oía portazos espantosos cada vez que el cíclope regresaba a su caverna; objetos que caían y rodaban precipitadamente: «estará tirando el botín que acaba de traer a casa», pensaba el viejo. Oía el ritmo pesado y entrecortado de fuertes golpes: «estará adiestrando un oso», solía decir el viejo. Y pronto empezaba a rugir alguna de las fieras, la que estaba de servicio en aquel momento, fuese la radio o la televisión.

Oglütz, así lo llamaba el viejo.

Nada podía hacerse.

Había que resignarse.

En algún momento, en el albor de los tiempos, el viejo se le había entregado de pies y manos: le había confesado que le molestaban los ruidos (e incluso le había solicitado que los moderara).

A partir de entonces no cesó de acecharle encima de su cabeza.

Conocía sus costumbres.

Esperaba a que tecleara la primera letra en la máquina de escribir.

Percibía de manera infalible cuándo se ponía a pensar ante el secreter.

Nada podía hacerse.

Había que resignarse.

Al cabo de los años, la experiencia desarrolló en el viejo un reflejo automático de defensa (como lo es, por ejemplo, abrir el paraguas cuando llueve).

Las líneas citadas anteriormente, pertenecientes a aquel tomo pequeño, no muy voluminoso, encuadernado en media tela de color verde (a las que el viejo mostraba especial gratitud) también pueden incluirse entre los mecanismos de defensa.

Sin embargo, este consuelo y refuerzo espiritual no habrían servido de mucho sin la considerable colección de tapones para los oídos, fabricados con cera moldeable, que ocupaba casi todo el rincón posterior izquierdo —esto es, suroccidental— de la parte baja del secreter (puesto que no eran fáciles de conseguir, tratándose de productos de fabricación extranjera) (OHROPAX Geräuschschützer, VEB Pharmazeutika Königsee) (hasta tal punto que, cuando se podían adquirir los tapones, el viejo hacía tal acopio que probablemente lo sobrevivirían) (como la vergüenza al señor Josef K.), y de estas provisiones siempre había un par de bolitas de cera —en una cápsula de vidrio con forma cilíndrica— dispuestas en el proscenio del estante superior siguiente del secreter, para que en caso de necesidad (que se producía casi siempre con puntualidad británica) acabaran en los oídos del viejo después de que las preparase ablandándolas en la palma de la mano.

Durante estos trabajos previos de ablandamiento, el viejo solía pronunciar también una frase más o menos larga a media voz, más bien como si brindara mecánicamente una ofrenda al antiguo impulso vivo que generara estas palabras (así como, tras numerosas repeticiones, las ceremonias religiosas pierden su esencia, que deja su lugar a una suerte de entretenimiento de carácter obligatorio); y la brevedad o prolijidad de la frase dependían siempre de la estación del año: en invierno la pronunciaba más larga que en verano, lo cual se explicaba por el simple fenómeno físico de que la cera se ablandaba más rápidamente con el calor que con el frío.

Así pues, en esa mañana espléndida, tibia, un tanto brumosa pero soleada, de finales de verano (principios de otoño), el viejo se limitó a decir lo siguiente, con tono pausado, como si se dispusiera a dar una explicación: «Que a tu puta y jodida tía nazi…», hasta que, después de moldear cuidadosamente la cera ablandada, se la introdujo en los oídos, suprimiendo así tanto a Oglütz como a la Quebrada de las Mentiras, e incluso a todo el mundo como quien dice (con lo cual la situación ya alterada volvía a alterarse un pelín, puesto que el viejo siguió leyendo con sendos tapones de cera en los oídos):

«… el simple secreto del universo que me había tocado: el de poder ser fusilado en cualquier sitio, a cualquier hora. Es posible que este descubrimiento, no muy original por cierto, me confundiera un poco; es posible que dejara en mí huellas más profundas que las justificables: porque miles y miles de personas vivieron esa misma verdad de la masa a esa misma hora y en ese mismo lugar, o a una hora diferente y en un lugar diferente en el ancho mundo. Quizá fuera un niño demasiado sensible que más tarde tampoco supo despojarse de su sutilidad: es posible que se produjera algún cortocircuito en mi persona, alguna perturbación en el normal metabolismo de mis experiencias, aunque básicamente sólo había vivido las mismas espantosas experiencias normales que muchísimas personas normales. Muchos años más tarde —y muchos antes de estas palabras—, me enteré de que debía escribir una novela. Estaba esperando, indiferente, en el indiferente pasillo de algún organismo oficial y escuché un ruido también indiferente: pasos. Todo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Al rememorar aquel instante —que, por cierto, soy incapaz de rememorar—, me veo obligado a pensar que si hubiera podido guardar su claridad, su contenido destilado por así decirlo, tendría en manos lo que siempre más me ha interesado: la clave de mi existencia. Los instantes, sin embargo, pasan y no se repiten. Así pues, pensé que al menos había de mantenerme fiel a su inspiración: empecé a escribir una novela. Escribía y rompía los papeles; volvía a escribir y volvía a romperlos. Así pasaron los años. Escribía y escribía, hasta que tuve por fin la sensación de dar con la novela que me era posible. Escribía una novela al tiempo que producía comedias, a cuál más estúpida, para el teatro musical con el fin de ganarme el pan (engañando así a mi mujer, que en mis “estrenos” esperaba en la penumbra del patio de butacas a que yo, con mi traje gris oscuro hecho expresamente para el evento, apareciera delante de la cortina en medio del alboroto generado por las palmas de las manos, y que creía que nuestra vida encallada conseguiría superar poco a poco el escollo a pesar de todas las dificultades); pero yo, después de presentarme diligentemente en la correspondiente sucursal de la Caja de Ahorro Nacional para cobrar los derechos de autor, que no eran pocos, regresaba en seguida a casa con la conciencia de un ladrón, con el fin de seguir escribiendo la novela, de tal modo que en los años siguientes la pasión se fue apoderando de mí hasta el punto de impedirme obsequiar al público sediento de diversión con nuevas comedias, y a mí mismo con nuevos derechos de autor…»

—Vaya —el viejo se levantó y, con las bolitas de cera moldeable en los oídos que hacían que sus pasos parecieran suaves como los de una pantera, empezó a pasear arriba y abajo entre la ventana, que daba al oeste, y la puerta de entrada, que daba al este (apartándose ligeramente al pasar por la estrechura formada por la bonita cortina de material sintético que cubría la pared norte del recibidor y la puerta abierta del baño) (que, de hecho, se mantenía siempre abierta para la ventilación, puesto que el aire del baño estaba más viciado aún que el del recibidor)—, esto empieza como si fuese una confesión —masculló—. Lo cierto es que no está mal, pero se puede torcer. El problema es que es sincero. No es muy afortunado. Y el tema tampoco.

Así es: puesto a escribir un libro (cualquiera, con tal que fuese un libro) (el viejo ya sabía, hacía tiempo, que daba igual qué libro escribiera, si era bueno o malo, porque no cambiaba nada en esencia), al menos debía concebir uno con un tema afortunado.

Los temas elegidos hasta el momento no eran demasiado afortunados, desde luego.

Según el viejo —que muy pocas veces pensaba en ello—, la causa era, probablemente, su falta de imaginación (detalle harto desventajoso teniendo en cuenta que su profesión consistía precisamente en escribir libros) (es decir, para ser precisos, que las cosas se desarrollaron de tal manera que se convirtió en su profesión) (porque no tenía otra).

Por consiguiente —¿qué podía hacer si no?—, extraía los temas de sus propias experiencias.

Lo cual, a su vez, siempre acababa estropeándole los temas más afortunados.

En esta ocasión, sin embargo, quería estar alerta.

«Ha sido una enorme estupidez —pensó— sacar mis papeles. Lo mejor será devolverlos a su sitio.»

«Sin embargo —siguió pensando—, ahora me interesan.»

«Es lo que temía», añadió (en sus pensamientos).

Con razón, pues ahora podemos informar del restablecimiento de la situación anterior, que había variado de manera bastante prolongada, pero sólo provisionalmente, mientras el viejo iba de arriba abajo: en este momento se hallaba ante el secreter y leía.

«… con la conciencia de un ladrón… obsequiar al público… con nuevos derechos de autor…

»Así, sin embargo, no avanzo. Al fin y al cabo es una historia: puede ampliarse o reducirse, pero no explica nada, como suele ocurrir con las historias. A través de mi historia no puedo enterarme de lo que me ocurrió: y es lo que necesitaría. Ni siquiera sé si el velo cae ahora de mis ojos o si, todo lo contrario, los está cubriendo en este preciso instante. Sea como fuere, no ceso de asombrarme. Aquí está, por ejemplo, la vivienda en que resido. Ocupa veintiocho metros cuadrados de un edificio de viviendas de alquiler no excesivamente feo y de dimensiones bastante humanas situado en Buda. Una habitación y un recibidor, al que dan un baño y una cocinilla. En su interior hay unas cuantas pertenencias, muebles, etcétera, etcétera. Descontando los cambios que mi esposa considera de vez en cuando necesarios, todo sigue como ayer, como antes de ayer, como un año atrás o como hace diecinueve años, cuando…»

—¡Diecinueve años! —gruñó el viejo.

«… hace diecinueve años, cuando nos trasladamos aquí, en circunstancias bastante confusas. Todo esto, sin embargo, emana ahora una amenaza siniestra, algo que me perturba. Al principio no sabía a qué atribuirlo porque, como he dicho, no veo nada nuevo ni inusual en la casa. Me devané los sesos mucho tiempo hasta darme cuenta: no ha cambiado lo que veo, sino mi modo de verlo. Sí, hasta el día de hoy nunca he mirado esta vivienda, en la que llevo diecinueve años residiendo…»

—Diecinueve años —sacudió la cabeza el viejo.

«… Pero, pensándolo bien, no hay aquí ningún secreto. Para el tipo con el que me identificaba en su momento —aún hace unos meses—, la vivienda era un lugar fijo, aunque también provisional, donde escribía su novela. Este tío tenía una tarea, una meta determinada, quién sabe, incluso una misión; en resumidas cuentas, siempre andaba con prisas, aunque trabajara despacio. Veía los objetos como si fuese a través de la ventanilla de un tren, veía fugazmente cómo pasaban por delante de sus ojos. Sólo su utilidad le llamaba la atención, eso sí, de modo pasajero: los cogía, los dejaba, los repasaba, los apartaba, los empujaba, los aterrorizaba, los trataba como un pachá. Pero ahora, que ya no sienten el poder de la mano que manda, se vengan: se presentan, se agolpan ante mí, me muestran su invariabilidad. ¿Cómo valorar el pánico que se apodera de mí cuando los veo? Esta silla, esta mesa, el arco dinámico de la lámpara de pie y la pantalla que cuelga resignada, por así decirlo, toda quemada en la zona de la bombilla, todo ello se agolpa ahora a mi alrededor y me abraza con una dulzura pérfida, como tristes e indulgentes enfermeras tras una derrota. Los objetos quieren convencerme de que no ha ocurrido nada, a pesar de que tuve la sensación de haber experimentado algo entre ellos, una aventura, por así decirlo, la de la escritura, y creí haber recorrido un camino que transformó mi vida. Pero nada ha cambiado, y ahora queda claro que precisamente mi aventura me ha impedido toda posibilidad de cambio. Estos veintiocho metros cuadrados ya no son la canariera de la que salía volando mi imaginación todos los días y a la que yo volvía por las noches a dormir. Ahora esta jaula en la que me he encerrado es el escenario real de mi vida real.

Y a esto se añade otro elemento: la extrañeza de las mañanas. Antes me despertaba de madrugada, observaba inquieto la luz que se abría paso por los resquicios de la persiana, acechaba el momento de levantarme. Mientras tomaba el té sólo intercambiaba unas palabras con mi esposa, esperando alevosamente el instante en que, después de concluir mis quehaceres en el baño, ya podía abalanzarme sobre los papeles que me aguardaban pacientemente y al mismo tiempo se me resistían sin cesar. Ahora, en cambio, una necesidad ineludible me obliga a charlar con mi esposa durante el desayuno; ella se alegra de la transformación y no intuye su causa; cuando se va, descubro que mis pensamientos la siguen, temerosos…»

En este punto, el viejo tuvo la sensación de que había sonado el teléfono; tras soltar uno de los tapones de cera moldeable comprobó, sin embargo, que sólo lo rodeaban los ruidos de Oglütz y de la Quebrada de las Mentiras, quizás a una frecuencia un tanto superior a la normal: esta mínima perturbación nos permite explicar por qué hubo de buscar la continuación y acabó saltándose unas líneas en este punto del texto, como demuestra la desconexión entre las palabras que siguen y las anteriores:

«… Siento que se abren toda suerte de trampas a mis pies, que voy acumulando error tras error; todas mis percepciones, todo cuanto me rodea, sólo sirve para atacarme, para ponerme en entredicho, para minar mi verosimilitud.

»Trato de recordar cuándo empezaron estas contrariedades. No sé por qué, pero parece que tranquiliza encontrar un inicio, algún punto en el tiempo que pueda definirse como causa. Cuando nos figuramos haberla hallado, todo problema se vuelve racional. A mi juicio, nunca he creído de verdad en mi existencia. Lo cual —como ya he apuntado— tenía su causa profunda y, podría decirse, objetiva. Esta carencia me proporcionaba unos intereses fabulosos mientras escribía la novela: al convertirse en mi herramienta de trabajo, por así decirlo, se iba consumiendo durante mi actividad cotidiana, y cuando me hartaba de transformarla en palabras dejaba de ocuparme. El problema reapareció cuando acabé mi novela. Aún recuerdo cómo escribí las últimas páginas. Ocurrió hace tres meses y medio, en una prometedora tarde del mes de mayo. Me dio la sensación de que la conclusión estaba en mis manos. Todo dependía de mi esposa. Tenía previsto visitar a una de sus amigas al atardecer. La observé con tensión durante el almuerzo: si estaba cansada, si no tenía ganas… Por fortuna, me quedé solo. Una repentina diarrea me impidió abalanzarme enseguida sobre mis papeles. Tuve que atribuir tan molesto síntoma al motus animi continuus que, como bien sabemos por Cicerón, constituye la esencia de la oratoria. Sólo se trata de un estado de agitación del espíritu que, al menos en mi caso, influye en el organismo, concretamente en el sistema intestinal Al final, sin embargo, pude sentarme a la mesa; y acabé el texto a vuelapluma. Escribí la última frase: listo. Después intenté pulirlo durante varios días, garabatear esto aquí, aquello allá, corregir alguna palabra, tachar otra. Una sensación difusa se apoderó de mí. De repente se derrumbó algo que, por lo visto, me había entretenido bastante durante muchos años. De esto también, sólo tomé conciencia más tarde. Hasta entonces creí estar trabajando y, tal y como correspondía, me ponía manos a la obra con furia obsesiva todos los días. Y ahora me quedaba sin trabajo. Mi aplicación diaria se había transustanciado en ese montón de papeles. Allí estaba yo, con las manos vacías. De pronto me encontré cara a cara con un monstruo inmaterial e informe: el tiempo. Abrió ante mí sus fauces, y yo no tenía nada para encajarle en la garganta.»

—¿Has trabajado? —preguntó la esposa al viejo después de volver del bar donde trabajaba de camarera para ganarse el pan (y a veces también el del viejo) (cuando así lo quería el destino) (que, a decir verdad, más de una vez lo quiso).

—Por supuesto —respondió el viejo.

—¿Has avanzado un poco?

—Le he dado un empujón —dijo el viejo.

—¿Qué quieres almorzar?

—No sé, ¿qué se puede elegir?

La esposa se lo dijo.

—Da igual —decidió el viejo.

Poco más tarde, el viejo y su esposa estaban sentados ante el secreter y almorzaban (teniendo en cuenta, claro está, las circunstancias mencionadas) (según las cuales señalar que el viejo y su esposa estaban sentados ante el secreter y almorzaban equivale a decir que estaban sentados ante el secreter, pero más concretamente a la mesa o, para ser precisos, a la mesa, la única verdadera mesa de la vivienda) (y almorzaban).

La esposa aprovechaba los almuerzos para contar al viejo lo ocurrido ese día en el bar.

Pronto harían inventario: la dirección temía un déficit (no sin fundamento, porque robaban demasiado) (y sobre todo con torpeza, en particular la Anciana) (título oficial: gerente) (aunque otros miembros de la plantilla tampoco le iban a la zaga) (pero, claro, quiénes contaban con tantas oportunidades como los directores) (y, en particular, la Anciana —título oficial: gerente— que pretendía recuperar las pérdidas con las cañas y las jarras de cerveza, y, más aún, por medio de los menús para grupos) (llamados «rancho» en el lenguaje de los camareros) (por medio del «rancho», pues, que consumían sobre todo los niños cuyos mentís, o cuyo «rancho», pagaban semanalmente los padres que no querían o no podían cocinar) (y eso que —la esposa del viejo nunca dejaba de mencionarlo— jamás había visto a un padre o una madre que controlara lo que comía su retoño ni cómo lo hacía) (si bien los niños seguían creciendo y se convertirían, con el tiempo, en adultos que posiblemente condenarían a sus hijos a comer en el bar, pagando el «rancho» por adelantado, pues carecerían de tiempo para ocuparse de los quehaceres domésticos) (conforme al orden de la vida que una mente célebre, pero extremadamente sospechosa, había denominado el eterno retorno) (dicho sea de paso, sin razón, como en tantas otras cosas): en una palabra, en lo que respectaba al inventario en ciernes, ya se oían algunas indirectas y también algunas acusaciones directas.

—Además —añadió la esposa del viejo—, ya ha corrido sangre por la organización de los turnos.

La esposa del viejo, concretamente, sólo trabajaba por las mañanas.

El bar, sin embargo, permanecía abierto hasta altas horas de la noche (y era frecuentado a esas altas horas por una clientela que a tales horas ya se había vuelto sumamente generosa, hasta manirrota).

Siguiendo las equitativas reglas de juego de la igualdad de oportunidades —y al mismo tiempo del derecho laboral consignado en la legislación—, los empleados del bar se repartían a partes iguales a los clientes de la mañana y del mediodía que consumían, siempre con prisas, el menú colectivo (el «rancho» según el lenguaje especializado) y a los clientes de las altas horas de la noche que a tales horas ya se habían vuelto sumamente generosos y hasta manirrotos.

Así y todo, la esposa del viejo (por deseo propio, refrendado con su firma) sólo trabajaba por las mañanas (para permitir al viejo trabajar por las mañanas en aquellos veintiocho metros cuadrados) (y, además, porque no aguantaba a los clientes sumamente generosos y hasta manirrotos a altas horas de la noche, sumidos todos en una borrachera que llegaba hasta el embrutecimiento y a veces hasta el escándalo).

De ahí que las horas de servicio correspondientes a las altas horas de la noche, que la esposa del viejo había de cumplir siguiendo las equitativas reglas de juego de la igualdad de oportunidades y al mismo tiempo del derecho laboral consignado en la legislación, pasaran, automáticamente como quien dice (junto con las considerables ventajas que conllevaban), a una colega llamada señora Bodá. Sin embargo, por el tiempo transcurrido y, además, por una fuerte querencia, podríamos decir, de la naturaleza humana hacia una interpretación instintiva de la ley, pasando por alto las equitativas reglas de juego de la igualdad de oportunidades (y al mismo tiempo del derecho laboral consignado en la legislación), la llamada señora Bodá (Ilona de nombre de pila) ya no consideraba las ventajas que le habían sido traspasadas como tales ventajas, sino como derechos que le correspondían.

Teniendo en cuenta estos elementos, comprenderemos el efecto que produjo el anuncio de la esposa del viejo —realizado ese mismo día— de que su intención era trabajar por las noches en el futuro.

—¿Por qué? —preguntó el viejo.

—Porque así apenas gano nada y ahora tú tampoco ingresarás nada, pues tienes que escribir un libro.

—Es verdad —asintió el viejo.

Esa noche dijo lo siguiente:

—Me voy a dar una vuelta.

—No tardes —dijo la esposa.

—Vale. Reflexionaré un poco.

—Quería decirte otra cosa.

—¿Qué? —preguntó el viejo.

—Pues ahora de repente no se me ocurre.

—Apúntalo la próxima vez para que no se te olvide.

—No estaría mal hacer un viaje.

—Pues sí que estaría bien —asintió el viejo.

Al volver del paseo (paseo de pensamiento lo llamaba el viejo) preguntó:

—¿Han llamado?

—¿Quién iba a llamarte?

—Es verdad —admitió el viejo.

—Que el diablo se lleve a tu madre, a esa falsa puta, a esa bailarina hecha un cascajo que oye por el culo… —dijo el viejo, pronunciado cada palabra con tono pausado, como si procediera a dar una explicación, mientras amasaba cuidadosamente la pasta reblandecida y se la insertaba en el oído, suprimiendo así tanto a Oglütz como a la Quebrada de las Mentiras e incluso a todo el mundo como quien dice:

«… Sí, si hubiera sido consecuente, quizá no habría concluido nunca mi novela. Pero una vez terminada, no fue muy consecuente asombrarme por el hecho de haberla acabado. Pero es lo que ocurrió. No afirmo no haber sabido que si escribía una novela, tarde o temprano la acabaría, ya que durante años y años mi único afán consistió en terminarla. O sea que lo sabía, cómo no lo iba a saber: sin embargo, olvidé prepararme para el momento. Escribir la novela me ocupaba en exceso, y así no podía tomar en consideración sus consecuencias. Allí estaban, ante mí, las más de doscientas cincuenta hojas de papel, y ese legajo, ese objeto me exigía que actuara. No tenía ni la menor idea de cómo se publicaba una novela; era un lego en la materia, no conocía a nadie y nunca se había publicado una obra en prosa —así se dice— escrita por mí. En primer lugar, mandé pasar el texto a máquina y luego lo encajé en mi única carpeta con pinza, que conseguí de una manera no del todo impecable en aquella importante empresa de comercio exterior en que mi anciana madre trabajaba cuatro horas diarias como mecanógrafa y taquígrafa para mejorar su jubilación. Después, con la carpeta bajo el brazo, busqué a un editor del que sabía que, entre otras cosas, se dedicaba a publicar novelas de autores húngaros contemporáneos, por así decirlo. Llamé a una puerta que ponía “Secretaría” y pregunté a una de las señoras, la envuelta en el aura misteriosa de la eficacia, si podía dejar allí una novela. Como me respondió que sí, le dejé la carpeta y vi que la colocaba en una mesa de atrás, entre un montón de carpetas. Acto seguido me dirigí a los baños Római en la ribera del Danubio…»

—¡Por el amor de Dios! —dijo el viejo.

«… en la ribera del Danubio, puesto que confiaba —con justa razón— en que el tiempo de aquel día, soleado, aunque fresco y ventoso, quitaría a las masas los ánimos de ir a bañarse, y allí, en el agua fría, nadé mil metros al ritmo pausado que exigen las largas distancias.»

—¡Por el amor de Dios! —repitió el viejo.

«… Después de más de dos meses estaba sentado ante un tío que era el no se qué del editor en cuestión. Ya había pasado a verlo unas semanas antes, después de que la señora de la secretaría me dijera que “él le podrá informar sobre la novela”. Sin embargo, el tío no sabía nada ni de mí ni de mi novela.

»—¿Cuándo la entregó? —preguntó.

»—Hace dos meses.

»—Dos meses son poco tiempo —me animó. Era un tipo delgado, de cutis grisáceo y expresión ajetreada y neurótica, con unas gafas de sol reflectantes. Sobre su escritorio yacían, amontonados y esparcidos, los papeles, los libros, una agenda, una máquina de escribir y un manuscrito lleno de correcciones a mano: era, evidentemente, una novela. Huí a toda prisa. Habría deseado dirigirme en el acto a los baños Római de la ribera del Danubio…»

—¡Por el amor de Dios! —dijo el viejo.

«… pero ya era la canícula y no se podía ni pensar en la posibilidad de bañarse.

»En la siguiente ocasión se mostró más accesible. Ya estaba enterado de mí y de mi novela, pero aún no la había leído, dijo. Me invitó a tomar asiento. El fascismo —añadió volviéndose hacia mí desde su sitio ante la máquina de escribir, en la que había insertado una hoja con membrete— es un tema importante y terrible sobre el que ya…»

—¡Caray! —exclamó el viejo, y empezó a hojear nervioso en el archivador hasta que por fin encontró una carta con membrete entre los papeles.

Era una carta comercial normal y corriente, con la fecha (27-7-1973), el encargado (sin rellenar), el asunto (también sin rellenar), la referencia (482/73), y sin encabezamiento:

«Los lectores de nuestra editorial han leído su manuscrito —empezó el viejo— y basándonos en su opinión unánime… Consideramos que la formulación artística de la materia de su experiencia no es acertada, aunque el tema es terrible y estremecedor. Que la novela no se convierta… reacciones extrañas, dicho sea con indulgencia, de su protagonista. Aun juzgando comprensible que su héroe, un adolescente, no capte en seguida lo que ocurre a su alrededor (el llamamiento a trabajos forzados, el uso obligatorio de la estrella amarilla, etc.), no podemos explicarnos que al llegar al campo de concentración considere… Las frases de mal gusto continúan… Además, resulta inconcebible que al ver los crematorios tenga la sensación… de “algo así como una travesura estudiantil”, ya que es consciente de hallarse en un campo de exterminio y de que el mero hecho de ser judío es suficiente para que lo asesinen. Su actitud y sus comentarios perversos… lee molesto… el final de la novela, dado que la postura mostrada hasta entonces por el protagonista… no lo autoriza para emitir juicios morales…»

—¡Caray! —exclamó el viejo.

El viejo, sentado ante el secreter, pensaba.

«Habría que volver a leer el libro», pensó.

«Pero —prosiguió su pensamiento— ¿para qué? No me da la gana leer sobre campos de concentración.»

«Ha sido una enorme estupidez sacar mis papeles» —añadió (en sus pensamientos).

Así pues, el viejo, sentado ante el secreter, volvió a leer:

«… un tema importante y terrible… en la que había insertado una hoja con membrete… un tema importante y terrible sobre el que muchos han escrito, y mucho. Así y todo, añadió como si quisiera tranquilizarme, no pretendo afirmar en absoluto que el tema esté agotado. Luego me aclaró que según el sistema de trabajo de la editorial, el manuscrito debía ser leído por tres lectores “antes de decidir sobre su destino”. Mostró cierto secretismo: no solían iniciar a los autores en los asuntos de la editorial, dijo, pero no consideraba excluida la posibilidad de que el tercer lector de mi novela fuese él mismo. Calló.

»—¿No es un pelín amarga? —preguntó de sopetón.

»—¿Qué?

»—Su novela.

»—Pues sí —respondí.

»Mi respuesta lo turbó perceptiblemente:

»—No se tome en serio lo que acabo de decirle: no es ningún juicio, puesto que aún no la he leído —explicó.

»En ese momento, el turbado era yo: según todos los indicios, mi novela no le gustaría si la consideraba amarga. Lo cual constituía evidentemente un fallo y suponía un obstáculo para su publicación. En ese momento tomé conciencia de hallarme ante un humanista profesional: y a los humanistas profesionales les gustaría pensar que Auschwitz sólo aconteció a las personas a las que casualmente aconteció en aquel momento y aquel lugar, pero que a las otras, a las que casualmente no aconteció en aquel momento y aquel lugar, o sea, a la mayoría, al ser humano —¡al Ser Humano!—, no les aconteció nada en términos generales. Es decir, este hombre de la editorial quería leer en mi novela que Auschwitz no me ensució, a despecho —¡precisamente a despecho!— de que me aconteció, por las vueltas del azar, en aquel momento y aquel lugar. Pero me ensució. Me ensució de otra manera, desde luego, que a los que me llevaron allí, pero me ensució: esta es, a mi juicio, la cuestión fundamental. He de reconocer, sin embargo, lo siguiente: mucho me temo que también se ensuciará un poco quien coja mi novela con toda la buena intención del mundo y la empiece a leer sin sospechar nada.

»Entendería, pues, perfectamente que mi novela irritara a un humanista profesional. A mí también me irritan los humanistas profesionales, puesto que su deseo apunta a mi destrucción: quieren invalidar mis experiencias. A estas experiencias, sin embargo, les había ocurrido algo por lo cual —como comprobé asombrado— de pronto se volvían contra mí: con el tiempo se habían convertido en posturas estéticas inamovibles en mi interior. Las diferencias de opinión con este caballero se debían evidentemente a nuestras convicciones personales y divergentes: pero todo se estropeaba por el hecho de que —de forma simbólica al menos— mi novela yacía entre nosotros. Tenía la sensación de que mis puntos de vista personales, expuestos en toda su dimensión en mi novela, empezaban a resultar nefastos para mi asunto. Y a este asunto, que casualmente había asumido la forma material de una novela, se le añadían para colmo otros aspectos, sin duda menos sublimes, pero no por ello despreciables, como, por ejemplo, el económico…»

—Je, je —se alegró el viejo.

«… el de mi futuro, mi posición social, por decirlo de alguna manera.»

—Je, je, je —se rió el viejo.

«… De súbito me encontré en una situación bastante peculiar y sorprendente, por falta de previsión: era el prisionero de este legajo de doscientas cincuenta páginas que yo mismo había generado.»

—Pues sí —dijo el viejo en voz alta.

«… que yo mismo había generado.»

—Pues sí —repitió el viejo.

«… No creo que en aquel momento reconociera lo que ahora…»

Teléfono.

En esta ocasión, al viejo no le cabía la menor duda.

Sin embargo, no se levantó de inmediato, sino que soltó uno de los tapones de cera moldeable.

En efecto.

—No, no me molesta en absoluto —dijo el viejo (al teléfono).

El viejo estaba en el rincón suroriental de la habitación, un poco más al noroeste de la estufa de azulejos, junto al producto contrachapado especial de primera clase, fabricado con madera dura de árbol de fronda de primera clase (una minimesa infantil) (que por su función era más bien una mesa accesoria).

—… y en seguida pensé en usted —oyó una voz sorda de mujer a través del tapón de cera moldeable que acababa de soltar—. Es un libro que le va de perillas: sólo trescientas páginas y un plazo de seis meses. Y si quiere, puede pasarse dos meses.

Resulta que el viejo también se dedicaba a la traducción.

Traducía del alemán (entre las lenguas extranjeras, era la que mejor hablaba mal —solía decir el viejo).

La traducción daba poco dinero, pero era dinero seguro (solía decir el viejo).

En ese momento, no obstante, debería haber escrito un libro.

Por otra parte, tenía que ganar dinero, desde luego (aunque fuese poco, era dinero seguro).

Además, el viejo no tenía ni la menor idea del libro que había de escribir.

Si aceptaba la traducción, mataba dos pájaros de un tiro: ganaba dinero (aunque fuese poco, era dinero seguro) y no tenía que escribir un libro. (Por el momento.)

—Claro que sí, por supuesto —dijo al teléfono.

—Entonces le envío el libro y el contrato —oyó la voz sorda de mujer (a través del tapón de cera moldeable que acababa de soltar).

«Ha sido una enorme estupidez aceptar la traducción», pensó luego (mientras encajaba el tapón de cera en el oído).

«Pero ya la he aceptado», añadió luego (en su pensamiento) (como a quien no le queda otra elección) (cuando, de hecho, siempre tenemos otra elección) (incluso cuando no existe) (y siempre nos elegimos a nosotros mismos, como puede leerse en una antología francesa) (que el viejo guardaba en el estante de libros, situado sobre el sillón que, al norte de la estufa, ocupaba el rincón suroriental de la habitación) (pero ¿quién es, entonces, el que elige en nuestro interior?, podría uno preguntarse) (con toda razón).

«… y… por falta de previsión… De súbito me encontré en una situación bastante peculiar y sorprendente, por falta de previsión: era el prisionero de este legajo de doscientas cincuenta páginas que yo mismo había generado.»

—Pues sí —dijo el viejo en voz alta.

«… No creo que en aquel momento reconociera lo que ahora tampoco veo del todo claro: en qué trampa he caído, en qué inconcebible aventura me he metido. Si mal no recuerdo, me bastó un fugaz presentimiento. Por lo visto, mi naturaleza es tal que sólo puedo liberarme de una prisión introduciéndome de inmediato en la siguiente. Tan pronto como hube terminado mi novela, empecé a devanarme los sesos preguntándome qué cosa nueva había de escribir. Ahora ya intuyo al menos para qué sirvió todo esto: para eludir la preocupación por las amenazas del día siguiente. Si conseguía proveerme de nuevas tareas domésticas, podría volver a confundir el transcurso de mi tiempo y los hechos que ocurrían en su interior con mi voluntad, atada al yugo de mis objetivos: así podía tornar a extenderse el infinito ante mí, a pesar de que, de hecho, me limitaba a hacer aparecer refracciones de luz en la verdadera perspectiva.

»Sin embargo, aún no sabía qué escribir. Debería haberlo interpretado como un síntoma sospechoso. A decir verdad, en ninguno de mis posibles deberes logré percibir la importancia que en su día atribuía a mi novela, esa necesidad que arrasaba con todas las consideraciones del sentido común; sabía, sin embargo, que la novela pertenecía ya al pasado y lo lamentaba.

»Un insignificante incidente en la calle me dio el empujón definitivo. Siempre he sido aficionado a las largas caminatas, ya que me permitían ordenar mis pensamientos. Para ello elijo entornos amenos y propicios para la reflexión, la ribera del Danubio, las crestas de las colinas de Buda, lugares donde me entrego embelesado al encanto de algún panorama que aparece de forma inesperada. Ante mis ojos la lejanía azulada: la llanura de Pest llena de edificaciones; alguna que otra construcción con forma de torre, alguna que otra cúpula, algún que otro tejado resplandeciente, alguna que otra hilera de ventanas también resplandecientes, y, entremedio, la cinta centelleante del río con los arcos de sus puentes. A mis espaldas, la densa ladera de la montaña con sus colores verdes y grises, los chalés, las casas con forma de cubo, la sonrisa de los hogares tranquilos, la torre de la televisión. Recuerdo que aquel día brumoso hacía un calor sofocante y que los rayos del sol caían sobre mi nuca con crueldad desde el blanco cielo. Ya estaba bañado en sudor antes de llegar a una pasarela que cruzaba la autopista cortada en dos por una franja de césped. En el camino, miles de menudencias habían hecho crecer, poco a poco, mi irritación debida al calor, un difuso dolor de cabeza y mi incapacidad de tomar una decisión. Estaba a punto de estallar: la sirena de una ambulancia que empezó a sonar junto a mi oído; la inexplicable explosión de odio de un perro al que le dio por abalanzarse contra la verja; sus ladridos roncos, enloquecidos, encarnizados, que no cesaron de acompañar mis pasos; un tipo de aspecto un poco chiflado, sombrero de paja y camisa de manga corta, con una radio portátil que le colgaba del cuello mediante una correa de cuero, que se bamboleaba sobre su vientre, que parecía equipada con todos los accesorios de un buque espía y de cuyos ruidos y alaridos no encontré manera de escapar; la lluvia de porquería negra de un camión que pasó a toda pastilla y me dejó asfixiado, tosiendo y lagrimeando. En resumen, impresiones insignificantes todas que, acumuladas y asociadas a un ligero trastorno anímico, pueden conducir a los habitantes de la gran ciudad a excesos imprevisibles, perversiones particulares, pensamientos anarquistas y lanzamientos de bombas. En ese preciso instante cruzaba la vía en diagonal, contraviniendo todas las reglas de tráfico, claro está. Oí un autobús a mi espalda, pero después de tantas molestias de las que siempre salía perdiendo, se apoderó de mí una extraña tozudez: jódete, tío, o me esquivas o me atropellas… pensé. Bocinazo, frenazo, chirrido de neumáticos. Di un salto como una langosta a la que están a punto de aplastar. Un chaparrón de insultos cayó sobre mi cabeza desde la puerta abierta de la cabina del conductor. Le devolví los gritos. Llenamos el aire indiferente con la vacua cacofonía de las palabras malsonantes. Nos vino bien a ambos: pudimos vomitar los venenos impersonales que se habían acumulado en nuestro interior.

»Una vez solo, al borde de la vía, comprobé con satisfacción y regocijo que era un estafador: había asumido el riesgo porque confiaba plenamente en el conductor.

»Claro, pudo haberme atropellado… Debido a un error, por así decirlo. Sin embargo, estoy convencido de que los conductores de autobús conducen de maravilla. Pudo haberme atropellado porque lo amparaba la ley, porque yo cruzaba la vía de forma antirreglamentaria. No obstante, sé muy bien, sin conocer personalmente al conductor, que en determinadas circunstancias a los seres humanos no les gusta matar. Pasar por encima de un cuerpo blando es privilegio de los carros de combate. Una cosa es asesinar y otra muy distinta perpetrar una matanza. Y así recordé una de mis ideas de antaño: el proyecto de un tratado no demasiado extenso sobre la comunicabilidad estética de la violencia.»

—Pues sí —asintió el viejo.

«Ha sido una enorme estupidez…»

«… no demasiado extenso sobre la comunicabilidad estética de la violencia…»

—¡Por el amor de Dios!

«Tendría que dar una vuelta.»

«Y lo haré.»

El viejo volvió a colocar el archivador gris en el secreter, así como la piedra, también gris —quizás un poco más oscura—, que parecía servir de pisapapeles.

Al mismo tiempo sacó, de una especie de proscenio situado dos estantes más abajo, una cápsula de vidrio con forma cilíndrica y soltó los tapones de cera moldeable que tenía en los oídos.

Oglütz.

«Que el diablo…», empezó el viejo.

«Da igual, porque de todos modos me voy», pensó luego.

En las diversas estaciones de la tortura, el viejo había pasado también por ese estado transitorio en que el hombre trata de superar la situación desarrollando teorías universales. Así, por ejemplo, había comprobado lo siguiente: Oglütz (y a esta afirmación se remonta quizás el hecho de que bautizara a Oglütz con el nombre de Oglütz) plasma una nueva cualidad de la existencia, concretamente de la existencia del espectador (u oyente) (o, si se quiere, del espectador oyente) (que se distingue radicalmente del) (hoy en día casi extinguido) (aficionado a las artes, por ejemplo, puesto que Oglütz, tanto en prosa como en música, sólo veía) (o escuchaba) (o, mejor dicho, veía y escuchaba) (productos llamados de entretenimiento, reportajes, concursos, galas, juegos, anuncios y a veces documentales sobre la flora y la fauna). Y aunque es dudoso que esta cualidad de la existencia sea satisfactoria en todos los sentidos, no cabe la menor duda de que resulta sumamente cómoda; pues en vez de tener que vivir la polifacética vida, dejamos que transcurra delante de nosotros… En la pantalla, sí, y sólo se nos permite divertirnos o fastidiarnos por ella, pero no influir ni intervenir, ni dirigirla, ni asumir sus consecuencias. Precisamente en tal sentido (y no en el de aquello que transcurre en la pantalla) se parece esta situación a la vida de más de uno de nosotros. En última instancia, el viejo era capaz de imaginar incluso (sin ninguna nostalgia) una vida químicamente pura de espectador (u oyente) (o de espectador oyente), en la que alguien pasaba décadas ante su pantalla, y en sus últimos instantes, cuando la muerte lo llamaba a su seno, no le cabía la menor duda de haber dejado atrás una vida agitada, variada y llena de colorido…

—¿Has trabajado?

—Por supuesto.

—¿Has avanzado un poco?

—Le he dado un empujón.

—Quería decirte otra cosa.

—Apúntalo la próxima vez para que no se te olvide.

—No estaría mal hacer un viaje.

—¿Me han llamado?

—¿Quién iba a llamarte?

—Es verdad.

«… En el fondo —de ahí partía yo—, siempre me ha irritado esa representación combinada de sangre, placer y perversión demoníaca que encontramos en algunas obras de arte. No encaja en absoluto con mis experiencias la imagen revestida de cierta solemnidad, por así decirlo, de un extraordinario y continuo aquelarre —en absoluto coincidente con la naturaleza humana— que nos ofrecen estas obras de arte en relación con algunas épocas y algunos acontecimientos históricos. Al fin y al cabo, el asesinato —cuando supera cierta intensidad, cierta duración y cierta cantidad— es un trabajo cansado, monótono y torturante cuya continuidad diaria no depende de las ganas o la desgana de los participantes, ni de su llameante afán o su repentino hartazgo, ni de su entusiasmo o su repugnancia, en una palabra, no depende del estado de ánimo momentáneo de los individuos, ni siquiera de su constitución psíquica, sino de la organización, del funcionamiento de la cadena de montaje, de una maquinaria cerrada que no da tiempo ni para respirar. Además, no cabe la menor duda de que esto también le ha dado el golpe de gracia a la representación trágica. ¿Dónde han quedado las personalidades grandiosas, extraordinarias, excepcionales incluso en su monstruosidad? Ricardo III juró ser un canalla; los asesinos de masas de un sistema totalitario, en cambio, prestan su juramento en nombre del interés general.

»Por otra parte —seguí meditando—, ahí está la comunicación fría, objetiva y desapasionada de los meros hechos. Sin embargo, no nos acerca de verdad a nuestro objeto. El problema de los hechos —por muy importantes que sean— es que son demasiados y agotan rápidamente la imaginación. En vez de amigarnos con ellos y fundirnos con su mundo —que es, en definitiva, la exigencia irrenunciable de la comunicación estética—, los contemplamos cada vez más extrañados. Acumuladas, las imágenes de asesinatos son tan letalmente aburridas y frustrantes como el trabajo de cometerlos. ¿Cómo puede ser el horror un tema de la estética cuando no hay en él nada original? En vez de una muerte ejemplar, los hechos sólo pueden ofrecernos montañas de muertos.

»Precisamente en esos días acababa de leer sobre la muerte de los trescientos cuarenta judíos holandeses en la cantera de Mauthausen. Cuando llegó el transporte, el subcomandante Ernstberger comunicó a Glas, prisionero político y secretario de un barracón, que, según una orden, estos hombres no podían quedar con vida durante más de seis semanas. Glas puso reparos: castigado a treinta bastonazos, fue sustituido por un presidiario que era un criminal. Al día siguiente hicieron bajar a los judíos holandeses a la cantera. En vez de utilizar los ciento cuarenta y ocho escalones de piedra que conducían a las honduras, tuvieron que descender por las rocas peladas de la empinada pendiente de rocalla. Allá en las profundidades, les pusieron tablas sobre los hombros, que cargaron con bloques de piedra de enormes dimensiones: debían transportarlos arriba, a paso ligero, esta vez sí por los ciento cuarenta y ocho escalones. Ya en los primeros, los bloques de piedra resbalaron de las tablas y destrozaron los pies de quienes avanzaban detrás. Cada accidente merecía un castigo. Ese primer día, varios judíos holandeses se precipitaron desde el borde del abismo a la cantera. Más tarde, entre nueve y doce se arrojaron al vacío a la vez, cogidos de la mano. Los empleados civiles de la cantera protestaron a las SS: los trozos de carne y masa encefálica esparcidos sobre las rocas suponían un “espectáculo horroroso”, se quejaron. Un grupo de trabajo limpió las rocas con un potente chorro de agua: a partir de ese día, los presos con cargo montaron guardia, infligiendo un castigo ejemplar a quienes contravenían las órdenes. Puede decirse que el deseo de morir era castigado allí con la muerte. Y que también mataban a quienes no querían morir. Acabaron con ellos en tres semanas en vez de seis.

»Cerré y aparté el libro con la sensación de que ese hecho, con el que me topé por azar entre los otros hechos que llenaban aquellas cuatrocientas páginas (y que siguen siendo un modesto fragmento de la lista completa de hechos, que colmaría no sé cuántas decenas de miles de páginas), de que esas trescientas cuarenta muertes de piedra, por ejemplo, podrían encontrar un lugar digno entre los símbolos de la imaginación humana, eso sí, siempre y cuando no se hubieran producido. Pero como esas muertes se produjeron, hasta resulta difícil imaginarlas. En vez de convertirse en juguetes de la imaginación, constituyen una carga pesada e inamovible, como los bloques de piedra de Mauthausen: la gente no quiere acabar destrozada por ellos. Por otro lado, sin embargo, nos quedamos rezagados respecto a nuestro propio tiempo: vivimos nuestras vidas sin enriquecerlas con las experiencias de nuestra época. No obstante —continué reflexionando—, la imaginación quizá lucha en vano precisamente con la monomaniática monotonía de estas experiencias. Por aquellas fechas leí la novela titulada El largo viaje y topé allí con Sigrid, la bella y rubia modelo fotográfica que, según señala el libro, parecía no estar allí

»más que para hacer olvidar el cuerpo y el rostro de Ilse Koch, aquel cuerpo recto y rechoncho, rectamente plantado sobre piernas rectas, firmes, aquel rostro duro y preciso, indiscutiblemente germánico, aquellos ojos claros, como los de Sigrid (aunque ni las fotografías, ni las imágenes de las actualidades filmadas por aquel entonces, y desde entonces reproducidas, incluidas en los montajes de algunas películas, permitieran ver si los ojos claros de Use Koch eran verdes, como los de Sigrid, o bien claros, de un azul claro, o de un gris de acero, más bien de un gris de acero), aquellos ojos de Ilse Koch, clavados en el torso desnudo, en los brazos desnudos del deportado que había escogido como amante, algunas horas antes, su mirada recortando ya de antemano aquella piel blanca y enfermiza, según el punteado del tatuaje que la había atraído, su mirada imaginando ya el hermoso efecto de aquellas líneas azuladas, aquellas flores y aquellos veleros, aquellas serpientes y algas marinas, aquellas largas cabelleras femeninas y aquellas rosas de los vientos, aquellas olas marinas y aquellos veleros, una vez más, aquellos veleros desplegados como chillonas gaviotas, su hermoso efecto en la piel apergaminada que había cobrado, por algún tratamiento químico, un matiz marfileño, de las pantallas que cubrían todas las lámparas de su salón, donde, al caer la noche, allí mismo donde había hecho entrar, sonriente, al deportado elegido como instrumento de placer, doble, primero en el acto mismo del placer, y después en el otro placer mucho más duradero de su piel apergaminada, convenientemente tratada, ebúrnea, veteada por las líneas azuladas del tatuaje que daba a la pantalla un sello inimitable, allí mismo, tendida en un diván, reunía a los oficiales de la Waffen-S.S. alrededor de su marido, el comandante del campo, para escuchar a alguno de ellos tocar al piano alguna romanza o una verdadera obra para piano, algo serio, un concierto de Beethoven quizá

»Dejé de leer. He aquí la sangre, el placer y el demonio condensados en una sola figura e incluso en una sola frase. Mientras la leo, me ofrece una forma definitiva: puedo insertarla sin esfuerzo alguno en el instrumentario ya preparado de mi imaginación histórica. Una Lucrecia Borgia de Buchenwald; una criminal que ha ajustado las cuentas con Dios, digna de la pluma de Dostoievski; un ejemplar femenino de las magníficas bestias rubias de Nietzsche, ávidas de victoria y botín, que “retornan a la candidez de la conciencia de la fiera…”

»Sí, sí: nuestro pensamiento sigue atado por ilusiones intelectuales con conciencia de paloma, por cándidas visiones de la grandeza y osadía de la depravación que, sin embargo, nunca han indagado debidamente en los detalles. Hay allí una desproporción insuperable: de un lado, las ebrias soflamas a la aurora, a la transvaloración de los valores y a la inmoralidad sublime, y, de otro, un convoy de ferrocarril con una carga humana que hay que hacer desaparecer cuanto antes, y de la manera más impecable posible, en las cámaras de gas cuya capacidad siempre resulta demasiado escasa. ¿Qué pintan allí los esfuerzos de un intelecto desgarrado y desprendido? Demasiado solitario, demasiado delicado, demasiado sufriente, demasiado poco común, demasiado desligado de cualquier tipo de banda o bando, demasiado poco corporativo y también demasiado inmoral, allí no se necesita; lo que se necesita es la moral, una moral de trabajo sencilla, comprensible y manejable. “¿Considera usted correcto, señor Globocnik —planteó el consejero ministerial doctor Linden esta pregunta sumamente práctica al Gruppenfübrer[1] de las SS Globocnik—, enterrar los cadáveres en vez de quemarlos? ¡Después de nosotros puede venir una generación que no lo entienda!” A lo cual Globocnik le contestó: “Señores, si la generación que nos sucede fuese tan cobarde y blandengue que no entendiera nuestra grandiosa tarea, todo el nacionalsocialismo habría sido en vano. Yo opino que deberían enterrarse tablas de bronce para señalar que tuvimos el valor de realizar esta obra tan gigantesca como necesaria.”

»Sí —seguí hilando mis pensamientos—, tal vez acecha allí el demonio: no en que el ser humano asesine, sino en que extienda sus imprescindibles virtudes al orden mundial del crimen. Cogí un tomo documental de la estantería de libros y busqué la fotografía de Ilse Koch. Esa cara de cerdo, corriente y de piel pastosa, quizá dotada de cierto atractivo femenino en su día, pero hosca en aquel momento, no podía convencerme de ningún modo de que me hallaba ante una personalidad de gran formato incluso en sus excesos, ante una personalidad que se había colocado más allá del bien y del mal y cuya vida había transcurrido bajo el signo de un desafío constante e incorregible a la moralidad. De hecho, Ilse Koch no se oponía al orden moral: todo lo contrario, lo representaba; he ahí la gran diferencia. Tampoco encontré en aquel tomo documental ninguna prueba de que le gustara especialmente la música —en particular Beethoven— ni de que se relacionara con prisioneros. Elegía a sus amantes en el cuerpo de oficiales —al médico del campo doctor Hoven, al “bello Waldemar”, al Hauptsturmführer[2] Florstedt—, que era lo que correspondía a su lógica. Las manifestaciones de su inventiva se mantenían dentro de los cauces de las costumbres vigentes en el momento. Las cabezas reducidas y los objetos decorativos fabricados con piel humana curtida adornaban numerosos chalés de oficiales y también escritorios en los despachos de Buchenwald: Ilse Koch poseía algunos. Quizá poseía más que otros, pero le estaba permitido, dado que era, en definitiva, la mujer del comandante, la “comandanta”. De todo poseía más que las esposas de sus subordinados: un chalé más grande, una economía doméstica más regalada, unos privilegios más importantes. Su fantasía —que años atrás nutría quién sabe con qué lecturas en su puesto de estenógrafa en una fábrica de puros y cigarrillos— la condujo a bañarse en vino de Madeira y a mandar construir un picadero de cuatro mil metros cuadrados; todo ello, sin embargo, no llevaba el sello de la rebelde solitaria que se oponía a la moral. No es de suponer que le viniera a la cabeza la idea de que, si Dios no existía, todo estaba permitido; al contrario, necesitaba sobre todo a Dios, concretamente, a un dios que plasmara en mandatos todo cuanto le permitía. Sin duda, el orden mundial moral que ofrecía Buchenwald era el asesinato; pero era un orden mundial, e Ilse Koch se sentía a gusto en él. Nunca transgredió su lógica: donde el asesinato es un lugar común, uno no se convierte en asesino por rebeldía, sino por celo profesional. Matar puede ser una virtud, como no matar. Sin duda, el espectáculo de tantos cadáveres, de tanta tortura, le regalaba a veces algún instante excepcional de exaltación y arrogancia, que le venía tanto de la gratitud como del servilismo.

»Pero, ¿no era este su papel?, seguí reflexionando. ¿No es posible que una situación determinada, la de esposa del comandante del campo, conlleve, por así decirlo, sentimientos determinados y actos también determinados? ¿Que a la misma situación —con algunas variaciones en un sentido u otro— cualquiera responda con sentimientos y actos básicamente similares… o se halle de pronto en otra situación —también determinada—, como por ejemplo el prisionero político Glas, reacio a desempeñar su papel en las trescientas cuarenta muertes de piedra, que fue a parar por tanto a un comando de castigo? Una situación generó Buchenwald; Buchenwald generó —entre muchas otras situaciones— la situación de la esposa del comandante del campo; y esta situación generó a Ilse Koch, quien —por así decirlo— dio vida a esta situación y contribuyó, por consiguiente, a generar Buchenwald, que sin ella ya no puede ser imaginado. ¿Cuántas otras situaciones había sólo en el mundo totalitario de Buchenwald? Apenas me atrevo a plantear la pregunta que acecha en mí y que parece inevitable: ¿del trabajo de qué manos salieron, en definitiva, los pisapapeles hechos con cráneos, las pantallas y cubiertas de libros hechos con piel humana curtida?…

»Aparté la fotografía de Ilse Koch: nunca sabré qué pensaba de su vida de “comandanta”. Como calló sobre ella, se excluyó de la comunicabilidad. Nunca conoceré sus experiencias cotidianas, sus días grises entre los siervos del crimen. Nunca descubriré si en su balance afectivo predominaron, al final, el placer o el tedio, la ambición satisfecha o las pequeñas y molestas frustraciones, no puedo descifrar su neurosis personal, su psicosis obsesiva, en una palabra, el secreto de su personalidad. Puedo considerarla una vulgar sádica que encontró su hogar en Buchenwald y logró dar por fin rienda suelta a sus atroces impulsos. Pero también puedo pensar, si quiero, que era un alma más compleja, que trató de llenar una situación inesperada e inconcebible con gestos aún más inesperados e inconcebibles, con el único fin de hacerla más creíble y habitable y de ver demostrado todos los días hasta qué punto era vivible lo invivible y natural lo increíble…

»Todo esto, sin embargo, carece de importancia: Use Koch se halla en una media que puede establecerse entre ella misma y su situación, en una fórmula en la que ella tal vez ni siquiera está presente. Sí: su figura sólo se torna comunicable abstrayendo de ella, prescindiendo de ella, por así decirlo. Cuanta más importancia le damos en nuestra imaginación, más rebajamos aquello que la rodea: la realidad de su mundo organizado para el asesinato; porque la esencia que le atribuimos sólo puede extraerse de esa realidad.

»La tragedia quizá resida, pensaba, en esta insustancialidad. Sin embargo, toda comunicación que se aferre a figuras representativas naufraga precisamente por eso. Porque los personajes trágicos viven en el mundo del destino, y el horizonte de la tragedia es la eternidad; el mundo de los sistemas de violencia totalitarios, en cambio, es el mundo limitado e insuperable de las situaciones, su horizonte es tan sólo el tiempo histórico que duran. ¿Cómo puede ser comunicable una experiencia que, precisamente, no puede ni quiere sustanciarse en experiencia, ya que la esencia de sus situaciones —situaciones al mismo tiempo demasiado abstractas y demasiado concretas— es la personalidad insustancial, siempre sustituible, que, respecto a la situación, no tiene ni comienzo ni continuidad ni ningún tipo de analogía y que resulta por tanto inverosímil para el intelecto? Quizás habría que construir un mecanismo, pensé, una máquina giratoria, una trampa; por su recorrido, por sus vías siempre unidireccionales pero similares a las de un laberinto, corren sin cesar las figuras que han caído prisioneras, impulsadas por una única fuerza mecánica cual ratones electrónicos. Todo traquetea y se tambalea, todos se pisotean unos a otros, hasta que la máquina estalla de improviso: después de un breve instante de aturdimiento y asombro, todos huyen corriendo. Queda, sin embargo, el secreto, la explicación del principio de funcionamiento de la máquina, demasiado sencillo y humillante para merecer la atención: el mecanismo utilizaba la energía procedente de sus propias correrías para generar la fuerza necesaria para impulsarlos…

»Aquí me detengo, sin embargo, antes de dejarme llevar por la pluma, como suele decirse. ¿Por qué rebusco en estos cuadernos guardados hace tiempo, en este material acumulado —en cantidad ingente, por cierto—, en papelitos arrugados, con orejas, por qué anoto el esqueleto de este escrito inconcluso? Como síntoma, como definición del estado en que vivía en aquel entonces. De hecho, me limitaba a reflexionar sobre estos asuntos; sin embargo, nunca se me pasó por la cabeza la posibilidad de publicar el simple hecho de reflexionar. Escribí mi novela a partir de ciertos convencimientos, sin duda, pero no pretendía convencer a nadie de nada. Escribía mis comedias sin ningún convencimiento, pero me pagaban por ellas. En este caso, sin embargo, se trataba de un trabajo teórico: inclinarme sobre las cosas, formarme una opinión sobre ellas con la superioridad del conocedor y, con esta opinión, pisar el escenario seguro de mí mismo. Para ello, debía disponer de un plus de convencimiento necesario para convencer a los demás. Así pues, he de pensar que se produjo cierta transformación en mi interior después de acabar mi novela; o, al menos, que existía ahí dentro una tendencia a un cambio de este tipo.

»Sí, ocultando cuidadosamente mi objetivo empecé, poco a poco, con astucia y disimulo, a instalarme de forma definitiva en una idea errónea. Al cabo, podría encontrar un motivo si lo analizara. Por lo visto, aspiraba a forjar alguna consecuencia necesaria de una actividad que había devorado años irrecuperables y ya no tenía arreglo: escribir una novela. A todo esto, había olvidado que esta novela quizás había sido creada precisamente por mis inseguridades. Tengo la sensación de que —secretamente al menos— empecé a considerar mi destino cada vez más como el de un escritor; aunque no fuera plenamente consciente de ello, poco a poco empecé a revestir mis pensamientos de unas cualidades que a mí me planteaban la exigencia perentoria de su comunicación, y a los demás, la de su escucha.

»Quién sabe adónde habría llevado todo esto. Por aquellas fechas, quizá me habría sentido dispuesto a considerar mi vida futura una fuente inagotable de pensamientos abocados a ponerse a disposición del público; a reflejar de inmediato sobre papel los resultados de mis elucubraciones; a visitar redacciones y editoriales con las copias de esos actos triunfales; y a observar después en los rostros de las personas y hasta en su forma de vida los cambios que había suscitado su influencia. En medio de manifestaciones significativas, de las fanfarrias ensordecedoras de las opiniones expertas y los juicios irrefutables, yo mismo también habría hecho sonar mi pequeña trompeta de juguete. Mi mano, soltada sobre el papel liso como un espejo, habría correteado sobre el patín de mi bolígrafo tal un loco irrefrenable. Habría escrito como si hubiese querido evitar una catástrofe: evidentemente, la de no escribir. Habría escrito para no, Dios me guarde, no escribir; habría escrito para esconder el tiempo a cada minuto y olvidar quién soy: producto final de determinaciones, náufrago del azar, siervo de la electrónica biológica, hombre asombrado, muy a su pesar, de su propio carácter.»

El viejo, sentado ante el secreter, no hacía nada.

No pensaba.

Ni leía.

«Ha sido una enorme estupidez sacar mis papeles», pensó luego.

«… En este sentido —sólo en este sentido en todo caso—, la carta que recibí dos días después de ir a ver al hombre de la editorial llegó en el momento oportuno.»

—¡Vaya! —dijo el viejo, cogió esa carta comercial común y corriente que ya había tenido en las manos, que había sobrevolado en una ocasión (con el membrete, la fecha —27-7-1973—, el encargado —sin rellenar—, el asunto —también sin rellenar—, la referencia —482/73—, y sin encabezamiento) y que ahora, inclinándonos sobre su hombro, leemos en toda su extensión:

«Los lectores de nuestra editorial han leído su manuscrito y basándonos en su opinión unánime no podemos asumir la publicación de su novela.

»Consideramos que la formulación artística de la materia de su experiencia no es acertada, aunque el tema es terrible y estremecedor. Que la novela no se convierta en una experiencia estremecedora para el lector se debe básicamente a las reacciones extrañas, dicho sea con indulgencia, de su protagonista. Aun juzgando comprensible que su héroe, un adolescente, no capte en seguida cuanto ocurre a su alrededor (el llamamiento a trabajos forzados, el uso obligatorio de la estrella amarilla, etc.), no podemos explicarnos que al llegar al campo de concentración considere “sospechosos” a los prisioneros rapados. Las frases de mal gusto continúan: “sus rostros tampoco inspiraban mucha confianza: orejas separadas, narices prominentes, ojos hundidos y minúsculos que brillaban por la astucia. A decir verdad, parecían judíos en todos los aspectos.”

»Además, resulta inconcebible que al ver los crematorios tenga la sensación de “cierta broma”, de “algo así como una travesura estudiantil”, ya que es consciente de hallarse en un campo de exterminio y de que el mero hecho de ser judío es suficiente para que lo asesinen. Su actitud y sus comentarios perversos repugnan y ofenden al lector, que también lee molesto el final de la novela, dado que la postura mostrada hasta entonces por el protagonista, su apatía, no lo autoriza para emitir juicios morales y exigir responsabilidades (véase, por ejemplo, los reproches a la familia judía que reside en su edificio). Hemos de referirnos asimismo al estilo. La mayoría de sus frases están formuladas con torpeza y falta de claridad; por desgracia, son frecuentes las expresiones tales como “… en gran parte realmente…” o “muy naturalmente y además un poco…”

»Por consiguiente, le devolvemos su manuscrito.

»Con un cordial saludo.»

«… Esa carta al menos me regaló una mañana rica en emociones: todavía la recuerdo con cierta nostalgia. Aunque me quedé un tanto sorprendido, no me asombró más que cuando uno se golpea la cabeza en un dintel del que sabía hacía tiempo que era demasiado bajo y acabaría convirtiéndose en un doloroso obstáculo para su frente. ¡Si al menos hubiese encontrado una brizna de pasión y clarividencia, ni que fuese la lucidez de la cólera o de la injusticia o, cuando menos, algún sentimiento e intelecto dignos de su objeto!

»Recuerdo que me divirtió sobremanera el gesto; por ejemplo, ese ademán seguro y decidido con que se apoderaban, como quien dice, del objetivo de mi empresa —que a mí mismo me parecía problemático y de intención poco clara— para luego destruirlo. Según esta carta, si no leía mal, sólo había escrito la novela para que fuese a parar al despacho de un editor, allí donde se tomaban las decisiones relativas a tal tipo de productos. La gracia de esa desproporción absurda estremeció incluso mi diafragma. Porque no podía negar que había llevado mi novela a la editorial. Pero se trataba tan sólo de un punto muerto provisional en una serie de acontecimientos, que fue superado por el tiempo y los otros acontecimientos que se desarrollaron a continuación, tales como la carta dirigida a mi persona. ¿Y qué?, pregunto yo. ¿Se ha borrado con esto lo que llevé a cabo? Todo lo contrario: se ha sellado —y esta circunstancia fundamental no escapó a mi acechante atención— porque el gesto de rechazo era al mismo tiempo la primera prueba auténtica y fehaciente, por así decirlo, de la existencia real de mi novela. Sí, podía afirmar para mis adentros que el tiempo informe que había quedado atrás adquiría un perfil precisamente a raíz de esta carta; que hasta ese momento mi situación nunca me había parecido tan sencilla, plasmable, de hecho, en una única y clara frase: he escrito una novela que ha sido rechazada, por falta de conocimiento y valentía, es de suponer, y también por evidente mala voluntad y estupidez.

»Tal vez… no, hoy ya lo sé seguro: sin duda cometí un error al quedarme…»

¿Han tocado el timbre?

El viejo sacó el tapón de cera moldeable de uno de sus oídos.

—¡Dos veces he tocado el timbre! —protestó la madre del viejo mientras avanzaba, con pasos (bastante marciales) que desmentían su edad, por el recibidor que se extendía de este a oeste, y, tras pasar por la puerta tipo vidriera catedralicia (que permanecía siempre abierta —ahora también— con el fin de ventilar el recibidor), se plantó ante el secreter (teniendo en cuenta, lógicamente, las circunstancias ya conocidas) (que, por tanto, no volveremos a detallar por considerarlo superfluo) (de tal modo que sólo aclararemos lo siguiente: cuando decimos que la madre del viejo se plantó ante el secreter, hemos de entender que, si bien se plantó frente al secreter, de hecho lo hizo ante la mesa o, para ser precisos, la mesa, la única verdadera mesa de la vivienda) y leyó (sustituyendo con un gesto fulgurante las gafas de calle por las gafas de lectura).

Al viejo no le gustaba que leyeran sus manuscritos.

—No me gusta —dijo— que lean mis manuscritos.

—¿Por qué? —preguntó su anciana madre—. ¿Es secreto?

—De hecho… —se rascó la cabeza el viejo.

—Veo que vuelves a estar entretenido en tus asuntos privados —dijo la madre.

—Pues sí —reconoció el viejo.

—¿Te han rechazado la novela? —preguntó la madre, sin duda con más severidad que alegría por el mal ajeno.

—Ni siquiera la he escrito todavía —masculló el viejo.

—¡Pero si acabo de leer que has escrito una novela y que la han rechazado!

—Es otra novela. ¿No te parece más cómodo el sillón? —probó el viejo.

—Y esto, ¿qué es? —preguntó la anciana madre levantando una piedra también gris— quizás un poco más oscura —que yacía sobre el archivador gris y parecía servir de pisapapeles.

—Una piedra —respondió el viejo.

—Ya lo veo. Aún tengo la cabeza en su sitio, gracias a Dios. Pero, ¿para qué la necesitas?

—De hecho, no la necesito —refunfuñó el viejo.

—¿Y entonces para qué sirve?

—No lo sé —dijo el viejo—. Existe.

La madre del viejo se sentó en el sillón situado al norte de la estufa de azulejos, detrás del producto contrachapado especial de primera clase (fabricado con madera dura de árbol de fronda de primera clase) (que por su función era más bien una mesa accesoria).

—Hay cosas tuyas que jamás he llegado a entender —aseguró.

—¿Quieres un café? —lo intentó el viejo.

—Pues sí. Por ejemplo —la madre paseó la mirada desde el centauro mitad biblioteca, mitad secreter (si se nos permite tal confusión de conceptos e imágenes), que había sido fabricado a partir de un antiguo cajón para ropa de cama y estaba situado en el rincón suroccidental de la habitación, hasta el canapé (relativamente) moderno que ocupaba el rincón nororiental—, por ejemplo, digo, eres capaz de renunciar a todas las comodidades con tal de no tener que trabajar.

—Pero si trabajo —se defendió el viejo (aunque con la conciencia no del todo limpia de nubarrones) (pues llevaba tiempo sin ponerse a escribir un libro, aunque esa era su profesión) (o, para ser precisos, las cosas se desarrollaron de tal manera que se convirtió en su profesión) (porque no tenía otra).

—No me refiero a eso —dijo su madre—. Pero, ¿por qué no buscas algún empleo? Podrías seguir escribiendo tranquilamente.

—No sé hacer nada. Te olvidaste de mandarme a aprender algún oficio rentable.

—Humor no te falta —dijo su madre.

—Durante un tiempo vivía de eso —le recordó el viejo.

—¿Por qué no sigues escribiendo comedias? —preguntó la madre.

—Porque no quiero que la gente se ría. Les envidio la risa.

«Habría que cambiarle la goma a la cafetera», pensó el viejo mientras preparaba el café.

—¿Ni siquiera me preguntas por qué he venido? —inquirió su madre.

Resulta que la anciana madre no solía venir a ver al viejo; todo lo contrario, era él quien visitaba a su madre (una vez por semana, los domingos de siete a nueve y media de la noche, concretamente) (y llenaba estos intervalos semanales con llamadas telefónicas diarias, en las que el viejo se informaba del estado de su anciana madre) (y de cuantas cosas más o menos importantes) (pero siempre significativas) (le habían ocurrido tanto a ella como a sus propiedades personales y objetos de uso doméstico) (ya que los hechos sólo adquirían significado porque le ocurrían a ella) (y a sus propiedades personales y objetos de uso doméstico) (tales como el calentador, el tapiz, el grifo de la cocina, etcétera).

—Vamos a ver —dijo la anciana madre—, por fin he recibido una oferta seria en relación a mi anuncio.

Resulta que, como puede colegirse de lo antedicho, la madre del viejo había puesto un anuncio.

A tenor de dicho anuncio, ella ponía a disposición una habitación (eso sí, una habitación grande, situada en zona verde y provista de todas las comodidades) a cambio de un contrato de manutención.

La anciana madre vivía de su jubilación (o, para ser precisos, no llegaba a final de mes con su jubilación).

Para mejorarla, la anciana trabajaba cuatro horas diarias como taquígrafa y mecanógrafa en una importante empresa de comercio exterior.

Con el paso de los años, sin embargo, no sólo envejeció el viejo, sino también su anciana madre (si bien de forma menor, más lenta y parsimoniosa que el viejo) (aunque tuvo que tomar conciencia de algunos avisos sintomáticos) (como los dolores de espalda a la hora de escribir a máquina) (actividad esta que se vio obligada a dejar).

Así y todo, seguía en pie el hecho de que la madre del viejo necesitaba un plus de dos mil florines mensuales (para mejorar su jubilación).

Pero, claro, el viejo no tenía un plus de dos mil florines mensuales (sino, más bien, un minus).

Así pues, la madre recurrió a un anuncio para poner a disposición una habitación (eso sí, una habitación grande, situada en zona verde y provista de todas las comodidades) a cambio de un contrato de manutención (concretamente, la habitación en la que, oficialmente, el viejo residía de forma permanente, pues así estaba registrado, aunque, de hecho, no había vivido nunca allí, ni siquiera de forma provisional) (pero ahora debía trasladarse oficialmente a la vivienda donde estaba registrado de forma provisional basándose en el derecho conyugal y donde llevaba décadas residiendo de forma permanente) (para dejar su sitio al individuo que asumiría la manutención, que, para el registro, debía residir de forma permanente en la vivienda de la madre del viejo —basándose en el derecho de manutención— y que —basándose en un acuerdo privado— no viviría allí ni siquiera de forma provisional) (y esperaría pacientemente en su vivienda actual, que por lo visto no satisfacía sus necesidades, a que la anciana, que ojalá pudiese vivir hasta las ultimísimas fronteras de la vida humana, al final inevitablemente…) (En una palabra, esperaría a que a raíz de ese acontecimiento en definitiva inevitable, la vivienda recayera en él) (cosa que tanto para la mantenida como para el mantenedor) (después de sopesar detenidamente los gastos y años previstos) (podía resultar un negocio correcto, razonable y a todas luces rentable según los cálculos humanos).

—O sea que tienes que cambiar tu residencia en el registro —dijo la madre.

—Vale —dijo el viejo.

—Pero cuanto antes. No como sueles resolver tus asuntos —añadió su madre.

—Vale —dijo el viejo.

—No desearás que pase privaciones en mi vejez.

—Dios me guarde —dijo el viejo.

—No es culpa mía —prosiguió la madre—. Deberías haber organizado tu vida de otra manera.

—No cabe la menor duda —reconoció el viejo.

—Quería dejaros la vivienda.

—No te preocupes, mamá —dijo el viejo—. ¿Te ha gustado el café?

—Tus cafés son siempre demasiado fuertes.

«Vaya, el día de hoy se ha ido al garete», pensó el viejo cuando se marchó su madre.

«¿Pero dónde carajo están las gomas?», pensó luego (después de no encontrarlas en su lugar de siempre) (o, mejor dicho, en el lugar que consideraba el sitio adecuado para las gomas).

Ocurrió, pues, que el viejo estaba ante el secreter con un trozo de madera plano y cuadrado en la mano.

Este trozo, de unos siete por siete centímetros de madera cruda por un lado y repintada con varias capas de blanco por otro (ya amarillentas por el paso del tiempo), emergió de una de las dos cajas de cartón que contenían objetos diversos (necesarios e innecesarios), entre los cuales —creía el viejo— podría encontrarse la goma imprescindible para el buen funcionamiento de la cafetera.

En cambio, se topó con una pieza original perteneciente a uno de aquellos dos armarios del recibidor, burdos y de diferente tamaño, que durante años desafiaron el permanente rechazo de la esposa del viejo (una pieza que merece ser mencionada por el sello de cera) (con letras casi ilegibles por las diversas capas de pintura blanco-amarillenta que las habían ido cubriendo en el curso de los años).

«¡En vano decía yo que cuidaran el sello de cera!», se quejó el viejo (en sus pensamientos).

Así pues, en este momento de nuestra historia —cuando el viejo estaba ante el secreter con un trozo de madera en la mano (que merece ser mencionado por el sello de cera)—, ese grupo de letras dispuestas en forma circular ya sólo mostraba las letras EST y, después de un resalte con forma de punto, CLAU, así como, descifrables con un poco de buena voluntad, fragmentos de las letras DAD, como restos de la inscripción original (AGENCIA DE SEGURIDAD DEL ESTADOCLAUSURADO) que —tal como se desprendía de su sentido— ordenaba mantener clausurado el armario del recibidor (sin excluir, sin embargo, que se pudiera desmontar el tablero contrachapado que constituía la trasera del mueble) (cosa que, por cierto, ocurrió) (porque —al margen de otras pruebas que salieron a la luz con posterioridad— cómo se podía explicar, si no, el hecho de que cuando una noche de verano la esposa del viejo) (que por aquel entonces no era aún la esposa del viejo) (como este tampoco era viejo todavía) (y, es más, ni siquiera se conocían) (el hecho, pues, de que cuando una noche de verano la futura esposa del viejo intentó en vano abrir con su llave la puerta de su vivienda y se vio obligada a tocar el timbre al ver luz en el interior) (la mujer desconocida que abrió la puerta —bajita, robusta, de cara un tanto similar a la de un cerdo— apareció llevando su bata —la de la futura esposa del viejo—, eso sí, subida y arreglada para ajustarla a su cuerpo, lo cual no escapó a la atención de la futura esposa del viejo en ese breve minuto en que se presentó a la mujer desconocida, quien en seguida respondió con un grito indignado) («¡Caray! ¿Usted sigue viva?») (y cerró la puerta de un portazo) (de suerte que la esposa del viejo) (que por aquel entonces no era aún la esposa del viejo) (ya que se conocieron más adelante) (sólo encontró una solución) (al comprobar que se le echaban encima las perspectivas poco halagüeñas de aquella noche de verano) (y del aún más incierto día siguiente) (la de volver, sin pensárselo dos veces, al lugar de donde había partido hacia su vivienda) (es decir, a la Agencia de Seguridad del Estado) (y pedir allí al oficial que la había puesto en libertad —entregándole la correspondiente documentación oficial— que la alojase, que, de no mediar otra solución, la dejase dormir en su antigua celda, donde sin duda la esperaban el viejo camastro y la vieja manta) (deseo al que el oficial no podía acceder ya que la habían puesto en libertad, entregándole la correspondiente documentación oficial) (de suerte que acabó ofreciéndole el sillón de cuero situado en el rincón del despacho y —el oficial en cuestión— pasó entonces la noche poniendo gente en libertad, entregando la correspondiente documentación oficial, y por la mañana) (agotado, enflaquecido, seco por las continuas puestas en libertad y amarillo de tanto tabaco) (como una de las innumerables colillas de las que rebosaba el cenicero a raíz de las puestas en libertad nocturnas) (la acompañó a la oficina encargada de asuntos de vivienda para averiguar por qué habían asignado una vivienda clausurada por la Agencia de Seguridad del Estado) (hecho que, a decir verdad, debía ser tratado como un secreto de estado) (de tal modo que no cabía la menor duda de que se había producido un delito de soborno, no ya por la ilegalidad del procedimiento, sino también por la filtración de las señas) (pero esto nunca llegó a saberse) (y sólo después de un año de batallas legales tornó la vivienda a su legítima propietaria, la esposa del viejo) (a la que ahora podemos llamar sin reserva la esposa del viejo porque) (si bien el viejo no era viejo por aquel entonces) (ni la esposa era todavía su esposa) (al menos se conocían) (e incluso convivían bajo un mismo techo, en un hogar común) (siempre y cuando tal hogar mereciera el nombre de hogar, claro está).

Este era, pues, el motivo de que hasta el día de hoy —en esta fase tardía de nuestra historia— el viejo se molestara porque —a pesar de sus advertencias— no se hubiera cuidado mejor el sello (que se conservaba en el trozo de madera que tenía en la mano).

«El recuerdo es el recuerdo al fin y al cabo», siguió molestándose.

«Sea como fuere, de todo el asunto sólo quedó un trozo de madera», prosiguió con su enfado.

«Fue bastante embarazoso», se le iluminó de pronto la cara (como alumbrada por un recuerdo) (relacionado, por lo visto, con aquel momento divertido) (aunque también bastante embarazoso) (si bien estos dos adjetivos no se excluyen en absoluto) (y su presencia simultánea es la sal y la pimienta de toda verdadera diversión) (siempre y cuando seamos capaces de valorar el humor de todo instante embarazoso) (como cuando se descubre, verbigracia, que, de hecho, carecemos de pruebas materiales de un acontecimiento que consideramos decisivo en nuestras vidas y que, por consiguiente, sólo existe en nuestros indemostrables recuerdos) (o sea, en resumidas cuentas, que la sonrisa que iluminó la cara del viejo se relacionaba, por lo visto, con aquel momento divertido y al mismo tiempo bastante embarazoso).

Resulta que años más tarde —y años (muchos) antes de este presente— al viejo se le ocurrió la peregrina idea de que, en todo caso (y esta palabra ha de entenderse en su sentido estricto, es decir, para el hipotético caso para el que no hace daño estar preparado) (siempre y cuando prepararse para algo que ni siquiera intuimos se sostenga en pura lógica), su esposa solicitara la rehabilitación (que era lo correcto y conveniente) (para evitar que el mero hecho del castigo se considerase como prueba del delito).

Vino el funcionario que se encargaba de las pesquisas.

Se presentó.

Se sentó (no en el sillón situado al norte ni en el sillón situado al oeste de la estufa) (puesto que estos sillones no existían por aquellas fechas) (sino probablemente en aquel de mimbre —deshilachado donde se entretejía con el armazón de madera— que, junto con dos taburetes también de mimbre y también deshilachados, una mesa de estilo colonial sin barnizar y dos récamiers) (uno de los cuales estaba reforzado con libros en el centro debido al desgaste de los muelles) (así como con dos mantas en el suelo que servían de alfombras) (constituían el mobiliario en aquel entonces).

Pidió el certificado de excarcelación.

Entonces se produjo el antes mencionado episodio, divertido y al mismo tiempo bastante embarazoso, caracterizado por las miradas desconcertadas del viejo (que por aquellas fechas no era viejo todavía) y de su esposa, por un febril abrir y cerrar de cajones, por la búsqueda desenfrenada bajo la ropa interior, hasta llegar a la conclusión de que la única prueba material y fehaciente de su excarcelación (y por tanto, y sobre todo, de su previo encarcelamiento), o sea, el certificado de excarcelación, se había perdido en alguno de los cuartos de realquiler (o en alguno de los caminos que llevaban de un cuarto de realquiler a otro).

No importa, dijo el funcionario (hombre alto, robusto, bien intencionado, vestido con un impermeable), él se encargaría de seguir la pista del asunto y desenterrar el expediente.

Al cabo de unos días volvió (el hombre alto, robusto, bien intencionado, vestido con un impermeable). Había encontrado el expediente.

Se sentó.

Se le veía turbado.

—Señora —dijo—, vamos a ver, usted era inocente.

—Claro —confirmó la esposa del viejo (que no era viejo por aquel entonces).

—Ni siquiera existe un protocolo del interrogatorio —prosiguió el funcionario encargado de las pesquisas—, sino sólo la prórroga de la prisión preventiva. No se presentó ninguna acusación contra usted.

—Así es —confirmó la esposa del viejo (que no era viejo por aquel entonces).

—No sé cómo explicárselo… Vamos a ver, ni siquiera había una falsa acusación.

—No.

—Ni una sentencia, claro.

—No.

—Pues he ahí el problema, señora —confesó el funcionario (hombre alto, robusto, bien intencionado, vestido con un impermeable)—. Porque, claro… A ver, cómo explicárselo… Sólo podemos rehabilitar si ha habido un procedimiento, una sentencia o cuando menos una acusación. Pero en su caso… Entiéndame bien… En su expediente no hay ni huella de todo eso, no sufre sus consecuencias, no tiene antecedentes… O sea, que simplemente no hay nada que rehabilitar.

—¿Y el año que pasé allí? —preguntó la esposa del viejo (que no era viejo por aquel entonces).

El funcionario abrió los brazos y entornó los ojos: por lo visto, consideraba que el asunto afectaba a su conciencia.

Permaneció un rato sentado en el sillón de mimbre, deshilachado donde se entretejía con el armazón de madera.

«Apenas pudimos consolarlo», se sonrió el viejo al recordar la escena.

«… sencilla, plasmable, de hecho, en una única y clara frase… que hasta ese momento mi situación nunca me había parecido tan sencilla, plasmable, de hecho, en una única y clara frase: he escrito una novela que ha sido rechazada, por falta de conocimiento y valentía, es de suponer, y también por evidente mala voluntad y estupidez.

»Tal vez… no, hoy ya lo sé seguro: sin duda cometí un error al quedarme de una pieza ante esta afirmación. Debería haber ido más allá, llegar a las últimas consecuencias, aquellas que impiden volver atrás. Si en aquel momento hubiera asido y asumido el papel inherente a la situación, jamás habría venido a parar adonde estoy. Porque para un escritor no existe corona más elocuente que la ceguera con que lo trata su época; y a la corona se le añade una joya cuando la ceguera va emparejada con el silenciamiento. Sin embargo, a pesar de haber escrito una novela y de no imaginar siquiera otra posible profesión, nunca pensé seriamente que fuese mi profesión. Aunque la novela era lo más necesario para mí, nunca llegué a convencerme de que yo fuese necesario. No podía cruzar, por lo visto, las fronteras de mi naturaleza, y mi naturaleza es templada como el clima en que vivo. Mis sentimientos se arredraron ante la peligrosa gloria del fracaso. Tanto más cuanto que otra cosa ocupó su sitio, un sentimiento mucho más definido que todos los resentimientos de carácter claramente abstracto: la conciencia de culpa cuando mostré la carta a mi esposa.»

«Esto quizá no debería…», se resistió el viejo.

«… El vuelco se produjo de forma tan inopinada que yo mismo me sorprendí. No atinaba a decidir de dónde provenía el sentimiento de culpa, si del rechazo de la novela o del hecho de haberla escrito. O, para ser preciso, ¿me habría sentido culpable si, casualmente, el editor me hubiera comunicado la aceptación de la novela? No lo sé ni lo sabré nunca. Sin embargo, comprobé asombrado que en algún rincón de mi mente se estaban desarrollando viles trabajos: se establecían líneas de frente tras las cuales se concentraban los argumentos procedentes de los sitios más diversos para atacar en el momento oportuno. Mi esposa, sin embargo, dominándose y sin decir palabra… Conozco su sonrisita tácita… No se oyó el reproche que aliviaba y… Y percibí entonces que se disolvía en la nada la importancia de todas las novelas del mundo, de todos los editores y también de la justificación de mí mismo. Me sentía profundamente ofendido: tomé el almuerzo malhumorado.

»Ya intuía quizá lo que había perdido. Hoy —desde la distancia—, puedo calibrarlo con mayor precisión: no sólo había perdido mi verdad, sino también mi comodidad. Lo dicho: todo dependía de asumir o rechazar el papel inherente a la situación. Si lo rechazaba, rechazaba asimismo mi sino para dar cabida al tiempo y al incesante asombro. Mientras mi sino me acompañaba —esto es, mientras escribía mi novela— no conocía tales pensamientos. Quien vive sumido en el hechizo de su sino se libera del tiempo. El tiempo sigue transcurriendo, claro está, pero su contenido carece de importancia: sirve únicamente para cumplir el sino. El hombre no dispone de muchas posibilidades: sólo debe saber sucumbir y esperar. Yo sabía. Y después de recibir la carta, mi situación habría podido ser aún más fácil: el tiempo se había cumplido y, si se quiere, yo ya no tenía nada que hacer. El sino —he ahí precisamente su naturaleza— me habría despojado de todo futuro interesante y, por tanto, digno de tener en cuenta. Me habría encerrado en el instante, me habría sumergido en el fiasco como en un calderón lleno de alquitrán: de hecho, daba igual si me cocinaba o me fosilizaba en su interior. Sin embargo, no fui lo suficientemente cauteloso. Por tanto, lo único que ocurrió fue que una idea se vino abajo discretamente: una idea —yo mismo como producto de mi fantasía creativa— dejó de existir. Eso fue todo.

»Sin embargo, no era este mi plan. ¡Mi intención era realmente sencilla! Me parecía sumamente razonable. Ya que he recuperado mi libertad, quiero juzgar yo mismo mi novela, decidir cómo es en realidad, si buena o mala —así pensaba yo—. Nada parecía más factible que esta operación. Al día siguiente, por la mañana, cuando mi esposa se fue a trabajar, saqué la carpeta con pinza, la puse ante mí y la abrí con una sensación de expectativa entre tensa y alegre y no carente de cierta solemnidad, decidido a leer mi novela. Después de hora y media, más o menos, de lucha denodada, me vi obligado a reconocer que había emprendido una tarea imposible. Al principio me alegró ver alguna frase que encajaba perfectamente, algún adjetivo acertado. Pronto, sin embargo, descubrí que mi mirada echaba a divagar y que había de volver atrás puesto que mis ojos recorrían páginas carentes de sentido, yermas, vacías. Me regañé e intenté concentrarme; luego lo probé a la inversa, me relajé, me preparé un café, hice una pausa. Pero no sirvió de nada: unos ataques de bostezo invencibles se apoderaron de mí. Tuve que admitir que me aburría: a cada frase sabía de antemano cuál sería la siguiente, conocía de antemano cada giro, cada párrafo, cada frase, incluso cada palabra, y la argumentación tampoco guardaba ninguna novedad, ningún secreto para mí. Así no se podía leer una novela.

»He pensado mucho sobre este fenómeno desde entonces. Había caído en una trampa, no cabía la menor duda. Para juzgarla con objetividad, tenía que leer mi novela con ojos ajenos; lo intenté, sin considerar que esa mirada ajena, imaginaria, no podía dejar de ser mía. Probé de engañarme, pero fue imposible. Por lo visto, no podía saltar por encima de mí mismo para observar desde una distancia adecuada, con frialdad, mi sombra que había dejado en la otra orilla. Nunca sabría, pues, si mi novela era buena o mala. Estaba dispuesto a conformarme. De hecho —me di cuenta entretanto—, ni siquiera me interesaba. Era como era, y era así porque no podía ser de otra manera. Aunque no había comprendido mucho más, esto sí lo había entendido mientras leía. Es así, un objeto acabado, concluido en un ser-así, y yo ya no podía cambiarlo, cosa que, probablemente, resultaba, además, imposible.

»Pero —he aquí lo chocante—, ¿por qué había dejado de ser mío ese objeto? Dicho de otro modo, si no era capaz de leerlo con ojos ajenos, ¿por qué no podía leer mi propia novela con mis propios ojos? En las páginas de mi novela, por ejemplo, un tren avanza rumbo a Auschwitz. En uno de los vagones de transporte de ganado se acurruca el protagonista del relato, un muchacho de catorce años y medio. Se levanta y en medio del apelotonamiento consigue acercarse a la abertura de la ventana. En ese preciso instante sale el sol estival, rojo y aciago, en el horizonte. Mientras leía la escena, recordaba perfectamente cuántas dificultades y quebraderos de cabeza me había dado, tantos como la siguiente. Los acontecimientos de aquella sofocante mañana de verano no querían desplegarse sobre el papel, bajo mi mano. En la habitación, donde luchaba con aquel texto, reinaba una oscuridad poco habitual; desde mi mesa veía una brumosa mañana de diciembre. Debía de haberse producido algún atasco en la calle, porque los tranvías no cesaban de tocar el timbre bajo mi ventana. De repente, de manera tan vertiginosa como asombrosa, las frases se compusieron y permitieron que el tren llegara y que el protagonista del relato —aquel muchacho de catorce años y medio— pudiera salir de la penumbra asfixiante del vagón de transporte de ganado y saltar sobre la rampa de Auschwitz. Al leer estas frases, los recuerdos cobraron vida, y comprobé al mismo tiempo que las frases se yuxtaponían según el orden orgánico que había imaginado. Sí, pero ¿por qué no cobraba vida en mi interior lo que había existido antes de las frases, la cruda historia, aquella mañana de Auschwitz tan real en su día? ¿Cómo pudo ocurrir que aquellas frases sólo contuvieran una historia perteneciente a la imaginación, un vagón de transporte de ganado imaginario, un Auschwitz imaginario, un muchacho de catorce años y medio imaginario, cuando, de hecho, yo mismo había sido aquel muchacho de catorce años y medio?

»¿Qué había ocurrido? ¿Qué es lo que los lectores de la editorial denominaron la “formulación artística de la materia de su experiencia”? Pues sí, ¿qué ocurrió con la “materia de mi experiencia”? ¿Adónde fue a parar, saliendo del papel y de mí mismo? En su día estuvo allí: me sucedió dos veces, una vez —de forma inverosímil— en la realidad y otra —de forma mucho más verosímil— cuando la recordé. Entre aquellos dos momentos durmió su sueño invernal. En el instante concreto en que supe que debía escribir una novela ni se me pasó por la cabeza. Luché con diversas novelas, que fui desechando una tras otra: ninguna demostró ser la novela posible para mí. Después surgió de pronto en mi interior, procedente de las tinieblas, algo así como una idea. De súbito tenía en mi poder una materia que por fin ofrecía una realidad definida a mi imaginación inquieta que, sin embargo, siempre se había derrumbado hasta entonces y que, densa, blanda, informe, en seguida empezó a fermentar y a crecer en mi interior como una masa de levadura. Una particular sensación de embriaguez se apoderó de mí; vivía una doble vida: mi presente —a medio gas, a desgana— y mi pasado en el campo de concentración —con la realidad tajante del presente—. Casi me asustó la disposición con que me sumergí: hasta el día de hoy no sabría explicar el motivo de aquella particular sensación de placer que me acompañaba. Puede ser que el recuerdo se emparejara con el deleite al margen de su objeto, pues no podría afirmar que estar en un campo de concentración fuese una delicia; lo cierto era, sin embargo, que la más mínima impresión bastaba, por aquel entonces, para volver al pasado. Auschwitz estaba en mi interior, en mi estómago, como una albóndiga sin digerir: eructaba sus condimentos en los momentos más inopinados. Me bastaba ver un paisaje desolado, un barrio industrial desierto, un camino bañado por el sol, los pilares de hormigón de un edificio en construcción, aspirar el olor crudo del alquitrán y de un armazón de madera para hacer emerger más y más detalles, datos, estados de ánimo, con toda la intensidad del presente. Durante un tiempo desperté cada mañana en el patio de barracones de Auschwitz. Tardé en darme cuenta de que algo estimulaba continuamente mi olfato y provocaba en mí esa imagen. Pocos días antes había comprado una correa nueva para mi reloj. Siempre guardo el reloj justo al lado de mi cama, sobre un estante bajo. Debido al curtido y a la elaboración posterior, probablemente, la correa conservó un perfume característico que me recordaba el cloro y el lejano olor de los cadáveres. Más tarde llegué a utilizar la correa como estimulante: cuando mis recuerdos menguaban, cuando se acomodaban y se ocultaban en las circunvoluciones de mi cerebro, así los hacía salir de sus escondites. La olí a muerte, por así decirlo. No me arredraba ante ningún medio o esfuerzo: libré mi combate con el tiempo y conseguí mi premio por la fuerza. Estaba colmado de mi propia vida. Rico, pesado, maduro, me hallaba en el umbral de una transformación. Me sentía como un peral silvestre que quería dar melocotones.

»Sin embargo, cuanto más vivos eran mis recuerdos, más lamentables parecían sobre el papel. Mientras recordaba no podía escribir la novela; cuando empecé a escribirla, en cambio, desaparecieron los recuerdos. No es que se perdieran de golpe, sino que se convirtieron en otra cosa. Se transformaron en contenidos de diversos cajones, donde rebuscaba cuando lo creía necesario para extraer alguna moneda convertible. Los elegía: necesitaba este y no aquel. Los hechos de mi vida, la llamada “materia de mi experiencia”, ya sólo molestaban, dificultaban y limitaban mi trabajo, la creación de la novela a la que, en un principio, servían de base existencial. De ellos se nutrió la novela hasta el final. Mi trabajo —esto es, escribir la novela— sólo consistía, en efecto, en el consumo consecuente de mis experiencias, en interés de una fórmula artificial —o, si se quiere, artística— que yo podía considerar adecuada a mis experiencias sobre el papel, única y exclusivamente sobre el papel. No obstante, para escribirla, había de contemplar mi novela como cualquier novela, es decir, como un objeto artístico, como una estructura consistente en signos abstractos. Sin percatarme, había tomado carrera y dado un gran salto; así, de un único salto, fui a parar de lo individual a lo objetivo y general, y entonces miré alrededor, asombrado. No había motivo para el asombro, sin embargo. Ahora sé que di el gran salto tan pronto como me puse a escribir mi novela. No importa que siempre intentara volver a hurtadillas a la intención originaria, no importa que mi ambición inicial apuntara única y exclusivamente a esta novela, que evitara mirar hacia otro lado ni que fuese de reojo o que me concentrara sólo en las páginas del manuscrito: una novela —por su mera naturaleza— solamente puede calificarse de novela si comunica algo. Yo también quería comunicar algo, de lo contrario no habría escrito una novela. Comunicar a mi manera, según mis ideas, comunicar la materia que me resultaba posible, mi materia, a mí mismo: tensado y pesado por su carga, sólo anhelaba su comunicación como la ubre que anhela el ordeño… Sin embargo, no tuve en cuenta un detalle, quizá de forma del todo natural: jamás puede uno comunicarse a sí mismo. A mí el tren de mí novela no me llevó a Auschwitz: fue el tren de verdad.

»Pues sí, no había previsto este detalle. Mientras me retiraba a mi vida privada, privadísima (a mis “asuntos privados”, como solía decir mi madre), mientras me aislaba de todo y de todos para hurgar tranquilamente en mi conciencia, mientras procuraba por cuantos medios existían que nadie me molestase en mi solitario esfuerzo, empecé a escribir sin sospechar nada, con entusiasmo y diligencia… para otros. Hoy veo con claridad que escribir una novela significa escribir para otros —también para aquellos que la rechazan.

»Sin embargo, no puedo resignarme a esta idea. Si hubiera sido mi objetivo, habría cometido un grave desacierto; debería haber escrito otra cosa, algún producto más útil, una comedia, por ejemplo. Pero, insisto, no era esa mi meta: sólo lo fue en el transcurso de la ejecución, sin mi saber ni mi consentimiento, por así decirlo, sin que me diese cuenta siquiera. ¡Qué me importaban aquellos otros para los cuales quizás escribía la novela, pero que ni se me pasaban por la cabeza mientras lo hacía! ¡Sería una casualidad, absurda incluso en cuanto casualidad, imposible de predecir y de verificar, que nuestros asuntos comunes —mi novela y su entretenimiento— coincidieran por azar! Y aunque parezca increíble, a ello aspiraba yo en la práctica, sólo en la práctica; y ahora debía afirmar que no había alcanzado mi meta, aquella que nunca lo había sido. Pero ¿cuál era entonces mi meta, el sentido originario de mi empresa? De hecho, no lo recuerdo; tal vez nunca lo he pensado; ni lo sabré jamás, puesto que ese sentido se esfumó quién sabe dónde en el curso de la empresa.

»Me levanto. Mis pies se ponen en marcha en la vivienda, de forma casi involuntaria, como un automatismo. Atravieso la habitación, paso por la puerta abierta, entro en el recibidor, golpeo con el hombro la puerta abierta del baño y llego al final de la vivienda. Doy media vuelta, evito la puerta abierta del baño, golpeo con el hombro derecho el armario del recibidor, entro en la habitación, llego a la ventana, y media vuelta otra vez. Un largo son siete metros, más o menos. Una jaula bastante habitable. Arriba, abajo, arriba, abajo; media vuelta en la puerta, media vuelta en la ventana. Era la costumbre del tío aquel, el novelista, el tipo con el que había sido idéntico en su día —hasta hace unos meses—. Le venían entonces pensamientos muy dignos de atención. Yo no tengo en qué pensar. Poco a poco, sin embargo, algo adquiere forma en mi interior. Me topo con un sentimiento definible después de separarlo del ligero mareo que me provoca el deambular y de otras impresiones casuales. A mi juicio, mi situación se perfila en él. Me sería difícil plasmarlo en palabras, precisamente porque se sitúa en ámbitos situados fuera de la palabra. No se puede formular con una afirmación, mas tampoco con una simple negación. No podría afirmar, por ejemplo, que no existo… porque no es verdad. Sólo podría expresar mi estado, por no decir mi actividad, con una palabra inexistente. Me aproximaría si dijera, por ejemplo: nadeo. Sí, este verbo definiría mi existencia al tiempo que indicaría su cualidad negativa, siempre y cuando tal verbo existiera, como ya he señalado. Pero no. Podría decir, pues, con cierta melancolía: he perdido mi verbo.

»Me harto de deambular; me siento. Me acomodo en lo hondo del sillón, me anido en él. Adopto una postura encogida como si estuviese en un útero de Brobdingnag. Quizá confío en no tener que emerger nunca de allí, en no tener que venir nunca al mundo. ¿Para qué? Además, temo un poco al desconocido que se incorporará de su asiento. En cierto sentido, será diferente de aquel al que me había acostumbrado. No puede ser de otro modo, dado que acabó su obra, ya cumplió su misión: y me llevó a la ruina. Convirtió a mi persona en objeto, aguó mi tenaz secreto para convertirlo en algo general, destiló mi inefable realidad para transformarla en signos, me trasplantó a una novela que no puedo leer: me resulta ajena. Al mismo tiempo me enajenó la materia bruta —una parte incomparablemente decisiva de mi vida— a partir de la cual fue creada. Me faltará, y quizá, por qué negarlo, me faltará también aquel que lo llevó a cabo. Sí, sentado en el sillón, me recorre una sensación inquietante, una sensación gélida y desoladora, como cuando el último invitado se marcha después de una gran fiesta. Me he quedado solo. Alguien se va, dejando atrás algo así como un vacío físico en mi cuerpo, y aún se despide con una sonrisa burlona desde el rincón más lejano de la habitación. Lo miro impotente, sin fuerzas para retenerlo. Y, a decir verdad, ni lo deseo: noto cierta rabia suave, pero irrevocable hacia él… Que se vaya al carajo, me ha engañado…»

—Me ha engañado —dijo el viejo—, me ha engañado el cabrón.

—¿Has trabajado?

—Pues sí.

Los últimos acontecimientos en el bar: la Anciana —título oficial: gerente— se abalanzó inopinadamente sobre el mostrador y arrancó los tiques de caja de la aguja (con el fin de controlar a la esposa del viejo) (es decir, comprobar si había dejado los tiques correspondientes a las comidas y bebidas que llevaba en la bandeja) (como si no lo hiciera nunca) (lo cual acabó siendo no más que una demostración llamativa) (e igualmente impotente) (de esta suposición) (puesto que la esposa del viejo los había dejado) (como siempre).

—Si quisiera robar —protestó la esposa del viejo—, esta mujer podría recoger cuantos tiques deseara, porque podría llevarme media cocina en sus narices sin que se percatase.

—Seguro —confirmó el viejo—. ¿Y por qué no lo haces? —inquirió luego, casi divertido, mientras cuchareteaba la sopa.

—No lo sé; porque soy tonta —dijo su esposa.

Ese fue, por cierto (dijo su esposa), el único resultado visible de su anuncio del otro día (de su intención de trabajar también por las noches en el futuro). Si bien podía encontrarse cierta explicación a la peculiar (mas no por ello lógica) lógica que últimamente impulsaba a su colega, la señora Bodá —Ilona de nombre de pila—, a volver la cabeza en vez de saludarla, resultaba más difícil comprender (de hecho, no se entendía en absoluto) que la Anciana —título oficial: gerente— compartiera ese sentimiento de agravio (aunque la solución del enigma quizá podía buscarse en el caos de las horas punta, que la Anciana aprovechaba para mandar al muchacho del mostrador al sótano, a subir urgentemente un barril o a realizar otra tarea) (siempre precisamente en las horas nocturnas de mayor movimiento) (y ella, con evidente disposición al sacrificio y sin escatimar esfuerzo, se ponía con la bata blanca junto al tirador de cerveza) (como el capitán al timón exponiéndose a vientos huracanados) (y entonces, igual que los demás colegas, la señora Bodá le daba los tiques en la mano a cambio de las bebidas y comidas) (si es que los daba) (cosa que sólo podía comprobarse arrancando los tiques de la aguja) (lo cual, sin embargo, constituía un derecho exclusivo de la Anciana, título oficial: gerente).

—O sea que existe un déficit —señaló el viejo (con lucidez)—: roban.

—Es muy posible —dijo su esposa.

—Me voy a dar una vuelta —anunció luego el viejo.

El viejo estaba sentado ante el secreter.

Era por la mañana.

(Una vez más.)

Traducía.

Traducía del alemán (entre las lenguas extranjeras, era la que mejor hablaba mal —solía decir el viejo).

antwortete nicht —leyó el viejo en el libro (que traducía).

no respondió —tecleó el viejo sobre el papel insertado en la máquina de escribir.

—¡Que el diablo…!

«… tu abuela con barba de eneldo, recién llegada de Neandertal», encajó (el viejo) la masa moldeada con sumo cuidado en sus oídos.

«Habría que cambiar estos tapones», pensó el viejo.

«Están viejos», siguió pensando (el viejo).

«Se han secado», continuó.

«Me aprietan», ajustó la masa en los oídos.

«A ver, así…», pensó el viejo y dejó de ajustarlos.

El viejo, sentado ante el secreter, escuchaba, deseoso de saber si escuchaba algo.

No oía nada. (Relativamente.)

«Fantástico», se le iluminó la cara.

«Vamos, vamos, que de esto no se vive», se le ensombreció la cara.

La traducción da poco dinero, pero es dinero seguro (solía decir el viejo).

Cuando traduce puede matar dos pájaros de un tiro: gana dinero (aunque sea poco, es dinero seguro) y no tiene que escribir el libro. (Por el momento.)

Además, el viejo no tenía ni la menor idea del libro que había de escribir.

… antwortete nicht.

… no respondió.

«Perfecto», asintió el viejo.

Llevaba días sin ver sus papeles.

Ni quería verlos.

Los había ocultado en el fondo del secreter para que no aparecieran de ningún modo.

Sein Blick hing an dem Daumen, wie festgesogen.

«Festgesogen», el viejo se rascó la cabeza.

Der Blutfleck unter dem Daumennagel hatte sich jetzt deutlich vorwärtsbewegt. Er war vom Nagelbett abgelöst, ein schmaler Streifen sauberes neues Nagelhorn hatte sich hinterdreingeschoben.

«¿Qué carajo es el Nagelhorn?», se preguntó el viejo, y se dispuso a recurrir al diccionario (si hubiera sabido a qué diccionario recurrir, ya que poseía dos) (o, para ser exactos, tres) (concretamente el DICCIONARIO MANUAL, a la derecha de la máquina de escribir, para cuya utilización ni siquiera debía estirar el brazo, por así decirlo) (y en el que, sin embargo, precisamente las palabras buscadas brillaban por su ausencia) (así como el GRAN DICCIONARIO, en el que normalmente siempre las encontraba) (de tal modo que un punto de vista práctico le habría exigido recurrir en seguida a este último) (pero lo cierto es que esto reclamaba un giro incómodo del tronco, dado que el coloso enciclopédico de dos volúmenes y cinco kilogramos en total no cabía en la mesa, junto al libro a traducir, las pilas de papeles escritos, o en blanco, la máquina de escribir y el propio DICCIONARIO MANUAL) (no cabía en la mesa, para ser precisos, la única verdadera mesa de la vivienda) (sino que se aposentaba sobre el producto contrachapado especial de primera clase, fabricado con madera dura de árbol de fronda de primera clase, trasladado desde el rincón suroriental de la habitación junto a la silla del viejo y reconvertido, durante el período dedicado a la traducción, para asumir funciones que no le correspondían en un principio) (de tal modo que el viejo solía recurrir a ambos diccionarios cuando buscaba una palabra) (y a veces incluso a los tres) (como en esta ocasión, cuando trató de encontrar la palabra Nagelhorn inicialmente —lleno de esperanza— en el DICCIONARIO MANUAL, luego —fastidiado— en el primer volumen, A-L, del GRAN DICCIONARIO y por último —definitivamente cabreado— en el segundo volumen, M-Z, para no hallarla, dicho sea de paso, en ninguno de los tres) (lo cual indignó al viejo, pero no pudo amargarle la vida por cuanto el significado de la palabra era evidente) (si reflexionaba un poco) (aunque sólo se decidió por la reflexión en el último momento) (poco antes de dar por concluida la traducción).

Sein Blick hing… —leyó el viejo.

Su mirada —tecleó— se clavó en el pulgar, como

«Festgesogen», el viejo se rascó la cabeza.

… como si no pudiera separarse de allí.

«No es muy ingenioso», se rascó la cabeza el viejo.

«Ni muy preciso», se la siguió rascando.

«Su mirada pendía del pulgar como si se le hubiera adherido —continuó pensando el viejo—. Así quizá sería más preciso.»

«Pero como imagen resulta un poco confusa», siguió dándole vueltas.

«Eso sí, es más expresiva —titubeó—, aunque un poco forzada», constató.

«Además, ya lo he escrito.»

«Habría que borrarlo y escribir encima.»

«No vale la pena.»

Der Blutfleck

El hematoma se trasladó de forma visible hacia arriba. Dejó el lecho de la uña, y en seguida apareció en la raíz la delgada franja de una lúnula nueva y limpia.

«Funciona», consideró el viejo.

«Es un poco más locuaz que el original», constató

«Pero, claro, el alemán puede ser muy denso», prosiguió sus consideraciones.

«Además, pagan por página», concluyó el viejo.

Die Natur. Etwas von mir repariert sich. Langsames Wachstum, unbeirrbar. Löst sich ab, wie die Zeit, wie Nichtmehrwissen. Was vorher wichtig war —schon wieder vergessen. Ebenso: leere Zukunft— das auch. Zukunft: was niemand sich vorstellen kann (wie mit dem Wetter) und was doch kommt.

«Esto al menos no es difícil», se alegró el viejo. «Para esto no necesito diccionario», comprobó (como si se regocijara del mal ajeno).

La naturaleza —tecleó con energía—. Algo dentro de mí, algo que es parte de mí se rehace. Un progreso lento, inquebrantable. Se disuelve como el tiempo, el olvido, el ya-no-saber. Era importante en su día —ya ha caído en el olvido. Igual que el futuro vacío. El futuro: aquello que nadie puede imaginar (como la meteorología) y que, sin embargo, se produce.

«No está mal el texto», se entusiasmó el viejo.

«La novela tampoco.»

«Un trabajo profesional», lo envidió.

«Así hay que escribir una novela —siguió envidiándolo—. Un tema secundario, una forma objetiva, una técnica bien apañada, tres pasos atrás, nada autobiográfico, nada personal, el autor ni siquiera existe.»

«Problemas de interés común, ingresos seguros», pensó, aumentando su envidia.

Igual que el futuro vacío

que nadie puede imaginar

sin embargo, se produce.

La mirada del viejo pendía del texto como si se le hubiera adherido.

«¡Un momento!», el viejo se levantó de un salto de su asiento, sin ningún motivo aparente (o exterior) (impulsado, pues, por algo invisible) (o sea, interior) (como, por ejemplo, que le viniera algo a la mente), y cogió del estante situado en la pared, encima del canapé que ocupaba el rincón nororiental de la habitación, un libro no demasiado grueso encuadernado en media tela de color verde (el mismo al que el viejo solía recurrir en los últimos tiempos) (como señalamos en su momento) (con bastante frecuencia y provecho, mostrando especial gratitud a unas líneas muy concretas de la página doscientas cincuenta y nueve del pequeño volumen) (que no hemos olvidado de citar en el momento oportuno y que por tanto no tiene sentido repetir, puesto que resulta superfluo) (tanto más cuanto que en este instante de nuestra historia el viejo) (hojeando vertiginosamente) (buscaba otra cosa, en otra página por lo visto) (aunque, evidentemente, no sabía en cuál).

Y hoy también me resulta difícil escribir, puesto que he tenido que redactar muchas cartas, de modo que se me ha cansado la mano —leyó el viejo.

El futuro, estimado señor Kappus, se mantiene inmóvil, pero nosotros nos movemos en el espacio infinito.

«Es esto», se alegró el viejo.

Así como durante mucho tiempo nos equivocamos respecto al movimiento del sol, nos equivocamos también ahora en cuanto al movimiento de lo venidero —continuó el viejo (o, mejor dicho, volvió atrás) (ya que la última línea se hallaba antes de la anterior).

que acababa de introducirse en ellos, pues juraban —continuó el viejo (o, mejor dicho, volvió atrás).

en su confuso espanto

y es necesario

—Así es —dijo el viejo.

Es necesario —y hacia allí tenderá nuestra evolución— que no nos ocurra nada ajeno, sino sólo cuanto nos pertenece hace tiempo. Ya ha habido que pensar muchos conceptos de movimiento, ahora, poco a poco, aprenderemos también que lo que llamamos destino surge de las personas y no les viene dado de fuera. Sólo por no absorber ni asimilar su destino mientras este vivía en su interior, muchos no se percataban de lo que emergía de ellos; les resultaba tan extraño que creyeron, en su confuso espanto, que acababa de introducirse en ellos, pues juraban no haber encontrado nunca nada parecido dentro de sí. Así como durante mucho tiempo nos equivocamos respecto al movimiento del sol, nos equivocamos también ahora en cuanto al movimiento de lo venidero. El futuro, estimado señor Kappus, se mantiene inmóvil, pero nosotros nos movemos en el espacio infinito.

El viejo se mantenía inmóvil, con el libro en la mano.

Al cabo de un tiempo, sin embargo, se movió (no en el espacio infinito, mas sí al menos para devolver el libro a su sitio) (en el estante situado sobre el canapé del rincón nororiental de la habitación).

«Mucho me temo —pensó mientras tanto— que volveré a sacar mis papeles.»

«Sería una enorme estupidez», siguió pensando instalado ya ante el secreter, abierto de par en par, en cuyo estante superior (del que antes había sacado la máquina de escribir) se veían unos cuantos archivadores —entre ellos el que llevaba por título «Ideas, esbozos y fragmentos»—, así como dos cajas de cartón llenas de papeles de contenido misceláneo (necesario e innecesario); detrás había un archivador gris sobre el que yacía una piedra también gris —quizás un poco más oscura— que parecía servir de pisapapeles (y que no se veía).

«Me lo pensaré», continuó pensando (como si realmente hubiera podido pensárselo) (o como quien tiene otra elección) (aunque bien sabía él que no la tenía) (ni siquiera en el caso de que siempre nos quedara otra elección) (y siempre nos eligiéramos a nosotros mismos, como puede leerse en una antología francesa) (que el viejo guardaba en el estante de los libros, situado sobre el sillón que, al norte de la estufa, ocupaba el rincón suroriental de la habitación) (pues en eso consiste nuestra libertad) (pero, podría uno preguntarse, cómo se puede calificar de libertad este tipo de elección) (en la que, en el fondo, sólo podemos elegirnos a nosotros mismos).

Así pues, el viejo empezó a hojear de nuevo sus papeles, sentado ya en el canapé del rincón noroccidental de la habitación, en parte quizá para resaltar el carácter provisional de esta actividad —el fugaz y momentáneo aplazamiento de su trabajo más importante—, en parte también porque no podía ocupar su lugar habitual ante el secreter (o, para ser más precisos, ante la mesa) (o, para ser aún más precisos, ante la mesa, la única verdadera mesa de la vivienda), por cuanto esta (o sea, la mesa) se hallaba toda ocupada con los utensilios del trabajo más importante (el libro a traducir, las pilas de papeles escritos o en blanco, la máquina de escribir y el DICCIONARIO MANUAL):

«… Este vuelco… tado en el sillón… irrevoca… Me quedé solo… saqueado… Sin pasado, ni sino, ni las ideas erróneas que dan calor, sin nada, saqueado, miro adelante, hacia aquello que me espera. Veo un nubarrón gris, hinchado, infranqueable, y siento que he de atravesarlo, aunque no sé en qué dirección. No importa, no me moveré, ya vendrá a mi encuentro, me atravesará, seguirá su camino y me dejará atrás. Es el tiempo y se llama futuro. En ocasiones lo espío angustiado; en otras, lo espero confiado, como la luz del sol en días de niebla. Sin embargo, sé que todo es ilusión, y esta vez tampoco me dejo engañar y huyo como cuando me arrojaba al infinito sobre las alas de mi meta: no me espera el futuro, sino el instante siguiente, porque no existe el futuro, mero presente que avanza y avanza. Ni un solo minuto puede omitirse, a lo sumo en los relatos. El pronóstico de mi futuro: he ahí la calidad de mi presente. Sí, soy el tiempo meteorológico; y en quien menos confío es en él, en mí mismo.

»¡Ojalá pudiera decir que me he equivocado! No sé, sin embargo, si no soy yo mismo el error. Mis pies no sólo guían mis pasos en mi vivienda, sino también en el transcurso de los habituales paseos de pensamiento. Me entretengo, qué remedio, con la naturaleza; contemplo con sombría satisfacción su decadencia otoñal, respiro hondo para absorber el olor estimulante de su putrefacción. No hace mucho bajaba yo por la ladera de la colina cuando vi a los dos ancianos. Al pie de un muro de piedra, con los rostros vueltos hacia el suave calor, tomaban el sol. Se habían arrimado tanto a la tibia piedra que al principio tomé por piedras, por relieves asombrosamente fieles a la naturaleza, aquellas dos cabezas grises que emergían del muro gris. Sólo al acercarme me di cuenta de que vivían. Uno tenía una cabeza alargada de carnero, ojos que parecían gelatina, y una nariz de cordero con la punta de color rojo; la otra cara era un poco más redonda, pero sus labios angulosos, con las comisuras doblabas hacia arriba bajo el bigote gris, dibujaban media sonrisa y le conferían cierto aspecto de fauno. No sé por qué me llamaron tanto la atención. Creí observar en ambos semblantes una misma expresión indefinible, carente de toda intencionalidad, no ligada ni al momento ni a sus palabras, sea cual fuera el tema de su conversación: brotaba de algo más profundo, como de algún canal que fluía en lo hondo de sus existencias. Cuando pasé por delante callaron, como si compartieran algún secreto o como si tuvieran algo que decir y prefirieran callarlo. Era precisamente eso que se había mudado a sus rostros como las ruinas de una derrota y que, quisieran o no, debían exponer a los hombres, en parte como advertencia, en parte también por debilidad, con cierta malicia y mucha indecencia, pero solicitando al mismo tiempo un poco de atención. Sí, si la muerte tiene sentido, ¿para qué vivir? ¿Dónde perdí mi impersonalidad redentora? ¿Por qué escribí una novela y, sobre todo, sí, sobre todo, por qué deposité en ella toda mi confianza? Si pudiera averiguarlo…

»Visito a mi madre con regularidad. De vez en cuando me cuenta historias de una mujer joven que tuvo un hijo. Solía escucharla con cortesía, tratando de ocultar discretamente mi aburrimiento. Últimamente, sin embargo, he notado que le presto atención, sí, que no pierdo ripio: la escucho como si esperara que de golpe me revelase algún secreto. Al fin y al cabo, aquel niño era yo. El niño —dice el refrán— es el padre del adulto. A ver si pillo a ese muchacho astuto, capaz de adaptarse con perezosa disposición a cualquier circunstancia, a ver si lo pillo, digo, en una palabra, en un acto, en cualquier cosa que remita a su futura actividad: la de escribir un libro. Sí, hasta aquí he llegado, hasta aquí he descendido: me conformaría con cualquier detalle, con la posición de las estrellas en el instante de mi nacimiento, con el código decisivo de mi ADN, con el secreto de mi enigmático grupo sanguíneo; con cualquier detalle, digo, al que asentiría con la cabeza o al que me resignaría a falta de mejor explicación: así tuvo que suceder, para esto he nacido —como si no supiera que no hemos nacido para nada, pero que, si conseguimos vivir el tiempo suficiente, no podremos evitar que acabemos siendo algo.

»Saco un libro del estante. El volumen despide olor a moho: es la única huella que en este espacio queda de una obra acabada y una vida plena: olor a libro. Al mediodía del 28 de agosto de 1749, al sonar la duodécima campanada, vine al mundo en Frankfurt del Main. La constelación era afortunada: el Sol estaba en el signo de Virgo y culminaba para este día; Júpiter y Venus lo miraban amistosamente y Mercurio sin aversión, Saturno y Marte se comportaban con indiferencia: sólo la Luna… Pues sí, así se ha de nacer: como hombre del instante, del instante en que quién sabe cuántos otros nacieron sobre la esfera terrestre. Estos, sin embargo, no dejaron olor a libro: o sea, no cuentan. El orden cósmico preparó aquel momento favorable para un solo nacimiento. El genio, el gran creador pisa la tierra como héroe mítico. Un lugar desocupado lo anhela ansioso, su llegada se espera desde hace tiempo, tanto que la tierra exhala ayes y suspiros. Ya sólo cabe aguardar la constelación más favorable que le ayudará a superar las dificultades del nacimiento, así como los comienzos inciertos y los años de inseguridad, hasta que en un fúlgido instante entra en el reino del reconocimiento. Mirando atrás desde la cima de su carrera, no encuentra cabida para el azar en su vida, que es necesidad que ha devenido forma. Cada uno de sus actos, cada uno de sus pensamientos guarda importancia, porque lleva inherente los motivos de la Providencia; cualquiera de sus manifestaciones simboliza una evolución ejemplar. “El poeta —dice luego— ha de tener un origen, ha de saber de dónde viene.”

»A mi juicio, tiene razón: es realmente lo más importante.

»Así pues, cuando vine al mundo, el Sol se hallaba bajo el signo de la crisis económica mundial más grave hasta entonces; todos los puntos elevados del planeta, desde el Empire State Building hasta el pájaro del escudo que coronaba el antiguo puente de Francisco José en Budapest, servían a la gente para arrojarse al agua, al pavimento, al abismo, cada cual adonde buenamente podía. Un tal Adolf Hitler, dirigente de un partido político, me miraba con suma aversión desde las páginas de su obra titulada Mein Kampf, la primera ley antijudía de Hungría, llamada de numerus clausus, se encontraba en el cénit de su constelación, antes de que las siguientes ocuparan su sitio. Todas las señales terrenas (pues desconozco las celestiales) testimoniaban la inutilidad, es más, la irracionalidad de mi nacimiento. Para colmo, suponía una carga para mis padres, que por esas fechas iniciaban su proceso de divorcio. Soy la objetivación del acto amoroso de una pareja que no se amaba; tal vez sea el fruto de una noche en que bajaron la guardia. Pim, pam, de pronto estaba allí, por obra y gracia de la naturaleza, antes de que uno de ellos se lo pensara dos veces. Niño sano al que le crecieron los dientecitos, empecé a balbucear algo así como palabras y se manifestó mi intelecto: comencé a integrarme en mis diversas y numerosas objetivaciones. Era hijito de un padre y una madre que ya nada tenían en común; interno en una institución privada a la que me entregaron para que se encargase de mi custodia mientras tramitaban el divorcio; alumno de una escuela, diminuto ciudadano del Estado. “Creo en un solo Dios, creo en una sola Patria, creo en la resurrección de Hungría”, rezaba antes de comenzar cada clase. “Hungría mutilada no es un país, Hungría entera es el reino de los cielos”, se leía en una inscripción en la pared, escrita encima de un mapa trazado con pintura color sangre. Navigare necesse est, vivere non est necesse, memorizaba en la clase de latín. Schma Jissroel Adonai Elohenu, Adonai Ehod aprendía en la clase de religión. Me cercaban por todos lados, se apoderaban de mi conciencia: me educaban. Ora con palabras amables, ora con advertencias severas, me hacían madurar poco a poco con el fin de exterminarme. Nunca protesté; procuraba cumplir con mis obligaciones. Con lánguida disponibilidad me fui hundiendo en la neurosis de mi buena educación. Era un miembro modestamente aplicado, de comportamiento no siempre intachable, de la tácita conspiración urdida contra mi vida.

»Basta. No vale la pena averiguar mi origen. No poseo tal cosa. Fui a caer en un proceso que tomé por el principio a raíz de mi innata desorientación en el tiempo. Cuento con un par de anécdotas y un par de recuerdos personales, como todo el mundo. ¿Esto qué significa? A la temperatura adecuada, se funde con la masa común sin dejar huella, se une a la materia inagotable que fabrican en los hospitales públicos y hacen desaparecer en fosas comunes o, en el mejor de los casos, en la producción. Hurgando en mi origen sólo veo una densa e inacabable hilera; mi siglo marcha; y allí voy yo también, cegado en el calor narcotizante del rebaño, ahora tambaleándome, ahora tomando impulso. En un momento determinado me salí de la fila —quién sabe por qué— y no seguí. Me senté al borde de la cuneta y clavé la mirada en el trayecto que había quedado atrás. ¿Es esto lo que los literatos llaman “talento”? No lo creo. En ninguno de mis actos, palabras o manifestaciones di señal alguna de originalidad o talento; a lo sumo por el hecho de haber quedado con vida. No inventé historias; ni siquiera sabía qué hacer con cuanto me había ocurrido. En ningún momento llegó a mis oídos la voz de mando de la vocación; la totalidad de mis experiencias sólo podía convencerme de mi superfluidad, nunca de mi importancia. No poseo la palabra redentora; no me interesaba ni la perfección, ni la belleza, que ni siquiera sé lo que son. Considero la idea de gloria una forma de masturbación senil; y la de inmortalidad, simplemente ridícula. No empecé a escribir una novela para asegurarme una profesión acreditada. Si fuera un artista, entretendría o instruiría a las personas; me interesaría mi obra, y no el porqué de su creación.

»Si lo resto todo, sólo me queda una explicación para mi pasión obstinada: tal vez empecé a escribir para vengarme del mundo. Para vengarme y arrancarle aquello de lo que me excluyó. Mi cápsula suprarrenal, que también logré salvar intacta de Auschwitz, quizá produce demasiada adrenalina. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, la descripción implica un poder que acalla por un momento el instinto agresivo y genera un equilibrio, una paz provisional. Tal vez quería eso, sí: sólo en la imaginación y con instrumentos artísticos, apoderarme de la realidad que —de forma muy real— me tiene en su poder; quería convertir en sujeto mi eterno ser-objeto, ser dador de nombres en vez de nombrado. Mi novela no es más que una respuesta al mundo: el único modo posible de respuesta que me queda. ¿A quién dirigir la respuesta si —como bien sabemos— Dios ha muerto? A la nada, a mis desconocidos prójimos, al mundo. No acabó siendo un rezo, sino una novela.

»No vayamos demasiado lejos, sin embargo: esto ya es literatura. Al final se descubrirá incluso que poseo cierto talento para la escritura a pesar de todo: nada me resultaría más desagradable. De hecho, no empecé a escribir porque poseía talento, sino todo lo contrario: cuando decidí escribir una novela, también decidí, de paso, tener talento. Lo necesitaba para acabar mi trabajo. Había de esforzarme en escribir un buen libro, no por vanidad, sino por la naturaleza de la cosa, por así decirlo. No me quedaba otro remedio: la necesidad de dar respuestas se condensó de manera misteriosa en libertad en mi interior, como un gas que se calienta a alta presión. ¿Qué hacer con ese sentimiento tan informe como insoportable? La libertad deviene a veces en mera cuestión técnica. Una mala novela también puede ser libertad; sin embargo, esta no se manifiesta pues el propio libro se lo impide. Hoy al menos ya lo sé: en vano procuro zafarme del cabestro del destino de escritor, porque una ironía diabólica me tiene atado. Con independencia del impulso inicial, sólo puedo justificar el carácter de este asunto privado ofreciendo algo a los demás. En mi mano herida, levantada para asestar un golpe, encontré de pronto una novela que, con una profunda reverencia, traté de colocar como regalo bajo el árbol de Navidad de cada cual.

»Así ocurrió. Tanto me faltaba la seguridad que tenía que convencerme de lo siguiente: a pesar de todo, existo. Respondía ora con neurasténica apatía, ora con agresividad a los continuos intentos de asesinato, reales y simbólicos. Relativamente temprano —pues soy un ser racional—, me di cuenta, sin embargo, de que era más vulnerable que el mundo exterior. Al final empecé a escribir por debilidad e impotencia y también por desolación y cierta difusa esperanza. Listo, se acabó: he aquí la respuesta a mi pregunta. Con estas palabras podría dar por concluidos mis apuntes.

»Sin embargo, algo en mí se opone a esta conclusión. Mis apuntes concluyen, pero yo sigo: acaban las letras, y vuelvo a afrontar desconcertado los instantes, las horas y los días que se suceden. He aquí que he vuelto a elegir, con el mismo resultado, la terapia que elegí al iniciar la novela. No como si buscara una solución —bien sé que la vida carece de solución—, pero el mero registro de los síntomas me resulta escaso. El diagnóstico no me sirve: soy el enfermo y me interesa el dolor. No el diagnóstico, sino el proceso, la enfermedad viva. “Los detalles, sobre todo los detalles”, como decía Iván Karamasov, el instigador, al interrogar a Smerdiakov, el asesino. No acabar nada, puesto que nunca nada acaba: hay que continuar, seguir escribiendo, sí, con la misma locuacidad confiada y repugnante con que charlan dos asesinos. A todo esto, sin embargo, lo que debo decir es tan áridamente objetivo como el asesinato que se ha simplificado hasta el punto de carecer de alma, de ser un dato estadístico más, tan super…»

¿Teléf…?

«…fluo como escribir un libro…»

—¡El diablo…!

—¡Ya creía que no estabas en casa! —se clavó, como un rayo láser en la patata hervida (comparación esta que no puede calificarse de acertada, ni desde el punto de vista gráfico, ni desde una perspectiva lógica) (pues ¿por qué habría de clavarse un rayo láser en una patata?) (pero es lo que se le ocurrió al viejo, y no tenemos derecho a inventar nada mejor) (ni peor, claro) (si aspiramos a seguir siendo fieles cronistas de su historia) (¿y cuál puede ser, si no, nuestro objetivo?), se clavó, pues, cargada de reproche, la voz de la madre en los tapones de cera moldeable del viejo.

—¿Dónde quieres que esté? —se enfadó este.

—¡En tu caso nunca se puede saber!… Imagínate: se me rompió el estante pequeño de vidrio sobre el que apoyo mis cactus. Incluso se cayeron los maceteros, uno de ellos se rompió y vertió la tierra. ¿Qué puedo hacer ahora?

—Barrerlo —propuso el viejo.

—¡Eso también se me ocurre a mí! —clavó la madre el siguiente rayo láser en el cráneo del viejo—. Lo que quiero saber es dónde consigo yo ahora otro estante de vidrio.

—En una cristalería —probó el viejo.

—¡En una cristalería! ¡Como si los cristaleros abundaran en este barrio! ¿Conoces a un buen cristalero?

—No —contestó el viejo.

—¡Claro que no! ¡Tú ¿qué conoces?!

—En cuanto a eso, bueno… —se indignó el viejo.

—¿Ni siquiera preguntas cómo ocurrió el accidente?

—Claro que pregunto —se apresuró el viejo.

—Quería quitarle el polvo al cuadro que colgaba encima y me subí a la silla, con tanta mala suerte que mi bata se enganchó en el canto del estante de vidrio. Creo que se desgarró… Ni siquiera la he revisado…

—A tu edad no deberías saltar sobre sillas —aconsejó el viejo.

—¡Vaya! —estalló una granada de mano en la oreja del viejo—. Sé perfectamente lo que he de hacer a mi edad… Pero desde que no puedo ir a la oficina por mis dolores de espalda, sólo me alcanza para pagar una vez por semana a la señora de la limpieza. ¡Y a ti te pediría en vano que vinieras a quitar el polvo!

—Pues es muy probable —reconoció el viejo.

—¡Ya ves! ¿Te has dado de baja en el registro?

—No —respondió el viejo, aterrado.

—Porque has tenido mucho trabajo esta semana, ¿no?

—Bastante —se enfadó el viejo—. He de entregar un trabajo dentro del plazo: estoy traduciendo.

—Cada vez caes más abajo: primero escribías piezas de teatro, luego una novela, y ahora traduces.

—No tardaré en convertirme en mecanógrafo —se molestó el viejo.

—Tú sabrás lo que serás. Sea como fuere, no te queda mucho tiempo para decidir. No te haces más joven.

—Faltaría más —farfulló el viejo.

—Pero tienes que resolver cuanto antes la baja en el registro, para que yo pueda firmar el contrato de manutención.

—Vale —dijo el viejo.

—Ya conozco tu «vale». Todo lo aplazas hasta el último momento. Y a eso debes que, hoy por hoy, estés donde estás —se despidió la madre.

«El día de hoy ya se ha jodido», pensó el viejo.

«Habría que dejarlo», siguió pensando.

«Habría que dejarlo todo, quiero decir», continuó.

«… Lo dejé todo…»

—Ya está —se le iluminó la cara (un poquito).

«… decidí dar una vuelta…»

—Muy sabiamente —lo aprobó el viejo.

«… y así llegué a la isla Margarita…»

—Vaya estupidez —dijo el viejo dibujando una mueca.

«… ¿Y a quién veo sentado a la mesa de una de las terrazas, bajo las hojas que caen con lánguido susurro? Que el diablo me lleve si no es Árpád Sas con un tipo…»

—Mala pata —masculló el viejo.

«… Dos papagayos abigarrados bajo los castaños silvestres, dos camisas multicolores, dos cabezas bien marcadas, bien características. Intenté dar un amplio rodeo…»

—Je, je —se alegró el viejo.

«… pero era demasiado tarde: Árpád Sas ya se había percatado de mi presencia…»

—Por supuesto —exclamó el viejo regodeándose en la desgracia ajena.

«… y me invitó encarecidamente a su mesa:

»—¡Caray, el emperador de la vida! ¡Venga, venga, archiduque mío, precisamente a usted lo esperábamos!

»—¿No quieres irte al carajo? —le pregunté en el tono más amistoso posible mientras pasaba por encima de los maceteros llenos de flores que conformaban la valla de la terraza. No respondió; con expresión solemne, miró de reojo al otro tipo, que, al verme venir, se levantó de la mesa y dibujó una amplia sonrisa. Era un tipo alto, delgado, entrecano, con gafas de forma circular; al ver su bigote denso y oscuro y sus dientes de caballo que emergían, amarillos, entre la cuidada barba, sentí que se agitaban en mi interior fragmentos de memoria que se habían depositado como el poso del café en la taza.

»—¿Qué? ¿Qué? —preguntó con un acento un tanto extraño.

»¡Diablos e infiernos!, como suelen decir los capitanes de barco ingleses en las novelas de Julio Verne.

»—Mynheer van der Gruyn, propietario holandés de plantaciones de cacao —exclamé.

»—¡Eres un gilipollas! —se rió Gerendás, que había nacido llamándose Grün—. ¡No has cambiado nada en diecisiete años!

»Esto era, desde luego, discutible. Pero no era el momento para discutirlo. Emití diversas voces, de asombro y alegría, y también voces impregnadas de sincera camaradería. En seguida me puse en mi papel, como si fuese una pantufla desechada hace tiempo que de repente vuelve a aparecer. Hacía el papel de mí mismo o, para ser preciso, el del viejo compañero cuya imagen seguía viva en Gerendás. Dios sabe quién era; Dios sabe qué me empujaba a mantenerme fiel a una fotografía antigua que, probablemente, ya en aquellos tiempos resultaba poco nítida: tal vez fuera el eterno temor a que nuestra imagen se marchitase de forma definitiva.

»Por fortuna no estaba desinformado. Sas, con el que me encontraba de vez en cuando —en la calle, en el cine, en alguna partida de bridge, pero sobre todo en los baños Római de la ribera del Danubio—, siempre me mantenía al tanto: Grün tiene mucho éxito en la televisión holandesa; Grün publica una tras otra sus historias humorísticas; una productora alemana acaba de rodar una película basada en un guión de Grün; volviendo de Londres, Sas hizo parada en casa de Grün, que posee un chalé en las afueras de Amsterdam y cultiva tulipanes en el jardín. En estos casos, Sas mostraba una expresión a la vez satisfecha y maliciosa: la satisfacción se refería a Grün, la malicia a sí mismo y, por supuesto, también a mí. Sas había elaborado una cosmovisión metafísica, de la que en seguida sustrajo la metafísica, porque en vez de creer en Dios creía en los bienes de consumo. Por consiguiente, vivía en un valle de lágrimas, por voluntad propia, eso sí: condenado a ello, probablemente por su pusilanimidad, se tranquilizaba por el hecho de que existiera —aunque fuese como oportunidad perdida— otro mundo más brillante, al que viajaba de vez en cuando, con los gastos pagados, a ser posible, por el Estado.

»—Tú no viajas nunca, claro —solía reprocharme.

»—Pues no —le respondía, fiel a la verdad.

»—¿Por qué no? —preguntaba.

»—Porque de todos modos no puedo escapar de mí mismo —solía contestarle.

»O bien:

»—El mundo se puede conocer en la celda de una cárcel. Es más, allí es donde mejor se conoce.

»O, en otra ocasión:

»—No me gusta que no cesen de mostrarnos el mundo del que estamos excluidos como si fuese nuestro.

»—Me estás hablando en flamenco —decía—. Digo flamenco porque es la única lengua de la que no entiendo ni una palabra.

»Yo veía, sin embargo, que estaba molesto, y eso me bastaba. Sas, redactor de un semanario ilustrado, representaba las grandes lenguas occidentales como traductor, y la línea nacional como editorialista y autor de crónicas para el suplemento literario, oficio que ejercía con discreción, astucia, sensibilidad y cultura. Me había dicho que Grün vendría y que desearía verme tal reliquia de su vida de antaño. En ese momento, precisamente, estaban deliberando sobre el momento oportuno para llamarme por teléfono.

»Para responder debidamente a la gran alegría pedí un café solo.

»Formulé luego una serie de preguntas: las que, suponía, suelen plantearse en tales ocasiones. Mynheer Gruyn se mostró modesto: había logrado esto y aquello, sin duda, pero no se consideraba un hombre de éxito. Sas soltó una breve carcajada. ¿Familia? Sí, una esposa y una hijita de cinco años.

»—¿No te lo he contado? —preguntó Sas.

»—Por supuesto, me limito a controlar —dije para salir del atolladero. Sentía angustiado que empezaba a quedarme sin preguntas. Afortunadamente le tocó el turno a Grün: se había enterado por Sas que escribía comedias de éxito y quería ver una.

»—No están en cartelera ahora —me excusé.

»Entonces quería leerlas, dijo.

»—No vale la pena —lo disuadí—. Son malas. —Grün soltó una carcajada interminable y me golpeó la espalda con la mano huesuda; creía, a buen seguro, que le estaba tomando el pelo.

»—Este no ha cambiado nada —rió feliz y contento.

»—Desde el mar Amarillo hasta el Elba, nadie se ha montado la vida como él —señaló Sas, orgulloso de mí, con sonrisa paternal.

»—Que tú lo digas… —le devolví el elogio, también bondadosamente.

»—Mi querido amigo —dijo Gerendás ya en serio—, las buenas comedias tienen un enorme mercado en Occidente.

»En ese momento me di cuenta de que me había metido en una farsa de confusiones.

»—Ya no escribo comedias —dije.

»—¿Qué escribes entonces? —preguntó Mynheer Peeperkorn.

»El diablo sabe qué me dio: por lo visto, de repente me entraron ganas de manifestarme. Tal vez actué así por desconcierto; al fin y al cabo, me hallaba entre colegas. Aunque también es posible que pensara en el consejo goetheano, según el cual, para evitar el desgaste de nuestras obras, era conveniente conversar sobre su gestación con expertos bien intencionados y darles así un valor histórico.

»—He escrito una novela —declaré con modestia.

»—¡Caray! —exclamó Van der Gruyn, entusiasmado.

»—¡¿Y a mí no me dijiste ni una palabra?! —me miró Sas, ofendido.

»—¿Cuándo se publicará? —preguntó Gerendás, tocando el lado práctico del asunto.

»—He ahí el problema: no se publicará —dije.

»—¿Cómo?

»—El editor la ha rechazado.

»—Vaya —dijo Mynheer Gruyn con un acento un tanto extraño mientras su rostro manifestaba cierta reserva.

»Más animado se mostró Sas, en cambio: qué editor la había rechazado y por qué —quiso saber—. Le respondí que desconocía la causa, pero que había recibido una carta estúpida que evidenciaba que o no habían entendido la novela o no habían querido entenderla, puesto que, según parecía —expliqué—, consideraban cualquiera de sus aciertos una casualidad, cualquiera de sus atrevimientos una torpeza, y toda su lógica una equivocación.

»—¿De qué trata la novela? —preguntó Sas.

»No sé por qué, pero no puedo negarlo: me sentí turbado.

»—De lo que trata toda novela: de la vida —señalé con cautela.

»Sin embargo, no era tan fácil desembarazarse de Sas.

»—Dejemos de lado tus habituales argumentos filosóficos de alto vuelo —sugirió con un ademán de desprecio—. Te he preguntado de qué tema concreto trata concretamente tu novela. ¿Se desarrolla en el presente?

»—No —respondí.

»—¿En qué época?

»—Pues… en la época de la guerra…

»—¿Dónde?

»—En Auschwitz —suspiré.

»Breve silencio.

»—Claro —señaló Van der Gruyn con discreta simpatía, como quien habla con un leproso que no ha logrado curarse del todo—, estuviste en Auschwitz.

»—Sí —dije.

»—¿Te has vuelto loco? —volvió en sí Sas, después de su primer asombro—. ¿Escribir una novela sobre Auschwitz? ¿Hoy en día? ¿Quién la va a leer?

»—Nadie —dije—, puesto que no la publican.

»—¿Esperabas acaso que te abrazaran, felices y contentos? —preguntó.

»—¿Por qué no? La novela es buena —respondí.

»—¿Buena? ¿Qué significa “buena”?

»—¿Qué va a significar? —balbuceé—. Bueno significa bueno. Algo que se sostiene por sí mismo… O sea… Es buena an und für sich,[3] por decirlo de alguna manera.

An und für sich —repitió Sas mirando a Gerendás como si le tradujera mis palabras; luego volvió poco a poco hacia mí su elegante cabeza, angosta, de nariz afilada, que, con los párpados entornados y las patillas amarillas que enmarcaban el rostro de color rojo escarlata, parecía la de un zorro triste, soñoliento, curtido en toda clase de lides—. An und für sich —repitió dócilmente—. Pero ¿para quién es buena? ¿De qué sirve?… ¿Dónde vives? ¿En qué planeta? —preguntó cada vez más preocupado—. Ni dios conoce tu nombre en la profesión, y te plantas allí con una novela, sobre ese tema para colmo…

»—Este Sas —intentó Mynheer Gruyn suavizar la situación— no ha cambiado en absoluto. Siempre ha sido… cómo expresarlo… un ases ponem[4] —soltó contento la palabra buscada—. ¿Te acuerdas cuando…?

»Pero ya no había manera de parar a Sas; y a mí tampoco.

»—¿O sea que no tengo derecho a escribir una buena novela? —escuché el ladrido furioso de mi propia voz.

»—Así es, exactamente —se alegró Sas—. No podrías formularlo mejor. De ti no se espera una buena novela, viejo. ¿Qué antecedentes tienes para poder escribir una buena novela?… Supongamos que lo sea: ¿qué lo garantiza? El experto, viejo, no se creerá así sin más lo que ven sus ojos. No conoce tu nombre —empezó a enumerar—, nadie te apoya, el tema no está en el ambiente, nadie quiere sacarte de la manga como un as. ¿Tú qué quieres en el fondo?

»—¿Y si alguien presentara una novela genial? —pregunté.

»—Estás hablando de ti, supongo —sugirió Sas.

»—Supongamos —admití.

»—En primer lugar, la novela genial no existe —me informó Sas con tono paciente—. En segundo lugar, tanto peor si existiera. Este es un país pequeño, aquí no necesitamos genios, sino ciudadanos decentes y trabajadores que…

»—Vale, vale —intervino Van der Gruyn—, pero ya que ha escrito esta novela… Tal vez —se arriesgó con cierta cautela— podrías dármela… Aún me quedan dos semanas aquí, a lo mejor podría echarle un vistazo…

»—¡Eso me salvaría! —exclamé—. ¡Tradúcela y publícala en Holanda!

»Mynheer Gruyn parecía asombrado:

»—No me dedico a la traducción —dijo—. Yo mismo necesito ayuda a veces en cuestiones lingüísticas. —En su nerviosismo hablaba cada vez peor en húngaro—. Es una… cómo se dice… una absurdity total… Por cierto —volvió en sí poco a poco—, las novelas tampoco lo tienen fácil en occidente: hay allí buenos profesionales que saben, claro, cómo escribirlas. Para que un tema así suponga también un business, vamos, ¡se necesita bastante! Respecto a este tema, los holandeses, con Anna Frank, ya… no sé cómo decirlo.

»—Ya se han desfogado —me apresuré a ayudarle.

»—Bueno, no del todo, pero si no tienes nada nuevo que ofrecer… que añadir… Y en occidente tampoco es buena carta de presentación que un editor te haya rechazado… Siempre y cuando —cierta titubeante reflexión se vislumbró en su rostro— la personality del autor no sea quizá tal que…

»—¡No me voy a dejar encarcelar para convertirme en una sensación de breve vida entre vosotros! —dije.

»—¡Ni abrigues esa esperanza! —se apresuró a tranquilizarme Sas—. ¡Hoy en día no es fácil ir a parar a la cárcel por culpa de un libro!

»—¡En los buenos viejos tiempos, sí! —se rió, liberado, Mynheer Gruyn—. Os acordáis cuando…

»—En la actualidad, estos asuntos se arreglan de manera mucho más civilizada —continuó Sas sin dejarse perturbar.

»—Sí, es lo que me dicen todos —terció Mynheer—. Habéis progresado mucho: los escaparates son bonitos, la gente va bien vestida… Pero ¿dónde se ha metido esa cantidad de mujeres sensacionales que había antes?

»—Están aquí —dijo Sas—, pero no te das cuenta; tú tampoco eres el guaperas, el oficial de húsares de hace diecisiete años, viejo…

»En una palabra, mi asunto empezó a languidecer como un disco pasado de moda. Sas aún me suministró unos cuantos buenos consejos: que escribiera relatos breves y tratara de entrar en las revistas literarias; así, poco a poco, se acostumbrarían y quizás incluso empezarían a mencionar mi nombre. Además, me convenía unirme a una corriente literaria, a cualquiera, dijo, porque esos movimientos eran todos igual de imprevisibles.

»—Una corriente literaria —me adoctrinó con tono paciente— es como una ola; ora se alza, ora desciende, pero, siempre arrastra sus despojos, sea sobre sus espaldas, sea en sus honduras, y al final acaba arrojándolos a algún puerto.

»Mencionó el ejemplo de algunos escritores que así alcanzaron, tarde o temprano, su objetivo. Unos se salen de la fila, cometen suicidio, se dedican a otra cosa o acaban en el psiquiátrico. Otros, en cambio, prosperan; al cabo de veinte o treinta años se revelan grandes autores, precisamente por obras a las que no se prestaba atención con anterioridad; a partir de ese momento los tutean, los miman y los festejan —si siguen con vida—, y eso no tiene arreglo, como antes no tenía arreglo su marginación.

»—La otra posibilidad —continuó— es dar en el blanco. O bien —añadió— detectar el problema que está en el aire en un momento dado, por así decirlo; en tal caso, puede ocurrir que acojan a un escritor de nombre desconocido —dijo Sas— porque el libro le viene de perillas a alguien, o a un grupo de personas, como argumento o contraargumento útil, como bandera o piedra de escándalo.

»Mynheer también explicó que la situación no era muy distinta entre ellos en Occidente, aunque allí el mercado sin duda permitía abrirse camino. Ahora bien, ¡lo que hay que inventar para que ese mercado se abra a los sitiadores! Algunos se desnudan en la recepción de la reina; otros establecen récords de velocidad, no cesan de divorciarse y volver a casarse, profesan en sectas extrañas o, afectados por una intoxicación debida al consumo de drogas, ingresan en el hospital para conseguir de este modo que su nombre no deje de circular en los periódicos. Él —Mynheer van der Gruyn— ya estaba hasta las narices de las historias humorísticas, de la permanente repetición de sí mismo. Tenía un tema serio para una novela. Había avisado ya a su agente. Este no puso reparos y le ofreció dos contratos. Uno para los relatos humorísticos de siempre, eso sí, aumentando en un treinta por ciento los honorarios habituales, y otro para la novela, con unos honorarios irrisorios y, para colmo, con la condición de que, después de recibir la primera mitad del manuscrito, la agencia tuviera el derecho de romper aquel miserable contrato.

»—No digo que no lo firme algún día, pero no puedo permitírmelo por el momento.

»—Así es —terció Sas—: el hombre no siempre hace lo que quiere.

»—O tiene que pagar el precio —añadió Mynheer. Ya llevaban un rato sin dirigirme la palabra. Entre ellos había sentado un idiota, por encima de cuya cabeza dos señores inteligentes y experimentados departían amigablemente.

»Yo tampoco les prestaba mucha atención, a decir verdad. La terraza se llenó, el sol otoñal parecía tan pálido y distraído como mi atención, que vagaba sin rumbo fijo. En el runrún de la conversación de Sas y Gerendás se fueron mezclando otros fragmentos de sonidos. Se oía el traqueteo de platos y el rumor de algún autobús que pasaba por la calle. A la izquierda estaba sentado un tipo ya mayor con bigote al estilo de D’Artagnan y una corbata de dibujo atrevido y alegre; frente a él, una señora bien conservada se esforzaba en sonreír.

»—I like some pictures —dijo el hombre con una mirada profunda y un bocadillo de chorizo en la mano.

»—Ai laik se miusik —dijo la dama en inglés macarrónico, con una sonrisa que insinuaba mucho más.

»—Si mal no recuerdo, había dos paquetes atados en uno —golpeó mi oído una voz que parecía un ladrido. Pertenecía a un ancianito rodeado de varias ancianas muy acicaladas: con sus enormes orejas, su rostro ajado y el pelo ralo que se juntaba arriba formando así como una cresta, parecía un mono furioso disfrazado de húsar.

»De paso me enteré de que Sas acababa de invitarse a Amsterdam para la próxima primavera.

»—Puede que no esté en casa precisamente por esas fechas —dijo Mynheer—. En algún momento de la primavera tendré que viajar a América. Pero, claro, el cuarto de huéspedes…

»El bigote estilo D’Artagnan se sumergió en el baño de espuma de una jarra de cerveza.

»En la mesa de las ancianas se levantó un barullo de voces vivas y chillonas:

»—¡Tú todo lo sabes mejor! —gritó una de ellas, con la cara rubicunda, mientras le temblaba la cabeza por la indignación.

»—¡Pues sí, lo sé todo exactamente! —ladró el viejo macho. Las ancianas claudicaron en el acto: se hizo silencio. El anciano miró alrededor soltando un gran bufido, la dentadura postiza inferior se levantó de forma amenazante y volvió a asentarse.

»Mientras, en nuestra mesa se mencionó el pequeño coche inglés de Sas, que necesitaba algunos repuestos. A continuación surgió la posibilidad de que intentara traducir y colocar uno de los libros humorísticos de Gerendás, alguno exento de referencias políticas.

»—Al menos aprenderé holandés; ya he traducido del noruego. Me ayudarás si me encallo —dijo en tono alegre.

»Miré alrededor. Todo hervía y borboteaba, las palabras zumbaban por doquier como si se desplazaran por los hilos invisibles de postes de telégrafos invisibles, ideas, ofertas, proyectos y expectativas saltaban de una cabeza a otra como centelleantes descargas eléctricas. Sí, de alguna manera yo había quedado al margen de esta producción y de este consumo generalizados, de este gigantesco metabolismo universal; y en ese momento comprendí que así se había decidido mi destino. No consumo ni soy consumible.

»—Debo irme —dije y me levanté.

»No trataron de retenerme.»

«Ahora estoy en casa.»

«Listo», se asombró el viejo.

«Esto se acabó.»

«Aunque al final, a pesar de todo, la publicaron.»

«Al cabo de dos años.»

«Cuatro mil novecientos ejemplares.»

«Dieciocho mil florines.»

—¿Has trabajado?

—Por supuesto.

—¿Has avanzado un poco?

—Le he dado un empujón.

—¿Qué quieres almorzar?

—No sé, ¿qué se puede elegir?

La esposa se lo dijo.

—Da igual —decidió el viejo.

Últimos acontecimientos en el bar: continuaban las cabalas en torno a quién se iba y quién se quedaba, contó la esposa del viejo.

Resulta que el inventario se llevó a cabo: no apareció ningún déficit, sino más bien un superávit (lo cual suele ser, en general, encomiable, pero un superávit que supera un determinado superávit ya resulta reprensible) (puesto que tal superávit sólo puede derivarse de una estafa continuada y sistemática a los consumidores).

La Anciana —título oficial: ex gerente— presentó con urgencia la solicitud de jubilación que debía haber presentado hacía tiempo y que la empresa aceptó sin dilación (basándose en el espíritu de la equidad generalizada) (así como en la esperanza de eludir una mayor publicidad) (que, sin duda, podía causar mayores perjuicios a la empresa que un superávit que superaba un determinado superávit) (y que, en última instancia, no es más que un beneficio) (que hay que saber sentar correctamente en la contabilidad) (claro está).

Ahora bien, estos casos bastante habituales (la caída en desgracia de un gerente) implican por lo común el traslado del personal a otros establecimientos (peores generalmente, iguales a veces y mejores en ocasiones excepcionales) (aunque gran parte del personal) (según las nítidas palabras del derecho laboral plasmado en la ley) (no es responsable del inventario y, es más, ni siquiera puede tener conocimiento de sus resultados) (pero la sombra del delito es larga y se proyecta sobre todos) (y en particular sobre aquellos que no han cometido ninguno).

Así pues, no resultó ni misterioso ni sorprendente que la mujer de expresión impávida, rubia, alta y parca en palabras —título oficial: la nueva gerente—, envuelta en nubes de perfume mezclado con aguardiente de cereza, con el cigarrillo siempre en la comisura de los labios, elaborara de inmediato una lista negra en su despacho; no fue ningún misterio, tanto menos cuanto que ella misma declaró en presencia de varios empleados, incluida la esposa del viejo, que «no trabajaba con un personal compuesto por ladrones»; en consecuencia, todo era incierto, y sólo se sabía con toda certeza que una de las colegas, la señora Bodá (Ilona de nombre de pila), se quedaría —sea por el carácter imprevisible de las simpatías personales, sea por otro factor mucho más previsible (verbigracia, las previsiones de la— título oficial —nueva gerente, según las cuales el destino traería consigo que ella) (la —título oficial— nueva gerente) (se encontraría asimismo con un superávit, en cuyo caso) (tal vez precisamente en las horas nocturnas de mayor movimiento) (se pondría con la bata blanca junto al tirador de cerveza) (en el sentido del orden, en absoluto necesario —por cierto—, que la antes mencionada mente sospechosa había denominado el eterno retorno) (y que lógicamente) (eso esperamos al menos) (la vida siempre acaba refutando).

—Ahora ya veré adónde iré a parar —concluyó (a modo de colofón) la esposa del viejo.

—A propósito —dijo el viejo al cabo de un rato—, mi madre llamó por teléfono.

—¿Qué quería? —preguntó la esposa.

El viejo lo describió a grandes rasgos.

—O sea que ya no hay esperanza de un cambio de vivienda —dijo la esposa.

—No mucha, desde luego —dijo el viejo—. Por el momento —añadió (precipitadamente).

—Vamos a pasar el resto de nuestros días en este agujero —dijo la esposa.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó el viejo—. Me voy a dar una vuelta —agregó (más tarde).

A la mañana siguiente, la esposa del viejo, sentada al borde del canapé situado en el rincón noroccidental de la habitación, con camisón, pantuflas, el pelo revuelto y la mirada todavía insegura de aquel que se ha despertado de repente, dijo:

—He soñado algo raro.

»Ni siquiera recuerdo con exactitud los detalles —prosiguió.

»La cuestión es que yo trabajaba en un gigantesco complejo de la industria gastronómica. Tenía seis pisos y era de ladrillo rojo, como… espera… como una cárcel. Claro. En todos los pisos se oía música, sobre todo música gitana. Me habían asignado la terraza del ático. En aquel lugar atestado de gente, yo llevaba los platos, la pesada vajilla de Jena, y nunca faltaba la docena de botellas de cerveza en mi bandeja. La cocina estaba en la planta baja: desde allí teníamos que llevarlo todo, y apenas había personal de servicio. Escuchábamos, desbordados, los gritos exigentes de la clientela sentada a las mesas; los ceniceros rebosaban de colillas y la bebida caía de los manteles, llenos de manchas de grasa, al suelo. Una luz extraña, rojiza, como la de los crepúsculos veraniegos, lo inundaba todo. Iba corriendo de cliente a cliente, bañada en sudor, pero tenía la sensación de que todo eso ya no guardaba ninguna relación conmigo.

»La señora Bodá pasó traqueteando a mi lado, con un vestido folklórico húngaro. Llevaba un chaleco colorado, la típica diadema del traje nacional húngaro en la cabeza, y una falda con los colores de la bandera sobre su gigantesco culo. Cargaba con una enorme bandeja, bajo cuyo peso a punto estaba de derrumbarse. “¿Y cómo os arregláis en invierno, en medio de la ventisca?”, me preguntó jadeando. “Eso ya es asunto vuestro”, le contesté. Sólo entonces me di cuenta de que la diadema se le había desplazado, tapándole la oreja, y que el sudor descendía a raudales por su rostro, arrastrando la pintura negra y roja. Me eché a reír de tal modo que me vi obligada a sentarme y a poner la bandeja a mi lado, en el suelo. Me desaté los zapatos (llevaba, como siempre, calzado de trabajo de caña alta), porque algo me apretaba. Era una moneda de diez florines; a buen seguro se había introducido allí en medio del jaleo. En eso, un tipo me gritó: “Ya pondré yo orden aquí, la apuntaré a usted en el libro de reclamaciones.” Sabía que era el sustituto del comandante, pero ignoraba de qué tipo de comandante. Le dije: “Váyase usted adonde sabe, caballero, que yo ya tengo la sentencia de muerte”, y le enseñé el papel. Lo cogió, lo leyó, pero mientras leía los ojos le salieron de las órbitas de una manera extraña, como si estuvieran a punto de caérsele. “¡Eso es otra cosa!”, dijo entonces. Se levantó, se cuadró y se dispuso a hacer el saludo militar, pero se limitó a un gesto de resignación con la mano. Y me guiñó el ojo, pero más bien con tristeza.

»Luego apareció, quién sabe de dónde, la mujer rubia, la nueva gerente. Con el rostro blanco como el papel, con el cigarrillo en la comisura de los labios, me susurró al oído: “¡No se puede abandonar el barco! ¡No tengo personal suficiente, o sea, que deberás trabajar todo el día!” Hasta sentí el olor a aguardiente que emanaba su boca; igual que en la realidad. Le dije: “Usted también… váyase adonde sabe, porque soy libre, ¡ya tengo la sentencia!” Me quité el delantal y se lo arrojé a los pies, con la calderilla que tintineaba en el bolsillo. Sabía que había acabado con este gesto. Jamás en mi vida me había sentido tan liberada. Me acerqué a la baranda. Vi a una inmensa multitud agolpada abajo: todos querían entrar, a comer y a beber, y también se acercaba gente desde la lejanía, en hileras largas y negras como las hormigas. Oscurecía. Bajo mis pies, el edificio zumbaba y trajinaba como si fuese una colmena. Se oía la música, la gente comía y bebía, algunos, ya borrachos, soltaban sus berridos. El personal iba y venía entre ellos sin orden ni concierto: servían rápidamente la comida y la bebida y bajaban por las escaleras, rumbo a la invisible cocina. De allí salían uno tras otro los platos, y lo más extraño era un detalle del que no me había percatado hasta entonces: no había personal de cocina, y todo el trajín sólo duraría mientras los jefes siguieran cocinando el superávit…

»No he podido contarlo como quería…

»Ni siquiera recuerdo muchos detalles…

»Aún he de vestirme: al final llegaré tarde…

»Fue una pesadilla, sí, pero peor pesadilla ha sido despertar —concluyó (a modo de colofón) la esposa del viejo. Poco después, el viejo estaba ante el secreter, pensando que ese día no pensaría.

Para realizar este plan (si podemos dar el nombre de plan a un objetivo negativo y el de realización a su consecución) (a un objetivo, para colmo, que no suponía ningún esfuerzo para el viejo, puesto que) (como quizás hemos mencionado) (había alcanzado tal rutina en el pensar que era capaz de aparentar pensamiento cuando ni siquiera pensaba, aunque también es posible que él mismo imaginara estar pensando), sacó del rincón trasero derecho —noroccidental— del estante inferior del secreter un estuche de color beis, una especie de cajita que presentaba una textura que parecía picada y que era probablemente de piel porcina.

En el lado exterior (y al mismo tiempo superior) de la cajita de color beis (que presentaba una textura que parecía picada) se podía leer, en el centro de un sello estilizado y circular de forma abombada y color más beis que el beis (digamos marrón), el siguiente grupo de letras: MEDICOR (tal vez las prácticas siglas de una empresa dedicada a la fabricación de medicamentos o aparatos médicos) (si nos atenemos a la pura lógica) (y difícilmente podemos hacer otra cosa) (a falta de otra base) (pues el viejo no tenía ni la menor idea de cuándo, cómo y por qué entró en posesión de dicha cajita), y sus dos compartimientos interiores contenían sendos mazos de naipes franceses (uno azul y otro rojo, de cincuenta y dos cartas cada uno) (es decir, en total ciento cuatro) (cartas azules y rojas respectivamente) (que llevaban todas el sello estilizado, más azul que el azul, más rojo que el rojo, en el dorso, con el grupo de letras que formaban la palabra MEDICOR en el centro) (siempre con el color correspondiente) (como es lógico).

El viejo extrajo el mazo azul (por ser el menos usado).

Después de barajar brevemente, el viejo repartió cuatro veces trece cartas (o sea, cincuenta y dos en total), una por una y siempre de derecha a izquierda, poniéndolas ante sí en la mesa (o, para ser precisos, la mesa, la única verdadera mesa de la vivienda).

Estos gestos indicaban que —aunque parezca sorprendente— se disponía a jugar al bridge.

Para jugar al bridge se necesitan cuatro personas (ni más ni menos).

«El bridge es un juego mental inglés», solía decir el viejo (para animar a los más débiles).

Su esencia, o su especificidad, consiste en que dos compañeros sentados frente a frente juegan contra dos compañeros también sentados frente a frente (por eso se llama bridge) (o sea, puente) (explicación esta) (excesivamente simple) (que las últimas investigaciones autóctonas) (y también extranjeras) (ponen en duda) (cuestionando asimismo el origen inglés del juego).

Así pues —¿qué más podía hacer?—, el viejo representó a las otras tres personas ausentes, es decir, jugó toda la partida, desempeñó tanto el papel de declarante como el de sus adversarios, con sus ventajas, la de reducir, por ejemplo, las dificultades de comunicación entre los compañeros, y sus inconvenientes, puesto que las cartas sobre la mesa inhibían al viejo. A esto se debió que perdiera un juego de cuatro corazones que él mismo había propuesto, solo, en la subasta; perdió al recurrir a un squeeze a tréboles y pies en vez de utilizar un impasse a diamantes y luego a corazones cuyo éxito creía seguro (y que también veía claro como adversario). En consecuencia, sólo le quedó una cuestión por resolver, concretamente si era más conveniente identificarse con el declarante perdedor o con el adversario ganador (después de dudar brevemente, el viejo se decidió por el adversario) (aunque le molestaba no haber cumplido el fácil contrato de cuatro corazones), antes de devolver las cartas al estuche, y el estuche a su sitio (el rincón derecho trasero —noroccidental— del primer estante del secreter), cerrar el secreter y dejar caer el brazo ya exento de todo trabajo. Así pues, volvió a producirse una situación perfectamente fundada, tradicional y casi, diríase, ritual, es decir:

El viejo estaba ante el secreter. Pensaba. Era por la mañana. (Hacia las diez.) Sobre esta hora siempre solía pensar.

Muchos problemas y preocupaciones acuciaban al viejo, o sea, tenía en qué pensar.

Debería haber empezado hacía tiempo a escribir un libro; esa era la verdad, no había vuelta de hoja.

Cualquier libro con tal que fuese un libro (el viejo sabía, hacía tiempo, que daba igual qué libro escribía, si era bueno o malo, porque no cambiaba nada en esencia).

Así pues, con un gesto irritado (como quien de verdad ya no tiene mucho tiempo que perder), sacó del estante superior del secreter el archivador que llevaba el título de «Ideas, esbozos y fragmentos» y extrajo del montón de papelitos, trozos de papel y hojas arrancadas de diversos cuadernos, al azar por así decirlo (como aquel al que le da igual si le toca el as de picas o el dos de trébol) (o, para ser quizá más precisos, como quien sabe perfectamente que no puede tocarle ni el as de picas ni el dos de trébol, por cuanto él mismo mezcló las cartas) (lo cual decide de entrada la calidad de los naipes que irán a parar a sus manos) (manteniendo, eso sí, las posibilidades) (en absoluto indiferentes) (de lo poquito peor o poquito mejor) (y dejando por tanto cierta capacidad de maniobra a la constelación del momento), extrajo, pues, del centro del montón de papeles, aproximadamente, una hoja de bordes ya bastante amarillentos repleta de apuntes.

En la hoja (de bordes ya bastante amarillentos) repleta de apuntes, pudo leer la siguiente nota (o idea, o esbozo, o fragmento) escrita con rotulador verde (que no utilizaba hacía tiempo):

«Köves presentó dos veces su solicitud de pasaporte, que fue rechazada en tres ocasiones; podía tratarse, evidentemente, de un error administrativo. Sin embargo, Köves vio un sentido simbólico en el caso y tomó una decisión definitiva: viajaría de todas maneras.»

—Pues ya está —murmuró el viejo.

—Aquí he pillado algo.

«Me acuerdo.»

«No había oferta de empleo.»

«Ocurrió hace tiempo», se apartó del tema (en sus pensamientos).

«Pero ¿qué carajo puedo hacer con esto?», volvió al tema (en sus pensamientos).

«Aunque —pensó a continuación— la idea no está mal.»

«Contiene elementos interesantes.»

«Podría partir de allí.»

«Se puede partir de cualquier punto.»

«Lo importante es saber dónde desembocamos.»

«¿Dónde desembocará Köves?»

El viejo estaba sentado ante el secreter y pensaba (evidentemente sobre la pregunta que se había formulado a sí mismo) (que acabamos de citar) (y que pretendía averiguar dónde desembocaría Köves).

«¿Dónde puede desembocar Köves en general?», se planteó el viejo la siguiente pregunta (y el hecho de que se le iluminase poco a poco la cara revelaba que ya intuía la respuesta).

Así pues, sacó la máquina de escribir (del estante superior del secreter) (en el que sólo había unos cuantos archivadores, dos cajas de cartón y, detrás de estas, un archivador gris sobre el que yacía una piedra también gris —quizás un poco más oscura— que parecía servir de pisapapeles) y tecleó lo siguiente en la parte central superior de la hoja que acababa de insertar en la máquina, con mayúsculas (como suelen escribirse los títulos) (de un libro, por ejemplo) (según la costumbre generalizada):

FIASCO

y añadió debajo, después de reflexionar un rato:

PRIMER CAP

—¡Que el diablo te folle! —se interrumpió el viejo, al tiempo que se incorporaba de su asiento y acercaba la mano al secreter.

—Que el abuelo de todos los cabrones te clave esa siete veces retorcida y afilada… —murmuró el viejo con tono pausado, como si se dispusiera a dar una explicación, hasta que, después de moldear cuidadosamente la cera ablandada, se la introdujo en los oídos, suprimiendo así tanto a Oglütz como a la Quebrada de las Mentiras e incluso a todo el mundo como quien dice.