Condado de Spotsylvania
La vieja estructura de la casa restalló y crujió bajo el calor de la mañana. Una brisa húmeda recorrió las habitaciones ejecutando gráciles bucles. Kaye fue del dormitorio al baño, frotándose los ojos. Se había despertado de un curioso sueño en el que ella era un átomo que se elevaba lentamente para conectar con una molécula mucho mayor, para encajar y completar algo realmente impresionante. Se sentía en paz por primera vez en meses, a pesar de los recuerdos afilados de la pelea de la noche anterior.
Kaye se masajeó los dedos de la mano derecha, para luego ir moviendo el anillo de bodas por un nudillo hinchado hasta hacerlo encajar en su hueco familiar. Las abejas zanganeaban alrededor de las adelfas al otro lado de la ventana, bien metidas ya en las tareas del día.
—Vaya un sueño —le dijo al reflejo del espejo del baño. Bajó un párpado con un dedo y se examinó con atención—. Un poco de estrés, ¿eh?
Le quedaban algunas pecas bajo cada ojo de su embarazo con Stella; cuando estaba molesta, todavía cambiaban de un marrón pálido a un ocre rubí. Ahora estaban más oscuras, pero no llamaban la atención. Se echó agua en las mejillas y se sujetó el pelo por detrás, preparándose para el día caluroso, dispuesta a enfrentarse a más dificultades. Familia significaba permanecer juntos y sanar.
Si las abejas pueden hacerlo, yo también.
—¡Stella! —gritó, llamando a la puerta del dormitorio de su hija—. Son las nueve. Hemos dormido de más.
Kaye entró sin hacer ruido en la pequeña oficina situada en el cuarto de la colada y conectó el ordenador. Leyó las líneas que había escrito antes del enfrentamiento de anoche, para retroceder luego hacia las últimas páginas.
«El papel de SHEVA en la producción de una nueva subespecie no es más que una función realizada por esa clase diversa y especial de virus. ERV y transposones —genes saltadores— realizan una labor más importante en la diferenciación y desarrollo de tejidos. Las emociones, crisis y el cambio de las condiciones ambientales los activan, uno a uno, o todos juntos. Son mediadores y mensajeros entre células, transportan genes y datos codificados entre muchas partes del cuerpo, e incluso entre individuos.
Muy probablemente los virus y los transposones se originaron tras la invención del sexo, quizá debido al sexo. Hasta hoy, el sexo les ofrece la oportunidad de moverse y transportar información. Puede que también emergiesen durante el tumultuoso reordenamiento genético de nuestro sistema inmunológico primario, como soldados y policías desbocados.
Ciertamente son el pecado original. ¿En qué medida el pecado da forma a nuestro destino?».
Kaye empleó el estilo para señalar esa última frase torpe y exagerada. La eliminó y leyó un poco más.
«Algo que ya sabemos: dependemos de la actividad retroviral y de los transposones durante casi todas las fases de nuestro crecimiento. Muchos son socios necesarios.
Dar por supuesto que virus y transposones son primero y sobre todo causas de enfermedad es como asumir que los automóviles son primero y sobre todo medios para matar gente.
Los patógenos —organismos que provocan enfermedades— son como las hormonas y otros mecanismos de señalización, pero su mensaje es el desafío y el silencio. Nuestros propios leones internos, los patógenos, nos ponen a prueba. Eliminan a los viejos y a los débiles. Dan forma a la vida.
En ocasiones derriban a los jóvenes y a los buenos. La naturaleza es dolorosa. La enfermedad y la muerte forman parte de nuestra respuesta al desafío. Fracasar, morir, sigue siendo formar parte de la naturaleza, porque el éxito está edificado sobre muchos fracasos, y el silencio también es una señal».
Su estructura mental se había ido tornando cada vez más abstracta. El sueño, el zumbido de las abejas…
Naciste con una membrana, querida.
Kaye recordó de pronto la voz de su abuela maternal Evelyn; palabras que tenían casi cuatro décadas. A los ocho años, Evelyn le había contado algo que su madre, una mujer práctica, jamás había pensado en mencionar.
—Viniste a este mundo con la cabecita cubierta. Naciste con una membrana en la cabeza. Yo estaba presente, en el hospital con tu madre. Lo vi con mis propios ojos. El doctor me la mostró.
Kaye recordaba retorcerse por la deliciosa anticipación en el amplio regazo de su abuela y preguntar qué era una membrana.
—Una cubierta de carne suelta —le explicó Evelyn—. Algunos dicen que es señal de una comprensión extraordinaria, incluso de capacidad sobrenatural. Una membrana te advierte que descubrirás cosas que los demás jamás comprenderán, y que siempre quedarás frustrada intentando explicar lo que sabes, y lo que te parece tan evidente. Se supone que es tanto una bendición como una maldición. —A continuación la anciana había añadido en voz baja—: Yo nací con una membrana, cariño, y tu abuelo jamás me ha comprendido.
Kaye había amado mucho a Evelyn, pero la había considerado un poco aterradora. Volvió a concentrarse en el texto del monitor. No borró los párrafos, pero sí colocó un enorme asterisco y una exclamación enorme a su lado. Luego guardó el archivo y empujó la silla bajo la mesa.
Ayer cuatro páginas. Un buen día de trabajo. No es que pudiese llegar a ser publicado en una revista respetable. Durante los últimos ocho años todos sus artículos habían aparecido en sitios web clandestinos.
Kaye prestó atención a los sonidos de la casa por la mañana, como sopesando el día que tenía por delante. Un cordón de cortina golpeaba un marco de ventana. Los cardenales silbaban en los arces del exterior.
No podía oír los movimientos de su hija.
—¡Stella! —gritó con más fuerza—. Desayuno. ¿Quieres unos cereales?
No hubo respuesta.
Recorrió con las zapatillas el corto pasillo hasta la habitación de Stella. La cama de Stella estaba hecha pero arrugada, como si se hubiese tendido, girando y retorciéndose. Sobre la almohada descansaba un ramo de flores secas, atado con una cinta de goma. Había un montón de libros derribado a un lado de la cama. En el alféizar, tres Shrooz de peluche, como del tamaño de conejillos de indias, rojo, verde y el muy poco común negro y dorado, colgando sus largas narices en la habitación. Otros surgían en cascada del arcón de cedro al pie de la cama. Stella adoraba los Shrooz porque eran gruñones; se quejaban, se retorcían y gruñían cuando se los movía.
Kaye buscó en el patio trasero, donde la alta hierba marrón se convertía en hiedra y kudzu bajo los enormes árboles antiguos al borde de la propiedad. No podía permitirse perder la concentración ni por un minuto.
Luego regresó a la casa y al dormitorio de Stella. Se puso de rodillas y miró bajo la cama. Stella mantenía un diario de olores, un pequeño libro en blanco lleno de anotaciones crípticas y registros fechados de sus emociones, con los olores recogidos de detrás de sus orejas y adheridos a cada página. Stella lo mantenía oculto, pero Kaye lo había encontrado una vez mientras limpiaba y había deducido su estructura.
Kaye metió las manos entre las bolas de polvo y juguetes para el gato que había bajo la cama y metió los dedos entre las sombras. El libro no estaba.
La paz es una ilusión, la paz es una trampa, no hay descanso, no se puede bajar la guardia. Stella se había ido. Llevarse el libro implicaba que iba en serio.
Todavía calzada con las zapatillas, Kaye empujó la puerta y corrió por la calle bordeada de robles. Susurró:
—No te asustes, concéntrate, maldición. —Los músculos de su cuello formaron un nudo.
A unos cuatrocientos metros de distancia, frente a la siguiente casa carretera abajo del vecindario rural, redujo el paso, y luego se quedó de pie en medio de una carretera de asfalto roto, abrazándose, pequeña y tensa, como un ratón aguardando a un halcón.
Kaye se protegió los ojos del sol y miró a las hinchadas nubes grises que avanzaban en formación por el horizonte sur. El aire olía triste y nervioso.
Si Stella lo había planeado, habría escapado después de que Mitch se marchase a Washington. Mitch se había ido entre las seis y las siete. Eso implicaba que su hija tenía al menos una hora de ventaja. Comprenderlo fue como si un témpano de hielo se le clavase en la columna.
Llamar a la policía no era lo más inteligente. Cinco años atrás, Virginia había consentido renuentemente a la Acción de Emergencia y había empezado la recogida de los nuevos niños para enviarlos a campos en Iowa, Nebraska y Ohio. Hace años, Kaye y Mitch se habían retirado de los grupos de apoyo a los padres después de una serie de infiltraciones por parte del FBI. Mitch había dado por supuesto que Kaye en especial era objeto de vigilancia y posiblemente incluso arresto.
Estaban solos. Habían decidido que era lo mejor.
Kaye se quitó las zapatillas y corrió descalza de vuelta a la casa. Tendría que pensar como Stella, y eso era difícil. Durante once años Kaye había observado a su hija como madre y también como científico, y siempre había habido una pequeña pero importante distancia entre ellas que no había podido traspasar. Stella reflexionaba con una minuciosidad que Kaye admiraba, pero llegaba a conclusiones que a menudo le resultaban desconcertantes.
Kaye cogió el bolso con la cartera y la identificación, se puso el calzado de jardín, y salió por la puerta de atrás. El pequeño Toyota gris con imprimación arrancó instantáneamente. Mitch se ocupaba del mantenimiento de los dos vehículos. Atacó con fuerza la entrada de tierra, pero luego se controló y condujo más despacio siguiendo las carreteras.
—Por favor —murmuró—, que no se haya subido a ningún coche.