Ohio
Dicken había preparado y ordenado sus sesenta muestras. Usó un trapo para eliminar el picor del sudor en los ojos. Su sensación de urgencia era extrema y contraproducente. No podía trabajar más rápido y producir buenos resultados. Menor calidad sería peor que no haber trabajado en absoluto.
Había trabajado nueve horas seguidas, primero separando y clasificando las muestras siguiendo las etiquetas y notas de campo, luego preparándolas para el equipo automático del laboratorio. Gran parte del trabajo manual consistía en preparar las muestras y ordenarlas para pasar por los instrumentos.
En su época de estudiante, los dispositivos de PCR tenían el tamaño de maletas grandes. Ahora podía sostener uno en la palma de la mano. Las pistas contenían lo que quince años atrás había sido el equivalente a todo un edificio lleno y repleto de equipo.
Oligos —pequeños pero muy específicos segmentos de ADN montados en cada una de las diminutas celdillas cuadradas de los chips de matrices genómicas completas— se fijaron a los segmentos complementarios del ARN expresados por la célula, incluyendo a los genes víricos, si los hubiese, señalando éstos con un marcador fluorescente. Los escáneres contaban los marcados y aproximaban sus posiciones en la secuencia cromosómica.
A partir de un conjunto ya preparado de fracciones serológicas, los secuenciadores podían amplificar y analizar el código genético exacto de cualquier virus en las muestras. Los analizadores proteínicos podían indicar todas las proteínas que se hallaban en las células —tanto virales como proteínas del anfitrión—. A continuación el Ideador podía encajar las proteínas con los datos de los genes secuenciados.
Y eso le daría un mapa de carreteras de la enfermedad a nivel celular.
Tecleó los comandos en el servidor que controlaba las máquinas del laboratorio. Por suerte, había sido muy fácil adivinar el código de entrada en el ordenador. Había probado combinaciones de JURIE y ARAM y, finalmente, ARAMJURIE#1, que había funcionado.
El laboratorio se llenó de zumbidos y chasquidos, primero a la derecha, luego a la izquierda. Dicken se puso en pie y comprobó los progresos de los pequeños tubos de plástico que marchaban sobre sus senderos metálicos uno a uno para llegar a las remilgadas boquitas de las máquinas blancas y plateadas. Estaba obligado a admirar cómo los médicos habían montado el laboratorio. Era eficiente, con el equipo perfectamente dispuesto, con un buen flujo de tarea a tarea.
Jurie y Pickman sabían lo que hacían.
Aun así, los cazadores de virus que huían a las primeras señales de una enfermedad no recibían muy buena consideración por parte de sus colegas. Muy probablemente, Jurie y Pickman jamás habían cazado virus en condiciones de campo. Se habían comportado más como lagartos de laboratorio, pálidos por la falta de sol tropical, cobardes totales al enfrentarse con una presa real.
Durante un momento, Dicken sintió un escalofrío. Qué estúpido por su parte no haberlo pensado antes. Jurie y Pickman ya habían realizado el trabajo, ya habían descubierto los resultados; por eso habían huido. Los resultados habían sido muy graves.
Pero Dicken no había encontrado ni rastro de equipos de muestras en ningún lugar del laboratorio. El equipo apenas había recibido uso, era muy nuevo.
El escalofrío se desvaneció, pero muy lentamente.
Una hora más tarde, pulsó la tecla de espacio para desactivar el salvapantallas. Una barra verde parpadeante con «¡Eureka!» escrito le indicó que ya había resultados. Primero los resultados aparecieron como miniaturas en una rejilla, luego, al solicitarlos, como una presentación.
Con ceñuda satisfacción, Dicken comprobó que de la sangre y el esputo de todos los niños enfermos había aislado una variedad recombinada de un virus ARN sin encapsular, en cantidad suficiente para sugerir una infección masiva. Los demás picos no eran tan prominentes.
Desde el principio, al ver las lesiones bucales y la estomatitis, Dicken había sospechado de coxsackie A, conocido por causar la mayoría de los síntomas manifestados por los niños SHEVA enfermos. Pero esa variedad se relacionaba muy raramente con una enfermedad fatal. Sin embargo, coxsackie B producía en ocasiones miocarditis, enfermedad inflamatoria del corazón, en bebés y niños. Según el doctor Kelson, la miocarditis era una causa posible de muerte en el brote. Kelson le había dicho:
—Hay grandes daños en los tejidos. El corazón simplemente se detiene.
Coxsackie A y B normalmente se extendían por contacto fecal o por intercambio de saliva. No conocía ninguna situación histórica en la que se extendiese por contacto de la piel o en aerosol —gotitas de humedad por la respiración y el estornudo— o a través de residuos depositados sobre superficies, sin embargo eran precisos esos métodos de transmisión para explicar la expansión rápida y dominante del brote.
Algo había cambiado. Coxsackie A y B, o los dos, de pronto se habían vuelto más fáciles de extender, y atacaban a una población en particular que hasta ahora no tenía vulnerabilidades a los virus más comunes de la infancia.
Ahora que conocía el tipo de virus, podía centrarse en el origen de la enfermedad y su etiología —cómo había mutado, cómo se extendía, y dónde podía esperarse que se extendiese a continuación.
Dicken tecleó una petición de resultados numéricos para cada conjunto de muestras, con identificaciones de individuos y circunstancias. El ordenador preparó una tabla, pero era complicada y poco intuitiva.
Dicken cogió una hoja de papel y empezó a organizar los resultados en su gráfica preferida. Empleando un pequeño rotulador, dibujó tres grandes círculos sobre el papel. En el primer círculo dibujó una N, que representaba a los niños. En su interior dibujó un círculo más pequeño llamado NI, por niños infectados. Fuera del primero, dibujó un segundo círculo y lo marcó PV por profesores y personal valiente, los que se habían quedado.
El tercer círculo lo llamó Tr, por traidores, los que habían huido.
Cogió un rotulador rojo y comenzó a categorizar los identificadores de las muestras y los marcó con + o — según su situación vírica. Luego los registró en el círculo apropiado. Dos de los círculos se llenaron rápidamente de números y marcas de situación. Por ahora, no había números en el círculo Tr— lo dejaba por si llegaba información del exterior.
Ahora disponía de puntos de proximidad o contactos efectivos y, presumiblemente, oportunidades para la transmisión vírica. El patrón que surgía ya estaba claro, pero se había negado a saltar a las conclusiones. No se fiaba ni de la intuición ni del instinto. Confiaba en los datos fiables, en las asociaciones sin disputa, y en las correlaciones repetidas.
Dibujó los resultados de una segunda forma, en filas y columnas. Una vez completada la tabla, dibujó otra, invirtiendo el orden, y llenó las casillas con números clasificados.
Dicken limpió todo y tocó con el extremo de plástico del rotulador sobre las columnas, recorriéndolas hacia abajo, volviendo a subir, pasando el marcador sobre las filas, codificando las asociaciones con colores.
No importaba cómo la dibujase, el patrón estaba claro.
Dentro del centro de tratamiento especial, los niños que no habían tenido contacto con profesores u otros alumnos durante más de tres días no habían contraído el virus. Ocho niños se habían encontrado en celdas de aislamiento y habían sido abandonados al huir el personal. Tres de ellos habían muerto, pero las muestras daban resultados negativos.
Cinco horas antes, Middleton le había llamado para decirle que una de las niñas rescatadas había enfermado, y Kelson dijo que probablemente moriría. Casi con toda seguridad esa niña había quedado expuesta tras su «rescate».
Dicken había tomado muestras de seis niños a los que un profesor en su huida había dejado encerrados en las duchas, y no los habían encontrado hasta última hora de ayer. Una había muerto por falta de medicación especial. Ninguno había tenido contacto con profesores o personal en las anteriores cuarenta y ocho horas. Sus muestras daban negativo.
DeWitt y Middleton habían identificado a cincuenta niños que se sabía habían tenido contacto estrecho con profesores y personal en las últimas sesenta horas. De ellos, cuarenta habían enfermado, y veinte habían muerto. Todas las muestras daban positivo. De alguna forma, diez se las habían arreglado para evitar la exposición.
Miró los resultados de veintidós profesores, personal, y agentes de seguridad. Todos habían mantenido contacto continuo con los niños infectados durante las últimas cuarenta y ocho horas. Estaban agotados, estresados y quemados. Seis de ellos —cuatro enfermeras del grupo principal y un profesor del ala de tratamiento especial, y la consejera, DeWitt— daban positivo en el virus, pero en cantidades muy reducidas en comparación con los niños infectados. Ninguno mostraba síntomas de infección.
Ni él ni Mark Augustine daban positivo.
Dicken sostuvo la tabla una vez más. Las conclusiones eran convincentes.
Sólo los niños SHEVA infectados manifestaban síntomas.
Los niños SHEVA que no habían tenido contacto reciente con adultos daban negativo y no mostraban síntomas.
El contagio no se extendía de niño a adulto con demasiada eficacia, si se contagiaba; y si se contagiaba, no causaba enfermedad en los adultos.
El contagio probablemente se extendía de niño a niño, pero la cadena siempre comenzaba con un niño que había mantenido contacto reciente con un adulto.
No había tomado muestras de todos los niños, vivos o muertos, o de todos los adultos que habían estado presentes en la escuela; era posible que la fuente fuese un niño asintomático; también era posible que con el tiempo los adultos expuestos enfermasen.
Pero lo dudaba. Con casi total seguridad los niños no eran la fuente. Y los adultos no enfermaban. El río fluía en una única dirección, corriente abajo desde profesores, personal, adultos, a los nuevos niños.
El ordenador volvió a lanzar un aviso. Dicken miró a la pantalla. El Ideador había identificado una secuencia de su biblioteca estándar del genoma humano. Tocó una caja en la pantalla. Se abrió, mostrándole el mapa genético de un HERV recóndito y defectuoso. No se conocía ningún caso en que los virus coxsackie —es más, la superfamilia de los Picornaviridae— se recombinasen con genes retrovirales antiguos. Sin embargo estaba mirando a una proteína relacionada con un gen del virus sospechoso, y era muy similar —90 por ciento homóloga— a una proteína una vez codificada por un antiguo retrovirus endógeno humano localizado en dos cromosomas.
La presencia de la proteína convertía un virus ARN relativamente benigno en uno que mataba, en gran número.
Tecleó otra búsqueda. El Ideador examinó el banco Genesys para un resultado en el genoma de 52 cromosomas de los nuevos niños. Según el banco Genesys, ese HERV primordial y defectuoso no se encontraba en ninguno de los niños SHEVA. Sus dos copias habían desaparecido durante la separación supermitótica y la reordenación de los viejos cromosomas.
Dicken miró a la pantalla durante varios minutos, pensando frenéticamente. Se le empañó la visión. Agarró el paño arrugado y se limpió la cara. Tenía calambres en la pierna izquierda. Se alejó del asiento y recorrió el pequeño laboratorio, apoyándose en las mesas, en el equipo.
Lo que más temían Augustine y la gente de Acción de Emergencia había sucedido. De alguna forma, antiguos virus se habían autocorregido y habían contribuido con uno o más genes nuevos a un virus común, produciendo una enfermedad mortal. Pero la recombinación no se había producido en los niños afectados por el SHEVA.
Había comenzado en adultos.
Los adultos estaban creando virus que podían infectar y matar a los niños SHEVA. Esos mismos virus no dañaban a los adultos. Dicken no podía estar seguro todavía, pero sospechaba que la proteína vírica se aprovechaba de otra proteína que sólo se expresaba en los niños —dos unidades que por sí mismas no eran tóxicas, pero eran letales en combinación.
Un nuevo papel para los virus: agentes de una respuesta inmune a nivel de especie. Guerra biológica, de una generación contra otra.
¿Una vieja especie tratando desesperadamente de matar a la nueva? ¿O simplemente un error terrible, un desliz de consecuencias mortales?
Aseguró las muestras, hizo una copia de seguridad de los archivos del ordenador, lo imprimió todo, cerró con llave el laboratorio y brutalmente empujó la puerta exterior del edificio de investigación. Se abrió y él salió al brillo del sol del atardecer.