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Caminando siguiendo el margen de tierra de la carretera de asfalto, Stella agitaba la botella de plástico de Gatorade, racionándose a un sorbo cada pocos minutos. A su derecha se extendía un viejo campo marcado para edificar un nuevo centro comercial. Stella caminó haciendo equilibro sobre un bordillo de cemento recién colocado y que todavía no habían sacado de las tablas de molde. El sol subía por el este, y había nubes negras acumuladas al sur, y el aire estaba caliente y repleto de fragancias de cornáceas y sicómoros. Las emisiones de los coches que pasaban, y el rastro descendente de carbono de los camiones diesel, le obstruían la nariz.

Por fin sentía que hacía algo que valía la pena. Había culpa, pero dejó a un lado la preocupación por lo que pensarían sus padres. Siguiendo esta carretera era posible que encontrase a alguien que no discutiese con sus instintos, que no sintiese dolor por la misma existencia de Stella. Alguien como ella.

Durante toda su vida había vivido entre un tipo de humanos, pero ella pertenecía a otro. Un viejo virus llamado SHEVA se había liberado del ADN humano y había reordenado los genes humanos. El resultado era Stella y una generación de niños como ella. Eso era lo que le habían contado sus padres.

No un monstruo. Simplemente un tipo diferente.

Stella Nova Rafelson tenía once años. Sentía que toda su vida había estado sola de una forma peculiar.

En ocasiones se consideraba una estrella, un pequeño punto brillante en un cielo muy grande. Los humanos copaban el cielo por miles de millones y la anegaban como el sol cegador.