Pensilvania
El bosque se volvió oscuro y tranquilo. Las habitaciones en el interior de la cabaña estaban silenciosas, cargadas por los meses de encierro. Bajo la lámpara de mesa del salón, Stella Nova se estremecía al final de cada espiración, pero no había congestión en sus pulmones, y el aire no entraba y salía con el duro relincho que Kaye había oído antes.
Cambió la bolsa de solución de Ringer. Stella no se despertó. Kaye se inclinó junto a su hija, escuchando y observando, luego se puso en pie. Miró a su alrededor, viendo por primera vez los toques decorativos e íntimos de la cabaña, los elementos personales cuidadosamente escogidos de la familia Mackenzie. Sobre una mesa, un marco de plata con personajes de Winnie Pooh en bajo relieve contenía una fotografía de George, Iris y su hijo Kelly, quizás unos tres años más joven que Stella en el momento en que se tomó la fotografía.
Para algunos, todos los nuevos niños tenían el mismo aspecto. La gente escogía los marcadores más simples para distinguir a unos de otros. Algunas personas, como había descubierto Kaye, eran poco más que zánganos sociales, que se limitaban a ejecutar los pasos de una existencia humana, como pequeños autómatas, y enseñar a esa gente a ver a Stella y a los suyos con un mínimo de discernimiento y comprensión era casi imposible.
Odiaba esa masa amorfa, alineada en su imaginación como un ejército infinito de robots sin mente, todos deseosos de malinterpretar, dañar y matar.
Kaye examinó a Stella una vez más, encontró que sus signos vitales se mantenían estables y quizá mejorasen, para recorrer luego las habitaciones en busca de su esposo. Mitch estaba sentado en el porche en una silla Adirondack, mirando al lago, con los ojos fijos en un punto entre dos grandes pinos. La luz evanescente del anochecer le daba un aspecto cetrino y agotado.
—¿Cómo estás? —preguntó Kaye.
—Estoy bien —dijo Mitch—. ¿Cómo está Stella?
—Descansando. La fiebre se mantiene, pero no es peligrosa.
—Bien —dijo Mitch. Agarró con las manos los extremos de los apoyabrazos de madera. Kaye examinó las manos con una súbita y debilitadora sensación de nostalgia. Grandes nudillos cuadrados, dedos largos. Hubo un tiempo en el que el simple mirar las manos de Mitch la hubiese puesto cachonda.
—Creo que tienes razón —dijo Kaye.
—¿Sobre qué?
—Stella se pondrá bien. A menos que se produzca otra crisis.
Mitch asintió. Kaye le miró la cara, esperando ver alivio. Simplemente asentía.
—Podemos turnarnos para dormir —sugirió Kaye.
—No dormiré —dijo Mitch—. Si duermo, alguien morirá. Tengo que permanecer despierto para vigilarlo todo. En caso contrario, me echarás a mí la culpa.
Esa declaración asombró a Kaye, en la medida en que le quedaban fuerzas para sentirse asombrada.
—Lo lamento, ¿qué dices?
—Estás furiosa conmigo por encontrarme en Washington cuando Stella se escapó.
—No lo estoy.
—Estabas furiosa.
—Estaba molesta.
—No puedo defraudarte. No puedo defraudar a Stella. Voy a perderos a las dos.
—Recupera el sentido, por favor. Eso es una locura, Mitch.
—Dime que no fue exactamente eso lo que sentiste al encontrarme fuera cuando empezó.
¿Por qué ella tenía que cargar con todo? ¿Cuántas veces Mitch estaba fuera cuando Stella decidía que era hora de algo, de desafiar, alargar, alcanzar o probar?
—Estaba estresada —dijo Kaye.
—Nunca te eché la culpa de nada. He intentado hacer todo lo que tú querías que hiciese y ser todo lo que necesitaba ser.
—Lo sé —dijo Kaye.
—Entonces afloja un poco. —En otro tiempo, esas palabras hubiesen sido como una bofetada para Kaye, pero la voz sonaba tan cansada y desesperada, que casi las sintió como el roce de unas cortinas movidas por el viento—. Tus instintos no son más intensos que los míos. El simple hecho de que seas mujer y madre no te da derecho a… —agitó la mano impotente— descargarte conmigo.
—No me «descargué contigo» —dijo Kaye, pero sabía que así había sido, y sentía, a la defensiva, que efectivamente tenía ese derecho. Sin embargo el comportamiento de Mitch, las cosas que decía, le daban miedo. Nunca había sido de los que se quejaban o criticaban. No recordaba haber mantenido una conversación así en los doce años que habían estado juntos.
—Siento las cosas con la misma intensidad que tú —dijo Mitch.
Kaye se sentó en el brazo de la silla, haciendo que él retirase el codo. Mitch se cruzó los brazos sobre el pecho.
—Lo sé —dijo Kaye—. Lo lamento.
—Yo también lo lamento —dijo Mitch—. Sé que no es el mejor momento para hablar de esto. —Tuvo un problema para respirar. Intentaba contener el llanto—. Pero ahora mismo tengo ganas de acurrucarme y morir.
Kaye se inclinó para besarle la cabeza. Mitch tenía el rostro frío y duro bajo los dedos, como si ya estuviese en algún otro lugar, muerto para ella. El corazón le empezó a ir más rápido.
Mitch se aclaró la garganta.
—Tengo una voz en la cabeza, y repite una y otra vez: «No eres digno de ser padre». Si eso es cierto, la única opción es morir.
—Sss —dijo Kaye, con mucha cautela.
—Si duermo, permitiré que algo entre. Por una pequeña abertura. Algo entrará y matará a mi familia.
—Al infierno con eso —dijo ella, una vez más en voz baja, despacio, como si su aliento pudiese romper a Mitch—. Somos fuertes. Lo lograremos. Stella está mejor.
—Estoy agotado. Roto.
—Sss, por favor. Eres fuerte, sé que lo eres, y me disculpo si me he portado como una estúpida. Es la situación, Mitch. No seas duro con ninguno de nosotros.
Mitch agitó la cabeza, claramente sin haberse convencido.
—Necesito que me lleves a la cama —dijo, con voz hueca—. Que me acuestes en esa gran cama, que me tapes con las sábanas con volante, me des un beso en las mejillas y me desees buenas noches. En un rato me pondré bien. Simplemente despiértame si Stella tiene algún problema, o si me necesitas.
—Vale —dijo Kaye. Sintió una inmensa tristeza cuando Mitch levantó la vista y la miró a los ojos.
—Lo intento continuamente —dijo—. Os doy a las dos todo lo que tengo, todo el tiempo.
—Lo sé.
—Sin Stella y tú, soy un hombre muerto. Ya lo sabes.
—Lo sé.
—No me rompas, Kaye.
—No lo haré. Lo prometo.
Mitch se puso en pie. Kaye le cogió la mano y lo llevó hasta el dormitorio como si fuese un niño asustado o un hombre muy, muy viejo. Kaye retiró la colcha, la manta y la sábana superior. Mitch se desabrochó la camisa, se quitó los pantalones y se quedó de pie al lado de la cama, perdido.
—Tiéndete y descansa un poco —le dijo Kaye.
—Despiértame si Stella empeora —dijo Mitch—. Quiero verla y decirle que la quiero. —La miró a los ojos, con ojos desenfocados. Kaye le colocó las sábanas, con el corazón resonándole. Le besó en la mejilla. No había lágrimas; el rostro estaba tan frío y duro como la piedra, toda la sangre de Mitch fluía a un lugar muy apartado de ella, llevándole a donde ella no podía ir.
—Te quiero —dijo Kaye—. Creo en ti. Creo en lo que hemos hecho.
Entonces Mitch enfocó los ojos en ella, y Kaye se sintió avergonzada por el gran poder que tenía sobre aquel hombre grande y fuerte. La sangre regresó a la cara de Mitch, y sus labios cobraron vida bajo los de Kaye.
Luego, como una luz que se apaga, se quedó dormido.
Kaye se quedó en pie junto a la cama y observó a Mitch, con los ojos abiertos. Se sentía como si tuviese el pecho aprisionado en bandas de acero. Estaba tan asustada como si hubiese estado a punto de despeñarlos a todos por un acantilado. Lo estuvo vigilando todo lo que pudo antes de tener que irse a comprobar el estado de Stella. Odiaba el conflicto, marido o hija, pero siguió el juicio y la naturaleza en su interior, y atravesó los pocos pasos hasta el salón.
La cabaña estaba completamente a oscuras.
—¿Qué?
Kaye se sentó en el suelo. Se había quedado dormida junto a Stella, únicamente con la cubierta del saco de dormir entre ella y la madera dura, y ahora tenía la impresión clara de que en la estancia había alguien más aparte de su hija.
No se trataba de Mitch. Podía ver sus pies cubiertos a través de la puerta del dormitorio.
—¿Quién anda ahí? —susurró.
Grillos y ranas en el exterior, un par de grandes moscas volando por la cabaña.
Encendió una lámpara de mesa, comprobó por centésima vez a su hija, descubrió que la fiebre había bajado y que respiraba con más regularidad.
Pensó en llevar a Stella al segundo dormitorio, pero también habría que mover el gancho que sostenía la bolsa de solución de Ringer, y Stella parecía cómoda en el saco de dormir, tan cómoda como podría estarlo en una cama.
Kaye miró a Mitch. Él también dormía tranquilamente. Durante unos minutos Kaye permaneció de pie en el pasillo estrecho y corto, para luego apoyarse en la pared.
—Está mejor —le dijo a las sombras—. Debe mejorar.
Se volvió de pronto. Durante un momento había creído que había alguien más en el salón, alguien amado y familiar. Su padre.
Papá está muerto. Mamá está muerta. Yo huérfana. Toda mi familia está en esta casa.
Se frotó frente y cuello. Tenía los músculos muy tensos, sobre todo por dormir junto a Stella sobre el suelo de madera. Tenía los senos nasales congestionados, como si hubiese estado llorando. Se trataba de una sensación curiosa no del todo desagradable; producto secundario de alguna emoción profundamente enterrada.
Tenía que tomar un poco de aire. Volvió a examinar a Stella, obsesiva; se arrodilló para tocar la frente a su hija y buscarle el pulso, luego dio la vuelta al sofá, atravesó la puerta del porche, bajó los escalones y recorrió el sendero que cruzaba la hierba para llevar al embarcadero.
El embarcadero tenía diez metros de largo y tres de ancho, ridículamente grande para un lago tan pequeño. Servía a un único bote virado y a un montón de chalecos salvavidas enmohecidos. De entre los chalecos sobresalían hojas de hierba, reluciendo bajo la luz de la luna.
Kaye se situó al extremo del embarcadero y se cruzó de brazos. Absorbió la noche. Los grillos señalaban los grados de calor, las ranas croaban con dignidad sexy y alienígena allá afuera en las zonas poco profundas, entre los juncos. Los mosquitos susurraban sus cantinelas desesperadas.
—¿Alguno de vosotros sabe lo que es estar triste? —le preguntó Kaye al lago y a sus habitantes, para luego mirar hacia la casa—. ¿Os entristecéis cuando vuestros hijos enferman? —La única lámpara en el salón relucía dorada a través de la ventana del porche.
Cerró los ojos. Algo más amplio, completando una conexión… algo enorme pasando por encima, barriendo el lago, el bosque —tocando a todas las cosas vivas que la rodeaban.
Las ranas callaron.
Y tocándola a ella.
Kaye dio un salto como si alguien hubiese atravesado una pared de madera. Levantó los hombros y tensó los dedos.
—¿Hola? —susurró.
El vecino más próximo estaba al menos a un kilómetro, carretera arriba, más allá del grueso de los árboles. No vio nada, no oyó nada.
—Guau —dijo, y se sintió estúpida de inmediato. Miró alrededor del lago, hacia las zonas poco profundas con las cañas, buscando la fuente de otra voz, aunque nadie había hablado. Las cañas estaban vacías. El lago estaba en silencio, sin ni siquiera oírse el aire. La noche estaba tan silenciosa que incluso podía oír los latidos de su corazón.
Alguien la había tocado, no sobre la piel, sino más profundamente. Al principio no era más que la consciencia de saber que no estaba sola. Ella sola, sobre el embarcadero, con los pies descalzos, ahora compartía el espacio con alguien tan real como ella —tan bien recibido y extrañamente familiar como un amigo muy querido.
Sintió que desaparecían años de carga. Durante un momento, disfrutó de la cálida sensación de una tregua infinita.
Ni juicio. Ni castigo.
Kaye se estremeció. Movió la lengua sobre los labios. Un borbotón de agua argentina parecía correr por su cabeza. El borbotón se convirtió en un riachuelo, luego en un arroyo insistente que fluía por la parte posterior de su cuello hasta el pecho. Lo sentía frío, eléctrico y puro, para pasar desde el calor asfixiante de un día de verano hasta una fuente subterránea. Pero esta fuente hablaba, aunque nunca con palabras. Poseía un perfume particular y distintivo, como flores astringentes.
La fuente estaba viva, y no podía librarse de la sensación de que lo había sabido siempre. Como moléculas que finalmente se unen, formando un todo —pero no—. En absoluto algo biológico. Otra cosa.
Kaye se tocó la frente.
—¿Estoy sufriendo una apoplejía? —susurró. Se tocó los labios con los dedos. Intentaban formar una sonrisa. Los puso rectos—. No puedo ser débil. Ahora no. ¿Quién está ahí? —repitió, como si estuviese atrapada en un ritual sin sentido.
Conocía la respuesta.
El visitante, el comunicante, no poseía rasgos, ni rostro ni forma. Sin embargo, bañarse en esta fuente fría y maravillosa era como tener a todas sus abuelas, a todos sus abuelos, a todos los miembros sabios, dulces, maravillosos y poderosos de su familia a los que nunca había conocido, todo junto y a la vez ofreciéndole su apoyo y amor incondicionales, el mismo que le hubiesen concedido de haberla acunado en sus brazos cuando era un bebé. Todo eso estaba allí, y más.
Pero el comunicante, simultáneamente gentil e increíblemente intenso, era muy diferente a un pariente de carne y hueso.
—Por favor, ahora no —rogó. Con el alivio llegó el temor de estar perdiendo su tenue conexión con la realidad. Conocía al visitante, pero hacía tiempo que lo había negado y evadido; pero no manifestaba ni furia ni resentimiento. Su única respuesta a su largo rechazo era un apoyo incondicional.
¿Pero también había trepidación? El visitante manifestaba unos deseos extraordinarios de tocar y mostrarse a pesar de las reglas, los peligros. El visitante anhelaba con encanto.
Kaye abrió de pronto la boca y permitió que el aire llenase sus pulmones. Era curioso, durante un momento había dejado de respirar. Curioso, y para nada aterrador; como si fuese un chiste personal.
—Hola —dijo con la espiración, dejando caer los hombros y relajándolos, dejando de lado las dudas y entregándose a la sensación. Quería que durase por siempre. Ya sabía que no podía ser. Regresar a la forma en que se sentía unos minutos atrás, y antes toda la vida, le dolería.
Pero sabía que el dolor era necesario. El mundo todavía no había renunciado a ella, y el visitante quería que estuviese libre para tomar sus propias decisiones, sin su interferencia adictiva.
Kaye regresó a la cabaña y comprobó las constantes de Stella y visitó a Mitch. Los dos estaban tranquilos. El color de Stella parecía ser más intenso. En sus mejillas iban y venían grupos de pecas. Definitivamente la crisis ya había pasado.
Kaye regresó al embarcadero y se quedó mirando al bosque de la madrugada, deseando que el amor y la paz nunca la abandonasen. Lo quería todo, ahora y por siempre. Había habido tanta pena, tanto dolor, tanto miedo…
Pero a pesar de sus propios deseos, Kaye comprendía.
No puede seguir. Todavía no. Quedan kilómetros por recorrer antes de que pueda dormir.
Luego perdió el sentido del tiempo.
El amanecer llegó por el este, al otro lado de los árboles, como una vela de terciopelo gris.
Se puso en pie junto al bote virado, temblando. ¿Cuánto tiempo hacía que había regresado al embarcadero?
Sin palabras, la fuente había pasado horas lavando su alma (no se sentía cómoda usando esa palabra, pero ahí estaba), mojándola y revelando ideas y recuerdos polvorientos, reencontrándose en el tiempo humano y real. Allí donde fluía, Kaye conocía su puro deleite.
Valoró a Kaye muy positivamente.
—¿Stella se pondrá bien? —preguntó Kaye, con voz tan baja como la de un niño a las sombras cercanas a los árboles—. ¿Volveremos a estar juntos y bien?
No obtuvo respuesta a la pregunta específica. El comunicante no trataba con conocimiento, como tal, pero no le parecía mal que preguntase.
Nunca había imaginado un momento así, una relación como ésa. De niña, las pocas ocasiones en que se había preguntado cómo sería una experiencia así, la había concebido como culpa y truenos, como recriminación, que te asignasen tareas pesadas: un momento de autoengaño desesperado, justificando años de ignorancia y fe ilegítima. Nunca había imaginado nada tan simple. Ciertamente no este intenso y sin embargo divertido géiser de amistad.
Ni juicio. Ni castigo.
Y tampoco respuestas.
Yo no lo pedí. El cuerpo rezó las oraciones de la carne desesperada, no yo.
La mente consciente y exigente, más preocupada de los detalles prácticos, la institutriz de falda almidonada que repasaba severamente la vida de Kaye le dijo:
—Juegas a la ouija con tu cerebro. No tiene sentido. Esto no traerá más que problemas.
Y entonces, como si gritase una especie de maldición, la voz tensa y adulta de Kaye le ladró a los árboles:
—Estás teniendo una epifanía.
Los grillos y ranas retomaron su tumulto, respondiendo.
Finalmente, el conflicto fue excesivo. Se dejó caer lentamente de rodillas, sobre el embarcadero, sintiendo que portaba una carga preciosa que no debía dejar caer. Se inclinó y apoyó las manos sobre la madera basta y gastada.
Debía tenderse para evitar que se le cayese. Dejando escapar el aliento durante un buen rato, Kaye extendió las piernas.