Pensilvania—Arizona
Stella Nova Rafelson se sostenía sobre piernas temblorosas en medio de una larga ducha observando cómo el desinfectante rosa se perdía por el desagüe. Hombres y mujeres con mascarillas, capuchas de plástico y guantes de goma recorrían la línea con portapapeles y cámaras, registrando a los niños mientras permanecían desnudos.
—Nombre —preguntó una joven baja de voz ronca.
—Stella —respondió. Le dolían las articulaciones.
En una clínica de algún sitio, los humanos le habían puesto inyecciones y la habían atado a una cama rodeada de cortinas. Allí la tuvieron durante al menos un día mientras pasaba los últimos signos evidentes de enfermedad. En una ocasión, cuando la soltaron para usar un orinal, intentó ponerse en pie y alejarse caminando. Una enfermera y un policía la habían detenido. No querían tocarla. Usaron largas tuberías de plástico para empujarla de vuelta a la cama.
Al día siguiente, la ataron a una camilla y la subieron a la parte de atrás de un furgón blanco. El furgón la llevó a un almacén grande. Allí vio a cientos de niños tendidos en filas sobre camas de campamento. Con las cajas aplastadas y polvorientas habían formado un montón al fondo del almacén. El suelo le ennegreció los pies desnudos. Todo el edificio olía a madera vieja, polvo y desinfectante.
Le dieron sopa en una botella de apretar, sopa fría. Sabía fatal. Toda esa noche gritó llamando a Kaye y a Mitch con una voz tan ronca y débil que ella misma apenas podía oírla.
El siguiente viaje —en un autobús atravesando el desierto y muchos pueblos y ciudades— requirió un día y una noche. Fue con otros chicos y chicas, sentada recta e incluso durmiendo sobre un banco.
Oyó al guarda y al chófer hablar sobre la ciudad más cercana, Flagstaff, y comprendió que estaban en Arizona. Cuando el autobús perdió velocidad y abandonó la autovía de dos carriles, Stella vio relucientes letras metálicas dispuestas sobre un arco de ladrillos sobre una pesada puerta metálica: ESCUELA DE ACCIÓN DE EMERGENCIA SABLE MOUNTAIN.
El tiempo le llegaba en ráfagas confusas. Recuerdos y olores se entremezclaban y parecía que su pasado, su vida con Kaye y Mitch, se había ido por el desagüe junto con el desinfectante.
Después de que terminasen de tomar fotos una vez más y registrar sus nombres, los ayudantes separaron a las chicas de los chicos y les entregaron batas de hospital abiertas por detrás y llevaron a las niñas en fila por un pasaje de hormigón, bajo el cielo abierto, hasta una caravana, doce nuevas niñas en total.
El tráiler ya contenía a catorce.
Una de las niñas se colocó junto a la cama de Stella y dijo:
—Hola. Lo lamento.
Stella levantó la vista. La chica era alta, tenía el pelo negro y amplios y profundos ojos castaños salpicados de verde.
—¿Cómo te sientes? —preguntó la niña. Parecía tener un problema de habla.
—¿Dónde estoy?
—Es una especie de hogar —dijo la niña.
—¿Dónde están mis padres? —preguntó Stella, antes de poder detenerse. Sus mejillas se tiñeron de vergüenza y miedo.
—No lo sé —respondió la chica.
Las catorce se congregaron alrededor de las niñas nuevas y presentaron las manos.
—Toca las palmas —le indicó la chica del pelo negro—. Te hará sentir mejor.
Stella se metió las manos en las axilas.
—Quiero saber dónde están mis padres —dijo—. Oí disparos.
La chica de pelo negro agitó la cabeza lentamente y tocó a Stella bajo la nariz con la punta del dedo. Stella retiró la cabeza de golpe.
—Ahora estás con nosotras —dijo—. No tengas miedo.
Pero Stella tenía miedo. La habitación olía tan rara… Había tantas chicas y todas febriaromando, todas intentando persuadir a las chicas nuevas… A medida que sentía que el olor realizaba su función, Stella tuvo ganas de salir y echar a correr.
No se parecía en nada a lo que había imaginado.
—Es o —dijo la niña del pelo negro—. En serio. Aquí se está bien.
Stella gritó llamando a Kaye. Era terca. Pasarían semanas antes de que dejase de gritar por las noches.
Intentó resistirse a la unión con las otras chicas. Eran amistosas, pero desesperadamente deseaba volver y vivir en la casa de Virginia, la casa de la que en una ocasión había intentado huir; le parecía el mejor lugar del mundo.
Finalmente, a medida que las semanas se convirtieron en meses y nadie vino a por ella, empezó a prestar atención a lo que decían las otras chicas. Les tocó las manos y las olió. Empezó a pertenecer y ya no se resistió.
Los días de la escuela eran largos y calientes durante el verano, fríos en invierno. El cielo era enorme e impersonal y muy diferente al enmarcado en árboles de Virginia. Incluso los bichos eran diferentes.
Stella se acostumbró a permanecer sentada en las aulas y a recibir la visita de los médicos.
En una confusión de crecimiento y tiempo juvenil, intentó olvidar. E incluso mientras dormían, sus amigas la tranquilizaban.