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Kaye giró a la derecha justo más allá del tribunal, dobló la esquina, recorrió media manzana y se metió en una estación de servicio. Cuando ella era niña, había unos pequeños cables cubiertos de goma que hacían sonar una campana cuando llegaba un coche. Ya no había cables, ni campana, y nadie vino a comprobar qué deseaba Kaye. Aparcó junto a la tienda de rojos y blancos brillantes y se limpió las lágrimas de los ojos.

Permaneció sentada en el Toyota durante un minuto, intentando concentrarse.

Stella tenía un monedero de plástico rojo que contenía diez dólares de dinero de emergencia. Había una fuente para beber en el tribunal, pero Kaye pensaba que Stella preferiría algo frío, dulce y afrutado. Olores a fresas y frambuesas artificiales que a Kaye le resultaban repugnantes, Stella se los tragaba con el entusiasmo de un gato en una cama de hierba de gato.

—Es un largo camino —se había dicho Kaye—. Hace calor. Tiene sed. Es su día fuera, lejos de mamá. —Se mordió el labio.

A lo largo de su corta vida, Kaye y Mitch habían protegido a Stella como si fuese una orquídea exótica. Kaye lo sabía, y odiaba que fuese necesario. Así era como habían permanecido juntos. La libertad de su hija dependía de ello. Los chats estaban llenos de historias angustiosas, historias de padres que habían entregado a sus hijos, viendo cómo los enviaban a escuelas de Acción de Emergencia en otro estado. Los campos.

Mitch, Stella y Kaye habían vivido una existencia ensoñadora, tensa e irreal, que no era la forma en que debía crecer una niña enérgica y extrovertida, ni la forma en que Mitch permaneciese cuerdo. Kaye intentaba no pensar demasiado en ella misma y en lo que sucedía entre ella y Mitch, podría quebrarse por dentro, ¿y entonces qué harían? Pero era evidente que sus dificultades de pareja habían causado impacto en Stella. Era una niña de papá, para orgullo de Kaye y para su secreta tristeza —ella también había sido niña de papá, antes de la muerte de sus padres, veinte años atrás— y últimamente Mitch había pasado mucho tiempo fuera.

Kaye entró en la tienda a través de las puertas dobles de vidrio. La dependienta, una mujer de aspecto cansado algo más joven que Kaye, tenía fregona y cubo y estaba fregando inexorable el suelo y el mostrador con desinfectante.

—Disculpe, ¿ha visto a una niña, alta, de unos once años?

La empleada levantó la fregona como si fuese una lanza y le apuntó con ella.